domingo, 2 de octubre de 2011

Leñero, Sainz, José Agustín, literatos revolucionarios

Podría presumir de las dedicatorias en los libros de ambos; que los conozco desde hace más de 40 años y siempre me trataron con deferencia; que ambos han sido mis invitados: Vicente Leñero al curso de lectura de su narrativa, y José Agustín al Taller de Lectura de El Financiero, y luego a unas carnitas, donde completó otras dedicatorias de libros suyos que tenía sin firmar; que de ambos tengo toda su obra en primera edición, incluidos La polvareda y el casi inencontrable Cajón de sastre, de Leñero (por supuesto, Los albañiles), y La tumba, en la edición de Arreola, y la primera de Novaro.
Mejor hablo de mi lectura de su obra, con algunos antecedentes que creo debemos tomar en cuenta al examinar sus libros; en sus autobiografías precoces, incluida la de Gustavo Sainz, se hace mención del intercambio de ideas, consejos, lecturas, entre los tres, cuando compartían chamba en la revista Claudia, entonces nuevecita, dirigida por Ernesto Spota, y que se editaba en Novedades Editores , a cargo de Mex-Abril; en la redacción de Claudia estaba también Gabriel Parra, de quien pocos recuerdan que fue becario del Centro Mexicano de Escritores, que fue reportero de política muchos años, y que ahora, creo, es notario público. Junto a ellos, en el departamento de diseño, estaban Nemorio Mendoza y Alfonso Rodríguez Tovar; los dos continuaron mucho tiempo trabajando para Sainz en Equipo Creativo, y Alfonso fue el primer encargado de diseño de Proceso. Refiere Sainz que, entre reportaje y reportaje, entrevista y entrevista, traducción y corrección, intercambiaban manuscritos, se leían mutuamente, se aconsejaban; Sainz esperaba la publicación de Gazapo y comenzaba Obsesivos días circulares; por unas semanas, se adelantó la aparición de Estudio Q; Agustín avanzaba a gran velocidad con De perfil; los tres escribieron su autobiografía precoz para Empresas Editoriales y, al relatar una de sus travesuras, Agustín la somete a la corrección de Leñero.
Era 1966; era una de las mejores épocas de la narrativa, o más preciso, de la literatura mexicana; era también una época de experimentación literaria; los sesenta son años fructíferos: Carlos Fuentes publica La muerte de Artemio Cruz, Zona sagrada, Cambio de piel; Pacheco, Morirás lejos; Sergio Fernández, Los peces; Salvador Elizondo, Farabeuf; llegan los libros de Claude Simon, Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Michael Butor, Carlo Emilio Gadda, Edoardo Sanguinetti, Joao Guimaraes Rosa, Gunter Grass; es la era de la poesía más audaz de Octavio Paz (Blanco, Ladera este), de Marco Antonio Montes de Oca, y otros cuyos experimentos no son tan visibles pero no por eso menos radicales.
Por desgracia, un libro inoportuno hizo que se dividiera a los narradores mexicanos en dos categorías; no entre experimentadores y lineales, lo que sería injusto pero más cercano al espíritu de esa época, sino entre onderos y fresas: “Onda y escritura en México”, y los dividía entre los que escribían con leperadas y tenían personajes adolescentes o muy jóvenes y que narraban sus escarceos sexuales, o los que escribían con propiedad. La división fue mucho más injusta.
En primer lugar, situaban a los jóvenes a los que en 1971 tenían entre 20 y 33 año, o sea nacidos sólo después de 1938; por poquito dejaban fuera a Gustavo Sainz; de cualquier manera, a Leñero nunca lo pusieron entre los onderos, aunque tenía todos los atributos: su excelente dominio del lenguaje hacía verosímiles sus diálogos, fuera entre actores, albañiles, beisbolistas, campesinos fanáticos, sacerdotes, psicoanalistas, literatos, policías; y si tenían que hablar con peladeces, lo hacían con toda naturalidad; el comienzo de Los albañiles está lleno de las llamadas malas palabras; las relaciones sexuales no están ausentes de sus páginas, y además con mucha malicia, picardía, y a veces muy exhaustivamente narradas; varias páginas de Estudio Q, o de A fuerza de palabras, o de El garabato, o de Los albañiles, son muestras de ello; incluso el cine, al tratar de imitarlas, las ha utilizado con desparpajo y no siempre con buen gusto (López Tarso en Los albañiles, Leticia Perdigón en Misterio; y otras de las que Leñero ha sido el guionista o argumentista –las mejores, protagonizadas por Angélica Chaín y Ana Martin en Cadena perpetua); y en cuanto el afán de experimentar, ninguno con más entusiasmo y búsqueda; José Revueltas, quien no le sacaba a la experimentación, se quejaba de que en Los albañiles algunas preguntas hechas en la página 50 (es un decir) se continuaban o contestaban en la 200 (nadie se quejó de que eso mismo, y por las mismas épocas, lo hiciera Vargas Llosa, por ejemplo); y su experimentación no sólo estaba en la estructura, en la construcción, sino en la misma propuesta de los libros: La voz adolorida mezclaba confesión religiosa con la confesión íntima, en un alarde de audacia que pocos años después le costó un castigo a Lemercier, y de paso a Sergio Méndez Arceo, por su experimento en un seminario en Cuernavaca; en Los albañiles asocia el crimen del portero de un edificio en construcción con el pecado del que redime la religión mediante el sacrificio, siempre renovado, del redentor, y asociaba al perverso, mitómano, megalómano, vicioso y pederasta don Jesús con el Jesús símbolo de la religión católica; en Estudio Q los actores (o sea la gente) quiere revelarse, insumisa, contra el director de una telenovela (¿Dios?), pero éste se anticipa, y en el guión, que modifica a diario, está descrita esa insurrección: es inútil rebelarse contra Dios porque ya todo está escrito; el director cuenta con la colaboración forzada de una guionista, quien finalmente sólo obedece; el cruce de caminos entre los protagonistas de Redil de ovejas, todos con los mismos nombres, es la encrucijada en la que se encuentra el mundo religioso, incapaz de entender, y menos de comprender, a su grey, sólo que no cuenta con la rebeldía personal.
El cambio de actividad de Leñero, y su acercamiento al teatro (donde también experimentó, pero mi incapacidad para apreciar el teatro me impide descubrir en dónde están sus experimentos, y sólo podría repetir los que él mismo señala), lo alejó de la narrativa; tengo la impresión de que en el teatro refleja más sus preocupaciones sociales que las literarias; es uno de los dramaturgos que más ha insistido en publicar sus dramas, lo que ayuda a apreciar muchas de sus cualidades, principalmente el excelente manejo de los diálogos.
Leñero estaba mucho más cerca de los experimentos de sus compañeros de Claudia que otros muchos autores que se movían alrededor del mundo de José Agustín y Gustavo Sainz; no estaba cerca del rock, y su relación con las artes plásticas no era tan profunda como la de sus amigos; sin embargo, compartió con ellos algunas tareas editoriales, que fueron parte importante de la obra de Sainz; Leñero fue jefe de redacción de la revista del Colegio de México, Diálogos, y dirigió Revista de Revistas, que en muchos sentidos era un periodismo diferente, como el que intentaba hacer Sainz.

A Gustavo Sainz también se le encasilló, sin advertir que era uno de los más interesados en la renovación de la estructura de la novela; la facilidad con que se lee Gazapo impidió, y sigue impidiendo, ver el excelente trabajo que hizo con sus primeros libros; los posteriores, además de que insisten en buscar nuevas formas, son más atrevidas en el lenguaje y en la concreción de los personajes, pero eso no quita lo que buscó en Gazapo, Obsesivos días circulares y La princesa del Palacio de Hierro, por limitarme a la época de la que comencé a hablar.
Cuenta Sainz que Leñero trabajaba, mientras él pulía Gazapo, en Punto de vista, que no es otra que Estudio Q; en ambas novelas se juega con el personaje como objeto; mientras Leñero recurre a la astrología, la quiromancia, las pruebas psicométricas, la fisiología e incluso las palabras de otros para definir al protagonista de Estudio Q, Sainz hace leer varias veces una misma anécdota, narrada por diferentes personajes: los protagonistas, los testigos, los que oyeron el suceso a trasmano, los que lo interpretan, y lo hace por medio de diálogos, descripciones, transcripciones, telefonemas, diarios íntimos, confesiones en medio de actos eróticos, o gracias a una grabadora; incluso, deja saber que algunas de esas versiones son falsas, o están tergiversadas; y al final propone finales (¿finales?, ¿en serio?) alternos, más los que el lector imagine.
Se comete un error si quiere verse o leerse Gazapo como un testimonio de época; si bien es cierto que influyó a muchísimos escritores menores que él, en realidad narra una época muy anterior, antes de que proliferaran las prepas (¿a quién me estoy fusilando?), antes de que, como ambicionaba Arreola, pudieran ir de la mano dos jóvenes enamorados sin que los reprendieran (nos reprendieran) los vetarros que calificaban al rock como música infernal; sí, puede tomarse como un retrato de la clase media de la Colonia del Valle, y sobre todo de la parte más árida de esa colonia; y de una clase media a punto de convertirse en clase baja, ilustrada por cómics, por la peor televisión, por ambiciones de ascenso social, a costa de lo que fuera. Pero Gazapo es mucho más que eso. Por desgracia, si en su momento tuvo lectores entusiastas pero sólo de la parte más superficial de la novela, ahora ya ni siquiera son capaces de entender que si algo hacen los nuevos escritores, se lo deben a Sainz, aunque no le hayan entendido.
Obsesivos días circulares es más extrema aún; narrada en primera persona, en la voz de un jovial portero de una escuela para adolescentes, en realidad esconde una trama que si le entendiera la iglesia ortodoxa rusa se alarmaría mucho más que como lo hace con García Márquez y con Nabokov (¿y dónde dejan a los hermanos Grimm, y a Vargas Llosa, y a Hans Christian Anderson, y a la Biblia?): el portero, con nombre latino, es sólo un instrumento para que hombres elegantes y depravados paguen una cantidad alta por espiar a las adolescentes cachondas cuando se desnudan para ir a la clase de deportes; además, se narran sus aventuras eróticas con la esposa, con la esposa del gánster que procura a esa clientela y que en realidad es un matón al servicio de políticos corruptos, y con otra mujer misteriosa, de apariciones fugaces pero perturbadoras; y hay otras historias, sórdidas, depravadas, pero sólo se conocen a trasmano; Sainz hizo una versión menos compleja para Grijalbo (la primera edición, de Joaquin Mortiz, es un monumento tipográfico, como pocos en la historia del libro en México), pero le quitó el encanto; las nuevas ediciones recogen la primera, no la segunda edición.
Más incomprendida fue La princesa del Palacio de Hierro; un solo adjetivo (el Guapo Guapo) sirve para enmascarar a un actor famoso por sus conquistas, todas ficticias; un baladista de moda famoso por sus conquistas entre grupies; un político de fama mundial que no pudo llegar a ser presidente, como ambicionaba, y a otros personajes menos famosos pero no menos procaces; otras protagonistas encarnan a dos hermanas que fungían como actrices y que en realidad encarnaban el desmadre del cine mexicano. Pero lo anecdótico, de nuevo, es lo menos relevante de una historia que comienza por el final y va retrocediendo hasta llegar, no al principio, sino al final, y que se narra desde un momento determinado; si Gazapo narra las aventuras de unos adolescentes a lo largo de una semana, de sábado a sábado, pero desde el miércoles, La princesa del Palacio de Hierro cuenta todo desde el final para tratar de entender el principio, y hace que la historia arranque, se detenga, vuelva a calentar motores, y luego se atore en un juego de adjetivos estrafalarios que distraen la atención del lector y de la protagonista; es además una inmersión en el lenguaje coloquial como pocas veces se ha hecho en nuestras letras; no hay oportunidad de salir a la superficie, hay que nadar en el fondo, y además a contracorriente. La gracia de la protagonista y la habilidad narrativa hizo que se le leyera, otra vez, sólo superficialmente.

José Agustín debutó de manera precoz con una novela que alguien calificó de “bomba”; en esa época no adivinarían que ahora es la que leen con más gozo los adolescentes, los alumnos de las preparatorias, ante el azoro de maestros que quisieran que leyeran mejor De perfil; tanto La tumba como De perfil son catalogados como libros en que se explora con detenimiento el mundo del adolescente; es cierto que los protagonistas de ambos libros apenas rondan los 18 o 16 años, y que quieren vivir como adultos; pero eso también es sólo una parte de los libros; el excelente narrador que es José Agustín ha hecho que perdamos de vista al escritor; también es cierto que el mismo Agustín ha propiciado esto, y que mucha de su popularidad se debió, desde el principio, a que tomó el rock en serio, y no sólo como materia intelectual, sino como método de vida: desmenuza las canciones, analiza la música, encuentra el sentido de las letras, halla conexiones con la mal llamada música clásica, trata a cantantes de otros géneros como si fueran rocanroleros; para él, tiene el mismo estrato Pedro Infante que Elvis Presley, y como ellos, casi como hermano mayor, Beethoven; le gusta la música con riesgos, de avanzada (aunque esa vanguardia ahora sea vista como algo pasajero, sin entender todo lo que significó en el devenir de la música), que requieren de oídos atentos y de una estética diferente.
Con esa misma actitud narra la vida, o unos cuantos momentos, de esos adolescentes: un Gabriel Guía cuyo interés erótico se ve recompensado con la entrega de la tía sensual, libérrima, propiciadora de escándalos familiares; pero esa entrega consiste en la indiferencia sentimental, a la que responde con actitudes provocadoras, agresivas, iconoclastas.
Los tres días en que sucede De perfil resumen cerca de 50 años de la historia de México: la lucha por el poder, la pérdida de la libertad, la proliferación de actividades que hacen pensar en más oportunidades, aunque en realidad sólo signifiquen dispersión de intereses; por un personaje al que sólo imaginamos, vemos cómo un grillo estudiantil se convierte en un hombre poderoso que está al servicio del poder, y para el que nada cambia, ni él mismo; los padres y el hermano del narrador no encarnan estereotipos, ni representan al mundo de esa época, pero los conflictos que viven (desaliento, desilusión, desamor, decepciones, ausencia de perspectivas) contrastan con el descubrimiento del mundo externo, del erotismo, de la libertad ganada a chingadazos, y como ironía, mediante el acercamiento de personajes frustrados (Ricardo), fracasados (Octavio), fulgurantes (Queta), ilusos (los grillos que lo salvan de los porros), perdidos (Rogelio, el Suetercito) mediante fiestas fracasadas, visita a burdeles (en una escena que parece salida de La región más transparente), ligues interrumpidos, pérdida de la virginidad (pero no sabe quién era virgen, si él narrador o Queta), de mundos ficticios (la política estudiantil, las mafias literarias), o de la intromisión de los adultos que no quieren ser desbancados por esos adolescentes.
Se sabe la época en que transcurre la anécdota, por la proliferación de las prepas, por el precio de los cigarros, las tarifas de los taxis y del pasaje (y ruta) de los camiones, un DF antes del Metro; y por el lenguaje de los adultos, pero el del narrador, su primo, sus amigos, no sólo se sigue entendiendo, no sólo no ha perdido frescura, sino que se ha establecido más allá de una moda: la sabiduría filológica de José Agustín es asombrosa; y su manejo de la estructura, más parecida a la de John Updike de lo que parece, pero también endeudada con toda la narrativa estadounidense de vanguardia, y no sólo en lo literario: Agustín es el escritor que más ha asimilado el cine, la música, las artes plásticas, y la política, y las ha convertido en narrativa. Ni el lector más plano puede asegurar que estas dos novelas sean lineales, aunque se lean como si comenzaran por el principio y terminaran por el final.

Onda y escritura en México fue un libro inoportuno y lleno de estereotipos, sino injusto: no incluyó a Leñero, tal vez el narrador más innovador de la novela mexicana, y encasilló a Sainz y a José Agustín como onderos, cuando sus ambiciones, y sus logros, rebasaban cualquier etiqueta.

Prometo seguir hablando de los libros de ellos tres; Leñero y José Agustín han sido reconocidos con la medalla de Bellas Artes, por un régimen que ni antes ni ahora los ha entendido, y que en algún momento los combatió, pero sobre todo los ignoró, pero que ahora se honra con ese reconocimiento.

¿Alguien cree que Girardi actuó de buena fe cuando Yanquis perdió una ventaja de siete carreras, y que pensaba en darle un descanso al incansable Mariano Rivera, cuando no lo mandó a conservar una ventaja de una sola carrera en la novena entrada, y con eso perjudicaba a los Medias Rojas? ¿Y la ética?

Yo tengo la culpa: los creé. Y ellos se juntan.

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