lunes, 23 de junio de 2008

La sensibilidad femenina

A la popularidad de Murakami se une la de una casi contemporánea y paisana, Banana Yoshimoto, de quien acaba de aparecer en español su séptimo libro publicado por Tusquets Editores, Tsugumi, relato largo, más que novela breve, con una anécdota que aparentemente no tiene nada, más que un lenguaje muy rico y un mundo interno lleno de torbellinos, remolinos y pequeños sismos que no por breves y poco intensos dejan de pegar chicos sustotes.
Aunque el libro tiene más de 180 páginas (claro, con tipos de 12/14 y caja chica), la estructura es de un relato en el que aunque aparecen varios personajes importantes (cuatro adultos, varios adolescentes, algunos incidentales que hasta llegan a tener un diálogo), pero en realidad son tres los que importan, y viven varios acontecimientos, y sólo dos son trascendentes.
Dos son trascendentes, pero hay muchos detalles que enriquecen la atmósfera: la diferencia de vivir junto al mar o en el caos urbano; las comunidades pequeñas que aunque rivalizan en negocios conviven con armonía, comparadas con los rostros anónimos de las grandes ciudades (Yoshimoto idealiza las primeras, y uno le da la razón pero sólo mientras la lee); la lucha intensa entre quienes desean convivir, pasear, divertirse, y los que aspiran a vivir de la casa al trabajo y del trabajo a la casa; las grandes pasiones contra los amores reconfortantes; la rebeldía contra la sumisión, todo eso escondido en la narración de una adolescente que admira y envidia a su prima, enferma de un mal que nunca se revela, con la sempiterna amenaza de la muerte inminente que además se hace presente mediante fiebres inexplicables, una fragilidad insoportable, pero que le dan una vitalidad de la que carecen la narradora y un personaje enigmático, que vacila entre las dos, que trabaja como conciencia de ambas, y que representa un respiro, una pausa en el relato, porque contrasta con las otras dos.
Tsugumi, la principal protagonista, es vista con la mirada envidiosa de su prima Maria, que le gustaría ser como su prima pero a la que detienen las convenciones, el miedo a la audacia y a la impertinencia, al torbellino que es Tsugumi, descrita además como una mujer inteligente y de gran belleza.
Pero hay varias contradicciones: ¿cómo es que Maria, hija de una pareja separada por el destino –el padre está casado con una frívola que sólo aspira a ir a fiestas y reuniones, como las mujeres maduras del cine mexicano de los años cuarenta y cincuenta; la madre, que espera pacientemente a que aquél se divorcie, lo que hace cuando Maria ya es la también hermosa adolescente a punto de ingresar a la universidad— es tan convencional, timorata, espantada –se escandaliza una tarde en que solas en la playa, le ve los calzones a Tsusumi—, y en cambio Tsugumi, la hija menor de un matrimonio sólido, feliz, propietario de una casa de huéspedes sin más amenaza que el futuro industrializador –representado por una posible cadena hotelera que puede absorber a todo el turismo de la pequeña comunidad, algo así como los Wal-Mart que hacen desaparecer a todas las tienditas del barrio—, sea tan rebelde, caprichuda, voluntariosa, impertinente, grotesca? ¿Cómo es que Maria se impresione tanto con la aparición de Kyoichi, un adolescente un poco mayor, rico, independiente, hijo de quienes van a construir el hotel que hará desaparecer las casas de huéspedes de la península donde se desarrolla la acción, y sin embargo no se enamore de él y se alegre de que sí lo haga Tsugumi? ¿Cómo es que Kyoichi no se enamore de Yoko, la hermana mayor de Tsugumi, aunque sea más afín a él de lo que es Tsugumi? ¿Cómo es que Kyoichi tenga todos esos defectos y sin embargo no es odioso, petulante, arrogante, y en cambio muestra una madurez de la que carece el padre de Maria?
Tal vez porque todo está enfocado desde la visión idílica de Maria, quien se niega a dejar Izu e irse a vivir a Tokio; es decir, se niega a madurar; entonces todo le parece travieso, no ve el drama del padre, quien pese a estar convencido de que su destino es Maria y la madre, se tarda tantos años en separarse, o por lo menos Yoshimoto se abstiene de contarnos esa historia, que se antoja muy interesante, aunque no melodramática; no ve el drama de los tíos, los padres de Yoko y Tsugumi, que no pueden controlar a sus hijas; no ve tampoco el de las autoridades escolares, que se tienen que hacer de la vista gorda ante los desmanes de Tsugumi; no reconoce el dilema social que representan los tres adolescentes sin nombre que no vacilan en matar al perro de Kyoichi por pura envidia que le tienen, ni se aterroriza por la potencialidad de violencia y crimen de Tsugumi, quien intenta asesinar uno a uno a esos adolescentes; en cambio, ve con fascinación el idilio entre Kyoichi y Tsugumi, sin erotismo ni pasión, como de escuela secundaria en los años sesenta, sin advertir que en el futuro podrían ser incompatibles porque ya se ve que él será un millonario solitario y ella no dejará de ser el torbellino imparable (who I am to blow against the wind?, diría Paul Simon).
Quien sí lo advierte es Tsugumi, y sabe que debe disfrutar el instante (“mientras dure el amor, ámame entonces”) y no desperdiciarlo ni amargarlo con la esperanza de un futuro imposible, aunque tampoco intenta que los acontecimientos se precipiten.
En fin, en el relato, que se constriñe a un largo prólogo al idilio entre Tsugumi y Kyoichi, amenazado por la enfermedad de ella que hace pensar a todos que finalmente será vencida por la enfermedad, hay muchas aristas no tocadas por Yoshimoto: los adultos, cuya vida es tan interesante, o tan carente de interés, como la de los hijos; la visión sociológica, que es la irrupción de la modernidad corruptora en el territorio virgen; el erotismo juvenil, que puede ser impetuoso y desbordado e irresponsable, o impetuoso pero contenido y con una etapa de plenitud y sin un futuro tormentoso y sí de recuerdos gratos; tampoco aborda el aspecto económico, aunque sí lo esboza, de qué es lo que le pasará a las familias que viven del turismo que, adivina Yoshimoto, preferirán la anodina e impersonal atención del gran hotel a la familiar y tradicional de las casas de huéspedes; ni el político, que es la abismal diferencia entre las grandes y las pequeñas ciudades.
Tsugumi tiene todas las características para ser un libro cursi; por fortuna no lo es, pese al empeño de los personajes; ¿qué la salva? No la estructura, lineal y convencional; no el lenguaje, ni audaz ni experimental, aunque hay que decir que por esta ocasión la traducción, de Alberto Nora Cabellos y Bibiana Morante Mediavilla, es bastante aceptable, por más que se cuele uno que otro solecismo. Lo que salva a la historia de caer en la cursilería es la visión femenina. Mucho es de temerse que en manos de un hombre sería espantosa y almibarada. O peor; en una escritora tratando de dar una visión masculina.
La sensibilidad inteligente de Yoshimoto da a la historia una sutileza en la que no caben el erotismo salvaje –que escribiría una mujer— ni la sublimación del amor –en manos masculinas. No es una historia fuera de lo común, pero Yoshimoto así lo hace parecer: una entrega total, aunque con la certidumbre de que no es eterna, pero tampoco fugaz; una historia sin principio ni final, aunque no tenga futuro. ¿Es posible tal? Sí, gracias a la sensibilidad femenina, que regresa a la travesura, a la impertinencia, a las malas palabras, al erotismo incipiente y nervioso, toda la carga subversiva que merecen tener, y que ya no existe de tanto que se han choteado, al menos en la literatura mexicana.
Lo malo del libro es el corolario, donde Yoshimoto confirma que ella es Tsugumi. No había ninguna necesidad, ya lo sabíamos.

Yoshimoto, Banana, Tsugumi, Tusquetsa Editores, colección Andanzas, Barcelona, España, 2008, 186 pp.

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