sábado, 7 de junio de 2008

Vida y aconteceres de un fanático del futbol

Hace un par de años descubrí un film no muy reciente, High Fidelity, de Stephen Frears, con una excelente actuación de John Cusack y de su hermana gemela; y una aparición de Bruce Springsteen; se la comenté a Salvador González, quien me dijo que seguramente estaba basada en la novela de Nick Hornby; no recuerdo si me dijo que estaba publicada, pero la encontré apenas el 2 de junio, luego de recorrer varias librerías que, como ya es costumbre, no tienen nada de lo que ya no es novedad.
Antes había conseguido, sin saber que era de él, Fiebre en las gradas, que todavía está en las mesas de novedades; fue su primera novela y Anagrama apenas acaba de editarla, después de lanzar varias novelas que apenas ando pepenando: Cómo ser buenos, 31 canciones, En picado. Anagrama no incluye en su información si las ediciones siguen vigentes ni qué otros títulos del autor ha publicado o piensa publicar.
En algún momento de Fiebre en las gradas, el narrador, omnipresente y sobre todo omnisapiente, recuerda que en los años setenta no se transmitía tanto futbol por la televisión; ahora todos los días hay un juego, cuando menos; en cada noticiario hay una sección llamada deportiva pero en donde el futbol consume el 90 por ciento del tiempo; desde que ESPN se volvió “latino” el futbol desplazó a los demás deportes que fueron reducidos a notas rápidas e incompletas en los cintillos, y desde que el equipo deportivo de TV Azteca se trasladó a Cablevisión sólo hablan de futbol. Es ahora cuando en México cobra actualidad Fiebre en las gradas, publicada en 1992 como Fever Pitch, y hace sentir ridícula y excesiva toda pasión deportiva, pero especialmente la futbolera.
El narrador relata sus inicios como “hincha” (término suramericano que se ha extendido a todo el mundo, aunque en México nos hemos resistido), cuando niño producto de un hogar en descomposición, y cómo se fue transformando en un monstruo, aunque cabría preguntarse si en verdad es un monstruo, porque sólo exagera lo que hacen todos los demás: se sabe sin titubeos en qué época, en qué temporada, sucedieron algunos resultados de su equipo, se sabe todas las alineaciones (no es infrecuente: puedo decir que en 1962 el Club América tenía casi siempre a Ormeño; Bosco, Portugal y Lemus; Shandley y Nájera; Pepín Valdés, el Tico Soto, Calderón, Pavés y el Curro Buendía; que el Perro Cuenca desplazó al Gato Lemus; que al final de esa temporada Walter Ormeño y el entrenador Fernando Marcos golpearon al árbitro Felipe Buergos –¿o fue Fernando?— y los suspendieron un año, por lo que el Pájaro Huerta quedó como portero titular hasta que llegó un Manuel Camacho ya en decadencia pero aún efectivo, y que fugazmente llegó un jugador de Curazao, Ronald Martell, quien desquició a la Liga Mexicana de Futbol, pero en el receso –que ya no hay— cayó en las garras del vicio y fue despedido), recuerda cada jugada espectacular, recrea los momentos culminantes, y asocia cada gran juego con algún acontecimiento de su vida: el divorcio de sus padres, el descubrimiento de un medio hermano –al que contagia su vicio por el futbol—, su entrada a la adolescencia, sus erráticos escarceos sexuales, su vida escolar, su vida laboral, su vida conyugal, y todo eso contaminado por su afición por el futbol.
Es un fanático de (o como decimos aquí: le va a) un equipo perdedor, que apenas en una casi treintena de años gana un campeonato de liga, y alguno que otro torneo internacional de menor cuantía; que sabe de la mediocridad de su favorito, y aun así acude cada quince días al estadio, porta una camiseta que remeda al uniforme de su equipo, traba amistad con gente totalmente opuesta a él sólo porque “le van” al mismo equipo; se sabe la vida de los integrantes de su oncena, y los sigue considerando como suyos aunque se pasen a otro competidor.
No carece de crítica; en el libro conmemorativo de su equipo se recalca la permanencia de un jugador que pocas veces hizo algo, pero que festeja como si fueran suyos los méritos de otros: celebra como suyos los autogoles de los contrarios, corre por toda la cancha ante el azoro incluso de sus compañeros, que no dan crédito por tanto bullicio, si sólo se trata de un juego; la crítica se extiende al reconocimiento de la mediocridad de su equipo, de su sorpresa cuando llegan a vencer a rivales más poderosos, acepta con resignación cuando los apabullan, pero no deja de sentirse humillado, pero cuando sus amigos lo felicitan por algún resultado a favor, también siente suyo un triunfo que fue de otros; tan no carece de crítica, que sabe que vestirse con una camisola de su equipo para ver un juego por televisión no le ayuda mucho al equipo, y que es un tanto ridículo, pero no deja de hacerlo.
No es sin embargo un libro para chotear a los fanáticos, porque todo se vuelve tragedia, en los planos personal y social. En el primero, porque le interesa más el destino de su equipo que el suyo, abandona proyectos, se conforma con empleos muy por debajo de su potencial, que dedica a la rememoración de los juegos incluso menos memorables; al final del relato, cuando ya no tiene regreso, sabe que su pasión es adecuada para la adolescencia, pero no para la vida adulta, no para la madurez; que no se resigna al disfrute estético, sino que toda su energía se consume por un juego que no juega, sino que es un simple espectador.
Y el deterioro no sólo es suyo, es de todo un sector de la sociedad que lleva su frustración por la derrota de su equipo, a agredir a los fanáticos de otros clubes, a desquitarse con desconocidos, y de allí a la formación de los hooligans, a los fanáticos que viajan a otros estadios en grupo y agraden, forman bandas que golpean y provocan la intervención de la policía –siempre lamentable, torpe, inoportuna— y las muertes consecuentes. En algún momento, el narrador se pregunta cómo se puede vitorear un partido apenas dos semanas después de alguna tragedia donde han perecido cuando menos un millar de fanáticos.
Ante varias tragedias por sobrecupo, por agresiones, por fanatismo, el lector se pregunta junto con el narrador cómo puede seguir difundiéndose el futbol como la principal actividad en el mundo, más importante que la vida, y con más peso informativo que la guerra (ya se sabe que a Evo Morales le gustaría que todos los conflictos se resolvieran en una cancha deportiva, y él jugando como centro delantero; no le costaría mucho a los fanáticos del futbol recordarme la época en que Fidel Castro interrumpía los juegos de beisbol para bajar a la lomita de pitcheo y lanzar a home algunas pitcheadas –pero nunca se le ocurrió retar a Kennedy o a Nixon a un duelo de pitcheo).
El libro es muy divertido la mayor parte del tiempo, porque no repite las conductas del narrador, las disemina a lo largo de 340 páginas nutridas de anécdotas que chotean de una manera brutal a este que no es un ente exagerado, sino que es el paradigma de los fanáticos: siente tan suyas las victorias, los empates y las derrotas, que siempre habla en primera persona del plural: cuando ganamos; ese día empatamos; nos derrotaron, nos pasaron por encima, nos humillaron; tiene cuanta publicación aparece, sigue los comentarios por televisión, enfoca sus simpatías dependiendo de sus afinidades deportivas, y su vida amorosa corre al parejo de los juegos, hasta que termina derrotada por algún partido: tan no es exageración que hace un par de semanas una encuesta dejó al descubierto que el 70 por ciento de los españoles prefiere ver un partido de fútbol que practicar el sexo (solo o acompañado), y los comentaristas afirmaron que no era una condición exclusiva de los españoles, sólo que la encuesta los tomaba en consideración sólo a ellos.
En Estados Unidos se habla de las viudas del deporte; en Damn Yankees (de Stanley Donen, nada menos) hay una canción en que varias esposas se quejan de que lo son sólo mientras no hay temporada de beisbol; hay asociaciones de esposas de jugadores de futbol americano que se reúnen para no estar solas durante la temporada (y eso que dura apenas poco más de cinco meses, no todo el año, como el soccer); pero la difusión excesiva del futbol, el exagerado número de campeonatos (en los sesenta no eran tantos: el campeonato de liga, la Copa México –con un juego extra: campeón de campeones—, el Jarrito de Oro, los pentagonales, los hexagonales; hubo un artículo memorable de Tomás Mojarro apenas a principios de los ochenta de cómo su primo Jerásimo sufría por la sequía de futbol, de un par de meses, que ahora no se da), dejan la impresión de que los fanáticos del futbol sólo entienden de futbol, se sienten capacitados para criticar a los entrenadores, a los árbitros (el capítulo dedicado a los jueces es insuperable), a los directivos, a los fanáticos de otros equipos.
El libro es extraordinario; hace poco más de 40 años Emmanuel Carballo hizo un trabajo extraordinario con Los dueños del tiempo, lamentablemente agotado desde su aparición y nunca reeditado; Vicente Verdú en Alianza Editorial publicó una serie de ensayos, y en el Fondo de Cultura Económica apareció La locura por el futbol, de Janet Lever (traducido por Juan José Utrilla, quien definió de manera puntual el exceso televisivo cuando en una cantina sólo se veían resúmenes de juegos internacionales: ¡cuántos goles se anotan en el mundo!), todos ellos esclarecedores de la conducta del fanático, pero Hornby los rebasa, los pone tal cual, cómo se atreven a hablarle como si fuera viejo conocido de un jugador cuando se pronto se topa con él (me acuso: quedé casi mudo cuando Justo Molachino me presentó a Mario Pavés, y me volví torpe cuando Refugio Melchor y yo entrevistamos a José Luis Desachy y a Arlindo); Fiebre en las gradas es un libro del que nunca se olvidará ningún lector, y menos cuando se siente a ver un juego, sea en las gradas o frente al televisior.
Lo malo es que es un libro traducido por Anagrama, que se resta méritos editoriales (nos pone al corriente de los mejores libros ingleses, estadounidenses, franceses) pero en pésimas versiones: dice “juega al futbol” en vez de “juega futbol”; habla del vestuario en vez de los vestidores (novena acepción en el Diccionario de la Real Academia en la edición de 1970, tercera en la más reciente, lo que habla del deterioro de la Academia; para leerlo, es recomendable tener a la mano el Diccionario de expresiones malsonantes del español, de Jaime Martín, y el Diccionario de argot español y lenguaje popular, de Pilar Daniel), y usa tantos modismos que el lector tiene la impresión de estar frente a las confesiones de un fanático español antes que las de un fanático inglés, que es el verdadero fondo del libro: la estructura mental de un fanático de un país que fue grande y que ya no es nada, lo que se explica por el manejo político de un deporte (Argentina en los años ochenta; México en 1970 y 1986, y a partir de allí todos los Campeonatos Mundiales y por desgracia los Juegos Olímpicos; vaya, ni el tenis se salva de la corrupción y las corruptelas, y parece que tampoco el golf) que ya no es deporte sino un instrumento de dominación masiva, con millones de cómplices involuntarios, o sea los fanáticos que, sabiendo que lo son, siguen siéndolo.
(Hornby, Nick, Fiebre en las gradas, Anagrama, Col. Panorama de Narrativas, Barcelona, abril de 2007, 341 pp.)

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