lunes, 16 de junio de 2008

Retrato de una generación

Después del gratísimo sabor que deja Fiebre en las gradas, me di a la tarea de buscar Alta fidelidad, de Nick Hornby, con la consecuencia de que encontré 31 canciones y Cómo ser buenos (todos, de Anagrama), pero no ésa; es más, todos me ofrecían la de Rosa Beltrán, hasta que la encontré después de casi dos semanas de visitas a librerías del sur, del centro y del poniente.
La novela es excelente, aunque conocer la cinta de Stephen Frears desdibuja la anécdota y hace que se lea con un poco de impaciencia: la vida de Rob Fleming, dueño de una tienda de discos, snob (la tienda y el dueño), donde se especializan en discos de acetato, y en donde no atienden a los clientes que buscan lo comercial, lo sentimental y lo popular, y en cambio privilegian lo marginal, lo desconocido, aunque como negocio sea casi un fracaso.
Lo atractivo no es desde luego la base de la trama, sino el retrato de una generación, que coincide con la que en México sería de transición entre la llamada “de la Onda” y la posterior (no el “crack”), para la que la música es indispensable, vital (como para la anterior lo fue el cine), y que aún creyó en la ética, pero no en la moral.
Los personajes centrales de Alta fidelidad se la pasan haciendo listas (no una numeralia) de todo: de los fracasos amorosos más hondos, de las canciones para toda ocasión (desde las conquistas hasta los fallecimientos), y en ellas basan su conducta; prefieren el fracaso frente a la posibilidad de corrupción, pero que no dejan pasar la posibilidad de acostarse con cuanta mujer se muestre disponible, incluso a costa de su estabilidad. En una metáfora discográfica, prefieren un disco malo pero con una buena canción, que tener una antología con puras canciones buenas.
Basan sus relaciones en una (imposible) identificación: simpatizan con quienes comparten sus gustos musicales, y el narrador se lleva una desilusión luego de pasar una velada agradable, y luego descubre que los discos que tienen esos amigos a él le parecen simples, lugares comunes, lo que pone en duda sus estándares.
La trama es muy conocida; Laura, la pareja en turno, pero con muchas posibilidades de que lo sea por mucho tiempo (lo más cercano a la estabilidad conyugal) deja a Rob por un exvecino al que cree con potencial sexual ilimitado, pero sobre todo porque Rob no ha cambiado en mucho tiempo, está tenso, y ya no la hace reír; él comienza a perseguirla, a acosarla, a interrogarla por los motivos de su abandono, y se consuela al pensar que Laura no está dentro de los cinco rompimientos que más le han dolido; la persecución es muy divertida, como el tono de la novela, lo más semejante a un diálogo entre autor y lector, pero también una cruel metáfora de una educación sentimental en la que sobresalen los consejos otorgados por los cantantes favoritos; el narrador se pregunta qué haría Bruce Springsteen en una situación como la que está viviendo él (en la cinta aparece el propio Springsteen), o recuerda pasajes de algunas piezas que concuerdan o coinciden con lo que siente; no llega al extremo de citar “no es necesario que cuando tú pases me digas adiós”, pero sí muchas canciones incluso de los años cincuenta, y que parecieran anodinas (Barry Goldsboro; en cambio, Kate Bush le parece inadecuada).
La desbordada imaginación de los personajes hace que la novela sea tan divertida, porque las situaciones dejan de ser graves y pierden todo contexto dramático, y más aún, melodramático; todas las pequeñas tragedias (si son ajenas) se convierten en algo cómico, y la actuación de los protagonistas es ridícula (si es ajena), aunque como es un retrato colectivo no deja de retratarnos a todos.
Si hacemos a un lado, por el momento, las situaciones anecdóticas, las vivencias de los personajes, y nos limitamos a las características literarias, no queda más que decir que se trata de un libro sobresaliente: no sólo bien escrito (lo que suponemos porque sobrevive a una típica traducción de Anagrama, con la cuestión de que hay demasiada jerga que, ya sabemos, los traductores de esta editorial la convierten y adaptan a unos tópicos demasiado locales, y dejan al resto –numerosísimo— de los lectores en español con una sensación de ignorancia total), sino que resuelve con mucho ingenio las trampas cronológicas, los saltos entre una aventura sentimental y una erótica, y transita con habilidad de la confidencia a la delación; aunque muchas de las cosas que se cuentan son trampas, delitos –acoso, asedio, chantaje—, al lector no le queda más remedio que simpatizar con el narrador que es más que omnipresente, porque se entromete en la vida de los demás mediante chismes, espionaje y, con más frecuencia, imaginando situaciones que no presencia.
Al narrador lo acompañan otros personajes que parecieran típicos y previsibles, pero tienen la habilidad de sorprendernos no sólo a los lectores, sino al mismo Rob; las muchas mujeres que aparecen tienen la habilidad de incitar al lector tanto como al protagonista, a veces con leves escarceos, y a veces con entregas apasionadas que se frenan de manera tan imprevista que provocan desolación (a uno y a los otros).
Alta fidelidad es una de las novelas menos maniqueas que podamos encontrar en la narrativa reciente; el lector no puede aceptar los estereotipos, que por otro lado Hornby rompe con gran facilidad, e impide que uno espere un final feliz: cuando mucho, encontramos que los personajes se reconcilian, pero no eluden las trampas; mientras Rob vuelve a poner en peligro la estabilidad restablecida cuando Laura decide volver con él, al aceptar los coqueteos de una reportera sensual (a la que le prepara una cinta con canciones adecuadas para cortejarla, truco que ha empleado con la misma Laura y con otras mujeres), pero Laura insiste en convertirlo en empresario exitoso, que es lo que él ha evitado a lo largo de la novela, y de su vida. También es una narración muy exacta de lo que se vive cuando hay un rompimiento amoroso.
El lector puede preguntarse qué es lo que le divierte del libro, si se cuentan traiciones, desamores, desilusiones, soledad –aun en compañía—; si el personaje vive de una manera inadecuada –para los estándares sociales— y es rechazado, criticado, incluso por quienes él cree que son sus cómplices.
De cualquier manera, es preferible a todos los triunfadores, a los junior executive (a los que ya criticaba Monsiváis en su Autobiografía precoz); es un Narrador de De perfil ya adulto pero siempre inmaduro, más cerca de la aventura adolescente que de asentar cabeza. Es un joven eterno que vive al ritmo de la música, y que rechaza el dinero (en un episodio que no incide en la trama, se abstiene de comprar por un precio ridículo una colección de EP invaluable, no sólo en un acto de honestidad económica, sino de solidaridad con un adúltero); es el retrato de un rebelde al que todos (o casi) insisten en redimir.
Abundan las situaciones divertidas: cuando quiere justificar su cercanía (incluso erótica) con una cantante; cuando Laura y esa cantante quedan frente a frente y se reproduce una escena que pareciera imaginada por Schopenhauer: dos mujeres que quieren “marcar” su territorio y medir sus fuerzas, ante el terror de Rob.

A la traducción dudosa hay que añadir un dato curioso: en las Memorias de mis putas tristes, García Márquez poner a su protagonista, ya jubilado de muchos aspectos de la vida, a acomodar sus libros en el orden en que los leyó; esa escena fue de las más celebradas de su novela, pero resulta que Hornby pone a Rob Fleming a acomodar sus discos también en el orden en que los escuchó por primera vez, sólo que Hornby publicó Alta fidelidad en 1995 (aunque Anagrama lo tradujo apenas en noviembre de 2007 –¿cómo la conoció Salvador González, quien me la recomendó hace como dos años?—, casi diez años antes que García Márquez.
(Con saludos a Jesús Iturralde, quien debe disfrutar mucho este libro.)

Hornby, Nick, Alta fidelidad (High Fidelity), Edit. Anagrama, col. Panorama de narrativas, 2007, 348 pp.

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