En El Fonógrafo redescubro unas
12 o 15 canciones de Juan Gabriel, y recuerdo que Carlos Monsiváis afirmaba que
“tiene talento”, aunque no otras cualidades intelectuales. Asimila recursos del
rock, trastoca la métrica tradicional del romance y da un giro a la canción
ranchera; si los méritos son de Eduardo Magallanes o del propio Juan Gabriel,
no me importa, sino el resultado: canciones vertiginosas como las de Van
Morrison, cambios de ritmo inusuales en la música mexicana, con una fortuna
similar a la de Rubén Fuentes, quien también renuncia a la métrica tradicional
de los octosílabos, para hacer versos silabeados, monosilábicos, lo que dio
origen al bolero-ranchero y permitió explotar las cualidades de Pedro Infante
como cantante, que no son buena voz, entonación correcta (desentona con mucha
frecuencia), sino que pudo actuar las canciones, y así como cantante resultó
tan bueno como actor, en esa vertiente, disimulando sus defectos.
Mi amiga Alba Rojo me hizo ver que Juan Gabriel aportó una modalidad que no compartía, ni yo, pero pudimos entender a varios amigos, que a medianoche ponían “Yo no nací para amar”, y dormían llorando en silencio; lo que aporta la canción mexicana a nuestra educación sentimental, para seguir citando a Monsiváis, es una variedad inacabable de definiciones de la vida, cada una adecuada para cada experiencia vivida o por vivir; José Alfredo Jiménez, tal vez de manera involuntaria, aportó decenas, o docenas, de frases para explicarnos de manera tajante el amor feliz, el amor desdichado, el rencor, que hiere menos que el olvido; Jiménez es el representante de la sensibilidad lloriqueante que además lo presume; sólo en algún momento se distrae y se le escapa una confesión, que no creo suya: “Y si quieren saber de mi pasado es preciso decir otra mentira: les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado”; u otra: “si nos dejan…”
La sensibilidad de Juan Gabriel
no es ésa, ni siquiera otra que uno podría esperar, la de “yo no comprendía
cómo se quería en tu mundo raro, y por ti aprendí”; no trata de convencer ni de
justificar y mucho menos de propiciar que lo sigan, pero sus canciones pueden
cantarlas hombres y mujeres. Un caso raro, como el de Tomás Méndez, quien hizo
una excelente canción, “Paloma Negra”, en que se reprocha la actitud de una
mujer que reparte su amor en pedazos, y tiene al hombre en ascuas, porque le
chismean que anda parrandeando con otros hasta altas horas de la madrugada; sin
embargo, las mejores versiones son interpretadas por mujeres (Amalia Mendoza,
la mejor, pero también Lola Beltrán, Aída Cuevas; no hay una versión aceptable
por un hombre; igualmente, Salvador Novo escribió una maravillosa canción en
que un hombre reprocha a una mujer su indiferencia en el pasado, pero la
versión de Lola Beltrán es insuperable). Una virtud más de Juan Gabriel: su
sentido del humor.
La calidad de sus letras no es
excelente, pero no es peor que la de Jiménez, ni que la de Cuco Sánchez (ése sí
encarnación del rencor perpetuo, hasta en sus canciones de amor feliz; por
desgracia, poco o nunca programado en El Fonógrafo); es muy difícil que haya calidad
literaria en las canciones, forzadas a quebrar versos, a cambiar la acentuación,
a aceptar las incongruencias en el género masculino o femenino, a obviar las
sinalefas (“como ave errante viviré”, que se pronuncia “como aberrante viviré”),
se toleran y hasta parecen naturales las cacofonías, han propiciado que
proliferen las redundancias (“los ojos que tú tienes”, “aunque no quieras tú”);
no todos tienen las virtudes literarias de Mario Molina Montes ni de Alberto
Cervantes, ni la de Tata Nacho o de Alfonso Esparza Oteo o las excelentes de
María Greever; pero hay momentos muy afortunados en Jiménez (“otra vez a
brindar con extraños”, “de mi mano sin fuerza cayó mi copa sin darme cuenta”,
“alguien me contó tu vida, supe de tus ilusiones” y muchas otras). Y desde
luego en Lara (“María Bonita” no tiene desperdicio, y algunas otras, como
“poniendo la mano sobre el corazón” –¿suyo, de ella?). Hay muchísimas frases felices
en Juan Gabriel, y como en el caso de Lara, aunque carece de voz y aunque tiene
serios defectos de pronunciación, y aunque tiene muy buenos intérpretes, ninguno
canta sus piezas mejor que él. En el folclor actual, hay frases de Juan Gabriel
que se han perpetuado: “en el mismo lugar y con la misma gente”, “no tengo
dinero ni nada que dar”, “pero qué necesidad”, “nada nada nada nada”, tan
inmortales como “no tuvo tiempo de montar en su caballo”…
La verdadera grandeza de los
tríos no está en las buenas voces (Los Panchos, Los Tres Ases, Los Tres Reyes),
que no sobran, sino en la destreza del requintista: el punteo exacto de Armando
Navarro, de Los Dandys, la finura de Sergio Flores, de Los Tecolines, la
exactitud del Güero Gil, de Los Panchos, la velocidad y gracia de Gilberto
Puente, de Los Tres Reyes, y la elegancia de Chamín Correa, de Los Tres
Caballeros, deberían estar incluidos en las listas de los mejores guitarristas
a las que son tan afectos en la revista Rolling Stone. Es una leyenda muy
extendida que muchos de los mejores requintistas del rock londinense o
estadounidense han venido a tomar clases con Correa; es verificable la
admiración que le tienen muchos de ellos. Gilberto Puente es considerado, en
muchos ámbitos, el mejor requintista del mundo, por sobre nombres celebrados,
como Jeff Beck y Eric Clapton, y mucho más que Carlos Santana. Es también muy
conocido que Sergio Flores, para orgullo de los boleristas, dio conciertos de
guitarra clásica en el Palacio de Bellas Artes (Schubert, Bach), y también en
su momento fue considerado el mejor guitarrista del mundo, celebrado y
apapachado por Andrés Segovia. Gilberto Puente hace unos solos espectaculares,
tanto con el trío que formó con su hermano, como en los que ha grabado como
artista invitado, destacadamente con Linda Ronsdtand, con mariachis y con
boleros y canciones tropicales. Circula un video en youtube (y hay un DVD) en
que Los Tres Reyes cantan una canción trivial, muy movida, en la que el tema no
es el amor sino la infidelidad, pero con mucha gracia, “Jacarandosa”; la
canción será trivial, pero los solos de requinto de Puente son un prodigio de
agilidad y de belleza.
Así, es un placer escuchar a los
tríos, pues casi todos tuvieron a buenos guitarristas (excepto Los Galantes).
No sólo hay tríos
en El Fonógrafo, pero hay casos en los que uno se harta de oír los gritos
monótonos de Luis Miguel, o a Pedro Fernández echando a perder buenas canciones
de Los Dandys; han descontinuado piezas de Los Bribones, de Eva Garza, de
Olimpo Cárdenas, de Jorge Fernández; un locutor con voz de edad suficiente para
recordarla, desconocía a María Elena Sandoval; interpelado por quien pidió que
la programaran, recurrió a la Wikipedia y citó que era conocida como “La
Estatua que Canta”, aunque en realidad Pedro De Lille la bautizó como “La Estatua
de Canela” (era muy guapa, sobre todo con un cuerpo muy llamativo). A ratos más
que canciones transmiten chistes, casi siempre muy malos. Y sí, hay que cambiar
de estación.
Pero luego hablo de las otras
estaciones.
Singin’ in the
Rain está en todas las listas de las mejores películas de todos los tiempos
(pasados). En ella aparecen cinco mujeres en papeles destacados: Debbie
Reynolds (Kathy Selden), Jean Hagen (Lina Lamont), Cyd Charisse (La Bailarina),
Rita Moreno (Zelda Zanders) y Kathleen Freeman (Phoebe Densmore).
Reynolds es la estrella: la que
enamora al actor Don Lockwood (Gene Kelly), es cómplice de Cosmo Brown (Donald
O’Connors) y consentida de Mr. Simpson (Millard Mitchell); salva del desastre
la película muda que filman a contracorriente, al prestar su voz para suplir la
de Lina Lamont; entabla un duelo con Don acerca de la superioridad del teatro
sobre el cine (mudo: están por inventar el sonoro); es fina, delicada, elegante,
pero no por ello menos ágil, bella y sensual (que lo uno no impide lo otro);
canta con energía y con mucho estilo. Lina Lamont, repito, hace el papel más
difícil: debe ocultar su belleza y parecer torpe; hizo pocas cintas, pero actuó
en otras dos, célebres: Jungla de asfalto, de John Huston, y La costilla de Adán, del
especialista en mujeres George Cukor; finge una voz aguda, chillona, simula cantar
horrible, y hace un papel de tonta que cree lo que dicen de ella en las
revistas de chismes; cree estar enamorada de Don y cree que él lo está,
convencida al ver las cintas donde actúan como la pareja favorita del público,
y finge reaccionar con celos ante el enamoramiento de Don y Kathy, y ser
espantosamente audaz para exigir que cumplan el contrato mediante el cual se
obligaría a Kathy a ser su doble (de voz) toda la vida; no puede uno dejar de
sentir piedad por su personaje, y simpatía por la actriz cuando va a
interpretar la canción tema de la cinta, moviendo con sensualidad los brazos.
Murió muy joven, de 54 años, con varias actuaciones en televisión, en Dr. Casey
y Dr. Kilder, sobre todo; nunca superó su actuación en Singin’ in the Rain.
Cyd Charisse no habla; es más,
sólo aparece en una escena onírica, como amante de un simulacro de George Raft
(éste, por otra parte, sensacional bailarín) lanzando una moneda al aire, y seducida
por los bailes de Kelly, quien tenía agilidad pero no mucha gracia. Muestra la
belleza contundente de sus piernas, y danza con una sensualidad que no alcanzan
ni Reynolds ni Hagen. Sin hablar, supera todas sus demás actuaciones. Rita
Moreno aparece dos veces, y en otras está oculta entre otras bailarinas y
coristas. Al principio de la cinta, cuando llegan a una premier, baja de un
auto, seductora, ocultando sus piernas muy bellas (que muestra con audacia en
West Side Story), mientras sus admiradores corean su nombre, entusiasmados; en
otra, va de chismosa con Lina Lamont porque Don privilegia a Kathy en muchos números;
cuando se aleja desmiente, también, que una mujer no debe dar la espalda a la
cámara.
Kahtleen Freeman debe soportar
la ineptitud de Lina Lamont para pronunciar, para el cine hablado, lo que
simula con gestos para el cine mudo; su expresión pone de manifiesto su
fracaso, sin decir ninguna palabra.
Hay muchas coristas y
bailarinas: imposible diferenciarlas, pero gracias a las páginas especializadas
de internet, puedo nombrarlas, en orden alfabético: Betty y Sue Allen, Marie
Ardell, Bette Arlen, Marcella Becker, Madge Blacke, Gwen Carter, Jeanne Coyne,
Patricia Denise, Gloria DeWord, Marietta Elliott, Betty Erbes, Sherley
Glickman, Betty Hannon, Joyce Horne, Patricia Jackson, Joi Lanning, Janet
Lavis, Virginia Lee, Silvia Lewis, Joan Maloney, Dorothy McCarty, Ann McCrea,
Sheila Meyers, Gloria Moore, Marilyn Moore, Peggy Murray, Ann Neyland, Dorothy
Patrick, Sherley Jean Rickett, Joanne Rio, Joel Robinson, Joette Robinson,
Audery Saunders, Betty Scott, Elaine Stewart, Dee Turnell, Audrey Washburn y
Norma Zimmer (todas ellas actuaron cuando menos en una cinta más). Superan con
mucho la presencia masculina: imposible no admirarlas, no entender su
ductilidad; las mujeres aportan la gracia en la cinta; aportan belleza,
sensibilidad, elegancia. A Stanley Donen le gustaban las mujeres.
Una mujer
enfurecida increpó en una ocasión a James Thurber por odiar a las mujeres; él
lo negó con toda sinceridad, pero lo pensó mejor y publicó una serie de
razones: cito, hoy, sólo unas cuantas: siempre encuentran lo que los hombres
perdemos, y lo recalcan con un tono que no oculta una superioridad
indiscutible; aportaron al idioma frases como “ay, qué
lindo”, “qué monada”; la que me pareció más evidente y con lo que estoy más de
acuerdo: lanzan una pelota (de beisbol, de tenis) o cualquier objeto
adelantando el pie equivocado, y siempre pierden un guante; ahora que no los
usan, lo que pierden es un calcetín: no un par, uno solo.
Anna Ivanovic,
Maria Sharapova, Alina Miskyna y sobre todo Tsvetana Pironkova, cuatro tenistas
muy destacadas, miden cuando menos 1.80. ¿Para qué?
No hay comentarios:
Publicar un comentario