lunes, 22 de junio de 2009

Otra edad de la inocencia

Marginada, o relegada en los confines de la literatura elitista, Edith Wharton ha sido editada más frecuentemente en estos días que en la segunda mitad del siglo XX, y eso porque Martin Scorsese filmó La edad de la inocencia, con Michelle Pfeiffer y Winona Ryder (¿no es un abuso poner a las dos en una sola cinta?), buen remake de un filme de 1934, con Irene Dunne, realizada aún en vida de Wharton.
También hay que recordar que la entonces benemérita Alianza Editorial publicó en los setenta sus Relatos de fantasmas, uno de los escasos libros que auténticamente provocan escalofríos, al mismo tiempo que dan la razón a los otros, los que ya se han librado de este mundo (¿No es este libro una de las fuentes secretas de una de las venas más formidables de la obra de Carlos Fuentes? ¿No es ése el anhelo de Cambio de piel y de Aura, la supremacía del otro mundo por sobre éste?) y una edición que no circuló mucho en México, Huellas de pájaros, publicada en también en los setenta por Emecé.
Acaba de aparecer Ethan Frome; al parecer hubo, sin fecha precisa –pero deben ser de los setenta u ochenta—, dos ediciones anteriores, una en Buenos Aires y otra en Montesinos, en la etapa en que era tan incierta la distribución como la actual, con la ventaja entonces de que había mucho mejores librerías, y libreros que conseguían, aunque se tardaran, los libros que uno necesitaba.
La actual, Debolsillo, con traducción de Ángela Pérez, no da ni en el © el año de la traducción, pero no tiene modismos ni arcaísmos, por lo que la suponemos actual; conserva el estilo y tono neutral de Wharton, que no se compadece de sus personajes y más bien, con una lejanía cruel los expone a los males del mundo, sin advertirle lo que puede pasar si se confían al destino y a la buena fe de los otros protagonistas; no hay adjetivos, y aunque desde el principio el narrador conoce la historia del personaje principal, y el desenlace nos hace creer que va a contarnos una historia diferente, nos la relata con un manejo de la intriga y con un ritmo magistral, que sin darnos cuenta caemos en su voluntad y nos hace pensar en una tragedia, cuando en realidad es algo mucho más terrible de lo que uno se esperaba.
La historia transcurre hace casi cien años, y eso nos hace más prejuiciosos, a lo que contribuyen las fotografías de Wharton, que parece más victoriana que casi nuestra contemporánea; por ello, pensamos en otra educación sentimental, en otra moral y en otros desenfrenos, cuando las pasiones que nos relata se parecen muchísimo a las que suceden ahora, en todos los ámbitos: el deseo que desata una joven en un hombre resignado a un destino inalterable, y que lo lleva a buscar otra vida, inalcanzable para él; como es de prever, está atado a otra mujer, enferma y enfermiza, por la gratitud de haber cuidado a su madre durante su agonía. Hasta allí, parece una novela sentimental, con una joven que enaltece el anhelo de libertad, una villana malvada pero responsable de la infelicidad del protagonista, el más inocente de todos; leída de una manera esquemática, uno podría recordar a la excelente villana Amparo Rivelles en El esqueleto de la señora Morales, que tiraniza al pobre de Arturo de Córdova con las peores manías, con su vegetarianismo extremo, sus manías y su altanería; sólo que en la novela de Wharton todo parece peor de lo que es, pues ninguno de los personajes es culpable: la joven Mattie no hace nada para provocar a Ethan Frome: no le coquetea, no se le insinúa, no le enseña pierna ni escote, no lo alienta; Zeena, por su lado, lo único que le exige es que la cuide como ella cuidó a su suegra –antes incluso de que fuera su suegra. Ethan sólo sigue sus instintos: es joven pero su aspecto, su comportamiento y su futuro son los de un viejo; ¿tiene la culpa de enamorarse de una joven que lo divierte más, que le refresca el ambiente con risas sinceras y sonoras? ¿O de anhelar un mejor futuro que ser sirviente de su esposa? La tragedia, dice Alfonso Reyes, es una obra en la que todos tienen razón.
Si fuera una novela mediocre, o una película mexicana, pondría en Zeena las palabras amenazantes: ella o yo. Pero no da a elegir, simplemente exige que la corra de su casa, porque como ayudante no sólo es ineficaz, sino torpe; no importa que sea su familiar, ni le interesa qué destino tenga, carente de fortuna, de habilidad, de otros recursos que no sean su belleza física y una simpatía que parece perderse si se aleja de la compañía y el cariño de Ethan. Aun sin ser culpables, no tienen la compasión de Wharton, sino la curiosidad del lector: ¿cuál fue la tragedia que envejeció más aún a Ethan Frome, que lo redujo a la condición de un hombre sin voluntad, resignado a los pocos trabajos que le dan un ingreso mediano, y a perder la oportunidad de recuperar lo que ha ido perdiendo: la dignidad, la limpieza, el orden de su casa; los terrenos que ha ido cediendo; la fuerza que le daba mejores ingresos y que mantenían su decoro y el de su casa? Por intervención de un narrador sabemos que tuvo un accidente que lo dejó baldado de cuerpo y alma, lo cual parecería castigo por dejarse llevar por el deseo; sólo que no hay que confundir: su deseo no es carnal, sino de libertad. Y como en sus otras novelas, Wharton hace un retrato muy cruel del mundo, de la religión, de la moral, que impide que se tuerza el destino; pero su crítica, si lo es, no va encaminada a juzgar, premiar o castigar: lo suyo no es un castigo, es una advertencia; y como en sus otras novelas, los peores personajes son los femeninos, no porque los hombres estén libres de culpas (si Ethan es un hombre bueno no es porque tenga virtudes sino porque desconoce la maldad o la naturaleza del deseo), sino porque no aceptan la competencia ni menos aún la derrota: si Zeena exagera sus males no es por provocar lástima, sino por sacar ventaja de la situación; si Ethan decide abandonarla para irse con Mattie lo hace con todos los resentimientos, con la conciencia negra, y dejando su escasa fortuna en manos de Zeena, así tenga que recomenzar de la nada su vida; si Mattie rompe los objetos más preciados de Zeena no es por inocencia, aunque así lo haga aparecer. Y en una lucha de dos mujeres, así sea en condiciones de desigualdad, aunque no de iniquidad, la única víctima posible es el hombre, que sufrirá el peor de los castigos a su osadía de desear una vida distinta: vivir con ambas.
Como en muchas de las novelas de sus contemporáneos más renombrados que ella (El buen soldado, de Ford Maddox Ford; Howard’s End, de E.M. Forster) o por las de su maestro y amigo Henry James (Daisy Miller), la inocencia no es tal, ni menos la ingenuidad, y a veces es un arma inigualable, aunque incluso los personajes no sepan que la poseen, ni son tan conscientes de la maldad de la que son capaces, y los verdaderamente ingenuos son víctimas sin redención, y además deben cargar con las culpas de todos.
Ethan Frome no es una novela de amor, aunque lo parezca; como en La edad de la inocencia, es una novela sobre la naturaleza humana, es decir, de la maldad.
Sólo hay que apuntar que la traducción es correcta, conserva la aparente frialdad de Wharton y no exagera en los madrileñismos, aparte de que la edición carece de graves errores y de erratas.
(Como siempre, Salvador González me señala erratas, que cometo por todos lados: la novela de Hornby es Alta fidelidad, no infidelidad. Nunca termino de agradecerle sus observaciones.)

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