domingo, 28 de septiembre de 2008

Historia y semblanza de Poesía en Voz Alta

Hace unas semanas, Ediciones Era, en coedioción con El Colegio Nacional, volvió a poner en circulación La hija de Rappaccini, la única obra teatral conocida de Octavio Paz, y que durante mucho tiempo fue imposible de conseguir porque sólo fue publicada en la Revista Mexicana de Literatura, en 1957; después, en antologías de teatro (Primera antología de obras de teatro en un acto –1959, de Maruxa Vilalta, inencontrable— y Teatro mexicano del siglo XX, vol. 1, de Antonio Magaña Esquivel); en 1990, en Era, con un paréntesis en Alianza Cien, pero junto con "Arenas movedizas", uno de los textos de ¿Águila o sol?.
Poco antes, pero muy difícil de encontrar, la UNAM y Bellas Artes dieron a luz Poesía en Voz Alta, un ensayo o historia de Roni Unger, en traducción de Silvia Peláez (revisión de Rodolfo Obregón, pero no se dice si al texto o a la traducción), que es una semblanza y una historia de Poesía en Voz Alta, el experimento teatral inciado por Juan José Arreola, prolongado por Octavio Paz, y en donde se formó el grupo de directores de teatro más sólido en la segunda mitad del siglo XX: Juan José Gurrola, José Luis Ibáñez, Héctor Mendoza –éste había comenzado su carrera como dramaturgo bajo la vigilancia de Salvador Novo, y había creado una de las obras más célebres de nuestro teatro, Las cosas simples, que pese al paso del tiempo y de las modas, sigue siendo un retrato de una edad y una inocencia que se conserva aunque sean épocas más audaces.
Claro, depende del punto de vista de cada quien: para muchos, lo mejor de Poesía en Voz Alta fue el descubrimiento de Elena Garro y lo más sobresaliente de su producción literaria –con el añadido de algunos de sus cuentos y de Los recuerdos del porvenir—; para otros, los ganones fueron Diego de Mesa y Juan Soriano; otros consideran que hubiera sido mejor de lo que fue si se hubiera conservado el proyecto de Arreola.
Aparte del privilegio de que vuelva a circular en libro esta adaptación de Paz a un texto que va desde la India hasta Nathaniel Hawthorne, el libro de Unger permite reconstruir y desacralizar la historia de Poesía en Voz Alta, regresarle méritos a quienes lo tuvieron (Jaime García Terrés, Juan García Ponce, los actores que eran tan importantes como los directores y escenógrafos, los músicos), y recrear una época en la que se atrevían a este tipo de experimentos; no fueron los únicos; la lectura de los tomos de La vida en México en el periodo presidencial de Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines y los primeros años de Adolfo López Mateos, de Salvador Novo, se encuentra el lector desde el estreno en Bellas Artes de Rosalba y los Llaveros (no “los llaveros”, como se dice en Poesía en Voz Alta) hasta la intensa actividad del Teatro del IMSS, y las muchas obras que Novo, Seki Sano, Manolo Fábregas y otros montaban en televisión (harto distintas de las telenovelas), con la figura destacadísima de Rodolfo Usigli como el punto central de esa actividad, y los inicios de, entre otros muchos, Héctor Azar y Sergio Magaña.
Además, el teatro comercial, que no era nada despreciable.

Pero Poesía en Voz Alta tenía otra dimensión: más literario, pero sin descuidar los otros aspectos; sus experimentos no tenían otra finalidad que la del experimento mismo, y no tenían que buscar público, aunque sí su difusión; aparte de los nombres mencionados, hay que agregar lo de los actores que después fueron cimiento de la actividad histriónica, como Nancy Cárdenas, Rosenda Montero, Carlos Fernández.
Pero no se trata de repetir la historia que recrea Unger, sino comentar el texto (además de lamentar la vida tan corta del grupo).
Llaman la atención algunos detalles; para explicar el poco éxito de las dos últimas puestas en escena, se dice que la ciudad de México estaba convulsionada en 1963 por el apoyo a la Revolución Cubana; no hubo tantos movimientos, excepto el intento de Lázaro Cárdenas por ir a ayudar a los cubanos en la invasión estadounidense de Bahía de Cochinos, pero eso fue en 1961; en cambio, no hay ninguna mención a los movimientos magisterial, ferrocarrilero, electricista, telegrafista, de 1957 a 1959, que provocaron muchísimas más movilizaciones y cierto temor en la gente, que se abstenía de salir a la calle, por temor a la violencia gubernamental; se dice que entre 1960 y 1963 se ponían de moda los Beatles y Bob Dylan, cuando fue hasta 1964 que comenzaron a venderse sus discos en México, y a difundirlos en el radio.
Hay molestia por una errata de uno de los comentaristas en periódico, porque La moza de cántaro la convierte en La moza del cántaro (pág. 171); sin embargo, en el pie de foto de la página 152 escriben La moza del cántaro; a una escritora le dicen “poeta” y en cambio a ninguna actriz le dicen “actor” (uno de los pocos pecados de la actriz, dramaturga, directora y editora Silvia Peláez).
Sin embargo, el texto, que parece bien escrito (en lo que seguramente tiene que ver el oficio de Peláez –puede estarme influyendo mi buena amistad con Silvia, pero no lo creo), nunca de la impresión de arrancar, siempre es indeciso, y los finales de capítulo parecen precipitados; por el contrario, parece detenerse demasiado en analizar los recortes de prensa, parte en la que Unger es exhaustiva: revisa todos los comentarios, y los comenta.
(Le falta uno, sobre Electra, probablemente porque no lo conoce: lo escribe Salvador Novo; se encuentra en la Sátira y en Antología personal. Poesía 1915-1974:
En traducción macarrónica
y entre los “coños” de Ofelia
nos sirvieron la eutropelia
de cierta Electra electrónica
ya no dórica ni jónica.
Con tan novedoso encuadre
—entre Mesas y Sorianos—
no hay pecho que no taladre
la historia de los hermanos
que chingaron a su madre.)

La historiadora no es imparcial, ni menos objetiva; no podría serlo, porque el proyecto era deslumbrante, y deslumbra su historia; poco importa que se hayan peleado, las tensiones, los ataques, los elogios (que a veces eran peores que los ataques), el entusiasmo que tenían en Poesía en Voz Alta, y el que provocaban. Lo malo es que parece algo aislado, cuando en realidad se dio en un medio que, ya lo ha dicho José Emilio Pacheco, fue nuestro siglo de oro tanto en las letras como en las artes plásticas, y sobre todo el auge del teatro mexicano; no se trata de restarle méritos ni a Poesía en Voz Alta ni al libro, pero la autora sí se los resta (porque los menciona de paso, sin analizarlos) todos los otros movimientos de cine, teatro y televisión.
Un comentario más: los editores desperdiciaron el oficio de Silvia Peláez quien no hubiera permitido una edición con tantos callejones, ríos, cajas, algunas erratas y palabras mal divididas: por ejemplo, dos vínculos y dos reputaciones que parecen más comentarios que erratas. Tampoco ayuda que la edición sea en papel couché, pesado y brilloso, ni que las fotografías, habiendo espacio, sean tan poco claras y pequeñas, ni la tipografía es legible ni elegante, como tampoco la caja. El libro se hubiera disfrutado más en una mejor edición.

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