domingo, 5 de octubre de 2008

El baúl de recuerdos uruguayo, o La vida a través de los monitos


En el sexenio de Luis Echeverría las autoridades educativas se empeñaban en que se conociera la historia de México, pero dada la escasa afición por la lectura, y como el conocimiento de la historia suele ser árido, aburrido y muchas veces complicado (porque hay que estar comparando lo que sucede en un lugar con los acontecimientos en otras naciones) surgió la idea de presentarla mediante historietas, y se dijo además que su lectura sería un estímulo, pues los lectores de cómics después lo serían de libros.
Felipe Garrido fue contundente: los lectores de cómics serán buenos lectores, pero de cómics.
Sin embargo, hay que reconocer que varias generaciones gozamos de cómics, cuentos, historietas, de muy buena calidad, que desde los años cuarenta hasta bien entrados los ochenta se vivió una edad dorada de este género, que además tuvo varias incursiones en adaptaciones literarias, como los Clásicos Ilustrados, más recreaciones de mitología, resúmenes de leyendas, Vidas Ejemplares, y algunas otras que no tenían justificación literaria, pero que eran muy disfrutables, como Domitila, Bebito Patito, el Beto el Reculta, no tanto los ya muy vistos Supersabios o los Burrón.
Acabo de encontrar Comics de cine. 100 portadas antlógicas de comics mexicanos, de Jorge Gards (editorial Glénat, 2001, pero no muy distribuido), primera publicación de las varias que planea hacer el autor (ignoro si ha seguido con el proyecto), y que tiene menos pretensiones pero más sustancias que las historias de la historieta.
El autor es desbalagado, carece de orden y de capacidad de síntesis, pasa de un tema a otro, pero da idea de lo que se trata el cómic y de la influencia que ejerció en varias generaciones; comienza con un relato de su infancia, de los juegos con los que retaba a vecinos, amigos y compañeros de la escuela, y se pinta como un villano de cómic: tramposo, violento, pendenciero, mal perdedor, algo así como un “chico del oeste”, los malos de las historietas de Margo, aunque no como un rufián de los pese a todo simpatiquísimos Chicos Malos.
Era capaz de todo para asegurarse estampitas (“cromos”, le decían en Uruguay, según relata, pero no eran como los larines mexicanos, esos precursores de los álbumes), canicas (con unas variaciones del juego muy curiosas, harto diferentes de los juegos mexicanos ya imposibles de practicar desde que pavimentaron hasta los parques y los jardines; ellos copiaban más los modelos estadounidenses) y una practicaba especie de rayuela (mexicana, no el avioncito, que jugaban las niñas) con los “cromos”, y los premios consistían en cómics que Gard fue coleccionando, pese a lo precario de la economía familiar, hasta que castigado por una negligencia (causada por esos juegos competitivos) la colección le fue requisada y destruida, lo que hizo que la añorara para siempre, y que de adulto se convirtiera en un coleccionista serio de este género que si no es artístico, requiere de habilidad de artista para confeccionarlo y para leerlo.
La anécdota de su origen como amante del cómic es muy similar a la de muchos otros seguidores de la historieta, sólo que él ha sido asiduo, y ha podido especializarse; como dice el título del libro (que además tiene forma de cómic), este volumen gira alrededor de un subgénero: la adaptación de guiones cinematográficos; los textos que acompañan a las ilustraciones son ensayos más rígidos, no muy académicos, sobre algunos de los géneros cinematográficos que vienen siendo versiones filmadas de los cómics, como es el cine de aventuras en sus varias divisiones: ciencia ficción, western, acciones bélicas, y hasta la comedia musical, que el autor menosprecia de una manera incomprensible, pues parece incapaz de comprender la hazaña que significa cantar y bailar en vez de hablar y caminar (idea que le plagio descaradamente a José de la Colina), hazaña que pocos mortales pueden emprender, y menos los que sufrimos de pie baro.
Su acercamiento al cine es la de un aficionado que no discrimina, que goza del cine bueno tanto como del malo, o sea, un auténtico aficionado al cine; su acercamiento al cómic no es sociológico, sino el de alguien que sabe ver los cuadros faltantes, que le da vida a escenas inmóviles, para atinarle al tono seco pero titubeante de John Wayne en Más corazón que odio (uno de los títulos más tontos y delatores de la historia del western).
El lector puede ahorrarse los textos, porque como Gard no es historiador ni crítico, aporta una visión ni exhaustiva ni ordenada de los géneros, además de que no se preocupa por ser original, y sí en cambio por imponer sus gustos, regidos más por sus preferencias mercadotécnicas, o por lo vivo de sus recuerdos, que por ver el fondo ideológico del cómic, aunque en varias situaciones al lector no le queda más que compartir una idea suya.
Pero sus recuerdos, comunes a los de muchos lectores, emocionan y conmueven. Gard, por otra parte, ha tenido el acierto de alejarse, en lo visual, de los lugares comunes: aunque están mencionados, no aparecen Supermán ni Batman, aunque uno extraña a Julio Jordán, detective de Marte; al capitán Tomás Mañana; a Kripto y sobre todo a Super Ratón, del que existen algunas compilaciones de sus cartoons, pero que no las importan los de Mix Up. En cambio, la mayoría de las portadas que aporta a nuestra añoranza son excelentes; algunas podemos recordarlas los lectores mexicanos, como Espartaco (era mejor el cómic que la cinta), Helena de Troya, Ivanhoe, pero otras resultan asombrosas: la citada Más corazón que odio, Marcha de valientes, Hatari! (¿traerá el cuadro donde Elsa Martinelli corre en pantaletas negras tras el auto de Pockets?, ¿cómo retratar cuando Chips descubre la belleza de Brandy, al subir el cierre de su vestido, o cuando Sean acepta que Brandy no tiene doce años, como él creía? No dudo que lo hayan hecho, los adaptadores de los guiones eran muy hábiles), El pistolero invencible, la cinta que no han repetido jamás. Gard aporta la portada de El Dorado, pero no la de Río Bravo, con la escena en que todos aullaban al aparecer Angie Dickinson en un discreto pero provocador traje de corista, con sus piernas larguísimas al descubierto, inusitado en un western (aunque Duelo al sol era más provocadora, en términos de erotismo). Debe haber sido difícil adaptar a este lenguaje la sensibilidad y el erotismo de Howard Hawks, la ironía y la sutileza de John Ford, la noción del ritmo de Alfred Hitchcock.
Es innecesario aclarar que se trata de adaptaciones del cine, no al cine, por lo que no están Lorenzo y Pepita, La pequeña Lulú, Dick Tracy, los muy cuestionables Cuatro Fantásticos, el Hombre Araña.
Comics de cine es un libro muy hermoso, excelentemente diseñado, que sin querer habla de la censura, de política, de cultura, pero sobre todo que desata recuerdos en quienes disfrutaron de los cómics en infancia y adolescencia.
(No sólo en ellos; varios de los escritores de mi generación debutamos en Novaro, y cuando visitábamos las instalaciones, salíamos del edificio con un paquete de cortesía, o con variados ejemplares obsequio de algunas figuras ilustres de la literatura mexicana, como Juan Bañuelos, Oto Raúl González, Raúl Navarrete, el Güero Guerra, el mismo Luis Guillermo Piazza; y no hay que olvidar que el encargado de que estuvieran correctamente escritos y traducidos –aunque insistieran en decirle “rosetas” a las palomitas de maíz— era don Aurelio Garzón del Camino, uno de los héroes injustamente anónimos de las letras nacionales. Y hay que agradecer al autor que nos traiga a la memoria a Dick Turpin y a Chester Morris –“amigo de los que no tienen enemigos; enemigo de los que no tienen amigos”.)

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