lunes, 15 de septiembre de 2008

De canasta y con rebozo

Antes de mediados del siglo recién pasado, las mexicanas se distinguían por un leve moretón en la cadera derecha; era el símbolo de su abnegación; y no porque las golpearan allí exclusivamente, sino porque en esa parte recargaban la canasta donde llevaban el mandado.
Las canastas, con base de madera liviana y con bordes de bejuco trabajados en ebanistería, reflejaban los gustos de su propietaria, y podían ser sencillos, sólo bordados para darle firmeza, o tejidos de manera espectacular, lo que hacía pensar que sus dueñas gustaban de llamar la atención.
Aunque el origen de la palabra es del siglo XV, tal como la conocemos ahora comenzó a usarse en el siglo XVI, y quienes hablaban con propiedad decían canasto (el pretexto no era que lo confundieran con la anotación en el básquetbol, pues éste es un invento del siglo XX, sino porque era un cesto pequeño).
Hacer las compras con canasta permitía acomodar mejor los productos, para que los jitomates no se magullaran, no se rompieran los blanquillos, la pasta no se fragmentara aún más, y la carne no aplastara la lechuga.
A mediados de los cincuenta comenzaron a ponerse de moda las bolsas tejidas, y las mujeres las prefirieron, no por fodongas, sino porque pesaban menos y era más fácil cargar con todo el mandado.
La aparición de las bolsas disminuyó los moretones en las mujeres, pero produjo un alza en el desempleo de los jóvenes, quienes se ganaban unos centavos (literalmente) porque se iban al mercado (o plaza, como se le decía) a ofrecer sus servicios a las más necesitadas de ayuda; con menos escrúpulos, ellos se ponían la canasta al hombro para que les pesara menos, acompañaban a las señoras durante el recorrido, y las llevaban a su casa, a cambio de una propina más bien simbólica pero que les permitía comprar cigarrillos sueltos (costumbre que se ha puesto de moda de nuevo, sólo que en los puestos ambulantes, no en los estanquillos, como antes), pagarse una hora de billar, o traer algo de suelto –cambio— en los bolsillos (existían también los que lo entregaban a su casa, como ayuda al gasto, o como todo el gasto).
Algunos adolescentes, en el despertar sexual, buscaban a señoras jóvenes, o a las muchachas, para cargarle la canasta gratis, y si tenían suerte, con algunas domésticas que fueran fáciles de convencer para un intercambio, la mayoría de las veces incompleto, pero siempre anhelado.
Las remplazaron las bolsas, de vida más corta porque las tiras del plástico con que están hechas tienden a dilatarse, las asas de un plástico más grueso no se rompían pero sí se desprendían, duraban apenas unos cuantos años, mientras que las canastas podían pasar de generación en generación, a menos que se fuera muy descuidada o que se quedaran a merced de los gatos o los perros que solía haber en casi todas las casas.
La ventaja de la bolsa era que resultaba más fácil cargarla, se podía poner allí el monedero sin el peligro de que lo arrebataran los malandrines que, disfrazados de chalanes, paseaban por el mercado, y cabían más cosas; la desventaja era que, con el menor movimiento, la carne aplastaba los jitomates, se fragmentaba el chicharrón, se rompían las hojas de la lechuga, se quebraban los fideos, se desparramaba la manteca (aunque, junto con estas bolsas, se puso de moda guisar con aceite para evitar o disminuir la gordura excesiva que provocaba la manteca) y los chícharos se salían de sus vainas todos rotos, inservibles.
Si cundió el desempleo juvenil, en cambio surgieron los galanes que se ofrecían a llevar la bolsa; si eran aceptados, tenían un buen chance de ligue, o cuando menos el pretexto para cuando fueran rechazados (“sólo me querías de cargador”).
Al llegar a las casas, las mujeres quedaban con una marca rojiza en la palma de la mano, y sobre todo en los dedos, y la sensación de entumecimiento acompañado siempre del temor a la gangrena.
Las bolsas del mandado tenían otra desventaja frente a la canasta: en ellas no podían ponerse las ollas con la comida de la supercocina, porque se caía el caldo; por ello surgieron las ollas montables en las que se ponían sopa aguada, en una; en otra el arroz; en la tercera el guisado, y en la última, la de hasta abajo, los frijoles de la olla (los refritos eran para acompañar los huevos revueltos o para las tortas pa’l recreo).
Pero las bolsas también desaparecieron; cada vez es más difícil encontrarlas en los mercados, y apenas hay unas cuantas en los supermercados; las más envidiadas eran las que traían propaganda de la carnicería, o de la cremería, que sólo las regalaban a las clientas favoritas, a quienes les decían “güerita” aunque fueran morenas o castañas, pero ya se sabe que ellos eran chirriscos y si ellas aceptaban las bolsas, ellos hacían de cuentan que aceptaban el coscolineo.
La mayoría de los comerciantes, sin embargo, preferían obsequiar calendarios, que eran más baratos y sólo una vez al año.
Los supermercados tardaron mucho menos de medio siglo en desplazar a los mercados, sobre todo porque hicieron creer a la gente que era mejor y más fácil encontrar todo en un mismo lugar y pagar todo junto en una misma caja (Salvador Novo, La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo López Mateos). Lo malo eran las bolsas. No estaba bien visto que las señoras llevaran ni canasta ni bolsas, ni mucho menos rebozo de bolita.
Al principio, los supermercados daban bolsas de papel, más grande y más grueso que el de las panaderías, útiles cuando se hizo costumbre realizar compras semanales en vez de diarias, y la gente iba de compras en auto, no a pie que es como se debe ir a los mercados. Así, esas bolsas eran útiles para ir hasta la cajuela del auto estacionado, pero incómodas para ir a la casa, porque tenían la costumbre de romperse, en el momento menos adecuado, en el sitio más impropio, y por el lugar menos pensado.
No pocos aspirantes a galanes asediaban a las señoras jóvenes con la intención de cargarle los bultos, aunque los decentes sólo se ofrecían a ayudarle con la carga.
Los supermercados terminaron por sustituir las incómodas bolsas de papel por las de plástico, que permiten ir de compras a pie, y las agradecidas mujeres sufren menos por más que al llegar a las casas tengan las manos casi moradas, aunque subsiste el problema de los jitomates apachurrados, la mercancía manchada por los paquetes de carne que chorrean sangre (aunque no por lo fresco), y los blanquillos deben estar empaquetados aparte, porque si no llegan todos rotos.
Algunos comerciantes cometieron el error de no calcular el gasto de las bolsas, y no le salían las cuentas; en algunas panaderías, principalmente las chicas, comenzaron a cobrar, y caras, las bolsas, con lo que obligaron a la clientela a llevar sus bolsas, hasta que se rompían por lo desgastadas, y casi siempre en la calle, y comían polvorones aunque tuvieran forma de chilindrinas.
Las tiendas y los estanquillos se tardaron mucho en cambiar los cucuruchos de papel por las bolsas; muchos no lo hicieron; entregaban los cuartos y medios kilos de azúcar, garbanzo, arroz, frijol, en cucuruchos de papel periódico, confiados en que las señoras lavaban esos productos; otras mercancías, como el pipirín, lo entregaban en cucuruchos de papel de estraza.
Su mayor refinamiento era la entrega de blanquillos en cucuruchos de estraza; sólo la torpeza del mandadero provocaba que llegaran rotos a la casa, pero no por lo mal empacado.
Ya nadie se avergüenza de ir de compras, porque nadie lleva canasta ni regresa asegurándola con el rebozo, que para eso servía, además de para cargar a los niños.
Sobre todo, que desde hace mucho se descubrió la superioridad masculina para conducir los carritos en el súper, sin estorbar, golpear mercancía ni chocar con otros, a menos que sea intencional o que sólo vaya en vacaciones o en días festivos.
Hace un par de décadas alguna cadena de supermercados intentó poner calculadoras en el asidero de los carritos para que los hombres, más metódicos y menos intuitivos, supieran si les alcanzaba el efectivo o debían pagar con tarjeta de crédito; las mujeres se defendieron diciendo que si calculaban peor, al menos no compraban tantas cosas inútiles.
Pero ninguno igualaba a las de la época de los mercados y las canastas, porque fuera la señora, la hija mayorcita, la muchacha, siempre les alcanzaba el gasto y hasta le sobraba cambio, que les servía para que los adolescentes les cargaran la canasta, si es que no lo hacían gratis.
(Ésta resume varias notas aparecidas en el diario El Financiero, entre noviembre y diciembre de 1999, y no fueron incluidas en Baúl de recuerdos --Oceano, 2001--, que luego de meses fuera de las librerías vuelve a estar disponible, al menos en la Librería Madero, en Madero, antes Plateros, a unos pasos de Gante y de la primera casa de Rulfo en el DF.)

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