lunes, 8 de septiembre de 2008

Tu retratito lo traigo en mi cartera

Una de las escenas más rotundas de Cien años de soledad es la de la negación de la existencia de Dios porque no existen retratos suyos.
Desde que la gente tuvo conciencia de que podía perpetuar su imagen, más allá de la que se agenciaban los ricos que contrataban a pintores para que los favorecieran con un retrato que los mejorara, y chance los perpetuara, la fotografía se estableció en todos los ámbitos sociales y económicos, e incluso todos querían que los retrataran. Es conmovedor ver las películas filmadas por Jesús H. Abitia y los hermanos Alva, en que los revolucionarios posaban ante las cámaras y se quedaban inmóviles, para salir bien.
Épocas hubo en que la gente, pese a que la fotografía estaba por cumplir cien años, prefería los retratos al óleo, o en madera, lo que los desmejoraba mucho, además de ser casi tan caros como las pinturas.
Pero la fotografía comenzó a instalarse en la vida de la gente, al menos en México, como ritual perpetuo. Los mexicanos somos fotografiados desde pequeños (hoy día, en cuanto peinan a los recién nacidos), en la primera comunión, en el bautizo de los hijos, las bodas, los divorcios sólo para recalcar las ceremonias religiosas.
Los testimonios fotográficos son terribles, porque quedan para siempre los instantes en que uno cree ser superhéroe, o que al caballo de cartón lo tratamos como si fuera real. O revelan defectos que el espejo ha escondido.
Tiempos hubo en que las fotografías eran peligrosas: al caminar por San Juan de Letrán aparecía un fotógrafo ambulante y, sin pedir permiso, retrataba a la gente, sin saber si su acompañante era novia, esposa, amante, prima o amiguita cariñosa, término que desapareció junto con esos fotógrafos.
Cierto que uno podía destruir o tirar a la basura el volante que entregaban (y con el cual se podía comprar la fotografía, a partir del día siguiente, junto al cine Avenida, o el Cinelandia, no recuerdo bien cuál era); pero también es cierto que los canallas exhibían la fotografía casi una semana, y las podían ver los parientes o vecinos metiches que luego luego iban con el chisme.
Que fotografiar y ser fotografiado era una costumbre casi exclusivamente urbana, lo suponía uno porque lo primero que hacían los parientes provincianos era ir a la Basílica de Guadalupe a retratarse subido en un caballo de cartón, con sombrero de charro, mientras que las mujeres se ponían traje de china poblana.
Más raras, como cosa de feria, y más bien costumbre extranjerizante, era la de meter la cara tras los dibujos que simulaban cuerpos musculosos y a las mujeres en pose de concurso de belleza (traje de baño completo; por esa época las mujeres que mostraban el ombligo eran calificadas de exóticas y se les llamaba ombliguistas), o en un avión de mentiras.
Uno de los primeros acercamientos eróticos consistía en pedirle a la chava que regalara su fotografía. Como las cámaras eran tan caras, ese coqueteo se prodigaba más bien en los primeros días del año escolar, cuando era obligatorio retratarse por sextuplicado (lo mínimo que entregaban en las casas de fotografías, donde torturaban a la gente, la forzaban a mantenerse inmóvil y en forzada rectitud varios segundos, y a no parpadear ni menos a cerrar los ojos con el flashazo), y como sólo pedían en la escuela tres, sobraban tres. Si la muchacha accedía a regalar una de ésas, el muchacho podía suponer que tenía posibilidades de ser aceptado.
(Esta nota, aparecida el 26 de mayo de 1997 en la columna Baúl de Recuerdos, en El Financiero, quedó cronológicamente tan vieja como las costumbres relatadas en ella, cuando las cámaras digitales suplantaron a las otras; ahora no sólo hay que cuidarse de no pasar por San Juan de Letrán y los fotógrafos indiscretos, sin que cualquiera puede sorprender a los transeúntes en las situaciones más comprometedoras, y las mujeres pueden ser fotografiadas en las posiciones más indiscretas, y en vez de ser exhibidas en toda una pared de un edificio lúgubre y sórdido, son expuestas en youtube. No fue incluida en Baúl de recuerdos –Océano, 2001—, que de cualquier manera contiene notas similares, y se encuentra a la venta, luego de meses de ausencia en librerías, en la Librería Madero, avenida Madero casi esquina con Gante, a unos pasos de la primera casa de Juan Rulfo en la ciudad de México.)

1 comentario:

Jorge F. dijo...

Saludos... gracias por el libro y quedo a la espera de conocernos...además, el gran Francisco Hernández tambén quiere su libro y nos apuntamos para comer..invitado: Ramón Córdoba...
van abrazos,

JORGE F: HERNÄNDEZ
jfhdz@yahoo.com