domingo, 25 de agosto de 2013

Seísmos y autobiografías

No había pasado ni un mes que colocaron vigas en el departamento de Tenayo, cuando el temblor de 1957; es posible que, de no haber hecho eso, podría haber habido algunos daños serios; lo sintieron mis padres, pero no nosotros, profundamente dormidos; dijeron que la cuna de Marcela, entonces la menor, se desplazaba de un lado para otro. Por entonces se determinaba la duración de los seísmos, y ahora omiten darla, porque desde que comienza el movimiento hasta que lo empezamos a sentir pasa un buen rato; y cuando termina lo seguimos viendo, porque los objetos colgantes continúan con la inercia, y uno lo siente aunque ya no sea perceptible más que para los muy sensibles sismógrafos (pero el péndulo sigue oscilando).
                Supongo que cuando se originó aquel temblor aún se encontraban algunos trabajadores en los periódicos, porque en las noticias matutinas alcanzó a aparecer en los diarios, que encabezaron (Novedades, al que estábamos suscritos) con una palabra: “Terremoto”; poco a poco se fue enterando la gente de aquellos efectos: ¡”se cayó el Ángel” (durante mucho tiempo el impacto fue tremendo, tanto el de la caída –¡aplastó un auto que pasaba en esos momentos!– comentaba la gente; varios meses más tarde lo relacionaban con uno de los comerciales más memorables de nuestros publicistas: “¿Por qué se cayó el Ángel? Porque le gritaron ‘baja, es algo importante’” “Y cuando cantaron ‘y retiemble en sus centros la tierra’ el Ángel dijo ‘n’hombre, no la amuelen, ¿otra vez?’”); “se cayó el edificio de Cantinflas”.
                No lo sentí; ni siquiera lo oí, aunque mis padres aseguraban que las puertas se habían cerrado de tan violentos que fueron los movimientos.
                En 1964 hubo otro seísmo bastante fuerte; en pláticas telefónicas, Pacheco recuerda que se suscitó el día de las elecciones presidenciales de Gustavo Díaz Ordaz, o sea el primer domingo de julio; recuerdo, en cambio, que en pleno “refrigerio” (como se le llamaba al descanso más largo entre clases), en la secundaria 12, varias de las compañeras comenzaron a gritar, y una de ellas se hincó a rezar; estábamos en el patio, a cielo abierto, así que no hubo necesidad de desalojar las aulas; algunas maestras se mostraron nerviosas, pero no en pánico; el maestro Ceniceros hizo algunas bromas; no lo sentí, pero vi el efecto en las más sensibles de las compañeras; tampoco lo sintieron Cuauhtémoc Valdés, Víctor Tovar, Porfirio Martínez, Maximino Ortega Aguirre, José de Jesús González Pérez ni otros amigos. Tampoco lo comentamos demasiado, y no recuerdo que haya habido efectos desastrosos.
                Sentí, con fuerza, los de 1979, y casi todos los posteriores, siempre y cuando fueran mayores de 3.9 grados Richter. Escribo esto a 72 horas del seísmo de 6.0 grados Richter que se registró el miércoles 21; es decir, cuando pasó el plazo del peligro inminente de una réplica mayor. Y después de tantos años creo que tiembla incluso cuando pasan los tractocamiones enfrente de la casa (ilegalmente, porque tienen prohibido pasar por los pasos elevados, pero ni hacen caso ni se lo impiden los encargados de vigilar que se cumplan las leyes y los reglamentos), no sentí más que un leve jalón en la silla; vi que se movía el péndulo, pero pude caminar sin trastabillar, ni se cayeron los diccionarios que apenas caben en el librero, ni los volúmenes de cómics que están en los plúteos más altos de los libreros más altos. Ni Lourdes ni María José lo sintieron, ni tampoco Diego, y cuando les avisé que temblaba me mandaron callar. En efecto, sonó la alarma que diligentemente pone el gobierno a disposición de quienes tengan un teléfono celular con ciertas características; el mío debe estar atrasado porque desde que lo activó María José, ha registrado tres seísmos: uno de ellos no lo sintieron más que las autoridades que reaccionaron con su acostumbrado pánico, y los otros dos, cuando ya habían terminado. La réplica de 5.0 no la sentí, menos, aunque sí vi el péndulo. Escribo: “sin público, para qué ponerme histérico”. Me responde Luis Zapata: “con público o sin público, yo sí me pongo histérico”.
                No hablo de los que sí he sentido, excepto de uno, en las viejas oficinas del Fondo de Cultura Económica, porque se me ocurrió, en esos precisos momentos, preguntarle a Rafael Vargas si recordaba al menos tres obras literarias que mencionaran temblores: nervioso, me acusó de querer ridiculizarlo ante las secretarias de Jaime García Terrés, más ecuánimes que nosotros. Y en su momento, escribí la angustia vivida primero unas horas, y luego días, del terremoto en Chile, porque allá estaba Diego, y que me comentaron con solidaridad y aplomo algunos amigos, como José Emilio Pacheco y Marisol Schulz.
                Lo que me asombra es el desconocimiento de muchos de mis amigos, o por lo menos de mis contactos en redes sociales; en el de junio, reclamaron con vehemencia la intervención de comisiones que sancionaran al Servicio Sismológico porque calificaron muy bajo a ese sorpresivo seísmo que no pudieron alertar las alarmas porque el epicentro fue muy cerca de la capital, y tuvo características diferentes: “lo sentí como de 6.5”, dijeron algunos, y vi que no saben las diferencias entre intensidad y magnitud, ni las diferencias entre los provocados en profundidades grandes o los superficiales, y las áreas afectadas. Lo más grave es la ignorancia de los dizque intelectuales.

*Comenzaba a leer; la revista Mañana (creo que era Mañana) publicó un reportaje sobre la Mafia; en la portada estaban Alexandro Jodorowsky, Carlos Monsiváis, Luis Guillermo Piazza; no recuerdo a los otros dos o tres; no recuerdo el tono del reportaje, sólo que era a propósito de las entonces muy recientes autobiografías precoces, y que al final, Piazza, que era quien tenía auto, le daría aventón a sus amigos para acercarlos a la Zona Rosa.
                Las autobiografías (Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos) se publicaron entre 1966 y 1967; según algunos testimonios, fueron ideadas por don Rafael Giménez Siles a raíz del ciclo Los Narradores Ante el Público, que comenzó en 1965, continuó en 1966, se saltó 1967 y concluyó en 1968; por los acontecimientos de ese año (los estudiantes no rompíamos vidrios ni impedíamos el paso ni destruíamos propiedades federales ni particulares, recuerda Luis González de Alba en su facebook), las conferencias dictadas en el tercer ciclo ya no se publicaron, como las otras dos, en colaboración de la sede, el Instituto Nacional de Bellas Artes, con la Editorial (Joaquín  Mortiz, cuál otra); asistí entonces a ese tercer ciclo, aunque no a todas; recuerdo la de María Luisa Mendoza, divertidísima, aunque Héctor Azar (después, uno de mis mejores amigos) regañó casi en público a la China; la de Elena Poniatowska, también muy divertida; la de Fernando del Paso, quien nos hizo creer que su relato era autobiográfico y no un fragmento de Palinuro de México, y la de José Agustín, el 13 de septiembre, que no dictó y en cambio nos invitó a que nos sumáramos a la muy memorable Manifestación del Silencio.
                A los dos primeros ciclos no pude asistir, no estaba en edad, y conocía apenas la obra de los narradores; después memoricé casi todas las conferencias, sobre todo las de 1965 (a veces creo que siguen siendo los mismos, que no cambiaron; pocos siguen siendo los mismos). Con el paso de los años veo que no retengo más que frases, o fragmentos largos, pero he olvidado algunas de las intervenciones; que me cuesta trabajo reconocer a los personajes aludidos por los conferenciantes si no los mencionan por su nombre. Por motivos de trabajo releí una de esas conferencias, y me piqué y releí todo el primer tomo. Mientras pasaba las páginas recordaba y reordenaba esas frases (algunas las atribuía a otro), reviví la atmósfera de la primera vez que leí esas conferencias; los libros, encuadernados en pasta dura, tuve que volver a encuadernarlos porque desbaraté las ediciones de tanto manosearlas; tengo varias de esas conferencias con dedicatorias (Arreola, Galindo, Leñero, García Ponce, Melo, De la Colina, Monsiváis, Pacheco) (también algunas de la segunda serie: Valadés, Ayala Anguiano, Sainz, sin contar con que el primer ejemplar de esa edición se lo quedó Arturo Luciano, igual que las cartas de Van Gogh a su hermano Theo). Fui y soy amigo de muchos de ellos, de los participantes de los tres ciclos; he sido a veces infiel a esa amistad, nunca ingrato ni traidor, aunque alguno de ellos lo haya sido conmigo. Mi mayor perturbación en esa relectura: no he reconocido la generosidad de muchos de ellos; no siempre públicamente, no siempre en privado. Me llega la hora de ir reconociéndolos, y lo haré aunque a alguno no le guste que balconee su ayuda, su impulso, sus alientos a mis empeños, su crítica más generosa cuanto más rigurosa. Aunque haya habido algunos desacuerdos o encuentros de malas razones, no dejaré de reconocer lo que hicieron por mí. Y lo extenderé a muchos que no fueron parte de esos narradores ante el público.
                A raíz de ese ciclo, don Rafael Giménez Siles invitó a algunos de los participantes, sobre todo a los de menor edad, a que ampliaran esa conferencia a 60 cuartillas, y apareció la serie; ya había leído a algunos de ellos; a muchos, en la Biblioteca Nacional, entonces en Isabel la Católica y República de Uruguay, porque era pobre, tan pobre como ahora (sólo que ahora mis prioridades son los libros y, al contrario de lo que dicen los clásicos, después las de vivir y comer).
                La autobiografía de Salvador Elizondo salió de la librería El Caballito, antecedente de la Librería del Sótano; pagué los otros libros, no ése. Cuando Gerardo López Gallo me contó que El Caballito había quebrado, me sentí culpable: esos 12 pesos que costaban esos libros deben haber contribuido, aunque en escala menor, a esa quiebra, y aunque esa quiebra haya derivado en la Del Sótano, que sigo añorando y que, en mi memoria, está entre mis favoritas de entonces y de siempre (ésa, no la actual).
                En la tercera de forros anunciaban a los participantes: Gustavo Sainz, Juan García Ponce, Elizondo,  Carlos Monsiváis, Juan Vicente Melo, Vicente Leñero, José de la Colina, Homero Aridjis, José Agustín, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Marco Antonio Montes de Oca: ni De la Colina ni Pacheco ni Aridjis habían aceptado la invitación; Pacheco me dijo que, en Los Narradores Ante el Público no había mencionado a las dos personas a quienes más debía en su oficio de escritor, y no se lo perdonaba, y que no volvería a hablar de su vida para no omitir nombres importantes para él; además, siguió, algunos de los que se confesaban ocultaban sus vicios, escondían sus pecados, no se atrevían a sincerarse.
                La colección incluyó a Raúl Navarrete, quien nada tenía que ver con estos escritores, aunque algún parecido lo acercaba a Tomás Mojarro; Eduardo Lizalde, en otra editorial, hizo también un recuento autobiográfico muy cercano a las memorias de Montes de Oca; las de Marco Antonio las leí de manera tardía, y más porque me entusiasma su poesía que porque su vida y su generación me sirvieran de ejemplo literario, como el caso de otros, como Monsiváis y Sainz.
                Las de Monsiváis y de Agustín merecieron reedición, aunque el tiraje de 2,000 ejemplares fuera mayor al esperado por don Rafael.  García Ponce y Elizondo las reeditaron en otras editoriales, y García Ponce en efecto amplió su conferencia de Bellas Artes, aunque con variaciones significativas; Montes de Oca la incluyó en la primera edición de su poesía completa. José Agustín y Pitol hicieron continuaciones, aunque Pitol casi desmintió la de Empresas Editoriales. Leñero la rehízo aportando datos que no estaban en la primera, y abandonó el estilo experimental de aquélla, que carece de puntos y aparte y juega con estructura, lenguaje y cronología.
                Ahora no podría decir cuál me gustó más en mis 18 años, y apenas unos cuantos como lector, sólo digo que me impresionaron, les creí, y los envidié. Las he releído varias veces, muchas más que las conferencias de Los Narradores Ante el Público, y en ellas encuentro claves para los libros de sus autores, claves que revelaron, creo, sin advertirlo. Tengo autografiadas las de Sainz (quien hizo también otra versión, muy divertida, en la segunda serie de Los Narradores), García Ponce, Elizondo, Monsiváis, Melo, Leñero, Agustín (dos veces) y Pitol, quien dijo que se asombraba que tuviera esa edición.
Silvia Molina, en la UNAM, retomó el proyecto, y ha publicado algunas autobiografías de otros escritores; las ediciones son difíciles de encontrar, y no tienen la misma frescura ni la inocencia de las que fueron escritas cuando sus autores tenían entre 20 y 35 años. Yo me quedé con la mía, inédita.


*En varias sesiones, con el apoyo de un grupo más o menos heterogéneo (Pablo Arriero, Paco Huerta, Perla Oropeza) dirigí las sesiones en las que elaboramos el manual de estilo de El Financiero; me abstuve de poner a su consideración el empleo de “le” y “les”; casi llego a los golpes con Víctor Roura, quien en su inflexibilidad moral no admite ni las reglas más estrictas, porque quise corregir el párrafo de un colaborador suyo, que decía más o menos: “[una profesora] le enseñaba”, y agregaba: “no español, se dice ‘les enseñaba’”. Roura no quiso oír las explicaciones gramaticales, y se empeñó en que apareciera “les”; sospecho que tampoco hubiera entendido; el plural es en el sujeto, no en el complemento: [nosotros] les enseñamos; [yo] le dije [a ustedes]. No he encontrado libros mexicanos, y menos escritores mexicanos, que utilicen bien esta parte delicada y por lo regular mal usada. Sólo algunos cuantos lo usan bien. Claro que la explicación es difícil, por eso se la robo a Francisco Elorriaga, otro no tan frecuente de las tertulias del Tío Pepe: “ese ‘lo’ y ese ‘los’ con el ‘se’ antepuesto son muy latosos y extraños. El pronombre ‘se’ en estos casos no es reflexivo (se bañó, se cambió), sino un dativo (complemento indirecto) del pronombre personal cuya forma latina ‘illis’ quedó en ‘les’. Para evitar la cacofonía: ‘les lo dije’ quedó, por rara evolución, en el ‘se’ actual. Entonces, ‘yo se los dije’ o ‘yo se los advierto’ (formas discordantes) se emplean en lugar de ‘yo se lo dije’ o ‘yo se lo advierto’, que serían las correctas o como dicen los gramáticos, formas concordantes.  Otra detalle es confundir el ‘le’ (indirecto) con el ‘lo’(directo). ‘Le llaman por teléfono’ por ‘Lo llaman por teléfono’. ‘Le revisó el doctor’ por ‘Lo revisó el doctor’, aunque está bien ‘le revisó el hígado el doctor’". ¿Pero cómo, repito, se le explica a los correctores, cuadrados y cuyas únicas lecturas son los libros que corrigen, pero no entienden? Otra batalla perdida.

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