domingo, 1 de febrero de 2009

El nagual de Murakami

En uno de sus mejores artículos periodísticos, donde hablaba de la mujer más bella del mundo (y que luego convirtió en uno de sus relatos más flojos), Gabriel García Márquez habló de los escritores japoneses, en especial de Kawabata, y aunque quiso ser gentil, no pudo evadir que la literatura nipona es, aunque seductora, muy ajena al pensamiento occidental.
Precisamente el escritor japonés más famoso después de Kawabata, Yukio Mishima, habló con mucha molestia de la occidentalización no sólo de la literatura de su país, sino de todo Japón.
El más popular novelista japonés actual, Haruki Murakami, asombraría a sus maestros precisamente por lo occidental de sus narraciones, llenas de referencias al rock, al blues e incluso al jazz (no asombraría que en alguno de los libros que está por escribir, o incluso de los ya publicados y aún no traducidos, hablara de música tropical o de algún son jalisciense, porque allá hay sonoras y mariachis que suenan mejor que muchos de sus colegas mexicanos), a la literatura estadounidense, en especial a Scott Fitzgerald, Faulkner y Salinger. Además, la facilidad y la frecuencia de las relaciones sexuales que entablan sus protagonistas, muchas de ellas fugaces y con la plena conciencia de que sólo se trata de satisfacer sin siquiera simular afecto o enamoramiento, tiene un parecido asombroso con la literatura juvenil que emprendieron sus colegas estadounidenses, mexicanos, argentinos de su misma edad o cuando menos de su misma generación.
Pero en cada uno de sus libros hay elementos que desmienten esa cercanía; en especial, su más reciente novela traducida por Tusquets (que nos ha favorecido ya con siete libros de Murakami, uno de relatos, y que ya se han comentado dos de ellos aquí), After Dark (con reminiscencias de Scorserse), y la primera de todas las que ha escrito, La caza del carnero salvaje, aparecida en Japón en 1982 –con lo que se demuestra que no es tan postergado como habíamos creído—, traducida en 1992 por Anagrama, y que en los últimos cinco años ha tenido tres reimpresiones, y que apenas esta, de hace un año, es la que llega a las mesas de novedades, gracias al éxito de sus libros en Tusquets.
Obviamente hay diferencias; a lo largo de veintitantos años se ha limado su prosa, se ha hecho más concreta, se desborda menos, y es más nebulosa, más misteriosa, pero desde sus primeras páginas hay personajes enigmáticos, y tienen la misma necesidad de dejar en ascuas al lector; en La caza…, con el recurso de dejar inconclusa la historia, y en After Dark, abriendo la posibilidad de diversas y diferentes soluciones a la trama, todas ellas factibles.
La caza del carnero salvaje está contenida en cerca de 400 páginas de tipografía apretada, en una caja grande (10/11 y 24 x 39 cuadratines); After Dark tiene menos de 250, con tipos de 14 puntos, con la misma medida, pero mucho menos apretada. Tienen ambas la misma densidad y la misma intensidad, sólo que ahora da menos vueltas para llegar a lo que quiere contar.
Ambas remiten a uno de sus libros mayores: Kafka en la orilla; en After Dark, como en aquella, un personaje cae en un sueño profundo, que desconcierta a la ciencia médica, y produce un conflicto grave en seres cercanos; no hay causa aparente, pero sí consecuencias; en La caza…, como en Kafka en la orilla, los animales (gatos en ésta, carneros en la más reciente) hablan, y no a lo loco –como el caballo en Galaor, de Hugo Hiriart—, sino con cordura, lógica, inteligencia y, por si fuera poco, mayor dominio del mundo que el que tienen los humanos. Un fuerte acento político hace más dúctil la historia en La caza…; no hay que olvidar que al momento de publicarla, Murakami tiene muy presente aún la Segunda Guerra Mundial, y que Japón fue uno de sus contendientes; tampoco hay que olvidar que para esas épocas, finales de los setenta, la tendencia dominante en el gobierno y la sociedad japonesa era una derecha “atinada”; en After Dark los personajes ya no tienen la conciencia de la guerra ni menos de la derrota ni de la afrenta; su occidentalización, cuando menos en la música, los hace sentirse más cercanos a sus vencedores –aunque hay que recordar el chiste, de moda hace unos 20 años, sobre los niños japoneses que visitan una escuela primaria defeña—, y ya hay supersietes, teléfonos celulares, computadora, Internet, y mafias que controlan la prostitución.
En La caza… ya hay mafias, pero son empresariales; la compañía publicitaria donde trabaja el protagonista –del que no se dice su nombre— se ve amenazada por un hombre que fue “poseído” por un carnero singular, y tiene que emprender un viaje buscando ese carnero; lo encuentra en un sitio despoblado, y finalmente habla con el carnero, que se mete en el cuerpo de un amigo que es el que desata toda la trama.
La anécdota es inverosímil; no porque un carnero lo posea –en un sentido no carnal, perdonando el mal juego de palabras—; finalmente en la literatura primitiva de toda América hay naguales, que no por desacostumbrados en las letras contemporáneas dejan de ser atractivos y posibles. Lo inverosímil es que en una casa alejada de toda la civilización, sin nada cercano, haya electricidad, servicios sanitarios, drenaje e incluso teléfono.
Hay una mayor diferencia de estilo: en La caza..., es el típico narrador omnipresente, omnisapiente, que cuenta en tercera persona lo que sucede a los personajes, aunque se atreve a intervenir un poco con críticas sutiles; en After Dark, aunque también está narrada en tercera persona, interviene más, alega, pareciera querer cambiar el destino de los protagonistas, y hace que el lector piense en otros asuntos que no se tratan en la novela directamente; no es un narrador personaje como los de John Fowles, pero no es un narrador pasivo; es lo da a la obra una vitalidad superior a La caza..., aunque en ésta haya mucha más acción.

En After Dark la trama es más sencilla: una joven se aleja de su casa, así sea por una noche, para alejarse de su hermana, que es la que, harta de su belleza deslumbrante, del encanto que produce en todos quienes la conocen, cae en ese sueño del que nada la despierta –aunque se alimente y se asee—; su alejamiento es sólo físico, porque su mente está inmersa en la hermana dormilona, y no la distrae ni la lectura ni la música ni los acontecimientos en que se ve envuelta y de cómo se desenvuelve, hasta que la interrumpen un músico aficionado que insiste en hablarle –sin ánimos de ligársela, aunque haya una insinuación de un acostón que por desgracia no llega a más—; y la encargada de un hotel de paso que le pide ayuda para asistir a una prostituta golpeada por un cliente ocasional.
Hay momentos en que la trama se vuelve sórdida, se asoma la violencia, que finalmente no sabemos si sólo es amenaza o se cumplirá; tampoco sabemos si los acontecimientos son casuales o si tendrán trascendencia; esa incertidumbre es la que permea toda la anécdota, y que permanece hasta las últimas líneas de la novela; también aparece, menos contundente pero con más insistencia, un erotismo sutil, que es una de las constantes de la obra de Murakami; ese erotismo que en otros libros, en todos los demás de Murakami, irrumpe aunque sea fugazmente: las adolescentes que, para contener los impulsos y los deseos de los protagonistas masculinos, recurren a la masturbación, pero no a la entrega; o a la entrega impersonal, triste e insatisfecha. Mari, la protagonista, evita o evade despertar el deseo, aunque a lo largo de sus conversaciones con Takahashi está a punto de despertar, y que finalmente es una de las cosas que envidia de su hermana: el deseo que despierta en todos, incluso en Takahashi que, curiosamente, también conoce a la hermana.

Si en La caza… hay una remembranza de Salinger con su violencia contenida pero a punto de explotar, en After Dark hay una atmósfera kafkiana: los personajes (como en Tokio Blues, como en Norwegian Word, como en Sauce ciego, mujer dormida) son culpables de algo que desconocen, pero asumen su culpabilidad.
Y como en otros libros de Murakami, los verdaderamente culpables son los traductores, Fernando Rodríguez-Izquierdo y Gavala en La caza del carnero salvaje, Lourdes Porta en After Dark –y en la mayoría de los otros libros de Murakami publicados por Tusquets, que insisten en madrileñismos –tanto que a veces cuesta trabajo pensar en personajes japoneses— y, peor: redundancias: salir fuera, entrar dentro. Y en La caza… hay una errata curiosa: diferencia por deferencia, que aunque no cambia el sentido, le da un matiz levemente perverso.

No cabe duda: Murakami es un escritor mexicano nacido en Japón, o por lo menos da la impresión de ser un buen lector de Alfredo López Austin.

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