domingo, 24 de octubre de 2010

Valenzuela; lamento por Alatorre y por Alí

Hace 30 años comenzó la carrera de Fernando Valenzuela en las Ligas Mayores, con unos pocos juegos como relevista en los que obtuvo un salvamento y dos victorias en diez juegos, 18 entradas lanzadas en los que recibió ocho hits, dio cinco bases por bolas y 16 ponches; no admitió carreras. Al año siguiente, por lesión de Jerry Reuss, fue comisionado para lanzar el juego inaugural de los Dodgers de Los Ángeles, y comenzó copn blanqueada una temporada bastante emotiva, en la que ganó el premio del Novato del Año y el Cy Young (al mejor pitcher, no al mejor segunda base), aunque no fue el líder ni en victorias (13, pero en una temporada recortada por la huelga de jugadores) ni de porcentaje de carreras limpias admitidas (los líderes fueron, respectivamente, Tom Seaver y Nolan Ryan, ambos miembros del Salón de la Fama); sólo fue líder de ponches.
Siguió con una carrera a ratos espectacular, pero a ratos tirando a mal; tuvo una temporada con 20 victorias y otra de 19, lanzó un juego sin hit; tuvo ocho campañas con récord positivo y siete con negativo, más dos que terminó con cifras parejas. En ese 1981 fue el único año en que lidereó la Liga Nacional con 180 ponches; a cambio, dos veces fue líder de bases por bolas otorgadas; si sus números totales se expresan en un promedio, su carrera sería de 13 victoria por 12 derrotas por año, y su porcentaje de carreras limpias es el número 452 de todos los tiempos.
Pero su popularidad rebasó incluso la que alcanzó Beto Ávila en los años cincuenta, cuando fue campeón bateador en 1954 y todos los diarios seguían sus hazañas partido por partido (aparte del cetro, en un juego bateó tres cuadrangulares, un doble –que debió ser jonrón– y un sencillo; sólo otro mexicano ha bateado tantos jonrones en un juego, Vinicio Castilla, pero en Colorado y en una etapa de bola viva); Valenzuela fue beneficiado por la televisión, por la discreción de otros jugadores mexicanos tan buenos como él (Bobby Castillo –quien le enseñó a tirar el screwball–, Luis Gómez, Mario Mendoza, Jorge Orta), y porque se desató lo que ahora han conmemorado, la “Fernandomanía”: venta de posters, muñecos, banderines, camisetas, playeras, uniformes con el número 34 en su espalda, que lo usó en casi toda su carrera, menos con los Angelinos de California (el 36) y con Filis de Filadelfia (36).
Como siempre, lo que parece bueno no lo es tanto: entre lo malo fue que abundaron los hombres que no sabían nada de beisbol pero se entusiasmaron con Valenzuela y llevaron a sus hijos a los campos de ligas infantiles en México para obligar a los entrenadores a que los convirtieran en los nuevos Valenzuela, con todo y los salarios altísimos que llegó a conseguir; de 360 mil en 1982 a un millón al año siguiente hasta los dos millones en 1988; luego de una rebaja volvió a rebasar los dos millones en 1990, y luego se conformó con 300 mil para terminar su carrera en 1997 con 1,650,000 dólares, para un total, confirmado, de 17 millones de dólares en 17 años.
Todos los niños querían ser pitchers, y todos levantaban la vista a la gorra, con lo que no podían controlarse; los entrenadores sufrían horrores para quitar ese vicio a tanto niño que, además, no sabían del juego más que imitar a los pitchers.
Más grave fue que rompieron la ética del comportamiento en las ligas pequeñas: se trataba de que hubiera espíritu deportivo, no competitivo: iban a aprender a jugar, no a ganar a como diera lugar; “No Peeper Games”, decían los carteles en todos los campos, y antes se obedecía: en las tribunas, los padres no estaban obligados a aplaudir todas las jugadas, pero sí a premiar el esfuerzo de los jugadores; y si alguno cometía un error, lo que sucedía con mucha frecuencia, no deberían abuchearlo, y menos burlarse de ellos; en la sección donde estaban los más pequeños no había juegos; todo el tiempo los entrenadores enseñaban a barrerse, a tomar el bat, a fildear roletazos (elevados aún no; según Sixto Lezcano, quien jugó 12 temporadas en las Mayores y realizó 2,134 outs en el jardín, lo más difícil para un outfielder es atrapar los elevados); los ponían en diferentes bases, les enseñaban a pitchear, a correr las bases; sólo en el último año en esa división de vez en cuando les permitían hacer un juego.
Pero llegaron los villamelones y comenzaron a presionar, a hacer que compitieran, y aunque los directivos advertían a los padres que no entablaran rivalidad con los padres de los integrantes de otros equipos, porque al año siguiente podrían jugar en el mismo equipo, todo se volvió una competencia feroz, había insultos “inofensivos” (“ponte crinolina”, cuando se le pasaba un roletazo a un niño entre las piernas) hasta los que calan; los impelían a hacer trampas, o a cometer tropelías prohibidas en el beisbol, como empujar a un fildeador que entra por una rola o por un elevadito al cuadro, o al catcher que esperaba un tiro, o el mismo catcher bloquear el home, pero sin posesión de la bola.

En el último juego de Filis contra Gigantes por el campeonato de la Liga Nacional, Jonathan Sánchez embasó por golpe a Chase Utley, el segunda base de Filis (que estuvo jugando mal al campo y pésimo al bat; a Filis le dañó haber dado de baja a Juan Gabriel Castro, ahi se lo haigan), quien cuando iba rumbo a la primera se encontró con la bola, la tomó y se la lanzó al pitcher; algo le dijo éste, y Utley dijo “qué qué qué” y se vaciaron las bancas, como en los tiempos en que era aguerrido el beisbol. Aguerrido y fuerte, pero no irrespetuoso; la bronca de ayer, en la que no hubo un solo golpe, uno que otro empujón y ningún expulsado, tiene algo que ver con esa carencia de espíritu deportivo; cuando un pitcher golpeaba a un bateador, por lo regular se acercaba a ver cómo estaba, si caía al suelo; cuando no, hacía un ademán de disculpa; precisamente el año de Valenzuela, en el quinto juego de la Serie Mundial, Rich Gossage le dio un pelotazo en la cabeza Ron Cey que enmudeció las tribunas y a los televidentes; Cey quedó en el suelo, boca arriba, sin casco que salió volando, las piernas encogidas, prácticamente inmóvil; bastantes minutos pasaron para que se levantara; ¿Qué hizo Gossage? ¿Se acercó a ver cómo estaba Cey? No, siguió calentando con el segunda base.
Parecía que los villamelones no sólo estaban en la Liga Maya.

El viernes falleció Alí Chumacero: la comunidad intelectual abarrotó la agencia de la calle Sullivan para hacerse presentes, arrebatarse turnos para hacer guardia, y recordaron en todos lados dos o tres poemas de los tres libros que publicó; su poesía, hermética, antisentimental, inteligente, no se presta para la declamación. Pero Alí fue un hombre extremadamente popular, quien sin embargo se negaba a explicar su obra; rechazaba las entrevistas, a menos que fuera una mujer atractiva la que le pidiera la entrevista, porque sabía que no corría peligro y sólo contaba anécdotas. Durante más de 50 años fue uno de los puntales del Fondo de Cultura Económica, y ofrecía sabiduría a quien se dejara; bastaba con que uno le hiciera una consulta para que exhibiera su erudición, recordara en qué número de qué revista se había publicado tal poema, tal cuento, tal ensayo; y además contaba en qué circunstancias se había editado; fue responsable del Departamento Técnico, y luego tenía un cubículo desde donde vigilaba a todos los correctores y editores; cuando cedió el puesto a Felipe Garrido, éste contaba que Alí dio órdenes de que nos los interrumpieran, que cerró la oficina aunque ya los apremiaban para ir a la comida que la editorial ofrecía a ambos, y “en dos horas me dio la explicación más sabia y completa de cómo debían hacerse los libros”; Alí también integró un equipo de editores de lujo para SepSetentas (Huberto Batis, Sergio Galindo, Gustavo Sainz), y en esa calidad vigilaba la hechura del Calendario de Ramón López Velarde; esta revista llevaba una sección en donde se recogían testimonios sobre el zacatecano, y todos salían de la biblioteca, enorme, ordenadísima, de Alí, a donde fui mes a mes para que nos prestara libros o revistas, según la lista hecha por él mismo; se refería a los escritores por sus sobrenombres, sus hipocorísticos, y sus intimidades; en el Fondo lo traté poco; varias consultas, algunos chismes sabrosos, alguna plática, alguna broma que le hice; más tarde lo traté un poco más, cuando iba a visitar a María Luisa Armendáriz lo veía en su escritorio, aparentemente serio, y le quitaba unos minutos; en El Financiero se nos ocurrió invitarlo a que nos hiciera reseñas de las corridas de toros; no se dejó, pero accedió a comer con nosotros y fue delicioso; allí le oí, de viva voz, su consejo de “no comer nunca con el estómago vacío”, su teoría teologal “no desearás la mujer de tu prójimo, en vano”, y su refutación a la regla matemática de que el orden de los factores no altera el producto. Aunque hizo muchos chistes sobre su intimidad, supo y disfrutó la amistad que nos brindó Lourdes Chumacero a Lourdes y a mí un buen tiempo.
La mayoría de quienes el sábado se arrebataban el honor de hacer guardia a su féretro, no lo frecuentó en los últimos meses, donde habría estado casi solitario de no ser por sus queridísimos amigos Marco Antonio Pulido y Juan José Utrilla, quienes compartieron con él parrandas, comidas, fiestas, agasajos, y cuando la enfermedad lo postró, estuvieron junto a él semana a semana; a ellos les confesó que le angustiaba que le amputaran la otra pierna, porque entonces, “cómo iba a escribir”; el dolor no le quitó el buen humor, y aceptó a carcajadas, cuando la amputación, el epíteto de que era un editor pirata. Otro siempre cercano fue Marco Antonio Campos, a quien le debemos una edición de su poesía completa.
Entre las muchas anécdotas, algunas, las más sabrosas, que quedarán inéditas, están cuando salvó el honor de Jalisco, y la selección de fotografías de la Iconografía de Diego Rivera; otras, más conocidas, son la relatada por Antonio Alatorre y recogida por Luis Guillermo Piazza, de que entre Arreola y Alí dieron estructura a Pedro Páramo.
Entre muchas de las conocidas, hay que contar cuando, convaleciente de un accidente de tránsito, y después de una larga ausencia en el FCE, acudió a una comida de aniversario, a la que llegó pocos minutos después de que el director, Miguel de la Madrid, recibió aplausos y reconocimientos, pero nada comparados a la ovación que recibió Alí al entrar al salón, ovación que se prolongó muchos minutos.

El jueves falleció Antonio Alatorre; en las pocas palabras que le dedicaron hay un elogio a su salvaguarda del idioma; nada más falso: “estás picado de la misma araña”, acusaba a quienes, para halagarlo, decían defender la rectitud idiomática (y eso es una acusación grave); aunque no abundan los libros de su autoría, son cientos los ensayos breves o extensos, eruditos o de divulgación, en los que escribió con un desparpajo envidiable; entre los escritores mexicanos sentía un especial entusiasmo por José Agustín, al que calificaba de excelente narrador, y expresaba su admiración por Ciudades desiertas.
Que no le molestaran los neologismos no quiere decir que estuviera a favor del descuido; durante más de 16 años rechacé cualquier cabeza, secundaria o sumario que dijera “Fulano rechaza haber declarado”; “no rechaza, niega”, decía, cuando hablaba mal de la prensa escrita, si puede decirse así; cada vez que enmendaba una errata pensaba en él y en su gravedad al acusar al periodismo (y las revistas)de su pésima redacción; pero nunca renegó de la ductilidad del idioma ni menos de los decires populares.
Para hablar de él, recogieron algunas de sus travesías por instituciones educativas; sólo hay que leer su currículum para ver lo peleado que estaba con esas formalidades; alguna vez afirmó que Juan José Arreola se dedicaba a diario a denigrar a la Secretaría de Educación Pública; lo podría haber dicho de él, quien abandonó a los tres meses el tercer año de Derecho en la UNAM, y quien nunca presentó su tesis; a pesar de que “a veces me llaman Dr. Alatorre, no tengo ningún grado académico”; su currículum incluido en la Memoria de El Colegio Nacional de 1981 es impresionante no tanto por el total de actividades académicas, editoriales y literarias, de por sí numeroso, sino por lo antisolemne; le pone signos de admiración, se burla del número de asistentes o califica de agradable algún curso; nadie puede hacer un currículum solemne después de leer el suyo.
Aunque es uno de los nombres y hombres más cultos de la segunda mitad del siglo XX a la fecha, fue un hombre que no por erudito era menos divertido, pero tenía tal rigor en su trabajo que no sobra recordar lo narrado por Huberto Batis: en una ocasión estaban en una sabrosa tertulia en el FCE varios escritores, mientras realizaban unas fichas, cuando se acercó Daniel Cosío Villegas, y les preguntó cuántas fichas llevaban; unas 20 entre todos; mandó llamar a Alatorre, y reloj en mano pidió que hiciera esas 20 fichas: una hora. Y sí, en realidad, sólo Alatorre tenía la misma capacidad de trabajo de Cosío Villegas, por eso éste fue su corrector de planta para la mayoría de sus libros, que siguen leyéndose con facilidad, por la gracia y la inteligencia que derraman sus páginas. Alatorre enalteció el oficio de corrector, tanto el de galeras como el de estilo.
Entusiasta partícipe de Poesía en Voz Alta, aquel grupo que integró a Juan José Arreola, Octavio Paz, Elena Garro, José Luis Ibáñez y otros, en una de las obras representaba a un personaje, algo así como Profesor Poitú (cito de memoria; no encuentro, a causa del desorden de los libros y de una leve pero persistente fiebre, el libro donde se cuenta la travesía del grupo, y que mejoró en la traducción mi amiga Silvia Peláez); vestía mallas ajustadas, y cuando hicieron ver que en su vestimenta algo resaltaba más que en la de los demás, dijo que simplemente representaba a su personaje con realismo.

¿Quién es el prestigiado escritor mexicano, académico y todo, quien hace unos 25 años opinaba que Vargas Llosa, que entonces acababa de publicar La guerra del fin del mundo, era una combinación de Luis Spota con Gustavo Sainz?

Nuevamente, de domingo a domingo, El Librero, en el portal de El Universal, en Edición Impresa, para los que no alcanzaron a comprar el périódico.

No hay comentarios: