domingo, 24 de noviembre de 2013

Memorias de la Industrial; narradores, jefes y amigos

Me informa mi querido amigo Marco Antonio Pulido que por estos días se cumplen 87 años de haber sido fundada la colonia Industrial. Parecen muchos y parecen pocos; pocos, porque la ciudad de México, que está a punto de cambiar de nombre al estilo gringo, tiene más de 500 años si se toma en cuenta la conformación estilo europea, y poco más de 700, si consideramos  la habitada por los mexicas, conocidos artificialmente como aztecas por la escasa capacidad de los conquistadores y colonizadores hispanos para los idiomas nativos de América (la suma de arbitrariedades es enorme y divertida: “malitzin” lo cambiaron por “Malinche”, y de calificativo para Cortés lo cambiaron a sustantivo para la hembra [guía de turistas, le dijo Novo]; mucho tiempo le dijeron Guatimozin a Cuauhtémoc, y su significado de “Águila que Ataca” lo entendieron como “águila que cae”, y muchos más que los deshonran y a la vez los califican). Durante muchos años la ciudad de México llegaba más o menos de la actual calle Regina (y eso por la cercanía del Convento de las madres Jerónimas) a Peralvillo (y eso por la cercanía de Tlatelolco, rival comercial y socio guerrero a la fuerza de Tenochtitlan), y de actual la Merced a más o menos la Alameda). Se tardó mucho en crecer, y la colonia Industrial albergó desde el principio a gente de un nivel socioeconómico un poco mayor al de colonias vecinas, como la Vallejo y la Peralvillo, al norte, pero de menor poder adquisitivo de los que fundaron las también vecinas Estrella y, sobre todo, Lindavista.
            Así como se le denomina Polanco a una serie de colonias vecinas, como Chapltepec Morales, Chapultepec Polanco, Los Morales, Palmitas, Polanco Reforma, Bosques de Chapultepec, Los Morales sección Palmas, Los Morales sección Alameda, así en la zona del Norte le decíamos Industrial a colonias con otra denominación: Tepeyac Insurgentes, Guadalupe Insurgentes, aunque las vecinas Estrella, Guadalupe Tepeyac y Aragón están separadas tan sólo por la Calzada de Guadalupe; pero como la Roma y la Doctores en Las batallas en el desierto, esa frontera significa mucho en términos sociológicos: en la Aragón vivían dos compañeros de la secundaria, Castro y Tena (omito sus nombres, aunque los recuerdo) que vivían en vecindades como en la que vive, según la describe Pacheco, sucia, con un solo excusado comunitario y al que entraba cada quien con su papel higiénico; en esas familias, los padres eran amables y generosos, y uno no entendía cómo iban a la escuela tan aseados, si carecían de baño; la madre de uno de ellos me contó, mientras su hijo se preparaba para un trabajo que debíamos hacer, que no obstante su pobreza eran decentes, y que ya le había advertido que el día que llevara una muchacha a esa casa, era porque la iba a hacer su esposa, aunque apenas éramos quinceañeros.
            No tan vecinas, pero cercanas, estaban otras colonias famosas por su violencia: Martín Carrera, que daba su nombre a otras igualmente temibles pero de nombre menos famoso, como la Villada, Estanzuela, 15 de Agosto, La Dinamita, Triunfo de la República.
            No tan lejos quedan la un poco menos esplendorosa Tres Estrellas, continuación de la Estrella, y un poco más pobre, Inguarán, y las más famosas Gabriel Hernández, la Gertrudis Sánchez y la Bondojito.
            Tuve amigas que vivían en los extremos: Patricia Valero en la Lindavista (aunque ahora me entero que no, que esa sección se llama Churubusco Tepeyac), y Alicia Solís, casi al final de la Tres Estrellas (un par de años después conocí a Mónica, que vivía en Inguarán, separada de las Tres Estrellas por una sola calle, Inguarán, que es continuación de Congreso de la Unión).
            Mi familia materna fue fundadora de la Industrial; llegaron en 1930 a la calle de Escuela Industrial, llamada así en honor de las escuelas creadas por Vasconcelos para que las mujeres aprendieran actividades y materias más allá de coser, cocer, tejer, tocar el piano (las ricas) y ruborizarse ante los embates masculinos (lo que Nahúm llama "el papel histórico de las mujeres"), es decir, mecanografía, contabilidad elemental, modista.
Nací en Vallejo, pero en una debacle financiera debimos trasladarnos  unos meses, tal vez dos o tres años, no recuerdo cuántos, en la casa de mis abuelos maternos, Escuela Industrial 27, una parte encerrada entre la calle de Éuzkaro, que acaban de convertir en eje vial, y la Fundación Mier y Pesado, que era internado y que abarca una manzanota desde Río Blanco hasta Necaxa; en esa calle vivía una sirvienta, Candelaria, empleada del doctor Aparicio, y que fue culpable de que no me guste la avena ni los huevos estrellados; enfrente vivía la señora Perrusquía, que tenía un puesto en el mercado en el que vendía calzado, y en abonos, ropa interior masculina; a uno de sus hijos un día le dio un patatús por comer demasiado; salió de su casa, dio dos pasos y se desmayó: mi entretenimiento a esa edad consistía en sentarme a las puertas de la casa en espera de que pasara no el ataúd de mis enemigos, sino una julia en que los llevaran presos; cuando vi la caída, entré corriendo a la casa (era un largo pasillo, y a la izquierda, las habitaciones; hasta el fondo, el comedor y la cocina) y grité a mi madre y a Mamá Consuelo: "El Gordo alzó las dos patas y se cayó"; tenía tres años y lo recuerdo como si fuera anteayer. Una muchacha, La Piri (por Pirinola), tenía enloquecidos a los que tenían ocho años más que yo, o sea a los amigos de mis tíos Pepe y Enrique (éste, fallecido hace unos meses); era muy bonita, parecía frágil pero era una gacela: andaba de pantalones, corría con más velocidad a pie y en patines, y jugaba a arrebatar el pañuelo de una bolsa trasera; nadie le ganaba. No se casó con nadie de la cuadra, y las esposas de mis vecinos, y una de mis tías, le siguen teniendo celos; en las piñatas, a las que temía, aprendí el significado de la palabra poste, y me imaginaba que cuando alguien incumplía una promesa lo colgaban de uno. En la esquina con Río Blanco había un expendio de pan, donde me guardaban diario una campechana, pero mi tía Bela tenía una panadería en La Lagunilla, y todas las noches nos llevaba una a mi hermana Ana y a mí; la Calzada de los Misterios era sólo la mitad de una calzada; la otra mitad la ocupaba la vía del Tren que iba de Buenavista a Veracruz; el tren de la tarde, cuando pasaba cerca, iba frenando, y del cabúz alguien tiraba unas cajas; suponían mis tíos (lo supe hace poco) que era contrabando. Un día el tren aventó a un ciclista impudente y cayó hasta la entrada de otra panadería, La Única (en la Estrella había otra grande, La Flor); quedó rengo, y cada vez que lo veíamos lo señalábamos como “ahi va el del tren”; en la esquina con Éuzkaro y Misterios había una casa que, fuera, construyeron un depósito para que los perros callejeros fueran a beber agua; a unos pasos, una casa tenía un pequeño jardín; lo que causaba nuestra envidia es que tenía un columpio y una resbaladilla; allí vivían mi amigo Rolando y su primo Manuel, a los que no he visto desde finales de 1955; había otra calle muy pequeña, entre Éuzkaro y Fortuna: Fortaleza, donde vivía Humberto Huerta, quien me inició en los secretos del futbol, e intentó que aprendiera a jugar; cuando estábamos en sexto se mudó a esa calle Jesús Desachy, hermano de José Luis, que muy pocos años después fue estrella del Atlante (un fino mediocampista), luego del San Luis Potosí y después del Veracruz. La calle iba de Misterios a Guadalupe. En Escuela Industrial vivía la familia de Tato y de Roy; éste, audaz como él solo, pero lo vencí cuando estuvimos en la secundaria 12; también vivía la familia Ibarrola; el menor de los hombres fue mi jefe de redacción en El Financiero, pero mis tíos no los recuerdan, ni mi madre; suponen que porque eran de los pobres de la calle; frente a la casa vivía Chela, que toda la vida estuvo enamorada de mi tío Ignacio, quien jugó baraja en su casa todos los días, desde entonces hasta poco antes de morir, hace unos pocos años. El padre de Chela era militar, compañero de Cárdenas, y sólo por esa amistad se salvó de ir a la cárcel, acusado de apropiarse lana durante la construcción de la colonia Lindavista (eso decían las consejas, que oí muchos años más tarde). El deporte favorito era el tochito, nadie jugaba soccer, y todos tenían novias en la colonia, que llegaba hasta Insurgentes, o cuando mucho en la Estrella, colonia vecina. Mi tío Pepe se ganó sus primeros centavos arrastrando el carro donde una señora que llevaba pancita al mercado Ramón Corona, que en los años sesenta fue remodelado; por esa época iba todos los domingos a comprar tamales encuerados  y gorditas de frijoles; pero cuando remodelaron el mercado, la señora que los hacía dejó de ir; en cambio, su lugar lo ocupó, clandestinamente, la señora Lupita, que hacía unos sopes deliciosos, pero no la querían porque no tenía un puesto fijo; fui su primer cliente; su hija menor era de brazos, pero todavía se acuerda que yo era cliente fijo; cuando reinauguraron el mercado le dieron un buen puesto, junto al de don Carlos, que vendía unas carnitas michocanas deliciosas; cuando murió, la hija mayor de doña Lupita compró el puesto y ahora hace quesadillas; cada dos meses, más o menos, vamos los domingos y desayunamos sopes, Lourdes a veces un pambazo, y traemos para comer, aunque recalentados se deshidratan un poco. La hija menor me dijo hace poco que doña Lupita falleció hace un par de años, pero que ella y su hermana, cuando se acuerdan de ella, me mandan bendiciones porque fui ese primer cliente que les dio suerte y no he dejado de serlo.
Mi tío Ignacio era maestro, y porque daba clases en la escuela primaria M-521 (era tan pobre que ni nombre tenía; hasta que estaba en tercero, y falleció el director, se le puso su nombre: Teodoro Montiel López), pasé allí luego de estar en el kínder con las maestras Olga (“mira a Lalo con las botas al revés”, se burlaba, sin saber que sufro de pie plano y baro) y Angelina, en el 18 de Marzo, que está en un fragmento pequeño del Parque Deportivo18 de Marzo, donde jugué futbol, beisbol, frontón, y enfrente de una fotografía que en sus escaparates lucía una fotografía de Sonia, de la que estuvo enamorado muchos años mi amigo Carlos (omito sus apellidos), cuya ambición consistía en que le prestaran un auto, que alguien lo condujera, y una noche él robarse esa fotografía.
            Entré a la M-521; quiso la mala suerte que ya supiera leer, y que mi tío, que daba clases a los de quinto año, me mandara llamar, y en la puerta del salón, me pedía que leyera lo que estaba en el pizarrón; los alumnos, humillados, se vengaron al año siguiente porque mi tío se cambió de escuela y de turno pues en las mañanas ingresaría a la Facultad de Derecho; mientras nos asignaban nuevo maestro, los de sexto nos cuidaban y me hicieron la vida miserable, tanto que durante una semana me negué a asistir a clases, hasta que nombraron a la maestra Clemencia, no tan buena gente como la maestra Juanita, de primero, sin ninguna clemencia, pero excelente maestra; nos dio clases también en tercero; usábamos casquete corto, porque nos castigaba tirándonos de las patillas, un tirón por error cometido. Conservo fotografías de ambas maestras. Por hoy, hasta aquí de los recuerdos desatados por Marco Antonio Pulido, quien conoció esa entonces muy hermosa colonia Industrial cuando se iba de pinta cuando estaba en secundaria, a bordo de una de las líneas de camiones que conectaban la zona, con el centro: La Villa-Clasa; Fundidora de Monterrey-San Bartolo (que entonces eran llanos), Estrella-La Villa, Tres Estrellas-Casas Alemán, Pradera; La Villa-SCOP (que llegaba hasta Ciudad Universitaria) y Tacuba-La Villa, o Tacuba-Tacubaya, que como se formaba al final de los camiones que salían atrás de la Basílica, le decían El Postergado (también era posible llegar en tranvía La Villa-Huipulco, La Villa-Tlalpan; La Villa-Zócalo, Tacubaya-La Villa; o el Trolebús que iba por Insurgentes, pero Insurgentes era entonces carretera peligrosa. Me falta el período 1965-1973.

En el segundo volumen de Los narradores ante el público están, entre los primeros, Rubén Marín, al que no conocí, José Revueltas, al que traté poco y a quien vi por última vez el día del pinochetazo, Edmundo Valadés y Armando Ayala Anguiano; los dos últimos fueron mis jefes.

A Valadés me lo presentó Héctor Dávalos, porque comenzaría una de las páginas pioneras del periodismo cultural, antes limitado a los periódicos oficiales, y a los suplementos culturales. Don Edmundo, quien dirigía la página editorial de Novedades, publicaba los martes media página, primero, y luego una completa, con cables que guardaba durante la semana, uno que otro chisme, una columna breve pero muy picante, y con reseñas mías, de media cuartilla, y algún rumor del que me enteraba; me pagaba de su cartera una cantidad pequeña pero importante para mí, en una época floja porque el suplemento que dirigió Alejandro Henestrosa fue rechazado por los dueños de Ovaciones, supongo que por lo desmadrosos que éramos él, Roberto Fernández Iglesias, Sotero Garciarreyes, Ricardo Zarak y yo; de vez en cuando Armando Ramírez, el hijo del Negro Ramírez, una de las glorias del boxeo tepiteño. La seria era Lourdes.
            Con Valadés el trabajo fue muy serio, me daba libros que no me permitía regresarle a menos que llevaran dedicatoria, y platicábamos hasta que tenía que ponerse a redactar el editorial del día; en su conferencia dice una frase que pesa demasiado en ni ánimo: “Le fui infiel a la literatura. Lo he pagado caro”. Escribió poco, publicó menos; el primero de sus libros es uno de los clásicos de la narrativa mexicana, pero uno de sus cuentos posteriores, “Rock”, es magistral, aunque Víctor Roura lo atacó sin piedad, y sin razón. No tengo ninguna de sus ediciones privadas, sólo sus libros comerciales; esa parquedad sirvió para que le hiciera un chiste soso, ni siquiera soez; sus pláticas fueron inolvidables, inteligentes, y nunca me hizo sentir que le quitaba el tiempo. Fue generoso no sólo en el trabajo, pues me aplicó adjetivos de los que me enorgullezco, y divulgó la opinión de Emilio Uranga, para quien él, yo era uno de los mejores (“el mejor”, me dijo en persona, cuando don  Edmundo nos presentó) críticos de libros, y lo puso en letras de imprenta.
            Cuando Valadés se jubiló, supongo, de Novedades, se cambió a Excélsior, ya no de Scherer, y extendió la página semanal a la página diaria, ya exento de otras tareas; aunque me invitó a colaborar, lo hice sólo en dos ocasiones, pero publicó una reseña de mi segunda novela, Tú, por ejemplo, dos veces, porque en la primera, aunque el reseñista me decía heredero de Proust y Dostoievsky, puso majaderías que nada tenían que ver con el libro; supongo que la incluyeron algunos malquerientes en un día de descanso, porque en menos de una semana la repitió, ya sin las palabras soeces (lo que es el destino: ese güey luego fue a pedirme chamba en La Onda).
            Dejé de ver a don Edmundo, aunque cuando nos topábamos fue igual de cariñoso y amistoso como antes; a él le debí mi regreso a La Onda, que había dejado para irme a Viva.
            A Valadés le gustaban las mujeres, lo que no se refleja ni en el periodismo ni en sus cuentos, pero sí en la vida real: fue generoso corrector de malas escritoras, sólo porque eran guapas; de trato fino, sin brusquedades, Valadés se hacía notar en donde estuviera. Y pocos lo saben, pero mucho del buen cine mexicano de los años cincuenta se debe a su pluma y a la de su tocayo y amigo Edmundo Báez. Pero sobre todo, el periodismo inteligente, que calificaba sin adjetivar, y daba orientación a la opinión sobre los hechos significativos del México de los años cincuenta a ochenta, sería digno de rescatar por muchos de los que ayudó en sus inicios en el periodismo. No hay que olvidar que a él se deben dos adjetivos que le adjudicamos a otros: el echeverriato y la docena trágica (1970-1982).
            No correspondí como debiera a la generosidad de Edmundo Valadés; lo consideré jefe y consejero, cuando él se empeñó en ser amigo; sólo que nunca me sentí (ni estuve, como muchos no estuvieron) a su altura. Pero aprecio no me faltó.

Hace unos días falleció Armando Ayala Anguiano; lo conocí en sus oficinas de Contenido, en el cuarto piso de Novedades, cuando La Onda estaba en el tercero, y luego en el sexto, en las oficinas de Morelos, no en las de Balderas (a propósito, en algunas de mis pesadillas, me pierdo en el laberinto que había entre esos dos edificios; las noches de guardia, cuando cerraban la entrada de Morelos, cruzábamos por las oficinas de contabilidad, atravesábamos talleres, y llegábamos a donde estaba fotomecánica, donde con frecuencia empastelaban los pies de las fotografías, o ponían éstas en lugares equivocados; en esas pesadillas, me pierdo y me quedo encerrado en los elevadores, tan terribles que Gabriel Careaga prefería subir por las escaleras los seis pisos que sufrir el pavor de que lo agarrara dentro un temblor, como los que se sufrieron durante unos tres o cuatro meses seguidos a principios de 1979).
            Me invitaba un cigarro en sus oficinas, donde se sentaba despatarrado, sin importarle la etiqueta. Su historia es muy misteriosa; Víctor Díaz Arciniegas me enseñó unas cartas en las que Fernando Benítez habla del proyecto, sugerido por su amigo y protector Fernando Canales, para hacer una revista mensual semejante a Selecciones. Pero por esos días Benítez publicó en Novedades una lista de sacadólares, entre los que estaban dirigentes del diario (la versión es de Ayala Anguiano); Benítez tuvo que emigrar con el suplemento a la revista Siempre!; con él se fueron sus colaboradores; dos fotografías muestran al grupo; al extremo derecho se encuentra Ayala Anguiano; pero la segunda, la más difundida, muestra sólo la espalda de don Armando; “ésa es la prueba de que me ningunearon”, me dijo en una ocasión, en la que me relató que Benítez tenía dos preferidos: Fuentes y él. Ambos publicaron su primera novela con meses de diferencia; la de Ayala Anguiano, Las ganas de creer era de gran audacia para su tiempo, tanto estructural como de lenguaje; en su segunda novela, El paso de la nada, hay una frase que supera casi cualquiera aun de las novelas más atrevidas: “lo nuestro fue lujuria a primera vista”. Unos cuantos días no tiene las innovaciones de las primeras, a cambio de un ritmo narrativo impresionante. Pese a sus cualidades, fueron apenas comentados sus libros; él lo adjudicaba sino a un complot, cuando menos a un menosprecio, por la deferencia de Benítez; en el nuevo suplemento lo publicaron poco; a cambio, Benítez le dejó la revista que le ofrecía Canales: fundó Contenido y la dirigió hasta que su salud se quebrantó; de la eficacia, una muestra: a principios de los años noventa integraban el plantel de editores y reporteros cinco periodistas que, cuatro o cinco años después, eran altos mandos de diferentes revistas, periódicos y suplementos culturales.
            Cuando renuncié al FCE, sin que cumplieran sus promesas de chamba algunos a los que después les fue muy mal (prueba de que “algunas veces viene el diablo y se pone de mi parte”), me encontré con Ayala Anguiano muy cerca de mi casa; me dio su dirección, y dos días después me llamó y me ofreció trabajo en la revista; aunque tenía oferta de irme al frustrado proyecto de Benítez, El Independiente (mejor conocido como El Inexistente), por invitación de Juan Villoro, acepté.
            La oferta era para que me hiciera cargo de los libros que iba a publicar, pero también de la corrección de la revista, primero al lado de Rebeca Bolock (a quien Batis le decía “Block”), luego, Marxa de la Rosa, y después invité a Guillermo Anaya, quien sigue en la revista. Desde luego, me hice cargo de los libros; algunos, de Gabriel Zaid, de las novelas de Ayala Anguiano, y de sus libros de historia; hace unos días Genoveva Caballero aseguró que Juárez no tiene erratas; espero que haya aunque sea una, porque no puede haber libros perfectos en ese aspecto. Editamos libros condensados, como la historia de los césares, las memorias de Concha Lombardo de Miramón, Los bandidos de Río Frío, y otros.
            Nunca demostró la deferencia que, fuera de las oficinas, hacía muy evidente: me invitaba a visitar librerías (una vez, tuvimos que esperar a que terminara su puro, del que no se desprendía, para ver la librería de Liverpool), a caminar por los alrededores de la revista; un par de veces, a comer sin que permitiera que uno, en correspondencia, pagara alguna vez; de su calidad de reportero me llamó la atención José Emilio Pacheco: fue el primero en hablar de la contaminación en México, y la causada por el detergente que suplió al jabón de pastilla (dato que viene también en Las batallas en el desierto). Alguna vez le mostré el libro que, sobre Agustín Lara, publicó Domés; de inmediato hizo trámites para reeditarlo; hasta Carlos Monsiváis entregó a tiempo, y en persona; José Antonio Arcaraz actualizó su texto, y tuvo la gentileza de dedicármelo como correspondencia a una reseña que él dijo que era de las mejores que había leído en toda su experiencia de lector.
            Ante esas muestras, Ayala Anguiano se mostraba satisfecho, complacido, nunca rencoroso aunque muchos lo consideraron así. Conmigo fue más amigo que jefe, porque nunca le gustó el desmadre que echábamos en la sede de la revista con Héctor de Mauleón, José Antonio Oseguera, Óscar Alarcón, Genoveva, Fabiola, Adriana, Enrique Nieto, con mi amiga Elsa Rodríguez; en una ocasión cometimos sólo tres erratas en toda la revista; no nos felicitó él, sino a través de Luis González O’Donnell; pero al siguiente, donde dejamos escapar doce, nos regañó en persona, y despidió a uno de los responsables; a mí me eximió de la falla porque tenía una lesión en los ojos, y uno de ellos lo traje parchado.
            No ignoraba las bromas que hacíamos sobre él, pero se desquitaba. A veces era incómodo porque, decían, afirmaba que si la realidad no era como él decía, la realidad estaba equivocada; no sabíamos qué decir cuando afirmaba, enfático, que con un reportaje para el siguiente número provocaría la caída de Fidel Castro. Sin embargo, cuando acepté una invitación de Humberto Musacchio para mudarme a El Financiero, me costó renunciar; fue muy generoso, pues el finiquito fue tan sustancial como una liquidación; me ofreció cartas de recomendación, y la seguridad de que las puertas de Contenido estarían siempre abiertas para mí; y en efecto, conservé su amistad, y la de muchos a quienes conocí en la revista. A su muerte me queda la sensación de que nos faltó una plática.

Acabo de conseguir un diccionario de siglas y abreviaturas; aunque es español, consigna Conasupo (Compañía Nacional de Subsistencias Populares); consigna INBA (Instituto Nacional de Bellas Artes) pero no INAH (Instituto Nacional de Antropología e Historia), ni IMSS (Importa Madres Su Salud) ni ISSSTE (Inútil Solicitar Servicios, Sólo Tramitamos Entierros).


¿Poniatowska le dedicará su premio a Miguel Capistrán y a Jorge Luis Borges?

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