martes, 4 de marzo de 2008

Leñero por Leñero, vía De la Torre

Hace unos años, Vicente Leñero reconstruyó a medias la vida profesional (aunque fisgoneando un poco la intimidad) de Jorge Ibargüengoitia en Los pasos de Jorge, título que homenajea el de su última novela, Los pasos de López; en ese libro, Leñero, quien durante años abandonó o hizo a un lado la narrativa para dedicarse al teatro, apunta la tesis de que Ibargüengoitia es mejor dramaturgo que novelista, tesis avalada por Víctor Díaz Arciniega y Juan Villoro en la edición crítica de Los relámpagos de agosto-El atentado, a quienes apoyó Emilio Carballido, también dramaturgo.
Después de eso Leñero regresó a la narrativa con una de sus novelas más interesantes, aunque no redondeada, y sobre todo cobró fama como guionista de cine, con el triunfo de crítica y taquilla de El crimen del padre Amaro, adaptación de una obra de De Queiros y que ya también adaptó como novelización del guión.
Ahora Gerardo de la Torre hace lo mismo con la vida y obra de Vicente Leñero en Vicente Leñero: Vivir del cine (Universidad de Guadalajara, 2007): toma un fragmento de Vivir de teatro I, el primer capítulo, donde narra su afición por el teatro guiñol como principio de su interés por el teatro profesional, se basa en una larga entrevista que sostuvo Leñero con Alberto Paredes y Alejandro Toledo (el escritor), y sigue los pasos de Leñero para hacer un retrato cariñoso pero acrítico de su vida profesional.
Leñero, quien se acercó casi sin interés al cine ha cobrado tanta fama como guionista que su última cinta, El garabato, basada en una de sus novelas (que ahora menosprecia), tuvo una curiosa publicidad: “la última obra del autor de El crimen del padre Amaro”; la cinta, que duró casi nada en la corrida de estreno, basaba más su atractivo en desnudos de Mariana Ávila y otras actrices que en la trama; El garabato es una novela muy emocionante y un juego de voces entre varios personajes, en el que se conjugan espionaje, psicoanálisis –confesión disfrazada—, crisis de un novelista corroído por la autocrítica y la honestidad literaria; el escaso tiempo que duró en pantalla y que no haya salido a la renta o a la venta el DVD nos impide saber cómo se justifican los desnudos.
El caso es que Leñero, quien en 1967 fue calificado por Monsiváis y Piazza como uno de los inatacables (como Xirau) en La mafia, que fue el primer mexicano en obtener el premio Biblioteca Breve, y que tuvo fama de no tener una novela mala, ahora es más conocido como guionista que como novelista.
Cuentista, novelista, dramaturgo, guionista, biógrafo, habría que decir que Leñero es obviamente un escritor de tiempo completo, porque a esas profesiones hay que añadir el periodismo, que le ha consumido más tiempo que cualquiera otra, primero en Claudia, después en Revista de Revistas y durante 25 años en Proceso. Pero ni Leñero ni De la Torre lo ven así, e insinúan un conflicto de intereses entre esos géneros: al cuentista lo aplasta el novelista, a éste lo desplaza el dramaturgo y éste es vencido por el guionista que no intentaba competir, pero que es el que queda al final de la carrera, a pesar de que sus comienzos en el género fueron marginales, para la televisión comercial; y el más modesto de todos, el cuentista es el que reaparece al final con el argumento de que se necesita mucha más fuerza para la novela, y de que el teatro, al que tanto amó, está lleno de ególatras que lo usaron para hacer su proyecto dejando de lado el de Leñero.

Gerardo de la Torre, beisbolista y narrador, es también un apasionado del cine, y a él se debe uno de los proyectos editoriales más ambiciosos pero frustrados –no por su causa—: hacer la historia de los Estudios Churubusco; frustrado por la edición descuidada, llena de erratas y sin gusto editorial; también fue guionista de la primera temporada, la mejor, de Plaza Sésamo, experiencia que más o menos contó en Los muchachos locos de aquel verano, una excelente novela; hizo con Leñero Pisa y corre, antología de escritos sobre beisbol –género desafortunado: no hay en nuestras letras un Malamud que narre las desventuras del pelotero profesional enfrentado a la corrupción empresarial, ni tampoco nuestro beisbol llegó a las alturas a las que estaba destinado, por la subordinación al ambicioso Jorge Pasquel, además de que los escritores hemos desperdiciado el suceso de la Anabe, sus antecedentes y su trágico final; el mejor relato del libro es el posfacio, un cuento divertidísimo de José Agustín.
De la Torre, trataba de decir, es un excelente narrador, aun en su incipiente El otro diluvio; los cuentos de El vengador son tensos e intensos, exigen una postura, y obligan al indiferente a dejar la lectura; Ensayo general es una extraordinaria novela, lo mismo que Los muchachos locos; Morderán el polvo, aun cuando no resulta tan sorprendente, emociona con su acercamiento, y aun su incursión violenta, en el erotismo más obsesivo, y tiene pasajes de gran altura.
Es uno de los mejores escritores mexicanos, con una prosa de gran agilidad, pero también más honda y personal; es de quienes sí se puede decir que tiene un estilo propio, inconfundible; con el propio Leñero, es de los escritores más naturales, con oído para los diálogos, nada en su lenguaje es artificial, y su oficio está subordinado a la trama, no a los trucos literarios.
Por eso asombra que desaparezca en este libro, que su estilo se asemeje más al de Leñero que al suyo propio, incluso en los momentos en que no lo glosa, sino que lo describe, y eso hace que las páginas sean débiles, porque es un Leñero precolado y diluido; no existen ni el vigor de De la Torre ni la minuciosa exactitud de Leñero.
Además, la prisa hace que se olvide del Leñero novelista, en el que el libro sólo se detiene un tanto en Los albañiles, pero le da más importancia a La polvareda que a la extraordinaria Estudio Q y que a Redil de ovejas –dos de las mayores novelas mexicanas, aunque no le gusten ahora al propio Leñero—; se olvida por completo de revisar A fuerza de palabras, que es una reescritura de La voz adolorida, y no menciona la edición argentina de esta novela, como tampoco menciona La Zona Rosa y otros reportajes, ni Talacha periodística ni El atentado a Excélsior; es cierto que la bibliografía de Leñero se vuelve complicada y confusa en la dramaturgia, pero no hubo un intento por aclararla: falta por ejemplo Teatro completo, que no lo es tanto, y no están anotadas las ediciones de Nadie sabe nada, Señora, Las noches blancas, Pelearán diez rounds, y seguramente otras: es difícil seguirlo.
Lo peor es que De la Torre (quien también ha actuado, aunque en papeles pequeños) no es crítico con el guionista, y no separa al que hizo Cadena perpetua, uno de los mejores de nuestro cine y responsable de la que muchos consideran la mejor cinta mexicana de todos los tiempos, del que hizo El monasterio de los buitres (aunque con una escena muy cachonda con Macaria: los lectores no nos hemos detenido en las escenas eróticas de Leñero), ni diferencia al de Los albañiles del de Mariana, Mariana; no cuenta nada, ninguna anécdota, queja o algo que le dé personalidad, como hizo el propio Leñero en Vivir del teatro, mejor el I que el II. Son muy pocas páginas para tantas películas que no explican a uno de los guionistas más prolíficos mexicanos; ni siquiera es exhaustivo el recuento, porque el libro tardó dos años en publicarse y hace que parezca que De la Torre hizo un trabajo incompleto.
Dos de los mejores escritores mexicanos (que ya habían colaborado en una novela colectiva que tampoco está en la bibliografía) juntos auguraban un libro divertido y atractivo; el resultado fue impersonal, inconcluso.

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