jueves, 28 de febrero de 2008

De Sirvientes y Woody Allen

El pequeño libro de Jonathan Swift sobre sus consejos a los sirvientes nos hace temer que lo peor de una subordinación de los patrones a la servidumbre es que conozcan nuestros defectos, carencias y debilidades.
Es probable que Woody Allen, el escritor, director y actor ahora más europeo que estadounidense, haya conocido el texto de Swift, pues son notorias su cultura y su información, aunque no guste de presumirlas; pero en su más reciente libro, Pura anarquía (Tusquets, 2007), uno de sus relatos narra el terror de un hombre cuando se entera que la nodriza, o nana, o niñera, está escribiendo un libro sobre él y la familia.
El protagonista del relato piensa en todas las soluciones (una de ellas, descrita dos veces en alguna de las cintas: en Take the Money and run y en Manhatan, cuando intenta atropellar a una mujer, pero dentro de la casa): asesinato, soborno, amenaza; el final es peor: la servidora desiste de escribir el libro porque la familia es aburridísima; en efecto, es más grave que ni siquiera seamos material de libros escandalosos, en esta época en que las notas son amarillistas, en que los análisis políticos consistan más en adentrarse en la intimidad de los contrincantes, y en que cada vez sea más real la sentencia de Evelyn Waugh, de que en los países subdesarrollados la política signifique hablar mal del gobierno (que Obama y Hillary se abstengan del debate y se ataquen mutuamente da idea del atraso político que se vive en Estados Unidos; y se supone que son políticos de alto nivel y que tienen oportunidad de dirigir a la hegemonía más poderosa del mundo).
(Es claro también que Swift y Allen tienen razón porque uno de los grandes negocios actuales es que jardineros, mayordomos, damas de compañía, amigos íntimos, examantes, excónyuges, ya se vean forzados a firmar contratos laborales o conyugales en donde se comprometen a no escribir libros sobre sus empleadores o cónyuges, y a cambio reciben una indemnización sustancial; más o menos en eso consiste el pleito entre Paul McCartney y su más reciente exesposa: en convencerla de que no cuente intimidades, como las que han contado, de buena fe, Cynthia Lennon y May Pang, y de mala fe los que rodearon a Diana, la ex de Carlos de Inglaterra.)
El libro de Woody Allen, como todos los suyos, es una delicia; hay que recordar que comenzó su carrera como guionista, y que publicaba cuentos en revistas literarias; su primera cinta, What’s New, Pussycat!, contiene una escena en la que el personaje interpretado por él emite las ideas más profundas de la obra, y las destaca con letreros que le indican al espectador que se trata de la tesis del autor. Pero después se hizo famoso con cintas que, como decíamos también recientemente, muestran que el humorista es alguien que sufre mucho, sólo que lo cuenta de una manera tan graciosa que no es posible dejar de reírse.
En Pura anarquía, dejando de lado la traducción española que hace parecer que Allen habla como madrileño, hay mucha exageración. No sucede lo mismo con sus otras recopilaciones de relatos; en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura hace parodias muy divertidas de situaciones y asuntos culturales, y las lleva a extremos inimaginables pero posibles, como la biografía del conde Sándwich, como los juegos de ajedrez por correspondencia, o el vampiro que se confunde por culpa de un eclipse; Sin plumas, más cerca del ensayo erudito pero iconoclasta, tiene una obra maestra, en donde se pregunta qué hubiera sucedido si los impresionistas hubieran sido dentistas, y toma como modelo las célebres cartas de Vincent Van Gogh a su hermano Theo (libro que por cierto hace años no circula en nuestras cada vez más tétricas librerías); esa falta de respeto, o mejor dicho, esa desacralización de la cultura, hizo posible unos escritos inolvidables, pero que los lectores no se toman muy en serio, y más bien los consideran bromas en vez de relatos y ensayos.
Perfiles tiene más estructura de libro de relatos, aunque se conserva la ironía y la irrupción del absurdo en las situaciones cotidianas, que son los ingredientes principales, y desde luego el humor disparatado, que no cabe en sus filmes, aunque se asoma.
Pura anarquía tiene similitudes con los libros anteriores; por ejemplo, “Así comió Zaratustra” tiene parentesco con los cuentos de Para acabar de una vez por todas con la cultura, lo mismo que “Qué paladar tienes, muñeca” es una variación de “El gran jefe”, también de Para acabar…, y ambas son homenaje que seguramente hubieran hecho reír a Dashiell Hammet autor de El hombre delgado, y también al Faulkner de Gambito de caballo y autor de un guión cinematográfico para Howard Hawks, Lands of pharaons –no puedo dejar de imaginarme a los dos, admirando las piernas de Joan Collins y planeando escenas para vengarse de ella y de sus piernas.
Más que anarquía cotidiana, hay una verdadera anarquía política en este libro, que intenta detonar la realidad para que entre un desorden ordenado donde no cabe la conducta convencional, y donde se reduce al ridículo al orden institucional; el desorden entra cuando los personajes, que suelen ser tontos, le abren la puerta, muchas veces para que salga; y los personajes podrán ser tontos, pero no lo es el autor, quien por una vez permite que la exageración sea la que predomine, y lo normal sea lo extraño; el mejor ejemplo, y que hace que los lectores nunca más vean como trágicos o dramáticos los juicios entre celebridades, es el mejor texto del tomo, “Sorpresa en el juicio de Disney”, que reduce a su verdadera dimensión los devaneos de Britney Spear, Lindsay Lohan y de Paul McCartney, y más todavía los escandalitos de las estrellas de la farándula mexicana, tan burdos que parecen exageración del cuento de Allen.
Este libro exige lectores exigentes, y desde luego está por encima de ellos; se escapan demasiados guiños, hay muchas citas que aparecen de manera sorpresiva (como los homenajes que suele hacer en sus cintas a Bergman, a Welles, a Ford, que no determinan la trama pero sí le dan una atmósfera distinta) y que no siempre podemos reconocer.
El resultado es el mismo que el de sus películas: luego de varias horas de carcajadas, invade la tristeza al ver que el mundo es el parodiado por Allen, que no se ha logrado que el absurdo nos dé alegría y variedad, y que todos nuestros conocidos (y lo peor, nosotros mismos) son como los personajes de los que nos acabamos de reír.
Y nos sucede lo mismo que con las películas de Woody Allen: de cada una decimos que es la mejor, pero luego nos acordamos de otra y de otra y de otra, y no nos queda más que decir que es la misma, pero dividida en varias. Pura anarquía es continuación, variación y deformación de sus libros literarios anteriores, y que en él hay filosofía, política, literatura, dramaturgia, y ninguno de los textos es un guión cinematográfico frustrado. Y todo él (o casi) excelente.

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