jueves, 14 de febrero de 2008

Cuidado con el amor

Martha Catalina Pérez González, de la Universidad de Guadalajara, y Georgina Montemayor Flores, de la UNAM, han alarmado un poco a la gente entre ayer y hoy al afirmar, la primera, que el enamoramiento dura un año, y la segunda que el amor dura cuatro. Lo hacen con oportunidad periodística en coincidencia con el día comercial dedicado a San Valentín e importado a México como día del amor y la amistad.
Las dos investigadoras descubren el agua fría.
Carmen Martín Gayte ha dedicado dos libros a los usos amorosos, uno en la posguerra española, y otro, delicioso, en el siglo XVIII; sin la difusión que se merece, Cuidado con el corazón (Instituto Nacional de Antropología e Historia) aborda el tema en el México moderno, con altibajos, pero todo puede leerse con placer (dicho sea con el debido respeto).
En la parte que le corresponde en El juego de las sensaciones elementales, Gustavo Sainz glosa en pocas palabras los estudios de Wilhelm Reich sobre el amor, y llega a las conclusiones a las que ahora llega Montemayor: que el amor dura cuatro años; sólo que Sainz aclara: eso, en cuanto las relaciones basadas en la pasión y la atracción sexual.
Hace tiempo que no se cita uno de los libros más profundos sobre el tema: Enamorarse. Psicología de la emoción romántica, de Vernon W. Grant (Grijalbo, colección Relaciones humanas y sexología), que hace varias afirmaciones originales, una de las cuales es que el amor no se siente en el corazón, como dice la voz del pueblo, o en el cerebro, como insisten con frialdad los escépticos, sino en el estómago, y no precisamente quiere decir que las mujeres más atractivas y perseguidas sean las que cocinan bien, sino que es allí donde radica la sensación que hace que alguien sienta inclinación por otra persona (eso justificaría que al descubrir a la persona a la que se pretende se sienta en el estómago lo mismo que en el látigo o el ratón loco, los juegos de feria; pero equivaldría a que subirse con frecuencia a esos juegos sería como el autoerotismo).
Más recientemente (2000), Alberto Orlando escribió nada menos que para la colección La ciencia para todos, del Fondo de Cultura Económica, El enamoramiento y el mal de amores, un libro muy disfrutable sobre los distintos estados amorosos, con un tan útil “Glosario del amor”, que muchos lectores lo tienen en la parte de los diccionarios de su biblioteca.
La bibliografía sobre el amor es muy extensa, e incluye libros desde clásicos (Ovidio, Erich Fromm) hasta voluminosos tomos que le dan al amor la misma importancia que a la economía, la cultura y la religión, como Historia de la vida privada; Historia de las mujeres y Los jóvenes (este último, legible sólo para los que ya no son jóvenes). Y más todavía, las discografías, porque la música, sobre todo la popular (esto es, de Chopin a Rolling Stones), tiene como tema principal el amor, sea dichoso (“Albricias”, “Amor, amor, amor”, hasta “Zenadia”), desdichado (casi todo José Alfredo), erótico (casi todo Lara), de despecho (casi todo Rubén Fuentes).
Llaman la atención varias cosas entre las afirmadas por Pérez y Montemayor: que casi todo lo que afirman lo afirmó Helen E. Fisher en uno de los libros más interesantes sobre el tema: Anatomía del amor. Historia natural de la monogamia, el adulterio y el divorcio, en 1992, 15 años antes que las investigadoras mexicanas: dijo también que los hombres buscan perpetuar su linaje (todo, de manera inconsciente o subconsciente), y para ello buscan mujeres propicias, con muchas similitudes sociales, económicas, culturales que él (desdeña las historias de cenicientas que ascienden en la escala social, lo que confirma que las telenovelas mexicanas –y colombianas y peruanas— reinventan artificialmente la vida; pero también significa que el verso de San Álvaro Carrillo –“hoy resulta / que no soy de la estatura de tu vida”— sólo podemos usarla los chaparros sin tergiversar la realidad); también, que las mujeres buscan a quien le dé seguridad, y que cuando los hombres creen que la pareja (hablamos desde las parejas de la Antigüedad, de hace cientos de miles o millones de años, cuando nuestros antepasados aún se balanceaban en los árboles) ya no le dará más descendencia, por su edad, buscan más jóvenes (40 y 20, como dice la canción), y en contraparte, las mujeres, que no pueden engendrar más que una vez por año cuando mucho (no hablamos de las excepciones, sino de generalizaciones), cuando pasa el tiempo mínimo en que necesitan al macho (ni modo: “macho: animal del sexo masculino”, definición políticamente correcta de la vigésima segunda edición del Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española; “Se aplica a los seres de cada especie orgánica que tiene los órganos masculinos de la generación y producen espermatozoos o la forma correspondiente de gametos”, en el Diccionario de uso, de la filóloga María Moliner) para la manutención de sus hijos, comienzan a rechazarlo. Dice Fisher que eso en promedio lleva cuatro años, que es a la conclusión que llegan 15 años después las mexicanas.
Las autoras, sobre todo Pérez, mencionan una sustancia, las feromonas, que son las que producen el estado del enamoramiento; Fisher es más específica: las feromonas llevan la excitación a tal grado que el enamorado no puede dormir, pero no es por melancolía o por ardor, sino por el exceso de las hormonas; también justifica el embrutecimiento, la distracción y todas las demás etapas del amor, y que en versos, canciones, poemas, novelas, ensayos, películas, se ha idealizado y edulcorado hasta el exceso.
Sin embargo, Fisher reniega de la teoría de que el amor romántico (o mejor, sentimental) es tan reciente que no lleva ni diez siglos; “’¿El amor? ¡Una invención del siglo XII!´ La frase –promulgada, si no yerro, por un erudito respetable— podrá parecer un despropósito. Pero no lo es, en absoluto. Incluso habría que admitirla en su precisión social más taxativa, que nos sitúa ante el fenómeno social y cultural de la poesía de los trovadores. Claro está que siempre ha habido ‘amor’, uniendo las parejas humanas: siempre –o casi siempre— desde que el hombre es hombre”, dice Joan Fuster en su maravilloso Diccionario para ociosos. Fisher disiente, e idealiza las relaciones que han existido desde hace millones de años y que han permitido la perpetuación de la especie humana y sus transformaciones (afirma que sin las consecuencias del amor seguiríamos balanceándonos en los árboles, lo que recuerda una canción pícara de Joaquín Pardavé y otra más erótica cantada por Sarita Montiel en El último cuplé); reniega que haya sido hasta el surgimiento de los juglares y sus canciones hablando de despechadas, de jariosas insatisfechas con su suerte o por el abandono del hombre que se fue y la dejó atada a un cinturón de castidad, cuando se formó el amor como lo conocemos ahora, y comete el error de calificar el amor siempre de romántico, y olvida que el romanticismo es mucho más reciente, y que sólo en una de sus vertientes cabe el amor, y es la etapa (que no todos viven; antes al contrario, muy pocos) en que el enamorado está dispuesto a perder la vida, el honor, el prestigio, el trabajo, la familia, por una mujer casada, ajena, lejana, y cuando ambos deciden desafiar el mundo con tal de esa pasión; cierto, no se inventó con el romanticismo, pero fue cuando se le definió y se le catalogó y se le idealizó; además, las historias antiguas que encajan en esa clase de amor –también lo dice Fuster— son parejas inventadas en libros –la mayoría: no hay que olvidar a Abelardo y Eloísa, que la verdad, ella es más audaz, más temeraria, más decidida; igual que en Romeo y Julieta, en que ella es la atrevida y Romeo es un pazguato.
Rechaza que el amor sentimental lleve apenas unos siglos, pero insiste en que el amor se produce por unas hormonas. Lo malo es que ni Pérez ni Montemayor ni Fisher son originales: desde hace siglos los fabricantes de perfumes buscan imitar aromas que reproduzcan el de las feromonas; la publicidad ha insistido, tanto en las épocas en que se dirigían a las que buscaban un príncipe ideal, como en las actuales, para justificar que se viva diariamente un distinto amanecer.
Cabría preguntar que si alguien ya no quiere andar con su novia, o busca eludir el hastío de otras tierras, en vez de tantos pleitos y desavenencias, no le sería suficiente cambiar de marca de loción o de perfume. O qué pasaría si la pasión y el sudor provocado por ella borra el aroma natural o artificial de las feromonas: ¿es mayor la desilusión olfativa? ¿Es lo que produce la tristeza post-coitum? ¿Cuál es el éxito de las estrellas de cine a las que admiramos en las pantallas del DVD, si no podemos olfatearlas? ¿Ésa es la razón por la que Leonardo DiCaprio perdió admiradoras en México que comprobaron que el olor que despide es más cercano a alguien que se gana la vida de manera más pesada y en sitios más sórdidos –eso dicen quienes se le acercaron en la Colonia del Valle mientras filmaba su versión de Romeo y Julieta— que los glamoroso sets donde también se transpira duro por los focos de más de dos mil watts?
No deja de ser muy interesante la Anatomía del amor (Anagrama, 1994 pero en edición reciente en otra colección más científica que cachonda), de Helen E. Fischer, por los datos que aporta, tanto en cuestiones antropológicas, históricas, sociológicas y psicológicas, y que en el menor de los casos, explican por qué los casados busca a los solteros, por qué la comezón del cuarto año, por qué la necesidad de encontrar una pareja –Alfonso Reyes dice: necesitaba casarse (necesitaba quién le cocinara, le pegara los botones)—; por qué se hace el ridículo, por qué se aspira a lo imposible; también se explica que haya varias clases diferentes de relaciones, y por qué quienes las viven las confunden y creen que es amor cuando sólo es atracción animal, y cuando descubren la diferencia es porque ya se tienen que pagar las consecuencias.
Finalmente, ya lo dijo la extraordinaria poetisa mexicana Josefa Murillo: “amor, dijo la rosa, es un perfume”.

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