lunes, 25 de febrero de 2008

Consejos a los sirvientes

Jesús Silva Herzog decía que uno de los males de la esclavitud, y después de la servidumbre, era que se hacían mal las cosas porque los objetos que limpiaban, la gente a la que cuidaban, no era nada de ellos, por lo que no les importaban los resultados.
Ricardo Garibay tiene páginas deliciosas acerca de su relación con las sirvientas, que no sólo lo criticaban porque no hacía nada (es decir, escribía en su casa, no iba a una oficina), sino que lo abandonaban cuando la familia ya se había acostumbrado a ella, y además se llevaban su edición rara de San Juan de la Cruz (que evidentemente no la robaban porque admiraran al autor, sino por hacerle daño a Garibay).
Otras páginas divertidas pero también agudas sobre la servidumbre las ecribieron Augusto Monterroso y Jorge Ibargüengoitia, y seguramente ambos inspirados en Jonathan Swift.
Por desgracia, no hay en el mercado una edición buena y barata de Los viajes de Gulliver; aunque están anunciadas unas de Alianza Editorial, hay que esperar a la reestructuración de la editorial para encontrar los libros de su catálogo; y hay otras ediciones sospechosamente baratas, lo que significa que están incompletas o son ediciones para niños.
Hace unos años circularon unas ediciones atractivas: una de la Biblioteca Básica Salvat, con traducción de Álvaro Cunqueiro, nada mala pero con el inconveniente de reunir toda la obra en 188 páginas, o sea que el texto está en seis puntos, casi ilegible y desde luego cansadísimo de leer; otra edición, el número 1 de la colección Lectura para todos, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, sin crédito del traductor, pero con un pequeño prólogo de José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, lo que haría posible creer que podría ser versión de alguno de ambos. Inencontrable.
Tampoco se encuentran otras ediciones: las Meditaciones sobre un palo de escoba / La cuestión irlandesa, que publicó la efímera Legasa Literaria a principios de los años ochenta; El cuento del tonel (escrito para el perfeccionamiento universal de la humanidad) seguido del Relato de la batalla entre los libros antiguos y modernos en la biblioteca de Saint-James, en Seix-Barral –1979--; ni siquiera abunda la muy reciente El arte de la mentira política. Menos circula la separata Modesta proposición, editada por la revista Ciencia y Desarrollo número 13, de marzo-abril de 1977, traducida por Augusto Monterroso con la misma calidad de todo lo que escribió.
Comienza en cambio a circular Instrucciones a los sirvientes, que es el punto de vista diametralmente opuesto a los argumentos de Silva Herzog, Garibay, Monterroso e Ibargüengoitia.
Claro, cambian las circunstancias, porque en la época en que lo escribió Swift (siglo XVII) la conformación social es distinta, igual que los gobiernos y la economía; y entre otras cosas, la supervivencia de mucha gente es servir a los poderosos, a los adinerados, que lo son porque explotan a los demás. El efecto y el resultado son los mismos, pero por diferentes motivos: si en la actualidad la negligencia es resultado de la desigualdad socioeconómica, en los tiempos de Swift es aprovecharse de la tontería de los "señores", los amos de los sirvientes; y eso es otra diferencia: ahora son patrones, antes eran los “señores”, lo que implicaba cierta “propiedad”; pero esa “propiedad” no significaba (y ahora tampoco) superioridad; por el contrario, eran los sirvientes los que se aprovechaban de los patrones y su megalomanía.
Como en toda sátira, como en todo escrito dominado por la ironía, las situaciones y soluciones son exageradas, pero predomina la realidad; el consejo que más abunda es engañar a los señores haciéndoles creer que limpian, cuando en realidad ponen en riesgo los objetos de los amos y salvaguardan sus escasas propiedades; hay muchos consejos de cómo hacer creer que ayudan a los señores pero sólo para obligarlos a que les den una propina generosa; cómo hacerles creer que no los escuchan cuando los llaman; cómo chantajearlos (sobre todo a las señoras) cuando ceden al encanto de un seductor (tarea a la que ayudan las doncellas, las criadas, las que ahora serían conocidas como recamareras, llevándole recados del pretendiente, del que además prueban su eficacia cuando menos con las manos).
Estos consejos no sólo sirven para trabajar menos haciendo creer que todo el día se la pasan limpiando (sacudo por no barrer, se diría); no sólo sabotean comidas, fiestas, tertulias; no sólo se ganan unas monedas con el único mérito de la astucia y el ingenio; no sólo coadyuvan a la corrupción, a la traición, al despilfarro, sino, sobre todo, al ridículo de los “señores”.
Esta pequeña edición (111 páginas, pero en formato menor), publicado por Editorial Sexto Piso, está traducido por Ismael Attrache, y lo hizo de una manera magistral, porque conserva el sabor del inglés antiguo, y el lenguaje almibarado de la “aristocracia” (mal nombre para los adinerados) y de la seudonobleza; es muy útil además para entender la estructura social, la cantidad tan enorme de sirvientes que sostenía a una familia (que podía cruzarse, además; entre los consejos está cómo las doncellas podían aprovecharse de la calentura de los señoritos –el joven, se diría hoy— y obtener ganancias, ya sea emparentar o cuando menos una recompensa sustancial), y a la vez uno se imagina cuánto habría que desembolsar para tener toda esa cantidad de sirvientes (ahora lo hace una sola persona, que obtiene para sí sola todos los beneficios que antes se repartían entre varios: mayordomo, cocinera, lacayo, cochero, mozo de cuadra, administrador, portero, moza de cámara, doncella, criada, lechera, aya, ama de cría, lavandera, ama de llaves e institutriz, y que reciben consejos en función de su jerarquía y cercanía con los amos); a partir de allí, la manera de conseguir recursos, y en qué cantidad.
Es inevitable, al leer estos consejos (sin estorbo de erratas: es uno de los libros más limpios que hayan aparecido recientemente, además con una tipografía sencilla pero muy legible), pensar en la esclavitud que significa ahora depender de sirvientes que ya ni siquiera sienten la necesidad de la fidelidad que antes demostraban, porque vivían prácticamente con una sola familia hasta que casaban con una derivación de estos servicios (el lechero, el portero –que no necesariamente servían a una sola familia—, el mozo de un vecino, el chofer), y muchas veces ni por esa abandonaban a esa familia, sino que se llevaban al marido a vivir allí (con lo que se aseguraban que se portara bien).
Pero no sólo en la esclavitud: también es inevitable simpatizar con los sirvientes, no por la falta de ética, sino por la ridiculez de los patrones que ejercían un poder imaginario dando órdenes inútiles e impertinentes, y que eran cumplidas al ahi se va, porque los sirvientes además sabían que ni se fijaban si lo hacían bien, sino que además tenían una excusa para justificar lo mal hecho, los descuidos y la dejadez; y entre los pícaros y los ridículos, uno prefiere a los primeros.
Un libro indispensable cada vez que uno quiera contratar servidumbre, y aguantarse que divulguen nuestra vida privada, la fodonguez de antes de bañarnos, nuestras malas costumbres, nuestros secretos (“en cuanto sale la señora le llama a otra”) y nuestras debilidades.

No hay comentarios: