jueves, 21 de marzo de 2013

Sigamos hablando de música, de mujeres de Donen y de las de Thuerber

Una de las características más graves de mi generación es que no se ha dado cuenta de nuestro envejecimiento, pero El Fonógrafo nos lo hace ver de una manera cruel, despiadada, al programar como la música ligada a nuestro recuerdo las canciones que en la niñez o la adolescencia nos servían como bandera contra los vetarros que la calificaban como música infernal, pues para nosotros era un dulce canto que nos hacía soñar. Todavía hace pocos años lo que programaban eran las canciones de los tríos o los solistas que, con mucha malicia, caricaturizaba Luis de Alba como Juan Penas; es cierto, si eran canciones de nuestra niñez y primera adolescencia, ya tienen más de 50 años, pero es antinatural que las transmitan junto a las de Los Cuates Castilla, María Elena Sandoval, David Lamas, Pedro Vargas, Manolita Saval, Eva Garza (los tríos fueron antes que los rocanroleros, pero no mucho: Los Tecolines y Los Tres Reyes se fundaron a mediados de los cincuenta y su época de mayor popularidad fue en los sesenta, casi al mismo tiempo que Los Rebeldes del Rock, Los Teen Tops, Los Locos del Ritmo, Los Crazy Boys, y duraron más que ellos. Oír “no es necesario que cuando tú pases me digas adiós” junto a “Yo no soy un rebelde sin causa ni tampoco un desenfrenado” es juntar dos mundos que nada tienen en común. A ratos, El Fonógrafo transmite las mismas canciones durante toda la semana, y casi en el mismo orden; varía un poco en programas de complacencia, pero en ésos molesta escuchar a los locutores coquetear con las radioescuchas, y es incómodo cuando la gente confiesa que piden una canción específica para recordar a su difunto esposo o a su muy querida esposa que ya no está en este mundo. Entonces cambio a Radio Universal; no hay muchas opciones para escuchar rock en la radio mexicana; desaparecida Rock 101, uno debe resignarse a unas cuantas estaciones blandengues, sin estructura. Radio Universal sí tiene una línea, una programación específica, aunque limitada a lo que ellos llaman clásicos, a un programa de rock de los ochenta, y dos horas diarias que ellos afirman dedicadas a los Beatles. En El Fonógrafo y en Radio Universal transmiten a diario dos mujeres; por el tipo de comentarios, por los chistes, por la voz, uno creería que es la misma, pero como sus programas son simultáneos, lo más probable es que sean dos diferentes; en ambas estaciones ellas aportan frescura y candidez, pero no experiencia ni muchos conocimientos. Radio Universal también tienen el descaro de programar a diario las mismas canciones y en el mismo orden; peor, parece que tienen una sola pieza de Rod Stewart, de Electric Light Orchestra, Roy Orbison, Heart (con la desventaja de que no pueden poner fotografías de las hermanas Wilson), Cat Stevens, y de casi todos los cantantes que tienen en su discoteca; varía un poco cuando hacen su concurso face to face, pero sólo un poco. La transmisión de las piezas es de buena calidad, se distinguen los instrumentos, y se escuchan con claridad los solos; lo malo es que ponen muy pocas piezas que lo valen: el solo de Eddie van Halen en “Beat it”, de Michael Jackson, pero muy pocas veces a Clapton, como solista o con alguno de los conjuntos en los que militó (Yardbirs, Blues Breaker, Cream, Blind Faith, Powerhouse, Derek and the Dominos, mucho menos Rooster o Palpitations), rara vez a Jimi Hendrix, no se escucha a Led Zepelin, y rara vez a Traffic. La programación no tiene una lógica, no hay secuencia de tiempos, de géneros, similitud de cantantes o de conjuntos o de compositores, no hay orden, excepto en la hora de los Beatles, pero tampoco mucha; los Beatles editaron trece discos, más algunas recopilaciones oficiales; difiere la discografía inglesa (y australiana, de mejor sonido) de la estadounidense, y hay algunos discos en vivo (de calidad menor, por el sonido) y algunas antologías, más lanzamientos de versiones desconocidas en seis discos que oficializaron los discos pirata, y otro de intervenciones radiofónicas; con mucho menos discos que los Kinks, el programa lleva más de 20 años transmitiéndose; ¿cómo le hacen? A partir de Help!, los discos de los Beatles tienen una estructura y una trama, aunque no sean como Tommy, Quadrophenia, Evita, Schoolboys in Disgrace, Arthur or the Decline and Fall of the Brtitish Empire o Part I Lola Versus and the Moneygoround, pero la secuencia de las canciones tiene una lógica que, al programarlas en un orden diferente, se distorsiona su intención y su estructura; a veces hacen una programación temática, pero no es lo mismo "She Loves You" que "All You Need is Love" (la primera no es inocente, pero mucho menos comprometida que la segunda); además, no transmiten sólo canciones de Beatles, sino de ellos como solistas, sin tomar en cuenta que aunque sean las mismas personas, no son los mismos artistas; en los discos de Lennon, excepto una que otra broma, su música es completamente distinta, tiene otra intención, otra estructura, otros motivos, otro origen; su segundo disco con la Plastic Onno Band es contra sus discos en Beatles, reniega de ellos; el tercero, Imagine, tiene una pieza violentísima contra Paul McCartney, su compañero y coautor de un puñado de piezas, aunque firmaron juntos todas las que hicieron uno u otro. Es cierto que McCartney nunca superó el síndrome de separación y engaña a sus forofos tocando canciones de Beatles más de la mitad de sus conciertos; es cierto que Ringo revive alguna de sus pocos éxitos con Beatles, pero también que ha hecho una carrera sólida (sólo eso) como solista, y que lo más que se acercó Harrison como solista fue como homenaje a cuando fue beatle, por lo que no es justificado que lo sigan encasillando. Lennon sobrevivió diez años al rompimiento del conjunto, pero Harrison poco más de 30 años, y McCartney y Starkey, 44 años, en los que no han interrumpido más que brevemente sus carreras, y Radio Universal sigue tratándolos como si el grupo aún existiera. La estación acusa una ignorancia brutal del inglés, idioma predominante en el rock (con escasísimas excepciones); entonces traducen de una manera muy divertida los títulos de las canciones: ya señalé que “Every day with you, girl” la traducen como “Todo el día con tu chica”, pero hay más ejemplos: “Love hurts”, el amor hiere, la traducen como “Herida de amor”; “Every Little Thing”, como “cada pequeña cosa” en vez de “Cada monada tuya”; pacatos, a “Happy Together”, “Come Together” y “All Together Now” le quitan la referencia al orgasmo simultáneo y las dejan como “Juntos y felices”, “Vengan juntos” y “Todos juntos ya”. Si eso, que es fácil, lo traducen mal, ¿cómo podrían explicar el rock, así sea el ingenuo y sencillo de los cincuenta a los ochenta? No hacen referencia a las muy notorias influencias de Beethoven (en por lo menos dos canciones), Tchaikovsky, Schumman, Mahler, en Beatles; José Agustín recalcó la influencia de Varèse en Frank Zappa, y se repite casi sin pensarla, pero no advierten la influencia decisiva de Ravel y Debussy, cuando menos, en el mismo Zappa y, por lo tanto, en Beach Boys; cuando llegan a tocar algo de Steve Winwood ni se les ocurre hablar de la estructura de sus canciones, tomada con mucha sensibilidad de varias piezas de Mozart. ¿Se trata de ignorancia? Sin dudamente, como dice Niní Marshall: no pueden explicar la diferencia entre John Entwishtle, Paul McCartney, John Paul Jones como bajistas, o Keith Moon, John Densmore, Richard Starkey, Ray Cooper o Jim Capaldi como percusionistas, menos la influencia directa de la música sinfónica en los roqueros. Lo mejor de Radio Universal no es su programación musical, sino las cuestiones extra: los concursos en donde los participantes no pueden pronunciar “sí” o “no” en un lapso de 30 segundos, lo que habla de la escasez de vocabulario y de capacidad para improvisar; como en El Fonógrafo, hay horas en las que cuentan chistes, por lo regular viejos, poco graciosos y algunos escatológicos; una sección cómica es la charla del locutor titular con un cronista deportivo que se queja de todo: el locutor completa las frases: “órale”, es su comentario recurrente. Hay más humor, aunque involuntario, en la traducción, por lo regular repetitiva, de algunas piezas. Salvo alguna estación oficial, y la presencia de Jesús Iturralde por radio digital, no hay más chances en el cuadrante para oír rock. En Malditos Yanquis (Lo que Lola quiere, como le ponen en español y como se iba a titular antes) Stanley Donen hizo un prodigio: Gwen Verdon, la protagonista femenina, llama la atención pese a que carece de atributos físicos: se ve más alta por lo delgada: sus piernas sólo se ven bellas cuando baila, con Tab Hunter y otros, “Two lost souls” (muy vestida); en el baile “Lo que Lola quiere”, aunque muestra las piernas generosamente, no se ve tan atractiva, hace demasiados gestos que la afean, y para acabarla poco después Ray Walston la ridiculiza al imitarla grotescamente; Walston, muy buen actor a veces desperdiciado (The Sting), tiene una actuación excelente en Kiss me, Stupid, de Wilder, como esposo engañado aunque logra poseer a Kim Novak. Logra buenas actuaciones dirigido por directores como Wilder (El apartamento), Frank Tashlin, y estará en la memoria como nuestro marciano favorito, y para quienes nos gusta el rock, es inolvidable como el papá de Popeye, cuando canta “It’s not Easy Being Me”, y acompaña a Paul L. Smith en otra excelente canción, ambas de Harry Nielsen, “I’m Mean”. En televisión tuvo inolvidables interpretaciones, pero excepto cuando lo dirigió Wilder, nunca estuvo mejor que en Malditos Yanquis. Dice la leyenda que el papel de Lola iba a interpretarlo Cyd Charisse; Verdon, quien lo actuó en el teatro se quedó con el personaje, aunque años después Charisse también lo hizo en teatro. De cualquier manera, hay un momento, cuando están en un teatro en homenaje a Joe Hardy (Hunter), una mujer de piernas largas y contundentes atraviesa el escenario; no vemos su rostro, pero parece un homenaje de Donen a Charisse. Poco después Verdon, ya forofa de Hunter, baila con Bob Fosse (poco después, su marido hasta que la muerte los separó) una excelente pieza, “Mambo”, donde los caderazos de Verdon justifican su fama, más que por sus buenos bailes; esos caderazos, menos estéticos, los despliega en “Lo que Lola quiere”; si eso enloquecía a los gringos, me confirma que sus bailes son más acrobáticos, más estéticos, pero menos sensuales que los del cine mexicano; hasta Elsa Aguirre movía mejor la cadera, no se diga Rosa Carmina o Lilia Prado. La trama es una variante, divertida y con un mejor final, del mito de Fausto; Donen filmó, en los años sesenta, otra versión del mito, en Un Fausto moderno, con Rachel Welch como arma del diablo. En Malditos Yanquis el diablo (que debe invertir mucho dinero para hacer una llamada de larga distancia –aunque después lo recupera– se queja de lo que gasta en disfraces, en taxis, y que el único truco que le queda es el del cigarrillo, que aparece encendido luego de que chasquea los dedos) quiere hacer creer a los Estados Unidos que los Senadores de Washington, tradicionalmente último lugar en la Liga Americana, puede ganar el campeonato; al frustrarse, miles se suicidarán (el suicidio es el único pecado que la Iglesia no perdona –excepto el del milagro de Juan Diego, je; ¿lo aprobará Paquito el Che?), como en la crisis de 1929 que, insinúa, también provocó él; creaciones suyas fueron Napoleón, Jack el Destripador, y otras tragedias. Devuelve su juventud y sus facultades a Joe Boyd, y lo convierte en la estrella del beisbol; vencen incluso a los Yanquis (vemos a Moose Skowron, a Yogi Berra y a Mickey Mantle –quien conecta el último batazo de la temporada, que atrapa con dificultades un envejecido Boyd, para dar el campeonato a su equipo), y Hardy recupera su vejez feliz, y regresa al lado de su esposa Meg, una simpática Shannon Bolin, quien sufre el abandono y el regreso de su marido, y quien lo salva de la acusación de vender juegos en la Liga Mexicana (alusión al Descalzo Joe Jackson, el mejor bateador de la historia, expulsado del beisbol acusado de vender, con otros siete, la Serie Mundial de 1919, los Medias Negras de Chicago); el apodo del Descalzo Joe se lo pone la periodista Gloria Thorpe, el papel con el que debutó Rae Allen, y quien realiza un baile muy acrobático con los demás Senadores, erótico en algún momento. Cabe señalar que en cualquier baile de cualquiera de las cintas dirigidas por Stanley Donen, los hombres bailan de manera muy masculina, sin afectaciones ni amaneramientos. Que Donen ame a las mujeres no significa que descuide a los hombres. A los cargos de James Thurber contra las mujeres, que comencé a enumerar en la pasada entrega, pueden añadirse su capacidad para, de una mirada, estudiar a cualquier persona, sobre todo a las otras mujeres, ver si su ropa combina, si la joyería que cargan es de fantasía (anillos de diamentis y vidriantes), si su maquillaje es adecuado; su escrutinio frío y cruel es terrible; lo primero que notan es si los hombres usan argolla matrimonial, e incluso si no la usan porque ya no les queda; podría añadirse un comentario de Schopenhauer: cuando un hombre se encuentra, sin ayuda, en medio de dos mujeres que se interesan en él, no importa si antes o después no exista ese interés; una batalla entre esas dos mujeres es más peligrosa que cualquiera otra situación en que se exponga la vida; eso lo escenificó magistralmente Carlos Fuentes en una de sus últimas novelas. Por mi parte, añado que adelantan varias respuestas, todas falsas, antes de que uno termine de exponer una pregunta; sólo guardan silencio cuando saben qué pregunta se les va a hacer. Una noche me llamó a la redacción de El Financiero una buena amiga: ¿sabes quién está en –el nombre del lugar es lo de menos–, bailando, ella muy bien y él muy mal? Víctor Díaz Arciniega y yo, en una cantina que por al atardecer se convierte en salón de baile de altos y medianos ejecutivos con sus secretarias, verificamos que ellas bailan bien y los hombres mal; los fanáticos del rock disfrutamos una coreografía en Tammi Show; varias jóvenes, encabezadas por la después excelente actriz cómica, y muy bella, Teri Garr, avanzan con una sensualidad amenazante, cercan a Marvin Gay; sensualidad, gracia, desenvoltura; un erotismo inocente, el más peligroso; los hombres que las acompañan se rinden ante ellas, pero bailan muy bien; comprobé, con tristeza, en El asesino se embarca, cuando Barbara Angely y Jéssica Munguía bailan de manera aceptable, que ninguno de sus compañeros baila bien; es de pena ajena ver a Armando Silvestre bailar a go go. Geena Davis, Katie Holmes y Nicole Kidman miden 1.80, o casi. ¿Para qué?

miércoles, 6 de marzo de 2013

Está bien, hablemos de música (y de mujeres de Donen y de Thurber)

Me pregunta un amigo si puedo trabajar mientras oigo música; creo que si hubiera podido hacerlo siempre, habría cometido mucho menos erratas que las que he perpetrado; sin embargo, una carga inesperada de chamba me impide ahora poner discos, interrumpir las lecturas (a veces simultáneas) para cambiarlos y, lo peor, que se terminan los seis que caben en el reproductor de compactos sin que los haya escuchado apenas; advierto que pasaron las canciones por las que los pongo sin haberlas ni advertido, y decido no gastarlos, y sólo prendo el radio (¿la? ¿el? Es una errata del primer cuento que publiqué, y que no pude corregir, y que se le pasó a Luis Spota y a Lucy Macías, quienes lo insertaron en el ejemplar del 9 de enero de 1972 del suplemento El Heraldo Cultural; por cierto, en mi tercera novela dos protagonistas comen, para intercambiar confesiones de experiencias eróticas, cosa a la que se atreven hasta que llegan al postre, gelatina en una página, flan en otra, error no exclusivamente mío, sino también de Arturo Serrano y de Sergio Galindo, quienes leyeron la novela sin percatarse de mi falta de concentración –o de estar concentrado sólo en las partes eróticas); pongo nada más tres estaciones, y las mantengo todo el día hasta que me aburre la programación o dejan de divertirme, cuando las oigo, las torpezas de los locutores.

                En El Fonógrafo redescubro unas 12 o 15 canciones de Juan Gabriel, y recuerdo que Carlos Monsiváis afirmaba que “tiene talento”, aunque no otras cualidades intelectuales. Asimila recursos del rock, trastoca la métrica tradicional del romance y da un giro a la canción ranchera; si los méritos son de Eduardo Magallanes o del propio Juan Gabriel, no me importa, sino el resultado: canciones vertiginosas como las de Van Morrison, cambios de ritmo inusuales en la música mexicana, con una fortuna similar a la de Rubén Fuentes, quien también renuncia a la métrica tradicional de los octosílabos, para hacer versos silabeados, monosilábicos, lo que dio origen al bolero-ranchero y permitió explotar las cualidades de Pedro Infante como cantante, que no son buena voz, entonación correcta (desentona con mucha frecuencia), sino que pudo actuar las canciones, y así como cantante resultó tan bueno como actor, en esa vertiente, disimulando sus defectos.

                Mi amiga Alba Rojo me hizo ver que Juan Gabriel aportó una modalidad que no compartía, ni yo, pero pudimos entender a varios amigos, que a medianoche ponían “Yo no nací para amar”, y dormían llorando en silencio; lo que aporta la canción mexicana a nuestra educación sentimental, para seguir citando a Monsiváis, es una variedad inacabable de definiciones de la vida, cada una adecuada para cada experiencia vivida o por vivir; José Alfredo Jiménez, tal vez de manera involuntaria, aportó decenas, o docenas, de frases para explicarnos de manera tajante el amor feliz, el amor desdichado, el rencor, que hiere menos que el olvido; Jiménez es el representante de la sensibilidad lloriqueante que además lo presume; sólo en algún momento se distrae y se le escapa una confesión, que no creo suya: “Y si quieren saber de mi pasado es preciso decir otra mentira: les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado”; u otra: “si nos dejan…”

                La sensibilidad de Juan Gabriel no es ésa, ni siquiera otra que uno podría esperar, la de “yo no comprendía cómo se quería en tu mundo raro, y por ti aprendí”; no trata de convencer ni de justificar y mucho menos de propiciar que lo sigan, pero sus canciones pueden cantarlas hombres y mujeres. Un caso raro, como el de Tomás Méndez, quien hizo una excelente canción, “Paloma Negra”, en que se reprocha la actitud de una mujer que reparte su amor en pedazos, y tiene al hombre en ascuas, porque le chismean que anda parrandeando con otros hasta altas horas de la madrugada; sin embargo, las mejores versiones son interpretadas por mujeres (Amalia Mendoza, la mejor, pero también Lola Beltrán, Aída Cuevas; no hay una versión aceptable por un hombre; igualmente, Salvador Novo escribió una maravillosa canción en que un hombre reprocha a una mujer su indiferencia en el pasado, pero la versión de Lola Beltrán es insuperable). Una virtud más de Juan Gabriel: su sentido del humor.

                La calidad de sus letras no es excelente, pero no es peor que la de Jiménez, ni que la de Cuco Sánchez (ése sí encarnación del rencor perpetuo, hasta en sus canciones de amor feliz; por desgracia, poco o nunca programado en El Fonógrafo); es muy difícil que haya calidad literaria en las canciones, forzadas a quebrar versos, a cambiar la acentuación, a aceptar las incongruencias en el género masculino o femenino, a obviar las sinalefas (“como ave errante viviré”, que se pronuncia “como aberrante viviré”), se toleran y hasta parecen naturales las cacofonías, han propiciado que proliferen las redundancias (“los ojos que tú tienes”, “aunque no quieras tú”); no todos tienen las virtudes literarias de Mario Molina Montes ni de Alberto Cervantes, ni la de Tata Nacho o de Alfonso Esparza Oteo o las excelentes de María Greever; pero hay momentos muy afortunados en Jiménez (“otra vez a brindar con extraños”, “de mi mano sin fuerza cayó mi copa sin darme cuenta”, “alguien me contó tu vida, supe de tus ilusiones” y muchas otras). Y desde luego en Lara (“María Bonita” no tiene desperdicio, y algunas otras, como “poniendo la mano sobre el corazón” –¿suyo, de ella?). Hay muchísimas frases felices en Juan Gabriel, y como en el caso de Lara, aunque carece de voz y aunque tiene serios defectos de pronunciación, y aunque tiene muy buenos intérpretes, ninguno canta sus piezas mejor que él. En el folclor actual, hay frases de Juan Gabriel que se han perpetuado: “en el mismo lugar y con la misma gente”, “no tengo dinero ni nada que dar”, “pero qué necesidad”, “nada nada nada nada”, tan inmortales como “no tuvo tiempo de montar en su caballo”…

 
Pongo más atención que nunca en los boleros, sobre todo en los tríos (mi amigo, aunque gusta de la canción popular, cuando hablo de los tríos piensa en los tríos de Brahms y de Beethoven, es decir, piano, violín y tololoche, o flauta, o chelo). Recuerdo entonces que el Güero Gil mandó hacer una guitarra más pequeña para poder afinar muy alto las cuerdas, y darle una voz distinta; por lo regular las canciones que interpretan los tríos (un requinto y dos guitarras, o requinto, guitarra y maracas, tres voces bien diferenciadas) son de una estructura previsible: una introducción (perdonando la expresión) del requinto, breve pero llamativa, unos versos entonados por las tres voces, un solo del primera voz, un solo prolongado del requinto, de nuevo el primera voz y terminan los tres juntos (perdonando la expresión) y remata el requinto; las letras por lo regular son muy malas, un personaje suplicante que pide una limosna de amor, está dispuesto a pasar la vida, si es aceptado, sospechando de la esposa (como Joyce, al ver la destreza erótica de Nora en su primera cita), conformándose con migajas de amor, celebrando unos cuantos momentos aislados como prueba de sinceridad, perdonando el pasado en que la vida en su avalancha la arrastró, con la incertidumbre de si tan sólo es suya o si, de nuevo, reparte su amor en pedazos, apurándola a que se decida, sea por bien o por mal. Pocas veces, como con Los Dandys, las canciones suelen ser alegres aunque las letras sean tenebrosas (“hay una cosa muy negra en tu vivir que roba lo que ya fue mío”), y por lo regular celebran los fracasos (casi siempre el amor feliz parece artificial en los tríos: las canciones de Álvaro Carrillo parecen más para solistas, y aun así, el tono es trágico aunque las letras celebren potencia sexual –“tanto tiempo disfrutamos de este amor”–,de un orgasmo inesperado – “amor mío, tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor: ya me ha dicho que estoy en la gloria de tu intimidad”– de la tristeza postcoitum –“no le digas que me viste muy triste y muy cansado”, la posesión furiosa –“yo siento tus amarras como garfios, como garras”–, de la incomunicación –“pero yo presiento que no estás conmigo aunque estés  aquí”–  y de la impotencia que se consuela con el triunfo del pasado –“me dará vergüenza si este amor fracasa nada más por mi equivocación”, y hasta depresión precoitum –“amémonos ahora con la paz que en otro tiempo nos faltó”) a pesar de las voces sin potencia, más bien de un derrotado, tanto del propio Carrillo como de Pepe Jara, su mejor intérprete, son mejores que cuando las cantan los tríos (las letras de Carrillo son tan felices que aluden a variantes sexuales, como la que pudo llevar de serenata Bill a Mónica: “en los labios llevas ya sabor a mí”, y la amenaza de ella “como se lleva un lunar, todos podemos una mancha llevar” –esto último es un apunte de Carlos Ramírez, y se refiere a un vestido).

                La verdadera grandeza de los tríos no está en las buenas voces (Los Panchos, Los Tres Ases, Los Tres Reyes), que no sobran, sino en la destreza del requintista: el punteo exacto de Armando Navarro, de Los Dandys, la finura de Sergio Flores, de Los Tecolines, la exactitud del Güero Gil, de Los Panchos, la velocidad y gracia de Gilberto Puente, de Los Tres Reyes, y la elegancia de Chamín Correa, de Los Tres Caballeros, deberían estar incluidos en las listas de los mejores guitarristas a las que son tan afectos en la revista Rolling Stone. Es una leyenda muy extendida que muchos de los mejores requintistas del rock londinense o estadounidense han venido a tomar clases con Correa; es verificable la admiración que le tienen muchos de ellos. Gilberto Puente es considerado, en muchos ámbitos, el mejor requintista del mundo, por sobre nombres celebrados, como Jeff Beck y Eric Clapton, y mucho más que Carlos Santana. Es también muy conocido que Sergio Flores, para orgullo de los boleristas, dio conciertos de guitarra clásica en el Palacio de Bellas Artes (Schubert, Bach), y también en su momento fue considerado el mejor guitarrista del mundo, celebrado y apapachado por Andrés Segovia. Gilberto Puente hace unos solos espectaculares, tanto con el trío que formó con su hermano, como en los que ha grabado como artista invitado, destacadamente con Linda Ronsdtand, con mariachis y con boleros y canciones tropicales. Circula un video en youtube (y hay un DVD) en que Los Tres Reyes cantan una canción trivial, muy movida, en la que el tema no es el amor sino la infidelidad, pero con mucha gracia, “Jacarandosa”; la canción será trivial, pero los solos de requinto de Puente son un prodigio de agilidad y de belleza.

                Así, es un placer escuchar a los tríos, pues casi todos tuvieron a buenos guitarristas (excepto Los Galantes).

No sólo hay tríos en El Fonógrafo, pero hay casos en los que uno se harta de oír los gritos monótonos de Luis Miguel, o a Pedro Fernández echando a perder buenas canciones de Los Dandys; han descontinuado piezas de Los Bribones, de Eva Garza, de Olimpo Cárdenas, de Jorge Fernández; un locutor con voz de edad suficiente para recordarla, desconocía a María Elena Sandoval; interpelado por quien pidió que la programaran, recurrió a la Wikipedia y citó que era conocida como “La Estatua que Canta”, aunque en realidad Pedro De Lille la bautizó como “La Estatua de Canela” (era muy guapa, sobre todo con un cuerpo muy llamativo). A ratos más que canciones transmiten chistes, casi siempre muy malos. Y sí, hay que cambiar de estación.

                Pero luego hablo de las otras estaciones.

Singin’ in the Rain está en todas las listas de las mejores películas de todos los tiempos (pasados). En ella aparecen cinco mujeres en papeles destacados: Debbie Reynolds (Kathy Selden), Jean Hagen (Lina Lamont), Cyd Charisse (La Bailarina), Rita Moreno (Zelda Zanders) y Kathleen Freeman (Phoebe Densmore).

                Reynolds es la estrella: la que enamora al actor Don Lockwood (Gene Kelly), es cómplice de Cosmo Brown (Donald O’Connors) y consentida de Mr. Simpson (Millard Mitchell); salva del desastre la película muda que filman a contracorriente, al prestar su voz para suplir la de Lina Lamont; entabla un duelo con Don acerca de la superioridad del teatro sobre el cine (mudo: están por inventar el sonoro); es fina, delicada, elegante, pero no por ello menos ágil, bella y sensual (que lo uno no impide lo otro); canta con energía y con mucho estilo. Lina Lamont, repito, hace el papel más difícil: debe ocultar su belleza y parecer torpe; hizo pocas cintas, pero actuó en otras dos, célebres: Jungla de asfalto, de John Huston, y La costilla de Adán, del especialista en mujeres George Cukor; finge una voz aguda, chillona, simula cantar horrible, y hace un papel de tonta que cree lo que dicen de ella en las revistas de chismes; cree estar enamorada de Don y cree que él lo está, convencida al ver las cintas donde actúan como la pareja favorita del público, y finge reaccionar con celos ante el enamoramiento de Don y Kathy, y ser espantosamente audaz para exigir que cumplan el contrato mediante el cual se obligaría a Kathy a ser su doble (de voz) toda la vida; no puede uno dejar de sentir piedad por su personaje, y simpatía por la actriz cuando va a interpretar la canción tema de la cinta, moviendo con sensualidad los brazos. Murió muy joven, de 54 años, con varias actuaciones en televisión, en Dr. Casey y Dr. Kilder, sobre todo; nunca superó su actuación en Singin’ in the Rain.

                Cyd Charisse no habla; es más, sólo aparece en una escena onírica, como amante de un simulacro de George Raft (éste, por otra parte, sensacional bailarín) lanzando una moneda al aire, y seducida por los bailes de Kelly, quien tenía agilidad pero no mucha gracia. Muestra la belleza contundente de sus piernas, y danza con una sensualidad que no alcanzan ni Reynolds ni Hagen. Sin hablar, supera todas sus demás actuaciones. Rita Moreno aparece dos veces, y en otras está oculta entre otras bailarinas y coristas. Al principio de la cinta, cuando llegan a una premier, baja de un auto, seductora, ocultando sus piernas muy bellas (que muestra con audacia en West Side Story), mientras sus admiradores corean su nombre, entusiasmados; en otra, va de chismosa con Lina Lamont porque Don privilegia a Kathy en muchos números; cuando se aleja desmiente, también, que una mujer no debe dar la espalda a la cámara.

                Kahtleen Freeman debe soportar la ineptitud de Lina Lamont para pronunciar, para el cine hablado, lo que simula con gestos para el cine mudo; su expresión pone de manifiesto su fracaso, sin decir ninguna palabra.

                Hay muchas coristas y bailarinas: imposible diferenciarlas, pero gracias a las páginas especializadas de internet, puedo nombrarlas, en orden alfabético: Betty y Sue Allen, Marie Ardell, Bette Arlen, Marcella Becker, Madge Blacke, Gwen Carter, Jeanne Coyne, Patricia Denise, Gloria DeWord, Marietta Elliott, Betty Erbes, Sherley Glickman, Betty Hannon, Joyce Horne, Patricia Jackson, Joi Lanning, Janet Lavis, Virginia Lee, Silvia Lewis, Joan Maloney, Dorothy McCarty, Ann McCrea, Sheila Meyers, Gloria Moore, Marilyn Moore, Peggy Murray, Ann Neyland, Dorothy Patrick, Sherley Jean Rickett, Joanne Rio, Joel Robinson, Joette Robinson, Audery Saunders, Betty Scott, Elaine Stewart, Dee Turnell, Audrey Washburn y Norma Zimmer (todas ellas actuaron cuando menos en una cinta más). Superan con mucho la presencia masculina: imposible no admirarlas, no entender su ductilidad; las mujeres aportan la gracia en la cinta; aportan belleza, sensibilidad, elegancia. A Stanley Donen le gustaban las mujeres.

Una mujer enfurecida increpó en una ocasión a James Thurber por odiar a las mujeres; él lo negó con toda sinceridad, pero lo pensó mejor y publicó una serie de razones: cito, hoy, sólo unas cuantas: siempre encuentran lo que los hombres perdemos, y lo recalcan con un tono que no oculta una superioridad indiscutible; aportaron al idioma frases como “ay, qué lindo”, “qué monada”; la que me pareció más evidente y con lo que estoy más de acuerdo: lanzan una pelota (de beisbol, de tenis) o cualquier objeto adelantando el pie equivocado, y siempre pierden un guante; ahora que no los usan, lo que pierden es un calcetín: no un par, uno solo.

Anna Ivanovic, Maria Sharapova, Alina Miskyna y sobre todo Tsvetana Pironkova, cuatro tenistas muy destacadas, miden cuando menos 1.80. ¿Para qué?

domingo, 10 de febrero de 2013

Las panties de Debbie Reynolds; las mujeres de Donen; las piernas estremecedoras de Keyes, y los griposos


En uno de los mejores ensayos sobre cine escritos en México,  José de la Colina resalta el gesto (¿inconsciente, involuntario?) de Debbie Reynolds cuando, al  final de “Good Morning” (en Singin’ in the Rain), se baja la falda para evitar que se le vean las pantaletas; cada vez que veo la película siento que algo anda mal; De la Colina dice que trae falda rosa y plisada, pero es azul; en efecto, se la baja, pero no se le había subido, y sólo dejaba al descubierto las rodillas; claro que en 1952 no mostraban las rodillas sin ser asediadas por las miradas masculinas ansiosas y excitadas; es curioso ese gesto de pudor cuando, en el mismo baile, se sube a una cantina y se pasa al otro lado, y quedan al descubierto sus muslos, sorprendentes en una mujer que en sus momentos más lucidores medía 1.57 metros, chaparra comparada con la estatura de Marilyn Monroe (1.61), Katharine Hepburn (1.71), Cyd Charisse (1.71), Marlene Dietrich (1.68), Greta Garbo (1.71), Briggite Bardott (1.70), Ginger Rogers (1.64), (Ann Miller (1.70), o las mexicanas Dolores del Río (1.61) o María Félix (1.75); sólo fue más alta que Natalie Wood y su 1.52.
                Durante ese baile, y en otros números musicales, se pueden admirar, por breves momentos, las muy bellas piernas de Debbie Reynolds, y no hay siquiera la posibilidad de admirarla en una óptica erótica, por lo breve, porque están justificados sus movimientos, y porque en ningún momento se le ven las más allá de los muslos.

                Pero al año siguiente filmó I Love Melvin, durante la cual bailó, subiendo y bajando de una mesa de centro, una muy divertida melodía, “Where did you learned to dance?”, en la que da vuelo a su falda ampona y muestra muy generosamente sus piernas, más bellas y cachondas que en Singin’ in the Rain, además de unas tarzaneras blancas muy coquetas, llenas de olanes y adornitos también blancos, varias veces, además de que se sube la falda a cada rato, de manera voluntaria, y muestra sus muslos contundentes. Aunque la escena no es morbosa, es mucho más sensual que las de la cinta dirigida por Stanley Donen, quien se distinguió por esa finura, esa elegancia, esa delicadeza para exhibir la belleza femenina sin denigrarla. Donen fue mucho más sutil que Don Weis, el que la dirigió en I Love Melvin.

                Donen tuvo cuando menos dos momentos difíciles al respecto: en La escalera, que acomete sin temor pero con elegancia el tema de la homosexualidad con dos actores que no fueron homosexuales, Richard Burton y Rex Harrison; en algún momento, escandalizados, corren a una pareja que se refugia de la lluvia bajo el toldo de su negocio, y los sorprenden cuando el muchacho soba los glúteos de la muchacha (gesto ahora muy frecuente incluso en la televisión; antes, qué capaz); poco después sorprenden de lejos a una pareja que copula en el campo, y se limitan a un comentario o una queja: “mira, lo hacen de verdad”.
                En una de las últimas cintas de Donen, Échale la culpa a Río (que en España bautizaron, bien ingeniosos ellos, Lío en Río) aparecen desnudas la muy alta (1.79) Michelle Johnson y Demi Moore (1.65); la segunda, que aparece en tanga brasileña y muestra las piernas en toda la cinta, no enseña ni los pechos (cubiertos por su cabello largo –dicen que porque entonces los tenía muy pequeños, los pechos) ni los glúteos desnudos; Johnson en cambio aparece varias escenas con los pechos desnudos y sin tarzaneras cuando menos en un par de ocasiones, muy visible (en directo y en fotografía) el vello púbico (antes de que desapareciera de las actrices y las modelos actuales); pero las situaciones, más que eróticas, son muy cómicas y nada morbosas; por el contrario, el final tiene mucho de tristeza e insatisfacción.

                El cine de Donen está lleno de mujeres vitales, bellas, pero discretas; no importa que bailen mejor que sus coestrellas, no intentan quitarles estrellato ni lucimiento; Reynolds, por ejemplo, es mucho más graciosa bailando que Gene Kelly, y sobre ella recae gran parte del peso de Singin’ in the Rain, pero él se lleva todos los méritos, incluso a costa de la muy simpática Jane Hagen, que lleva el papel de villana aunque se luzca todo el tiempo (se necesitan muchas dotes de actriz para ese papel); en Malditos Yanquis (con mayúsculas, porque es el nombre del equipo de beisbol que, en la época de la obra de teatro y de la cinta, ganaron ocho de diez campeonatos y quién sabe cuántas Series Mundiales), Gwen Verdon le da un baile de actuación a Tab Hunter, y está al parejo de Ray Walton, magnífico en su papel del diablo en otra versión de Fausto (Donen hizo Un Fausto moderno, pocos años después), y como bailarina se echa un buen mano a mano con Bob Fosse, coreógrafo legendario (más le valía: eran esposos); si el final es débil, la culpa no es de los actores, ni siquiera de Donen, sino de los Senadores de Washington que derrotan a los Yanquis de una manera poco verosímil.

                Donen hizo que sus actrices mostraran las piernas con mucha frecuencia, pero el espectador admira su belleza, no su magnetismo animal; luego abundaré en ello, pero por ahora pongo como ejemplo Juego de pijamas, una de las cintas donde Doris Day exhibe sus piernas con más frecuencia y generosidad, sin provocar bajas pasiones.

*En La comezón del séptimo año se recuerda, deformándola, la escena de las rejillas ventiladoras del Metro, que sube la falda de Marilyn Monroe; en la vida real mostró más que en la cinta, lo que provocó los celos de Joe DiMaggio y de Frank Sinatra, que trataron de corregir a golpes la tendencia de MM a dejarse admirar por las miradas masculinas. Tom Ewell interpreta al vecino que vive debajo de la tentación, que aspira a seducir a la ingenua rubia que, sin querer, lo excita, y está dispuesta a dejarse seducir; lo encuentra simpático, divertido, más atractivo que si fuera apuesto; en contrapunto, Ewell imagina diálogos con la esposa ausente, quien se burla (se burlaría) de sus intentos de seducción hacia ese animal erótico; le recuerda, en escenas oníricas, que las mujeres que él cree enamoradas de él, en realidad nunca lo estuvieron, que él se hizo ilusiones.
                Una villana por omisión, a la que vemos poco y nos atrae menos, interpretada por una fría, poco atractiva Evelyn Keyes, quien sin embargo hizo que la pantalla temblara muy pocos años antes con una cinta muy menor, pero muy divertida, One Big Affaire, de Peter Godfrey; el argumento, levemente parecido a Sucedió una noche, pone a Keyes como una turista que tiene que fingirse esposa del aventurero Dennis O’Keffe; simulan ser matrimonio en un pueblito de Guerrero, donde deben pernoctar en un hotel; ella, muy decente, se rehúsa a compartir con él la habitación, pues sólo hay una cama, pero él no puede salir del cuarto porque las autoridades descubrirían el engaño; las autoridades, conmovidas por el idilio, les llevan serenata con un trío que canta bajo su balcón; es la escena más atractiva de la cinta, pues Keyes viste sólo la camisa de una pijama, y expone a nuestra vista unas piernas muy bellas, y a cada rato se inclina, haciendo creer que dejará ver los glúteos (en esa época, principio de los cincuenta, las pantaletas eran enormes –ahora le dicen grannies, o sea “de abuelitas”, pero algunas eran más eróticas que las de hilo dental actuales, que revelan más defectos que cualidades); no lo hace, pero casi; sucede otra cosa en esa escena: mientras el trío canta se dejan sentir varios seísmos más o menos perceptibles; pero mientras Keyes y O’Keffe se alarman, ni los cantantes ni el alcalde se dan por enterados; cuando ella pregunta si hubo un temblor, el alcalde le explica que sí, pero que allí son muy normales. (Keyes hizo papeles relevantes en otras cintas, particularmente en Lo que el viento se llevó; y el viento se llevó su fama, aunque sigue teniendo un número reducido pero orgulloso de admiradores que han colocado en youtube varios homenajes, con fotografías de momentos claves de sus cintas; en muchas muestra, posando con sensualidad ingenua, sus piernas bellas. Por desgracia, ninguna de One Big Affaire).

*Por metiche me enredé en una breve y unilateral discusión con mi amigo Hugo García Michel, por culpa del Diccionario de la Real Academia; presumió Hugo de andar griposo (no agripado ni mucho menos el vulgar agripedo), o sea afectado de una infección gripal; “tengo gripa”, y ante mi observación de que posiblemente era gripe, me remitió al DRAE, que dice que en España se dice gripe y en México y en Colombia se dice (no que deba decirse) gripa; en efecto, así se afirma en la edición de 2001 del DRAE, pero en ediciones anteriores (1992, por ejemplo) no existe “gripa”; es una concesión de las muchas que ha acometido la Real Academia, que desistió desde hace un buen rato a ser un órgano normativo, y sólo está publicando un diccionario de uso, sin el rigor que debía contener; Luis Fernando Lara, en el Diccionario del Español en México, también da preferencia a gripa, y gripe lo remite a gripa; para el Diccionario Panhispanico de Dudas no  hay ninguna duda: se dice gripe; Seco, ni en el nuevo Diccionario de Dudas tiene dudas y ni siquiera incluye la palabra gripa, aunque en el viejo dice que no debe decirse ni grip ni grippe, sino gripe, aunque acepta que en Colombia, Uruguay y Méjico puede (no que deba) decirse gripa. El Diccionario del Español Actual tampoco acepta gripa.
                Para el acucioso Diccionario de modismos mexicanos, de Jorge García-Robles, gripa no es mexicanismo, pero para el Diccionario de Mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua “gripa” es supranacional, lo que quiere decir que es algo que está por encima del ámbito de los gobiernos o instituciones nacionales y que actúa con independencia de ellas (por lo que decimos gripe al resfriado o al catarro; la verdadera gripe no manda a la cama a los griposos, sino a los hospitales y, en los años veinte, al cementerio; en aquella epidemia murieron millones, entre ellos los padres de Mary McCarthy, según cuenta en Una vida encantada).

                Transcribo literalmente la entrada de “gripe” en el Diccionario de incorrecciones, dudas y normas gramaticales de mi autor favorito de diccionarios, Fernando Corripio: “Gripe: es lo correcto y no grippe ni gripa. Griposo ha sido aceptado; dígase también ‘que padece gripe’. Es incorrecto engripado y agripado”.
                Hugo no tiene dudas, pero yo me quedo con muchas: ¿por qué si el DRAE acepta una variante para algunos países de América Latina, no aceptamos que en toda Hispanoamérica se dice “balacear”, y casi todos los diarios, incluso donde Hugo escribe y publica, escriben “balear”, a la española? Algunos, para no caer en la disidencia, dicen tirotear.

                Cuando Gustavo Díaz Ordaz quiso regañar a Carlos Fuentes, dijo que siempre es bueno que los escritores usen bien el lenguaje, y lo remitió al Diccionario; Gabriel Zaid, en uno de sus mejores ensayos, rectifica: hay que saber leer el diccionario, no seguirlo al pie de la letra.
                Y es que la Academia, harta seguramente de los madrazos que le asestaban los que detectaban sus cientos de errores, comenzaron a darle gusto a todos, y a deformar su diccionario hasta convertirlo, repito, en un diccionario de uso: así se dice aquí, de otra manera allá, y de otra tercera en Méjico y otros lados; usen la que quieran, total (dice la Academia, no yo).

*En la entrega de uno de tantos premios que reparte al mes la industria del entretenimiento en Hollywood, a Jeniffer Lawrence se le rompió el vestido, y le enseñó sus bellas piernas a todos los asistentes a esa ceremonia, a los fotógrafos que se dedican a la sacralización de lo baladí, y a unos indiscretos que filmaron el incidente y lo insertaron en las redes de internet, sobre todo en youtube; las crónicas dicen que mostró (además) aplomo; a mí me hizo recordar parte de un poema de Anastasio de Ochoa:

                Qué tosa en el templo Juana
                cuando le venga la gana,
                ¡vaya en paz!
                Pero que esa tos no sea
                por que algún hombre la vea;
                ¡qué capaz!

*”La cronología tiene muchas lagunas. La gramática no guarda ninguna relación con el inglés. En la página tal ha incluido usted a una persona que busca las tarifas de los barcos de vapor en el Almanaque Mundial, pero no se encuentran ahí; lo he comprobado. Hay un error sobre el Año Nuevo Chino. Los personajes carecen de consistencia. Describe a Liza Hamilton de una manera y después ella se comporta de una manera diferente […] ¡Dios mío! Qué manera de zarandear el participio, mire la página tal.” (Palabras de John Steinbeck acerca de las observaciones de un corrector de estilo, entre otros problemas con los demás departamentos, en una editorial.)

*Pasadas las elecciones para el Salón de la Fama, los electores decidieron que ninguno de los candidatos merece el honor de estar en la inmortalidad del beisbol. No podía estar más de acuerdo. Lo curioso es que el descarado Sammy Sosa declaró que él y Mike McGwire pertenecen a ese grupo de héroes (en el sentido mitológico, no en el bélico ni en el civil).

*Diez años después de su gran amigo Tito Monterroso, falleció Rubén Bonifaz Nuño, uno de los poetas mayores del siglo XX mexicano; le debo a Nacho Trejo y Manuel Gutiérrez mi pasión por El manto y la corona; sus virtudes las conocen sus lectores, aunque me temo que sus críticos no. Aunque detesto hablar de mí al hablar de otros, no puedo resistir la transcripción de dos anécdotas: me lo topé en las escaleras del Fondo de Cultura Económica (no el nuevo, el tradicional), que subía a tientas; me ofrecí a ayudarlo; a la mitad del camino le dije que mi verso favorito, y que repetía a cada instante, es “Ay, cómo compadezco a los que tú no amas”; muy serio, al dejarlo en la entrada de la dirección, me preguntó mi nombre, y dijo, con una sonrisa que no podía ser falsa: “es usted a toda madre, Mejía”.
                La otra no es mía, pero creo que soy el único, ahora, que la conoce: Monterroso dejó varios testimonios de su amistad, de su admiración por Bonifaz (incluso, que cuando le propuso la edición de su primer libro formal, Bonifaz le dijo  en latín). Pero nunca le confesó las dudas que tenía al llegar la temporada de las conferencias de Bonifaz en El Colegio Nacional, a las que Monterroso no quería faltar, pero tampoco quería perderse la Serie Mundial, con las que coincidían. Varias veces lo solucionó al llevar un radio de transistores, escondido en el saco, con un audífono: así, atendía la conferencia y el beisbol, del que Tito era fanático.

domingo, 27 de enero de 2013

Reclamos de un peatón; más mujeres de Lester

Dice David Toscana (autor de algunas muy buenas novelas, como Las bicicletas y Estación Tula) que como no todos podemos colgar un cuadro de Van Gogh en nuestras paredes, debemos conformarnos con los bodrios de la hija de algún amigo; las obras de Van Gogh, entre cuadros y dibujos, llegan a 2 500; muchas pertenecen a museos, las que llegan a ponerse a la venta se valúan en más de 20 millones de dólares, y alguna sobrepasa los 80 millones; sólo unos cuantos cientos de personas podrían adquirirlos, si es que se interesan, o se interesan en apantallar a sus conocidos. Según Toscana, hay que conformarse entonces con bodrios; por fortuna, para quienes carecemos de decenas de miles de pesos no tenemos que conformarnos con las reproducciones que venden en tiendas para turistas o en museos; desde hace algunos años existen técnicas que permiten que haya varios originales de un solo cuadro, como las serigrafías y las litografías; los grabados y los dibujos tampoco son tan caros como los óleos, que en los casos de algunos pintores mexicanos, se cotizan en más de cien mil pesos; pero con las serigrafías con unos cuantos cientos, o pocos miles de pesos, puede alguien poseer unos 20 o 30 buenos cuadros de muchos otros pintores. Hay en el mercado mexicano serigrafías hasta de Miró; y si uno no puede tener un óleo de Manuel Felguérez, hay serigrafías que cualquier aficionado, mediante sacrificios, pero sin descapitalizarse, puede tener cuadros suyos, auténticos. Y hay óleos que no son tan caros, y uno puede abstenerse de comprar libros, discos y películas, y de comer, durante un par de meses y entonces comprar uno que nos guste. Lo que más me llamó la atención cuando de adolescente comencé a conocer a escritores, fue que todos tenían en sus casas, alrededor de los libreros, cuadros de regular o gran tamaño. Por ejemplo, en su autobiografía, Gustavo Sainz, al describir su departamento (Niza 66, como debió llamarse nuestra novela a cuatro dedos), aparte de los retratos de los escritores y cineastas que admiraba, dice que en su recámara “sobre el clóset que ocupa la pared hay cuatro monstruitos de Arnaldo Coen… En el comedor, junto a la puerta de salida, después de haber visto un dibujo de Vicente Rojo, una acuarela y un óleo de Arnaldo…”. Por su parte, Carlos Monsiváis habla de su estudio de trabajo, y además de un teléfono siempre ocupado, menciona un cuadro de Pedro Coronel, una colección de dibujos de Cuevas y un collage de Vicente Rojo. Entonces pensé que todos eran ricos, pero Monsiváis, por esa época, presumía de que era “pobrísimo” (palabras de René Rebetez, quien objetaba la presunción, pues por esos días había cobrado su antología de la poesía mexicana del siglo XX). Uno de los lujos de Sergio Galindo era un óleo de Siqueiros que, por error, el pintor lo había fechado un año después, por lo que Sergio temía que falleciera y todos pensaran que fuera falsificado; un vecino, que para mayor muestra de humildad trabaja en un periódico, tiene en su sala cuadros de Leticia Tarragó; alguno de estos escritores me confesó que la mayoría de sus cuadros habían sido obsequios de los propios pintores, que suelen ser muy generosos. Pero Toscana los descalifica: si no son Van Gogh, todos son bodrios. En otra parte de su ataque contra los libros de autoayuda se lanza contra los cineastas que a él no le gustan, y llega a calificar de mediocres a muchos críticos a quienes le gusta el cine de Woody Allen, la mayoría de los cuales sabe bastante más cine que Toscana; no dice sus razones para abominar de Allen, lo que hace pensar que sus descalificaciones son tan radicales y prejuiciosas como las que usa para desechar a todos los pintores a partir de Van Gogh; es decir, si alguien no es Wilder, Hawks o Ford, no existe (aunque sea Huston, Hathaway –Henry—, Lang) o es malo o hijo de un conocido, por lo que tenemos que conformarnos con sus películas. Es de pensar que Toscana, tan serio, nunca ríe. Hace reír a sus lectores, sin embargo: en una de sus novelas un personaje anda cargando un cerdito que, como ya no lo estaban criando, debe tener más de seis meses, sólo que a esa edad ya pesa 50 kilos, cuando menos; cierto, debe estar flaco porque según las enciclopedias deben deglutir kilo y medio de comida por cada kilo que pesen, y los personajes de esa novela pasan mucha hambre. Ora que ni tan flaco, porque los otros personajes le traen ganas para convertirlo en tacos de maciza. Lo más gracioso de ese pasaje, no por inverosímil menos atractivo, es una escena en la que el personaje tropieza y el cerdito rueda por el suelo “con toda su humanidad”. Alguna vez el Excélsior de los años setenta describió el pánico de una población cuando vio que un lagarto arrastraba su humanidad por las cercanías. Toscana ya le dio categoría literaria a ese barbarismo. Lo principal del ataque de Toscana es contra los libros de autoayuda, que ocupan sitios de libreros que debían ser para clásicos antiguos y modernos. Poco tengo a favor de los libros de autoayuda: son convencionales, aconsejan, algunos de ellos, que se pierda la dignidad con tal de conservar una chamba, o que haga de cirquero para tener muchos amigos o para caerle a una chava de altas pretensiones, que caminan con la frente en alto y gesto de que todo alrededor de ellas huele a gas; si alguien todavía la pretende, puede leer esos consejos que, por lo regular, fallan. Lo peor de muchos de esos libros es que están mal escritos: desconocen la sintaxis, poco les importa la ortografía, y creen que la concordancia es para los pedantes; inventan verbos o usan mal los existentes, y carecen de lógica; muchos llegan a las librerías con menos ínfulas, y están mejor escritos porque correctores profesionales los han limpiado de errores, erratas, solecismos y barbarismos (cosa que los autores, cuando lo advierten, ni siquiera agradecen, aunque la mayoría cree que los méritos son suyos y no de los correctores, quienes, por otra parte, se ganan la vida honradamente poniendo los acentos que los autores ignoran). No son peores que muchos literatos noveles (de 40 o 50 años de edad), que desconocen el uso de los acentos o, mejor dicho, su función. Creen que sobretodo es un sinónimo de “sin embargo”; creen que “a bordo” y “abordo” significan lo mismo; nunca le atinan a los acentos de aun o al de más o mas; ignoran, como los autores de autoayuda, el significado de las palabras; andan celebrando la tiranía de la RAE para eliminar acentos, no por cuestiones gramaticales sino para que no se le note lo ignorantes; ya lo dije, pero lo repito por tratarse de un caso del mismo Toscana, quien en una novela relata (eso sí, con buen sabor) el asalto que sufre una anciana, a quien le gana el instinto y trata de evitar que le arrebaten su bolso; los rateros la vencen y queda tirada en el suelo, con las medias rotas y las rodillas raspadas; se encuentra justificadamente indignada, no tanto con quienes la asaltaron (¿o es uno?; no recuerdo), sino con los peatones que no la ayudaron; supongo que quiso decir que con los testigos, acobardados, que nada hicieron por impedir si no el asalto, sí el atraco, o cuando menos la humillación; me parece que es una de las lecturas que más me han indignado, porque se lanzó contra todos los peatones (en el caso narrado por Toscana, también había automovilistas que tampoco evitaron el atraco, pero a ellos no los acusó de negligentes y cobardes), y la mayoría de las veces soy peatón. No puedo decir que no aprendí a conducir un automóvil que, en contra de la etimología, no se mueve por sí solo, aunque ya no necesita la ayuda de caballos o de energía eléctrica; Pancho Ramírez se ofreció a enseñarme (Sotero Garciarreyes también se ofreció, y juró que lo haría tan bien que esa misma noche podría llevarme su auto desde su casa en las Lomas hasta la mía en la Industrial; su mujer fue más sensata y lo disuadió de tal hazaña); tomamos el único automóvil que tuvo mi padre, y conduje unas diez calles, desde mi casa hasta la de Pancho, que era la misma pero kilómetro y medio más lejos y con otro nombre; lo peor fue que me estacioné bien, pero sin observar hacia atrás, que es como se debe hacer cuando se maneja en reversa. Pancho estaba muy asustado y desistió de su empeño. Para bien, porque a lo largo de los años fui descubriendo que, sin ser daltónico, confundo el verde con el rojo, y sobre todo, que no estoy dispuesto a dejar de admirar la belleza de algunas peatonas (y una que otra automovilista) sólo por ser responsable y no distraerme, y concentrarme en el tránsito, los peatones, los automovilistas y los semáforos. Por ello, soy más responsable y no he provocado ningún accidente, aunque en alguna ocasión llamé la atención de Isaac Arriaga Soto hacia el atractivo de una peatona; cuando Isaac advirtió que había dejado de ver el tránsito, frenó en seco, rechinando los frenos. Quienes se burlaron de él por frenar en medio de la calle, sin autos cerca y lejos de un semáforo, no saben el susto que nos llevamos. (La incapacidad de mi padre para manejar automóviles es uno de sus legados más firmes, y que la legué a mis hijos.) Cuando no soy peatón soy copiloto que le indica a los conductores víctimas de mis histerias los posibles peligros a los que pueden enfrentarse; la mayoría son pacientes, pero el cómplice perfecto era Manuel Gutiérrez Oropeza, quien me daba aventón para que yo le dijera a quién podía admirar, y hacia dónde; sólo dos veces chocamos, y sin consecuencia; bueno, una: la disminución de mi astigmatismo por un leve golpe que ni me dolió (en ese momento). *Al buscar vida y obra de Fernando Corripio me enteré de que escribió muchos más diccionarios de los que tengo: uno Abreviado de Sinónimos; de Incorrecciones, Dudas y Normas Gramaticales; de Inglés Coloquial y Slang Americano (estadounidense, seguramente); Etimológico General de la Lengua Castellana, además de Enriquezca su Vocabulario; tengo otros suyos, realmente muy buenos; su Gran Diccionario de Sinónimos es el mejor que conozco; baste un ejemplo: tiene 27 sinónimos de puta, el doble de cualquier otro (aunque no he adquirido el de Moliner, que me dice un experto que debe ser un fraude, no de ella sino quienes lo fabricaron tomando las definiciones de su muy prestigiado Diccionario de Uso); el de Incorrecciones es excelente, no sólo porque advierte de errores muy comunes (detentar, por ejemplo), sino del buen uso de vocablos por lo regular mal traducidos. Al poco de ver su ficha encontré, más barato que en las librerías del FCE y las Porrúa, el Diccionario de Ideas Afines. Es no sólo útil, es bello, y da idea de la riqueza de un idioma que no tiene por qué atarse a una definición sin salirse de ella; todos los usos que puede tener una palabra sin necesidad de distorsionarla; la variedad de posibilidades para no repetirse, sin caer en inexactitudes, además de que las afinidades no son exclusivamente lexicográficas, sino de asociación de ideas; testigo, por ejemplo, puede ser un deponente, un declarante, un manifestante, un exponente; en ningún caso se dice que es sinónimo de peatón. Hay un solo defecto (o es el único que le he encontrado luego de ojearlo durante una semana): no menciona el Diccionario Ideológico de la Lengua Española, de Julio Casares, mucho más amplio porque no sólo asocia ideas, sino que las define en el sentido de darle un uso adecuado; así, el testigo es alguien que observa un hecho (como un atraco), pero relacionado con la variedad de ideas y expresiones de las maneras en que puede usarse. El único problema es que el diccionario de Casares está agotado (no que esté fatigado, sólo que no se encuentra en las librerías, excepto en 23 de España, otra en Estados Unidos y otra en Canadá, con precios tan variables que van de los 30 a los 75 euros, más gastos de envío) y el de Corripio está fresquecito en las librerías mexicanas, pero sólo éste, no sus otros diccionarios. Corripio tradujo varios libros, para Bruguera, entre ellos Moll Flanders, de Defoe (tengo la traducción de Carlos Pujol, la que en la portada trae a Elke Sommers) y Ofendidos y humillados, de Dostoievsky, tampoco a la venta. *Prosigo, brevemente, con algunas mujeres en las cintas de Richard Lester: en Help! aparece Eleanor Bron, la mujer que hace sufrir a Dudley Moore en Un Fausto moderno, de Stanley Donen (donde por cierto, muestra las pantaletas mientras hace creer que Moore va a violarla, cuando éste sólo quiere demostrar su amor). Bron es cortejada por McCartney e intercambia guiños coquetos con Harrison, mientras que Lennon parece indiferente y ella intenta salvar a Starkey de los intentos homicidas de una secta que sacrifica ritualmente a quien porte un anillo. Eleanor (¿algo tendrá que ver con la Eleanor de “Eleanor Rigby”?), quien pertenece a esa secta, los lleva por todo el mundo huyendo de los atacantes; es la inteligente de la película; algunos biógrafos indiscretos relatan que ella sí tuvo sus queveres, pero con Lennon; no se sabe si una o muchas veces, pero fue una de las mujeres con las que él engañó tanto a Cynthia como a Yoko; en la cinta, Lester la trata con mucho respeto, y resalta su belleza, su elegancia, singular y extraña tanto como lo hizo Donen. Algo raro sucede en Help!, seguramente por un descuido: Harrison roza, al parecer de manera accidental, el pecho de una extra; al contrario de lo que podría esperarse por los deseos que despertaban los Beatles en las niñas, adolescentes, adultas y adustas, la extra hace un mohín de disgusto. Sin embargo, la mujer que fue tratada con más delicadeza en una cinta de Lester fue Audrey Hepburn (¿la actriz más elegante de la historia del cine?), en Robin y Marian; es objeto del amor de un Robin Hood encarnado, sin su papel tradicional de seductor, por Sean Connery; conmovedores ambos, no son objeto de pasión irrefrenable, sino de entrega, comprensión, unión de sentimientos que sobrevivieron al erotismo, y lo conservan como algo íntimo, que no se presume ni se comparte, aunque se limiten no al recuerdo sino a las miradas, más intensas que cuando copulaban. *¿Vale la pena ver un Abierto de Tenis si en la primera ronda es eliminada Tsvetana Pirinkova? Sólo por ver a Ana Ivanovic perder en la tercera ronda, y las mañas de las tenistas que fingen o exageran lesiones para recuperarse de los malos momentos. *El mismo día fallecieron Earl Weaver, el manager por excelencia de los Orioles de Baltimore, y Stan Musial, uno de los más extraordinarios bateadores de la historia del beisbol, siempre con el uniforme de Cardenales de San Luis. Weaver nunca jugó en las Mayores, pero dominó a jugadores que tenían derecho a ser tratados como superestrellas: Jim Palmer, Brooks Robinson, Frank Robinson, Pat Dobson, Mike Cuellar, Paul Blair, Boog Powell, rindieron como nunca bajo sus órdenes; mucho más chaparro que ellos, los disciplinó y los hizo campeones varias veces; su coraje y su empeño lo hicieron temible a los umpires, que lo expulsaron más de 90 veces en su carrera. Musial una tarde produjo con sencillos, doble y jonrón todas las carreras con que su equipo venció a los Dodgers; al día siguiente el locutor local lo anunció: “at bat, that man”; así lo conocieron los aficionados y los contrincantes, que lo respetaban; tuvo la mejor temporada que pudo haber tenido cualquier jugador: en 1948 fue líder en carreras anotadas, empujadas, hits, dobles, triples, bases recibidas, porcentaje de bateo y de slugging; se quedó a un jonrón de empatar el liderato; tuvo una hazaña a lo largo de su carrera: bateó el mismo número de imparables jugando en su estadio que como visitante; no bateó 500 jonrones, pero se quedó muy cerca, cuando no había estimulantes externos; al retirarse tenía un récord que nadie más puede tener: más récords de bateo que cualquiera otro (55, en total). Buen jardinero, alguna vez calculó mal un elevado y la bola lo golpeó en la cabeza; nadie se rió, hasta que él mismo soltó una carcajada, luego de que revisaron que no hubiera (¿quién dice que ese verbo no existe?) sufrido una lesión. Después jugó la primera base. Pese a su potente bateo (475 cuadrangulares, más de 500 dobles, más de 130 triples) nunca se ponchó más de 50 veces por temporada y sólo 696 veces en su carrera de 24 años y más de diez mil turnos al bat. Nunca protagonizó ningún escándalo; fue el rival de Ted Williams, considerado el mejor bateador de todos los tiempos, y fueron grandes amigos; entre ambos conquistaron todos los títulos imaginables: Musial fue campeón de bateo siete veces, Williams seis. Y no tomaron esteroides. El mismo día, más cercano, un muy joven amigo nos estremeció con su partida, pero se le recordará siempre. *”Y allá en la Francia, güiriqüirigüirí, y allá en la Francia güirigüirigüirá, se murió Benito Juárez, se acabó la libertad”, dijo y cantó Carlos Fuentes en La región más transparente.

martes, 1 de enero de 2013

De bandas y bandas; antologías, tiendas de discos y corazones rompidos

I. Pancho Villa suscitó muchísimos comentarios cuando las autoridades decidieron poner su nombre en la Cámara de Diputados, en letras de oro, allá por los años sesenta; “era un bandolero”, reclamaban muchas personas que vivieron y sufrieron la violencia de la Revolución Mexicana; “asolaba las ciudades, se robaba a las muchachas que le gustaban, se casó con muchas”; otros fueron más benévolos en sus comentarios: “era un bandido generoso, a la Robin Hood, que robaba a los ricos para dárselo a los pobres”. Algunos decían que practicaba el tiro al blanco en las personas que salían a buscar alimentos; otros, que llegaba en ferrocarril con los carros cargados de azúcar, arroz, alimentos, y que repartía entre la población de pobres en los pueblos a donde llegaba con su ejército.
 Ninguna de las partes le asestaba el adjetivo de ladrón, ése se lo dejaban a las autoridades de su tiempo, o las posteriores; a él le decían bandolero o bandido, y bandido es un fugitivo de la ley por “bando”, es decir, buscado por las autoridades, como lo era Doroteo Arango antes de sumarse a las filas de Pascual Orozco para apoyar la rebelión a la que llamó Francisco I. Madero luego de que oficialmente fue derrotado en las urnas por Porfirio Díaz, en unas elecciones amañadas, sobre todo porque Madero era también un perseguido por la ley, que se había fugado de la cárcel a donde lo habían confinado porque representaba un peligro para la reelección de Porfirio Díaz en 1910.
 Arango perteneció a una banda de cuatreros comandada por el bandido Francisco Villa, de quien tomó el apelativo; ¿en qué momento una banda, es decir, una pandilla, un grupo de bandidos, pasó a ser sinónimo de grupo de rocanroleros? Brincos dieran, porque muchos se sienten marginados aunque, como los personajes de Takin’ Off, de Milos Forman, su marginación sólo sea en cuanto la ropa que usan, el gesto fiero y la mirada retadora, respaldada por los cientos de miles de dólares que reciben anualmente.
 La décima acepción de “banda” en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en la edición de 1970 se aplicaba a un grupo musical de un ejército militar; también, a un grupo musical que empleara instrumentos de viento sonoros (sin embargo, los grupos sonoros se llamaban sonoras, como la Matancera, la Santanera, la Sinaloa), como la Banda de Huipanguillo, célebre a mediados del siglo XX; en la más reciente edición que ya también está caduca, pasó esa acepción al séptimo lugar, con la acotación de que por asociación, se le aplica a cualquier conjunto musical. Mucho me temo que más que modernización del DRAE, sea una adecuación de la definición de “band” en inglés estadounidense; en el Gran Diccionario Larousse, banda es un grupo, pero con connotaciones delictuosas (pandilla), y en la segunda, grupo musical, más asociado al jazz; en los años setenta aparecieron algunos conjuntos de rock que incorporaron instrumentos de viento; no Traffic, que usaba flautas y saxofones, ni los Rolling Stones, que invitaba a Bobby Keys y a Jim Horn a que tocaran, con cierta discreción, cornos y trompetas. Fueron más bien dos conjuntos multitudinarios, como Blood, Sweat & Tears, que en su formación incluían a Fred Lipsius, que tocaba saxofón; Chuck Winfield, con trompeta; Lew Soloff, trompeta; Jerry Hyman, trombón; Dick Halligan, flauta y trombón, que se combinaban con un bajo, una guitarra eléctrica y uno o dos pianos, para obtener un sonido más cercano al jazz, pero con letras muy elaboradas, muy profundas, algunas muy inteligentes; o Chicago, que tenía trombón, trompeta y otros instrumentos de viento, pero que sonaban bastante más fuerte que el órgano, el bajo y la batería, más discretos.
 En su Historia de la música pop, Jordi Sierra y Fabra dedica un capítulo muy elemental a las megabandas, pero más por la cantidad de músicos que por los instrumentos; las bandas fueron pocas, y no podía incluir entre ellas a Santana, que se caracterizaba por unas percusiones muy latinas (Carlos Santanera, le decían por allí), una guitarra con un sonido muy peculiar, combinada con un órgano también muy latino. Sucedió que por esa época se juntaban estrellas de conjuntos con los estrellas de otros conjuntos, y así aparecieron Blind Faith (salidos de Traffic, Cream y Family), CSNY (de Buffalo Springfield, Byrds y Hollies), ELP (de Nice, King Crimson y Atomic Rooster), o los amigos de Delaney & Bonnie, integrado por estrellas salidos o expulsados de grupos famosos (en algún momento llegaron a tener a tres requintos: George Harrison, Eric Clapton y Dave Mason), y desprendidos de éstos se integraron los Domino's de Derek, que tuvieron al mismo tiempo a Clapton, Mason, Harrison y Duane Allman. Bandas se les llamaba en los cuarenta y cincuenta a las orquestas pequeñas pero excelentes que tocaban swing: Benny Goodman, Gleen Miller, Tommy y Jimmy Dorsey, Harry James, Ray Anthony, Billy May. ¿Por qué llaman bandas a los conjuntos?
 Incluso quienes saben hablar español afirman que hace unos días vino a México, luego de casi 40 años de carrera y cerca de 20 discos, Bruce Springsteen con su banda; sólo por la facha, pero el suyo es un conjunto, un grupo musical; que se llame E-Street Band no quiere decir que en español se llame banda, aunque en la gira se acompañe de una trompeta y el típico saxofón, ahora tocado por el sobrino de Clarence Clemons.
*II. El menor de los poetas incluidos en la Antología general de la poesía mexicana, de Juan Domingo Argüelles (Océano), nació en 1953; deja fuera a un número impresionante de buenos poetas, algunos de los cuales mencioné en la reseña que hice del libro hace unos cuantos domingos en El Librero, de El Universal, aunque no incluí a Guadalupe Flores, Elena Millán, Ricardo Castillo ni a otros con iguales méritos; no es ése el asunto, sino que precisamente en 1953 apareció una antología bastante importante, La poesía mexicana moderna, Antología, estudio preliminar y notas de Antonio Castro Leal; el libro es el duodécimo título de Letras Mexicanas, del Fondo de Cultura Económica (“se acabó de imprimir el 7 de noviembre de 1953 en los talleres de Gráfica Panamericana”, sita en Nicolás San Juan y Parroquia, México, D.F.; se tiraron 5,000 ejemplares y en su composición se utilizaron tipos Caslon, que ya no existen, de 10:10 y 8:8 puntos [medidas que con las computadoras pocos pueden descifrar]. La edición estuvo al cuidado del propio Castro Leal).
 (Debo hacer un paréntesis: no sé, aunque hemos hablado muchas veces no se lo he preguntado, de dónde le viene a Juan el gusto por la poesía. El mío se debe a la desobediencia civil y a la incorrección política: al ingresar a la secundaria la maestra de inglés, Miss Gladys, nos advirtió que si el uniforme era de militar [soldado raso] debíamos usar botas, aunque nos dispensaba de ello, y cortarnos el pelo al cepillo; todos la obedecimos, aunque yo sólo un semestre –desde entonces he traído el cabello corto una sola vez, cuando Arturo Valdés Olmedo me convenció de que lo acompañara a su peluquería, y aproveché para que me trasquilaran, pero el desastre apenas lo advertí cuando terminó; antes, había omitido siquiera de contestarle al peluquero sus argumentos a favor de Hitler; el pinche Arturo se carcajeó como media hora, y en pago a ello tuvo que disparar los vodkas que casi nos producían ceguera. El segundo semestre, cada vez que tocaba inglés me escabullía de la formación, me escondía en la sala dedicada a la cooperativa, y cuando se iban a los salones en la formación, me escapaba a la biblioteca; no sé si era una primera edición, pero una antología llamada Las cien mejores poesías líricas mexicanas, de Castro Leal, era la que siempre pedía; memoricé los cien poemas incluidos, y aun ahora puedo declamarlos con la misma ingenuidad de hace 50 años; me asombra que pueda reproducir, con todo y diálogos, el fragmento de Todo es ventura, de Juan Ruiz de Alarcón: “No reina en mi corazón / otra cosa que mujer, / ni bien a mi parecer / más digno de estimación…”; puedo presumir que a esa edad entendí el sentido no tan oculto de “la debo la costumbre heroicamente insana de hablar solo”, y memoricé también, aunque sin el triple sentido, “La Suave Patria”. Alguien abogó por mí ante el director, quien no me dio la razón, pero permitió que entrara al examen final aunque no me hubiera cortado el cabello ni disimulara el “copete de carpintero”, como lo calificaba Miss Gladys; quién sabe por qué al siguiente año no sólo me permitió el cabello largo sino que me endilgó otro calificativo: “corazón santo”. Aunque en la biblioteca estaba la antología de 1953, pedí la otra, de 1914. Una por otra: puedo leer inglés, pero lo pronuncio como vendedor de baratijas en las playas de Mazatlán; en cambio, puedo leer mucha poesía, más que los mismos poetas.)
 Castro Leal fue polifacético, pero se ha dicho de sus antologías que hacen creer que todos los poetas mexicanos escriben igual; pero leía a todos; en el índice encuentro nombres que, pese a ser consagrados en esas páginas, han pasado al olvido excepto de los especialistas: Jesús E. Valenzuela (que se nos quiere hacer creer que es el don Chucho, de México de mis recuerdos), Roberto Argüelles Bringas (de quien memoricé uno de sus poemas, sólo incluido en la antología de Castro Leal, pero atribuido a Díaz Mirón), Manuel de la Parra, Rafael Cuevas, Rafael Cabrera, Francisco Orozco Muñoz, Jorge Adalberto Vázquez, Rodrigo Torres Hernández, Miguel D. Martínez Rendón, Jesús Zavala, Manuel Martínez Valadez, Pedro Requena Legarreta –de quien Gabriel Zaid ha escrito—, Miguel Potosí, Leopoldo Ramos, Daniel Castañeda, Honorato Ignacio Magaloni, Enrique Asúnsolo, Solón Sabre, Clemente López Trujillo, Manuel González Flores, Práxedes Reina Hermosillo, Jesús Reyes Ruiz, María del Mar (asmo, decía Novo, aludiendo a su hermosura legendaria), Jesús Sansón Flores, Roberto Guzmán Araujo, Arturo Adame Rodríguez, Mauricio Gómez Mayorga, Jorge Ramón Juárez, Rafael Vega Albela, Ramón Galguera Noverola, Manuel Lerín, Rafael del Río, Héctor González Morales, María Luisa Hidalgo, Adalberto Navarro Sánchez, Tomás Díaz Bartlett, Bernardo Casanueva Mazo, Miguel Castro Ruiz, Jesús Medina Romero, Ramón Mendoza Montes y Gloria Mestra.
 Aparte, hay algunos semidesconocidos, que han desaparecido de las antologías, muchos de ellos de manera injusta, o que pervive su leyenda pero hemos olvidado su obra, como José D. (el Vate) Frías, Enrique Fernández Granados, Luis Rosado Vega, Enrique Fernández Ledesma, Genaro Estrada, José de Jesús (el Vate) Núñez y Domínguez, Francisco González Guerrero, Alfonso Junco, Carlos Gutiérrez Cruz, Gregorio López y Fuentes, Vicente Echeverría del Prado (que todavía en los setenta publicaba un soneto diario), Octaviano Valdés, Efrén Hernández, Noé de la Flor Casanova, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Miguel N. Lira, Clemente López Trujillo, Gabriel Méndez Plancarte, José López Bermúdez, Octavio Novaro, Carmen Toscano, Vicente Magdaleno, Miguel Bustos Cerecedo, Alberto Quintero Álvarez, Rafael Solana, Emma Godoy, Javier Peñalosa, Jesús Arellano (“tanto amor a la poesía tan mal correspondido”), Wilberto Cantón; alguno tuvo relevancia en otros géneros (Efrén Hernández, Cantón, Magdaleno, Solana); muchos de los incluidos apenas despuntaban (Dolores Castro, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño, Miguel Guardia), y lo que recopiló de ellos Castro Leal es una muestra de lo que llegarían a ser y hacer; otros de los ahora indispensables eran unos niños que comenzaban a escribir, en privado, o alguno ni siquiera iba aún a la escuela. Algunos de los antologados por Juan acababan de nacer.
 Me hago una pregunta impertinente: ¿vale más el riesgo de Castro Leal de incluir a muchos que merecían la justicia de ser mencionados pero no de ser antologados (¿y debo entrecomillar esta frase?), o la prudencia de Domingo Argüelles, de omitir a muchos que posiblemente el paso del tiempo los lleve al olvido)
 *III. Dije que Music Center me parecía la mejor tienda de discos en los últimos 50 años. En los cincuenta, al lado de El Mago de Capuchinas, estaba una pequeña tienda, casi tan pequeña como Libros Escogidos, con el nombre de Adela (la de “me lo dijo Adela: doctor, mañana no me saque usté la muela aunque me muera de dolor”); con una bondad de la que ignoro el origen me obsequiaba los catálogos atrasados de los discos en venta, que cada compañía daba a los vendedores o distribuidores, y en los que enlistaban cantante, tema y número del disco; llegué a tener una buena colección que, como todas mis colecciones, no sobrevive; me permitía escuchar algunos discos, y allí mi familia compró varios que recuerdo con claridad: “Las piernas de Carolina”, “El alacrán”, “El mar”; no fue allí donde compré mi primer disco, el de los Rebeldes del Rock en Ciudad Universitaria (como visitantes, digo), en un tienda en la Calzada de Guadalupe, junto a una dulcería que sólo vendía chiclosos Tofico y los chocolates de esa misma fábrica (“esa sabrosa mordida”, comercial de Silvana Pampanini, que ahora creo imaginar que tenía un leve acento de picardía), y donde muchos meses veía sus aparadores, codicioso. En una de nuestras pintas, Víctor Tovar Villa y yo escuchamos más de 20 discos en las cabinas que estaban en el segundo (¿o tercero?) piso del Mercado de Discos que estaba en San Juan de Letrán, hasta que los encargados nos advirtieron que el siguiente que tomáramos ya teníamos que pagarlo. Como estaba casi enfrente de la General Electric donde trabajaba mi padre, fatigué sus aparadores durante muchos años, y allí compré una cantidad enorme de álbumes; el último fue una colección de obras de Aaron Copland interpretadas por la Sinfónica de Dallas dirigida por Eduardo Mata; me es imposible recordar cuáles de mis discos los compré allí o en alguna de sus sucursales (la que estaba frente al Teatro Blanquita, por ejemplo); más clavados tengo los que no compré: un LP de Manuel Valdés que incluía “Médico brujo”, “Gorda”, “El dengue del Loco Valdés” –esta última, compuesta por Severo Mirón— y algunos otros, por ignorancia o por falta de dinero.
 Cuando desaparecieron los Mercados de Discos sentí que se iban mis recuerdos a un hoyo negro, pero comencé a visitar otras tiendas; Rocanrol Circus, por Insurgentes, donde adquirí varios discos pirata, pero se me escaparon otros porque de un día para otro desapareció; compré muchísimos en Hip 70, aunque me molestaba que el dueño viera con desdén a los que no adquirían Zappa y Captain Beefhart, o ELP; cuando pedí que me mostrara lo más reciente de Paul Simon le gritaba a sus ayudantes “hijo, pásame lo que haya del Simón”; el emblema de Traffic que traje durante tantos años lo compré allí, pese a la mirada de desprecio del dueño. Xavier Velasco, quien me recomendó Circus, me recomendó otra tienda en Polanco, que me duró poco porque no tenía mucho surtido a menos que uno fuera fanático del Metal más monótono. Xavier también nos mostró un enorme bodegón de discos, en Peralvillo, donde los vendían a precio de mayoristas; ahora hay allí una tienda de artesanías.
 En Briyus nos molestaba que se negaran a vender algunas cosas que nos interesaban porque a los dueños no les gustaba esa música; en Moliére hubo una tienda donde se conseguían cosas raras, como las obras completas de Simon o de Simon y Garfunkel, en un solo tomo; pero duró poco; Roberto Diego Ortega me recomendó una tienda en la calle de Sinaloa, que se especializaba en discos pirata, pero cerró poco después de que conseguí algunas rarezas. También hubo una pequeña tienda en Londres, en las orillas de la Zona Rosa, donde en un mes me consiguieron casi todo lo de Traffic, y me llamaban a casa para avisarme de las novedades: la sustituyó una cafetería con servicio de quiromancia incluido. También en los sesenta y setenta Sears y el Palacio de Hierro tenían buen surtido de discos.
 Music Center lo conocí porque Jesús Iturralde tenía un programa en radio, Panorama 101, donde ponía música excelente por las mañanas; la tienda estaba en Plaza Polanco, donde no tuvo éxito Arvil, que fue donde conseguí algunos de mis discos más entrañables, sobre todo soundtracks; Iturralde conocía todos los discos que vendía; ingeniero graduado en Dominó V, estaba al tanto de todo lo que se vendía, y traía el suficiente número de ejemplares para sus clientes; me hizo conocer a muchos cantantes, a infinidad de conjuntos; por él compré discos que ni se me hubiera ocurrido que alguna vez lo escucharía; más de una vez me dijo: “éste va a gustarte; llévatelo, y si no te gusta, te lo cambio”; nunca se equivocó; un día me atreví a corregirle alguna afirmación, y nos retamos a jugar trivia; en su casa o en la mía nos madrugábamos con las preguntas más absurdas, más incontestables y más divertidas. Antes de que se pusieran de moda, antes de que los trajeran, él tenía un buen número de juegos de trivia.
 No niego que en una tienda que estaba en el edificio Aristos, en Insurgentes y Aguascalientes, compré la mayoría de discos de música sinfónica antes de la llegada de los compactos; que en Margolín me consiguieron El buey en el tejado que no he vuelto a ver más que en Tower de San Ángel (aunque antes me quisieron hacer creer que había pedido El violinista en el tejado, como si Luis Pérez no me conociera); que en Tower de la Zona Rosa debo haber comprado más de cien títulos; pero en donde más a gusto me he sentido fue en Music Center; excepto un día en que su amigo Memo quiso hacerlo enojar y puso en el tocadiscos algo de Julio Iglesias (y salió de su privado, enfurecido), todo lo que ponían era excelente, y con un volumen adecuado, al contrario de Mix Up donde provocan taquicardias con lo que ponen, y al volumen en que lo ponen. Iturralde sabe además la historia de cada conjunto, de cada solista, evalúa su calidad, admite los tropiezos, las fallas, descubre cualidades en muchos desconocidos, y además explica con una sencillez pasmosa, que hace creer a su interlocutor que sabe tanto como Jesús.
 La caída de la industria discográfica, la costumbre que han adquirido de descargar de internet piezas sueltas que, por desgracia, al ser reproducidas pierden más de la mitad de las notas, que no se escuchan o que se mezclan, ha ido desapareciendo las tiendas; ni siquiera porque las compañías admiten que se equivocaron y que los acetatos se oyen mejor que los compactos y que los MP3, ya no hay tiendas, no hay tocadiscos o tornamesas, ni siquiera tocacasetes, y lo peor, tampoco hay clientes. Pero se puede escuchar a Jesús Iturralde en facebook con su programa; pero nada sustituye su inigualable Music Center.
 *IV. Mark Sánchez decepcionó a los seguidores de su equipo, y a sus fanáticos, al tener una temporada desastrosa; sus compañeros lo apoyaron: en el penúltimo juego de la temporada regular, permitieron que capturaran once veces a su suplente, con lo que se empató un récord de casi cien años de vigencia. Pero Sánchez no tiene la culpa, lo que tiene es el corazón rompido: entre la gazmoñería de los directivos de los Jets, y los compromisos políticos de Eva Longoria, Mark anda que no lo calienta ni el sol, como el gorrioncillo detrás de la calandria ingrata; Longoria acaba de hacer público su romance con Antonio Villaraigosa, ex alcalde de Los Ángeles; Sánchez debe sentir que le crecen los cuernos al saber que los favores que antes le ofrecía ya no son suyos, que ya no es Nadia para él, que se fue y lo dejó sin duda por otro con más poder que él; cuando va a lanzar un pase debe pensar que su cariño lo pagó con traiciones, pero que a la ingrata otro así lo pagará, y que si hoy le sobran muchos que la quieran, verá mañana… En Corazón roto se afirma que esa sensación dura un año; otros dicen que uno tarda en recuperarse un mes por cada año que haya durado la relación; así, es probable que la siguiente temporada Mark Sánchez vuelva a ser el que entusiasmó a los aficionados a los Jets.
 *V. Dice una fórmula que el pitcher ideal debe tener el cerebro de Greg Maddux, el brazo y los hombros de Cy Young, las piernas de Ton Seaver, la velocidad de Walter Johnson, la pasión de Curt Schilling, la durabilidad de Warren Spahn, la simpatía de Al Leiter y la esposa de Roger Clemens.

martes, 11 de diciembre de 2012

Con comillas o sin comillas, pero que sea plagio; cita con el destino

En El charro y la dama, de Fernando Cortés, se oye a Pedro Armendáriz presumirle a Rosita Quintana, cuando por fin ella le sirve un café sin quemarse ni derramarlo: “Nunca fuera caballero de damas tan bien servido…”, y sin darle tiempo a una réplica, agrega aún más presumido: “…yo también tengo mi cultura. No se crea…”. No se crea era, o es, una muletilla típica del norte, una contradicción en la que se pide que, por el contrario, se crea en lo que se está afirmando (algo así como “para variar”, que significa que es para no variar; en tiempos recientes se ha dado por decir “para no variar”, lo que le quita chiste al chiste); Armendáriz estaba afirmando que, aunque Quintana lo creyera un rancherote bajado del cerro a tamborazos, había leído a Cervantes, quien utiliza esa expresión en el Quijote (I, 2); lo cita sin comillas y tergiversando los versos tercero y cuarto: “como fuera don Quijote cuando de su aldea vino”, en vez de “como fuera Lanzarote cuando de Bretaña vino”. Algunos capítulos después Cervantes, sin delatarse, habla de sus fuentes primarias. Como Armendáriz sólo cita dos versos y luego se las echa de culto, no sabemos a quién cita, a Cervantes o a Lanzarote; lo que sabemos es que el argumento de la cinta es de Max Aub, adaptado por el mismo Cortés (quien, dicen las malas lenguas, no era cortés con Mapy Cortés, bien buenota ella) y Pedro de Urdimalas, quien en esa misma época se ganaba la inmortalidad con los guiones de Nosotros los pobres y Ustedes los ricos, que pese al tono supuestamente tepiteño de casi todos los personajes, están cargadas de citas cultas, pero choteadas, no por el humor simple de Ismael Rodríguez, sino por el irrespetuoso y arrabalero de Urdimalas, quien nos legó “Amorcito corazón”, que tiene buenas metáforas rayando en lo erótico –“yo quiero ser un solo ser”, “yo tengo tentación de un beso, que se prenda en el calor de nuestra gran pasión”). No es un recurso barato de Max Aub, quien gustaba de hacer muchas bromas y de burlarse del snobismo, y ponía citas por todos lados; hay que recordar que imitó el lenguaje de pintores y críticos en su Josep Torres Campalans, que sus dibujos eran malintencionados, y que muchos cayeron en su “cadáver exquisito” (expresión de Miguel Capistrán cuando explicaba alguna de las bromas que usaban los escritores con sentido del humor, digamos por ejemplo Borges, y en una de las cuales Capistrán fue víctima, creo yo que fatal). Habría que revisar la muy amplia filmografía de Aub para rastrear esas citas. Cuando la Revista de Bellas Artes publicó el guión de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, Tiempo de morir, dieron cuenta de muchas trampas que los muy cineastas Fuentes y García Márquez pusieron al joven Arturo Ripstein, alguna de ellas eludidas casi siempre por la casualidad; había referencias de varios westerns a los que son tan aficionados los buenos cineastas; Emilio García Riera advierte, en su Historia documental del cine mexicano, algunas de las muchas referencias, casi siempre escondidas, del guión de Cinco de chocolate y uno de fresa hacia Los Caifanes, que a su vez está llena de citas literarias, que Fuentes pone en boca de cuatro marginados a los que la suerte y el pinche destino los han convertido en greasers, pero tan cultos como los popof y catrines a los que hacen víctimas de un secuestro exprés durante toda una noche en plena época navideña, con todo y síndrome de Estocolmo; los incitan a realizar fechorías, robos menores –a un cantante ciego nocturno le bajan su instrumento de trabajo— y a ponerse en contra de su clase socioeconómica y cultural; en tanto los retienen, citan a Santa Teresa, a Jorge Manrique, a Octavio Paz, en un sabroso duelo de trivia salpicado de albures (“cachuchazo popular”, sugieren, sin que Julissa advierta la amenaza de violación colectiva, aunque no se atreven porque ven que la Paloma –doble sentido— le da puerta al Estilos). La más visible referencia del guión de José Agustín es que vestir a la Diana ya estaba muy choteado, pero la compañía de una chava reventada acompañada de cinco comparsas, uno de ellos privilegiado por ella; las citas literarias que aparecen de manera sorpresiva, el choteo a varios actos si no delictivos cuando menos transgresores de la buena conducta, y la burla a una fiesta de intelectuales perfumados y estirados, son otras referencias, pero confieso que me faltan otras. ¿Las citas literarias y cinematográficas son plagios? Si las entrecomillamos traicionamos la intención, y se le quita al lector el placer de encontrar el guiño, que a veces no es guiño sino parpadeo; no siempre se advierten. Alguna vez, a la hora de la salida de las oficinas del Fondo de Cultura Económica, se despidió Banca Luz Pulido; se me ocurrió contestarle: “puntuales, las horas nos dispersan”; unos segundos después se regresó: “no se vale, es un poema mío”; en otra ocasión una colaboración de Ricardo Zarak había sido postergada para un próximo número de un suplemento, lo mismo que una de Lourdes; ambos se quejaron; “sólo un asesino comprende a otro”, contesté. ¿A qué te refieres, por qué dices eso?, dijo Zarak; no importa, contesté, estoy citando un poema; algunos segundos después exclamó: “Cierto, y es mío”. Bromas que suelo hacer y sorprender a la gente; a veces contesto, cuando preguntan por mi salud, “con tos y mala vista”, y no muchas veces saben qué estoy citando; pero cuando una poetisa en sus años mozos declamó un fragmento de ese mismo poema (el ofrecimiento de Eloísa a su maestro, el filósofo Abelardo) varios poetastros quisieron agarrarle la palabra, en vez de seguir las leyes y tomarla por esposa, tal vez por el miedo de que como premio los castraran después. Pero no entendían la cita. A Tin Tan se le celebran las muchas citas: Soy un fugitivo, le dice a Rosita Fornés en El mariachi desconocido, haciendo alusión a la célebre I Am a Fugitive from a Chain Gang, de Mervyn LeRoy, con Paul Muni, aunque estrenada en México sólo como Soy un fugitivo; en esa misma escena hace referencia a El rebozo de Soledad, de Roberto Gavaldón; La isla de las mujeres, El rey del barrio, El revoltoso, El bisconde de Montecristo están llenas de citas, que todos los espectadores reconocían. Ya lo dije, pero repito que suelo decir “con su compermiso”, “la facilidad de palabra”, “perdona la mala ortografía, pero es que traigo la mano lastimada”, “luego, no transingen”, “cuando una mujer nos traiciona, la perdonamos y en paz”, y la vida sólo me ha dado oportunidad de que, cuando me preguntaron si ya había leído un ensayo literario, contestara con verdad que apenas estaba en los anuncios de lencería. Todas son citas de alguna cinta que me gusta mucho. Pero en estos tiempos tengo que cuidarme de que algún ingenuo crea que estoy plagiando. *Hay plagios por los que nadie protesta; cuando alguien atosigado por la burocracia, por lo absurdo de algunas situaciones, afirma que si Kafka hubiera vivido en México sería un escrito naturalista (o realista), cree que cita a Carlos Monsiváis, aunque está documentado que la frase original es de Alejandro Palma; cuando se burlan de la campirana frase de Felipe Calderón, “haiga sido como haiga sido” no advierten que, además de a miles de campesinos, glosa a Carlos Monsiváis cuando escribió “Caiga quien caiga y haiga lo que haiga” (como N de la R en uno de sus “Por mi madre, bohemios”). George Harrison fue agarrado en flagrancia, aunque algunos meses después del éxito de “My Sweet Lord”, que toma varios compases más de los permitidos de “He’s so Fine”, de The Chiftains, muy menores que los Beatles pero de cualquier manera respetables, y autores de una canción muy conocida por los rocanroleros que suelen escuchar con atención y generosidad lo que hacen los colegas, y en cierta forma competidores; se vio obligado a pagar una lana para resarcir el daño; y aunque el caso es muy conocido, la pieza de Harrison sigue siendo más popular que la que se planchó. Casi por la misma época los expertos advirtieron que “Come Together” (otra referencia al orgasmo simultáneo: antes la habían hecho con “All Together Now”, y antes The Turtles habían popularizado “Happy Together”, a la que los locutores mexicanos convirtieron en “Juntos y felices”) tenía partes sustanciales de “You Can’t Catch Me”, una de las piezas más célebres de Chuck Berry, quien no alegó nada, pero sí sus editores, quienes ganaron el juicio y Lennon tuvo que grabar dos piezas de Berry en su disco solista Rock and Roll para darle a Berry las regalías respectivas. Cauto, Octavio Paz entrecomilló unos versos en su “Elegía interrumpida”, que son de Rubén Darío, aunque ahora son más conocidos gracias a Paz que a Darío. *Prosigue la campaña que invita a leer veinte minutos diarios; a ese paso puede duplicarse la cantidad de libros leídos al año por habitante en el país; pero digamos que así se leen de diez a 15 páginas diarias, a un buen ritmo; si se descansa los fines de semana, los puentes y los lunes de futbol americano, en tres meses puede un lector echarse La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, pero entre cuatro y cinco meses el Quijote; y eso que no se toma en cuenta que hay libros bastante más difíciles; por ejemplo, uno podría tardarse los siete años que teme Thomas Mann se dilate alguien en leer su Montaña mágica, aunque no llega a las mil páginas, pero son bastante densas, y ni hablar del Doctor Faustus, la mitad de voluminosa que Los Buddenbrooks, pero lo triple de difícil. ¿Y cuánto tiempo tardaría alguien con ese ritmo en terminar todo el Ulises, o El hombre sin atributos; o los dos tomos de la edición de Bruguera de Crónica de la intervención, de Juan García Ponce?; ¿no suena exagerado decir que novelas tan encantadoras y embrujantes como Aura o La tumba alguien se tarde tres días en leerlas? *Recaigo; el médico se asombra de que lo visite no para revisar la presión, que con tantito que le mueva sube si hago muinas, o baja si algo me asusta y me toma desprevenido; una infección en la garganta que me tiene tumbado, leyendo cuando mucho 20 páginas diarias. *En 1988 Jesús Iturralde le auguró a Lourdes que si quería ver en vivo a Bruce Springsteen podríamos contratarlo para que viniera a tocar a la sala de la casa; en esa época las compañías disqueras imprimían en versión nacional sólo aquellos discos que vendían más de cien mil ejemplares en su país de origen; así, por esos días sólo se conseguía en las tiendas normales Born in the USA; había sido en 1982 cuando Rémy Bastien fills nos prestó los tres primeros discos de Springsteen, y para comprar esos y los subsiguientes se podía acudir a Briyus, a lo que quedaba de Hip 70, pero sobre todo a Music Center, creo que la mejor tienda de discos en el DF en los últimos 50 años; ahora hay que esperar a que traigan la versión importada, o traerla de Amazon, o comprarla en la misma página de Springsteen, quien nos informa de sus lanzamientos, sus giras, sus noticias (o conformarse con la versión nacional, aunque con nuestros cantantes favoritos siempre buscamos el disco original); ayer fueron a verlo al Palacio de los Deportes Lourdes y Diego; como cuando fuimos al Metropólitan a ver a Winwood, no hay palabras que definan su emoción, su entusiasmo, su asombro por la vitalidad, la energía y el profesionalismo de un cantante, de un músico que, sin cambiar, se renueva todos los días. Quedo endeudado con ella; tendremos que ir a verlo a Dinamarca o a Italia. Y que conste que trajo a todo su conjunto, menos a su esposa, cantante también, y que, como dijo Héctor Suárez, “está donde debe, en su casa, con sus hijos”.