domingo, 27 de enero de 2013

Reclamos de un peatón; más mujeres de Lester

Dice David Toscana (autor de algunas muy buenas novelas, como Las bicicletas y Estación Tula) que como no todos podemos colgar un cuadro de Van Gogh en nuestras paredes, debemos conformarnos con los bodrios de la hija de algún amigo; las obras de Van Gogh, entre cuadros y dibujos, llegan a 2 500; muchas pertenecen a museos, las que llegan a ponerse a la venta se valúan en más de 20 millones de dólares, y alguna sobrepasa los 80 millones; sólo unos cuantos cientos de personas podrían adquirirlos, si es que se interesan, o se interesan en apantallar a sus conocidos. Según Toscana, hay que conformarse entonces con bodrios; por fortuna, para quienes carecemos de decenas de miles de pesos no tenemos que conformarnos con las reproducciones que venden en tiendas para turistas o en museos; desde hace algunos años existen técnicas que permiten que haya varios originales de un solo cuadro, como las serigrafías y las litografías; los grabados y los dibujos tampoco son tan caros como los óleos, que en los casos de algunos pintores mexicanos, se cotizan en más de cien mil pesos; pero con las serigrafías con unos cuantos cientos, o pocos miles de pesos, puede alguien poseer unos 20 o 30 buenos cuadros de muchos otros pintores. Hay en el mercado mexicano serigrafías hasta de Miró; y si uno no puede tener un óleo de Manuel Felguérez, hay serigrafías que cualquier aficionado, mediante sacrificios, pero sin descapitalizarse, puede tener cuadros suyos, auténticos. Y hay óleos que no son tan caros, y uno puede abstenerse de comprar libros, discos y películas, y de comer, durante un par de meses y entonces comprar uno que nos guste. Lo que más me llamó la atención cuando de adolescente comencé a conocer a escritores, fue que todos tenían en sus casas, alrededor de los libreros, cuadros de regular o gran tamaño. Por ejemplo, en su autobiografía, Gustavo Sainz, al describir su departamento (Niza 66, como debió llamarse nuestra novela a cuatro dedos), aparte de los retratos de los escritores y cineastas que admiraba, dice que en su recámara “sobre el clóset que ocupa la pared hay cuatro monstruitos de Arnaldo Coen… En el comedor, junto a la puerta de salida, después de haber visto un dibujo de Vicente Rojo, una acuarela y un óleo de Arnaldo…”. Por su parte, Carlos Monsiváis habla de su estudio de trabajo, y además de un teléfono siempre ocupado, menciona un cuadro de Pedro Coronel, una colección de dibujos de Cuevas y un collage de Vicente Rojo. Entonces pensé que todos eran ricos, pero Monsiváis, por esa época, presumía de que era “pobrísimo” (palabras de René Rebetez, quien objetaba la presunción, pues por esos días había cobrado su antología de la poesía mexicana del siglo XX). Uno de los lujos de Sergio Galindo era un óleo de Siqueiros que, por error, el pintor lo había fechado un año después, por lo que Sergio temía que falleciera y todos pensaran que fuera falsificado; un vecino, que para mayor muestra de humildad trabaja en un periódico, tiene en su sala cuadros de Leticia Tarragó; alguno de estos escritores me confesó que la mayoría de sus cuadros habían sido obsequios de los propios pintores, que suelen ser muy generosos. Pero Toscana los descalifica: si no son Van Gogh, todos son bodrios. En otra parte de su ataque contra los libros de autoayuda se lanza contra los cineastas que a él no le gustan, y llega a calificar de mediocres a muchos críticos a quienes le gusta el cine de Woody Allen, la mayoría de los cuales sabe bastante más cine que Toscana; no dice sus razones para abominar de Allen, lo que hace pensar que sus descalificaciones son tan radicales y prejuiciosas como las que usa para desechar a todos los pintores a partir de Van Gogh; es decir, si alguien no es Wilder, Hawks o Ford, no existe (aunque sea Huston, Hathaway –Henry—, Lang) o es malo o hijo de un conocido, por lo que tenemos que conformarnos con sus películas. Es de pensar que Toscana, tan serio, nunca ríe. Hace reír a sus lectores, sin embargo: en una de sus novelas un personaje anda cargando un cerdito que, como ya no lo estaban criando, debe tener más de seis meses, sólo que a esa edad ya pesa 50 kilos, cuando menos; cierto, debe estar flaco porque según las enciclopedias deben deglutir kilo y medio de comida por cada kilo que pesen, y los personajes de esa novela pasan mucha hambre. Ora que ni tan flaco, porque los otros personajes le traen ganas para convertirlo en tacos de maciza. Lo más gracioso de ese pasaje, no por inverosímil menos atractivo, es una escena en la que el personaje tropieza y el cerdito rueda por el suelo “con toda su humanidad”. Alguna vez el Excélsior de los años setenta describió el pánico de una población cuando vio que un lagarto arrastraba su humanidad por las cercanías. Toscana ya le dio categoría literaria a ese barbarismo. Lo principal del ataque de Toscana es contra los libros de autoayuda, que ocupan sitios de libreros que debían ser para clásicos antiguos y modernos. Poco tengo a favor de los libros de autoayuda: son convencionales, aconsejan, algunos de ellos, que se pierda la dignidad con tal de conservar una chamba, o que haga de cirquero para tener muchos amigos o para caerle a una chava de altas pretensiones, que caminan con la frente en alto y gesto de que todo alrededor de ellas huele a gas; si alguien todavía la pretende, puede leer esos consejos que, por lo regular, fallan. Lo peor de muchos de esos libros es que están mal escritos: desconocen la sintaxis, poco les importa la ortografía, y creen que la concordancia es para los pedantes; inventan verbos o usan mal los existentes, y carecen de lógica; muchos llegan a las librerías con menos ínfulas, y están mejor escritos porque correctores profesionales los han limpiado de errores, erratas, solecismos y barbarismos (cosa que los autores, cuando lo advierten, ni siquiera agradecen, aunque la mayoría cree que los méritos son suyos y no de los correctores, quienes, por otra parte, se ganan la vida honradamente poniendo los acentos que los autores ignoran). No son peores que muchos literatos noveles (de 40 o 50 años de edad), que desconocen el uso de los acentos o, mejor dicho, su función. Creen que sobretodo es un sinónimo de “sin embargo”; creen que “a bordo” y “abordo” significan lo mismo; nunca le atinan a los acentos de aun o al de más o mas; ignoran, como los autores de autoayuda, el significado de las palabras; andan celebrando la tiranía de la RAE para eliminar acentos, no por cuestiones gramaticales sino para que no se le note lo ignorantes; ya lo dije, pero lo repito por tratarse de un caso del mismo Toscana, quien en una novela relata (eso sí, con buen sabor) el asalto que sufre una anciana, a quien le gana el instinto y trata de evitar que le arrebaten su bolso; los rateros la vencen y queda tirada en el suelo, con las medias rotas y las rodillas raspadas; se encuentra justificadamente indignada, no tanto con quienes la asaltaron (¿o es uno?; no recuerdo), sino con los peatones que no la ayudaron; supongo que quiso decir que con los testigos, acobardados, que nada hicieron por impedir si no el asalto, sí el atraco, o cuando menos la humillación; me parece que es una de las lecturas que más me han indignado, porque se lanzó contra todos los peatones (en el caso narrado por Toscana, también había automovilistas que tampoco evitaron el atraco, pero a ellos no los acusó de negligentes y cobardes), y la mayoría de las veces soy peatón. No puedo decir que no aprendí a conducir un automóvil que, en contra de la etimología, no se mueve por sí solo, aunque ya no necesita la ayuda de caballos o de energía eléctrica; Pancho Ramírez se ofreció a enseñarme (Sotero Garciarreyes también se ofreció, y juró que lo haría tan bien que esa misma noche podría llevarme su auto desde su casa en las Lomas hasta la mía en la Industrial; su mujer fue más sensata y lo disuadió de tal hazaña); tomamos el único automóvil que tuvo mi padre, y conduje unas diez calles, desde mi casa hasta la de Pancho, que era la misma pero kilómetro y medio más lejos y con otro nombre; lo peor fue que me estacioné bien, pero sin observar hacia atrás, que es como se debe hacer cuando se maneja en reversa. Pancho estaba muy asustado y desistió de su empeño. Para bien, porque a lo largo de los años fui descubriendo que, sin ser daltónico, confundo el verde con el rojo, y sobre todo, que no estoy dispuesto a dejar de admirar la belleza de algunas peatonas (y una que otra automovilista) sólo por ser responsable y no distraerme, y concentrarme en el tránsito, los peatones, los automovilistas y los semáforos. Por ello, soy más responsable y no he provocado ningún accidente, aunque en alguna ocasión llamé la atención de Isaac Arriaga Soto hacia el atractivo de una peatona; cuando Isaac advirtió que había dejado de ver el tránsito, frenó en seco, rechinando los frenos. Quienes se burlaron de él por frenar en medio de la calle, sin autos cerca y lejos de un semáforo, no saben el susto que nos llevamos. (La incapacidad de mi padre para manejar automóviles es uno de sus legados más firmes, y que la legué a mis hijos.) Cuando no soy peatón soy copiloto que le indica a los conductores víctimas de mis histerias los posibles peligros a los que pueden enfrentarse; la mayoría son pacientes, pero el cómplice perfecto era Manuel Gutiérrez Oropeza, quien me daba aventón para que yo le dijera a quién podía admirar, y hacia dónde; sólo dos veces chocamos, y sin consecuencia; bueno, una: la disminución de mi astigmatismo por un leve golpe que ni me dolió (en ese momento). *Al buscar vida y obra de Fernando Corripio me enteré de que escribió muchos más diccionarios de los que tengo: uno Abreviado de Sinónimos; de Incorrecciones, Dudas y Normas Gramaticales; de Inglés Coloquial y Slang Americano (estadounidense, seguramente); Etimológico General de la Lengua Castellana, además de Enriquezca su Vocabulario; tengo otros suyos, realmente muy buenos; su Gran Diccionario de Sinónimos es el mejor que conozco; baste un ejemplo: tiene 27 sinónimos de puta, el doble de cualquier otro (aunque no he adquirido el de Moliner, que me dice un experto que debe ser un fraude, no de ella sino quienes lo fabricaron tomando las definiciones de su muy prestigiado Diccionario de Uso); el de Incorrecciones es excelente, no sólo porque advierte de errores muy comunes (detentar, por ejemplo), sino del buen uso de vocablos por lo regular mal traducidos. Al poco de ver su ficha encontré, más barato que en las librerías del FCE y las Porrúa, el Diccionario de Ideas Afines. Es no sólo útil, es bello, y da idea de la riqueza de un idioma que no tiene por qué atarse a una definición sin salirse de ella; todos los usos que puede tener una palabra sin necesidad de distorsionarla; la variedad de posibilidades para no repetirse, sin caer en inexactitudes, además de que las afinidades no son exclusivamente lexicográficas, sino de asociación de ideas; testigo, por ejemplo, puede ser un deponente, un declarante, un manifestante, un exponente; en ningún caso se dice que es sinónimo de peatón. Hay un solo defecto (o es el único que le he encontrado luego de ojearlo durante una semana): no menciona el Diccionario Ideológico de la Lengua Española, de Julio Casares, mucho más amplio porque no sólo asocia ideas, sino que las define en el sentido de darle un uso adecuado; así, el testigo es alguien que observa un hecho (como un atraco), pero relacionado con la variedad de ideas y expresiones de las maneras en que puede usarse. El único problema es que el diccionario de Casares está agotado (no que esté fatigado, sólo que no se encuentra en las librerías, excepto en 23 de España, otra en Estados Unidos y otra en Canadá, con precios tan variables que van de los 30 a los 75 euros, más gastos de envío) y el de Corripio está fresquecito en las librerías mexicanas, pero sólo éste, no sus otros diccionarios. Corripio tradujo varios libros, para Bruguera, entre ellos Moll Flanders, de Defoe (tengo la traducción de Carlos Pujol, la que en la portada trae a Elke Sommers) y Ofendidos y humillados, de Dostoievsky, tampoco a la venta. *Prosigo, brevemente, con algunas mujeres en las cintas de Richard Lester: en Help! aparece Eleanor Bron, la mujer que hace sufrir a Dudley Moore en Un Fausto moderno, de Stanley Donen (donde por cierto, muestra las pantaletas mientras hace creer que Moore va a violarla, cuando éste sólo quiere demostrar su amor). Bron es cortejada por McCartney e intercambia guiños coquetos con Harrison, mientras que Lennon parece indiferente y ella intenta salvar a Starkey de los intentos homicidas de una secta que sacrifica ritualmente a quien porte un anillo. Eleanor (¿algo tendrá que ver con la Eleanor de “Eleanor Rigby”?), quien pertenece a esa secta, los lleva por todo el mundo huyendo de los atacantes; es la inteligente de la película; algunos biógrafos indiscretos relatan que ella sí tuvo sus queveres, pero con Lennon; no se sabe si una o muchas veces, pero fue una de las mujeres con las que él engañó tanto a Cynthia como a Yoko; en la cinta, Lester la trata con mucho respeto, y resalta su belleza, su elegancia, singular y extraña tanto como lo hizo Donen. Algo raro sucede en Help!, seguramente por un descuido: Harrison roza, al parecer de manera accidental, el pecho de una extra; al contrario de lo que podría esperarse por los deseos que despertaban los Beatles en las niñas, adolescentes, adultas y adustas, la extra hace un mohín de disgusto. Sin embargo, la mujer que fue tratada con más delicadeza en una cinta de Lester fue Audrey Hepburn (¿la actriz más elegante de la historia del cine?), en Robin y Marian; es objeto del amor de un Robin Hood encarnado, sin su papel tradicional de seductor, por Sean Connery; conmovedores ambos, no son objeto de pasión irrefrenable, sino de entrega, comprensión, unión de sentimientos que sobrevivieron al erotismo, y lo conservan como algo íntimo, que no se presume ni se comparte, aunque se limiten no al recuerdo sino a las miradas, más intensas que cuando copulaban. *¿Vale la pena ver un Abierto de Tenis si en la primera ronda es eliminada Tsvetana Pirinkova? Sólo por ver a Ana Ivanovic perder en la tercera ronda, y las mañas de las tenistas que fingen o exageran lesiones para recuperarse de los malos momentos. *El mismo día fallecieron Earl Weaver, el manager por excelencia de los Orioles de Baltimore, y Stan Musial, uno de los más extraordinarios bateadores de la historia del beisbol, siempre con el uniforme de Cardenales de San Luis. Weaver nunca jugó en las Mayores, pero dominó a jugadores que tenían derecho a ser tratados como superestrellas: Jim Palmer, Brooks Robinson, Frank Robinson, Pat Dobson, Mike Cuellar, Paul Blair, Boog Powell, rindieron como nunca bajo sus órdenes; mucho más chaparro que ellos, los disciplinó y los hizo campeones varias veces; su coraje y su empeño lo hicieron temible a los umpires, que lo expulsaron más de 90 veces en su carrera. Musial una tarde produjo con sencillos, doble y jonrón todas las carreras con que su equipo venció a los Dodgers; al día siguiente el locutor local lo anunció: “at bat, that man”; así lo conocieron los aficionados y los contrincantes, que lo respetaban; tuvo la mejor temporada que pudo haber tenido cualquier jugador: en 1948 fue líder en carreras anotadas, empujadas, hits, dobles, triples, bases recibidas, porcentaje de bateo y de slugging; se quedó a un jonrón de empatar el liderato; tuvo una hazaña a lo largo de su carrera: bateó el mismo número de imparables jugando en su estadio que como visitante; no bateó 500 jonrones, pero se quedó muy cerca, cuando no había estimulantes externos; al retirarse tenía un récord que nadie más puede tener: más récords de bateo que cualquiera otro (55, en total). Buen jardinero, alguna vez calculó mal un elevado y la bola lo golpeó en la cabeza; nadie se rió, hasta que él mismo soltó una carcajada, luego de que revisaron que no hubiera (¿quién dice que ese verbo no existe?) sufrido una lesión. Después jugó la primera base. Pese a su potente bateo (475 cuadrangulares, más de 500 dobles, más de 130 triples) nunca se ponchó más de 50 veces por temporada y sólo 696 veces en su carrera de 24 años y más de diez mil turnos al bat. Nunca protagonizó ningún escándalo; fue el rival de Ted Williams, considerado el mejor bateador de todos los tiempos, y fueron grandes amigos; entre ambos conquistaron todos los títulos imaginables: Musial fue campeón de bateo siete veces, Williams seis. Y no tomaron esteroides. El mismo día, más cercano, un muy joven amigo nos estremeció con su partida, pero se le recordará siempre. *”Y allá en la Francia, güiriqüirigüirí, y allá en la Francia güirigüirigüirá, se murió Benito Juárez, se acabó la libertad”, dijo y cantó Carlos Fuentes en La región más transparente.

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