martes, 1 de enero de 2013

De bandas y bandas; antologías, tiendas de discos y corazones rompidos

I. Pancho Villa suscitó muchísimos comentarios cuando las autoridades decidieron poner su nombre en la Cámara de Diputados, en letras de oro, allá por los años sesenta; “era un bandolero”, reclamaban muchas personas que vivieron y sufrieron la violencia de la Revolución Mexicana; “asolaba las ciudades, se robaba a las muchachas que le gustaban, se casó con muchas”; otros fueron más benévolos en sus comentarios: “era un bandido generoso, a la Robin Hood, que robaba a los ricos para dárselo a los pobres”. Algunos decían que practicaba el tiro al blanco en las personas que salían a buscar alimentos; otros, que llegaba en ferrocarril con los carros cargados de azúcar, arroz, alimentos, y que repartía entre la población de pobres en los pueblos a donde llegaba con su ejército.
 Ninguna de las partes le asestaba el adjetivo de ladrón, ése se lo dejaban a las autoridades de su tiempo, o las posteriores; a él le decían bandolero o bandido, y bandido es un fugitivo de la ley por “bando”, es decir, buscado por las autoridades, como lo era Doroteo Arango antes de sumarse a las filas de Pascual Orozco para apoyar la rebelión a la que llamó Francisco I. Madero luego de que oficialmente fue derrotado en las urnas por Porfirio Díaz, en unas elecciones amañadas, sobre todo porque Madero era también un perseguido por la ley, que se había fugado de la cárcel a donde lo habían confinado porque representaba un peligro para la reelección de Porfirio Díaz en 1910.
 Arango perteneció a una banda de cuatreros comandada por el bandido Francisco Villa, de quien tomó el apelativo; ¿en qué momento una banda, es decir, una pandilla, un grupo de bandidos, pasó a ser sinónimo de grupo de rocanroleros? Brincos dieran, porque muchos se sienten marginados aunque, como los personajes de Takin’ Off, de Milos Forman, su marginación sólo sea en cuanto la ropa que usan, el gesto fiero y la mirada retadora, respaldada por los cientos de miles de dólares que reciben anualmente.
 La décima acepción de “banda” en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en la edición de 1970 se aplicaba a un grupo musical de un ejército militar; también, a un grupo musical que empleara instrumentos de viento sonoros (sin embargo, los grupos sonoros se llamaban sonoras, como la Matancera, la Santanera, la Sinaloa), como la Banda de Huipanguillo, célebre a mediados del siglo XX; en la más reciente edición que ya también está caduca, pasó esa acepción al séptimo lugar, con la acotación de que por asociación, se le aplica a cualquier conjunto musical. Mucho me temo que más que modernización del DRAE, sea una adecuación de la definición de “band” en inglés estadounidense; en el Gran Diccionario Larousse, banda es un grupo, pero con connotaciones delictuosas (pandilla), y en la segunda, grupo musical, más asociado al jazz; en los años setenta aparecieron algunos conjuntos de rock que incorporaron instrumentos de viento; no Traffic, que usaba flautas y saxofones, ni los Rolling Stones, que invitaba a Bobby Keys y a Jim Horn a que tocaran, con cierta discreción, cornos y trompetas. Fueron más bien dos conjuntos multitudinarios, como Blood, Sweat & Tears, que en su formación incluían a Fred Lipsius, que tocaba saxofón; Chuck Winfield, con trompeta; Lew Soloff, trompeta; Jerry Hyman, trombón; Dick Halligan, flauta y trombón, que se combinaban con un bajo, una guitarra eléctrica y uno o dos pianos, para obtener un sonido más cercano al jazz, pero con letras muy elaboradas, muy profundas, algunas muy inteligentes; o Chicago, que tenía trombón, trompeta y otros instrumentos de viento, pero que sonaban bastante más fuerte que el órgano, el bajo y la batería, más discretos.
 En su Historia de la música pop, Jordi Sierra y Fabra dedica un capítulo muy elemental a las megabandas, pero más por la cantidad de músicos que por los instrumentos; las bandas fueron pocas, y no podía incluir entre ellas a Santana, que se caracterizaba por unas percusiones muy latinas (Carlos Santanera, le decían por allí), una guitarra con un sonido muy peculiar, combinada con un órgano también muy latino. Sucedió que por esa época se juntaban estrellas de conjuntos con los estrellas de otros conjuntos, y así aparecieron Blind Faith (salidos de Traffic, Cream y Family), CSNY (de Buffalo Springfield, Byrds y Hollies), ELP (de Nice, King Crimson y Atomic Rooster), o los amigos de Delaney & Bonnie, integrado por estrellas salidos o expulsados de grupos famosos (en algún momento llegaron a tener a tres requintos: George Harrison, Eric Clapton y Dave Mason), y desprendidos de éstos se integraron los Domino's de Derek, que tuvieron al mismo tiempo a Clapton, Mason, Harrison y Duane Allman. Bandas se les llamaba en los cuarenta y cincuenta a las orquestas pequeñas pero excelentes que tocaban swing: Benny Goodman, Gleen Miller, Tommy y Jimmy Dorsey, Harry James, Ray Anthony, Billy May. ¿Por qué llaman bandas a los conjuntos?
 Incluso quienes saben hablar español afirman que hace unos días vino a México, luego de casi 40 años de carrera y cerca de 20 discos, Bruce Springsteen con su banda; sólo por la facha, pero el suyo es un conjunto, un grupo musical; que se llame E-Street Band no quiere decir que en español se llame banda, aunque en la gira se acompañe de una trompeta y el típico saxofón, ahora tocado por el sobrino de Clarence Clemons.
*II. El menor de los poetas incluidos en la Antología general de la poesía mexicana, de Juan Domingo Argüelles (Océano), nació en 1953; deja fuera a un número impresionante de buenos poetas, algunos de los cuales mencioné en la reseña que hice del libro hace unos cuantos domingos en El Librero, de El Universal, aunque no incluí a Guadalupe Flores, Elena Millán, Ricardo Castillo ni a otros con iguales méritos; no es ése el asunto, sino que precisamente en 1953 apareció una antología bastante importante, La poesía mexicana moderna, Antología, estudio preliminar y notas de Antonio Castro Leal; el libro es el duodécimo título de Letras Mexicanas, del Fondo de Cultura Económica (“se acabó de imprimir el 7 de noviembre de 1953 en los talleres de Gráfica Panamericana”, sita en Nicolás San Juan y Parroquia, México, D.F.; se tiraron 5,000 ejemplares y en su composición se utilizaron tipos Caslon, que ya no existen, de 10:10 y 8:8 puntos [medidas que con las computadoras pocos pueden descifrar]. La edición estuvo al cuidado del propio Castro Leal).
 (Debo hacer un paréntesis: no sé, aunque hemos hablado muchas veces no se lo he preguntado, de dónde le viene a Juan el gusto por la poesía. El mío se debe a la desobediencia civil y a la incorrección política: al ingresar a la secundaria la maestra de inglés, Miss Gladys, nos advirtió que si el uniforme era de militar [soldado raso] debíamos usar botas, aunque nos dispensaba de ello, y cortarnos el pelo al cepillo; todos la obedecimos, aunque yo sólo un semestre –desde entonces he traído el cabello corto una sola vez, cuando Arturo Valdés Olmedo me convenció de que lo acompañara a su peluquería, y aproveché para que me trasquilaran, pero el desastre apenas lo advertí cuando terminó; antes, había omitido siquiera de contestarle al peluquero sus argumentos a favor de Hitler; el pinche Arturo se carcajeó como media hora, y en pago a ello tuvo que disparar los vodkas que casi nos producían ceguera. El segundo semestre, cada vez que tocaba inglés me escabullía de la formación, me escondía en la sala dedicada a la cooperativa, y cuando se iban a los salones en la formación, me escapaba a la biblioteca; no sé si era una primera edición, pero una antología llamada Las cien mejores poesías líricas mexicanas, de Castro Leal, era la que siempre pedía; memoricé los cien poemas incluidos, y aun ahora puedo declamarlos con la misma ingenuidad de hace 50 años; me asombra que pueda reproducir, con todo y diálogos, el fragmento de Todo es ventura, de Juan Ruiz de Alarcón: “No reina en mi corazón / otra cosa que mujer, / ni bien a mi parecer / más digno de estimación…”; puedo presumir que a esa edad entendí el sentido no tan oculto de “la debo la costumbre heroicamente insana de hablar solo”, y memoricé también, aunque sin el triple sentido, “La Suave Patria”. Alguien abogó por mí ante el director, quien no me dio la razón, pero permitió que entrara al examen final aunque no me hubiera cortado el cabello ni disimulara el “copete de carpintero”, como lo calificaba Miss Gladys; quién sabe por qué al siguiente año no sólo me permitió el cabello largo sino que me endilgó otro calificativo: “corazón santo”. Aunque en la biblioteca estaba la antología de 1953, pedí la otra, de 1914. Una por otra: puedo leer inglés, pero lo pronuncio como vendedor de baratijas en las playas de Mazatlán; en cambio, puedo leer mucha poesía, más que los mismos poetas.)
 Castro Leal fue polifacético, pero se ha dicho de sus antologías que hacen creer que todos los poetas mexicanos escriben igual; pero leía a todos; en el índice encuentro nombres que, pese a ser consagrados en esas páginas, han pasado al olvido excepto de los especialistas: Jesús E. Valenzuela (que se nos quiere hacer creer que es el don Chucho, de México de mis recuerdos), Roberto Argüelles Bringas (de quien memoricé uno de sus poemas, sólo incluido en la antología de Castro Leal, pero atribuido a Díaz Mirón), Manuel de la Parra, Rafael Cuevas, Rafael Cabrera, Francisco Orozco Muñoz, Jorge Adalberto Vázquez, Rodrigo Torres Hernández, Miguel D. Martínez Rendón, Jesús Zavala, Manuel Martínez Valadez, Pedro Requena Legarreta –de quien Gabriel Zaid ha escrito—, Miguel Potosí, Leopoldo Ramos, Daniel Castañeda, Honorato Ignacio Magaloni, Enrique Asúnsolo, Solón Sabre, Clemente López Trujillo, Manuel González Flores, Práxedes Reina Hermosillo, Jesús Reyes Ruiz, María del Mar (asmo, decía Novo, aludiendo a su hermosura legendaria), Jesús Sansón Flores, Roberto Guzmán Araujo, Arturo Adame Rodríguez, Mauricio Gómez Mayorga, Jorge Ramón Juárez, Rafael Vega Albela, Ramón Galguera Noverola, Manuel Lerín, Rafael del Río, Héctor González Morales, María Luisa Hidalgo, Adalberto Navarro Sánchez, Tomás Díaz Bartlett, Bernardo Casanueva Mazo, Miguel Castro Ruiz, Jesús Medina Romero, Ramón Mendoza Montes y Gloria Mestra.
 Aparte, hay algunos semidesconocidos, que han desaparecido de las antologías, muchos de ellos de manera injusta, o que pervive su leyenda pero hemos olvidado su obra, como José D. (el Vate) Frías, Enrique Fernández Granados, Luis Rosado Vega, Enrique Fernández Ledesma, Genaro Estrada, José de Jesús (el Vate) Núñez y Domínguez, Francisco González Guerrero, Alfonso Junco, Carlos Gutiérrez Cruz, Gregorio López y Fuentes, Vicente Echeverría del Prado (que todavía en los setenta publicaba un soneto diario), Octaviano Valdés, Efrén Hernández, Noé de la Flor Casanova, Alfonso Gutiérrez Hermosillo, Miguel N. Lira, Clemente López Trujillo, Gabriel Méndez Plancarte, José López Bermúdez, Octavio Novaro, Carmen Toscano, Vicente Magdaleno, Miguel Bustos Cerecedo, Alberto Quintero Álvarez, Rafael Solana, Emma Godoy, Javier Peñalosa, Jesús Arellano (“tanto amor a la poesía tan mal correspondido”), Wilberto Cantón; alguno tuvo relevancia en otros géneros (Efrén Hernández, Cantón, Magdaleno, Solana); muchos de los incluidos apenas despuntaban (Dolores Castro, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Rubén Bonifaz Nuño, Miguel Guardia), y lo que recopiló de ellos Castro Leal es una muestra de lo que llegarían a ser y hacer; otros de los ahora indispensables eran unos niños que comenzaban a escribir, en privado, o alguno ni siquiera iba aún a la escuela. Algunos de los antologados por Juan acababan de nacer.
 Me hago una pregunta impertinente: ¿vale más el riesgo de Castro Leal de incluir a muchos que merecían la justicia de ser mencionados pero no de ser antologados (¿y debo entrecomillar esta frase?), o la prudencia de Domingo Argüelles, de omitir a muchos que posiblemente el paso del tiempo los lleve al olvido)
 *III. Dije que Music Center me parecía la mejor tienda de discos en los últimos 50 años. En los cincuenta, al lado de El Mago de Capuchinas, estaba una pequeña tienda, casi tan pequeña como Libros Escogidos, con el nombre de Adela (la de “me lo dijo Adela: doctor, mañana no me saque usté la muela aunque me muera de dolor”); con una bondad de la que ignoro el origen me obsequiaba los catálogos atrasados de los discos en venta, que cada compañía daba a los vendedores o distribuidores, y en los que enlistaban cantante, tema y número del disco; llegué a tener una buena colección que, como todas mis colecciones, no sobrevive; me permitía escuchar algunos discos, y allí mi familia compró varios que recuerdo con claridad: “Las piernas de Carolina”, “El alacrán”, “El mar”; no fue allí donde compré mi primer disco, el de los Rebeldes del Rock en Ciudad Universitaria (como visitantes, digo), en un tienda en la Calzada de Guadalupe, junto a una dulcería que sólo vendía chiclosos Tofico y los chocolates de esa misma fábrica (“esa sabrosa mordida”, comercial de Silvana Pampanini, que ahora creo imaginar que tenía un leve acento de picardía), y donde muchos meses veía sus aparadores, codicioso. En una de nuestras pintas, Víctor Tovar Villa y yo escuchamos más de 20 discos en las cabinas que estaban en el segundo (¿o tercero?) piso del Mercado de Discos que estaba en San Juan de Letrán, hasta que los encargados nos advirtieron que el siguiente que tomáramos ya teníamos que pagarlo. Como estaba casi enfrente de la General Electric donde trabajaba mi padre, fatigué sus aparadores durante muchos años, y allí compré una cantidad enorme de álbumes; el último fue una colección de obras de Aaron Copland interpretadas por la Sinfónica de Dallas dirigida por Eduardo Mata; me es imposible recordar cuáles de mis discos los compré allí o en alguna de sus sucursales (la que estaba frente al Teatro Blanquita, por ejemplo); más clavados tengo los que no compré: un LP de Manuel Valdés que incluía “Médico brujo”, “Gorda”, “El dengue del Loco Valdés” –esta última, compuesta por Severo Mirón— y algunos otros, por ignorancia o por falta de dinero.
 Cuando desaparecieron los Mercados de Discos sentí que se iban mis recuerdos a un hoyo negro, pero comencé a visitar otras tiendas; Rocanrol Circus, por Insurgentes, donde adquirí varios discos pirata, pero se me escaparon otros porque de un día para otro desapareció; compré muchísimos en Hip 70, aunque me molestaba que el dueño viera con desdén a los que no adquirían Zappa y Captain Beefhart, o ELP; cuando pedí que me mostrara lo más reciente de Paul Simon le gritaba a sus ayudantes “hijo, pásame lo que haya del Simón”; el emblema de Traffic que traje durante tantos años lo compré allí, pese a la mirada de desprecio del dueño. Xavier Velasco, quien me recomendó Circus, me recomendó otra tienda en Polanco, que me duró poco porque no tenía mucho surtido a menos que uno fuera fanático del Metal más monótono. Xavier también nos mostró un enorme bodegón de discos, en Peralvillo, donde los vendían a precio de mayoristas; ahora hay allí una tienda de artesanías.
 En Briyus nos molestaba que se negaran a vender algunas cosas que nos interesaban porque a los dueños no les gustaba esa música; en Moliére hubo una tienda donde se conseguían cosas raras, como las obras completas de Simon o de Simon y Garfunkel, en un solo tomo; pero duró poco; Roberto Diego Ortega me recomendó una tienda en la calle de Sinaloa, que se especializaba en discos pirata, pero cerró poco después de que conseguí algunas rarezas. También hubo una pequeña tienda en Londres, en las orillas de la Zona Rosa, donde en un mes me consiguieron casi todo lo de Traffic, y me llamaban a casa para avisarme de las novedades: la sustituyó una cafetería con servicio de quiromancia incluido. También en los sesenta y setenta Sears y el Palacio de Hierro tenían buen surtido de discos.
 Music Center lo conocí porque Jesús Iturralde tenía un programa en radio, Panorama 101, donde ponía música excelente por las mañanas; la tienda estaba en Plaza Polanco, donde no tuvo éxito Arvil, que fue donde conseguí algunos de mis discos más entrañables, sobre todo soundtracks; Iturralde conocía todos los discos que vendía; ingeniero graduado en Dominó V, estaba al tanto de todo lo que se vendía, y traía el suficiente número de ejemplares para sus clientes; me hizo conocer a muchos cantantes, a infinidad de conjuntos; por él compré discos que ni se me hubiera ocurrido que alguna vez lo escucharía; más de una vez me dijo: “éste va a gustarte; llévatelo, y si no te gusta, te lo cambio”; nunca se equivocó; un día me atreví a corregirle alguna afirmación, y nos retamos a jugar trivia; en su casa o en la mía nos madrugábamos con las preguntas más absurdas, más incontestables y más divertidas. Antes de que se pusieran de moda, antes de que los trajeran, él tenía un buen número de juegos de trivia.
 No niego que en una tienda que estaba en el edificio Aristos, en Insurgentes y Aguascalientes, compré la mayoría de discos de música sinfónica antes de la llegada de los compactos; que en Margolín me consiguieron El buey en el tejado que no he vuelto a ver más que en Tower de San Ángel (aunque antes me quisieron hacer creer que había pedido El violinista en el tejado, como si Luis Pérez no me conociera); que en Tower de la Zona Rosa debo haber comprado más de cien títulos; pero en donde más a gusto me he sentido fue en Music Center; excepto un día en que su amigo Memo quiso hacerlo enojar y puso en el tocadiscos algo de Julio Iglesias (y salió de su privado, enfurecido), todo lo que ponían era excelente, y con un volumen adecuado, al contrario de Mix Up donde provocan taquicardias con lo que ponen, y al volumen en que lo ponen. Iturralde sabe además la historia de cada conjunto, de cada solista, evalúa su calidad, admite los tropiezos, las fallas, descubre cualidades en muchos desconocidos, y además explica con una sencillez pasmosa, que hace creer a su interlocutor que sabe tanto como Jesús.
 La caída de la industria discográfica, la costumbre que han adquirido de descargar de internet piezas sueltas que, por desgracia, al ser reproducidas pierden más de la mitad de las notas, que no se escuchan o que se mezclan, ha ido desapareciendo las tiendas; ni siquiera porque las compañías admiten que se equivocaron y que los acetatos se oyen mejor que los compactos y que los MP3, ya no hay tiendas, no hay tocadiscos o tornamesas, ni siquiera tocacasetes, y lo peor, tampoco hay clientes. Pero se puede escuchar a Jesús Iturralde en facebook con su programa; pero nada sustituye su inigualable Music Center.
 *IV. Mark Sánchez decepcionó a los seguidores de su equipo, y a sus fanáticos, al tener una temporada desastrosa; sus compañeros lo apoyaron: en el penúltimo juego de la temporada regular, permitieron que capturaran once veces a su suplente, con lo que se empató un récord de casi cien años de vigencia. Pero Sánchez no tiene la culpa, lo que tiene es el corazón rompido: entre la gazmoñería de los directivos de los Jets, y los compromisos políticos de Eva Longoria, Mark anda que no lo calienta ni el sol, como el gorrioncillo detrás de la calandria ingrata; Longoria acaba de hacer público su romance con Antonio Villaraigosa, ex alcalde de Los Ángeles; Sánchez debe sentir que le crecen los cuernos al saber que los favores que antes le ofrecía ya no son suyos, que ya no es Nadia para él, que se fue y lo dejó sin duda por otro con más poder que él; cuando va a lanzar un pase debe pensar que su cariño lo pagó con traiciones, pero que a la ingrata otro así lo pagará, y que si hoy le sobran muchos que la quieran, verá mañana… En Corazón roto se afirma que esa sensación dura un año; otros dicen que uno tarda en recuperarse un mes por cada año que haya durado la relación; así, es probable que la siguiente temporada Mark Sánchez vuelva a ser el que entusiasmó a los aficionados a los Jets.
 *V. Dice una fórmula que el pitcher ideal debe tener el cerebro de Greg Maddux, el brazo y los hombros de Cy Young, las piernas de Ton Seaver, la velocidad de Walter Johnson, la pasión de Curt Schilling, la durabilidad de Warren Spahn, la simpatía de Al Leiter y la esposa de Roger Clemens.

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