“Teníamos 25 años cuando cambiamos el mundo”, dijo George Harrison en Antology, el libro, no los discos ni el video; aparte de la presunción, o de la exageración, los Beatles tenían plena conciencia de lo que estaban haciendo, al menos en la música popular, que muchos críticos –y otros músicos más enterados que los enemigos o de los incondicionales jilgueros del conjunto, profesionales o no– aseguran que su aportación tiene que ver con la música, sin ninguna etiqueta.
Los incondicionales seguramente ignoraban que el conjunto, con la excepción de McCartney, no tenía intenciones de que se les comparara con Schubert o con Schumann –éste, seguramente por la debilidad que tenían para con “Bésame mucho”, bolerización de Chelito Velásquez del primer movimiento del Concierto para Piano y Orquesta de Schumann, mejor conocido como “Bésame Schumann”, por la pieza de Ernesto Acher–, y que se molestaban cuando algunos resaltaban armonías o pasajes de algunas de sus canciones que, aseguraban, coincidían sobre todo con la de esos compositores.
Incluso como provocación, alguna vez tomaron el primer movimiento del Concierto para Piano y Orquesta de Tchaikovsky, para uno de sus rocks más rudos de su etapa intermedia. El chiste es que cuando terminaron Sargento Pimienta tenían conflictos tanto musicales como personales: la desaparición de Brian Epstein y la rebatinga que se armó por administrar al conjunto y los negocios anexos, las infidelidades de Lennon y su dependencia hacia Yoko Ono; el trato que recibía Ringo que lo llevó a renunciar cuando menos dos veces, lo mismo que Harrison; la cada vez más notoria diferencia entre la música que hacía Lennon de la que hacía McCartney.
Eso, y compromisos contraídos, los llevaron a filmar Magical Mistery Tour, más complicado de lo que ahora se sabe: por ejemplo, dejaron embarcados a sus amigos de Traffic, invitados a participar en el programa, aunque hay un video donde sí aparecen; el lanzamiento de la música del programa en dos extender plays, aunque en Estados Unidos apareció como un disco de larga duración, con un lado B con piezas que no tenían que ver con el proyecto, y que se identificaban más con Sargento Pimienta.
La aparición de los discos remasterizados hace algunas aportaciones que vale la pena detenerse en observar, aunque la música no sea mi especialidad (y bueno, como dicen Les Luthiers, tampoco es la de los especialistas en el conjunto). En primer lugar, hubiera valido la pena que aparecieran más que como el álbum, como los dos EP; tanto en estéreo como en monaural; a partir de este disco, son notorios los detalles que estaban escondidos y que estas grabaciones resaltan: ninguna los hace ni mejores ni peores músicos, pero nos hace sentir más expertos en la discografía del conjunto.
El disco abre con la canción tema del programa televisivo; los nuevos discos resaltan el duelo de guitarras Lennon-Harrison, y opacan la actuación de los músicos de estudio, pero la pieza no presenta otras innovaciones que un sarcasmo que cuando se escuchó por primera vez no se percibió; es más notorio en “The Fool on the Hill”, en donde ahora se escuchan mejor las dos armónicas, pero es menos plana la flauta que toca Paul sin maestría, pero con habilidad; “Flying” sí mejora mucho, pero no nos ayuda a contar todas las guitarras que se escuchan, comandadas por el melotrón que toca Lennon; las voces parecen irónicas, pero luego se descubren solemnes. Hay que oírla a todo volumen; “Blue Jay Way” tampoco mejora, pero se aprecia la habilidad de Harrison con el Hammond; a partir de aquí comienza a diversificar sus intereses, al grado de que en The Beatles, oséase el Álbum Blanco, toca requinto en sólo ocho piezas; no es ésa, sin embargo, una de sus mejores; “Your Mother Should Know” gana mucho, ahora que los sonidos están mejor separados; el diálogo entre piano y órgano, la tabla, y los coros le dan mucha vitalidad, y hay muchos juegos en los cambios en las bocinas: comienzan las voces a oírse en el canal izquierdo, para el segundo verso pasan al canal derecho, y para el tercero regresan al izquierdo; así están toda la canción.
“I’m the Walrus” fue el más visible de sus primeros experimentos; es una mezcla de literatura con música, lo que pocas veces da resultado; versos extraños y a veces sin sentido aparente, cambio de sexo en los personajes, metáforas incoherentes o líneas sin equívoco (bueno, quién sabe: el famoso “boy you been a naughty girl” puede prestarse a muchas interpretaciones, pero el siguiente verso, “you let your knickers down” cuando mucho a malas traducciones: hay que recordar que en las tres versiones del Ulysses una frase parecida se traduce de diferentes maneras: “pescarlas con los calzones bajos”, vio J. Salas Subirats; “las pillas una vez en un descuido”, se atrevió José María Valverde; “las coges –sorprendes– con el culo al aire”, leyeron Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas Lagüéns; fue más fiel José Agustín cuando tradujo “I’m the Walrus” para La nueva música clásica: “se te cayeron los calzones”; tal vez menos literal y más perverso, pero más cercano sea “dejaste que te bajaran los calzones”; sólo que Joyce agrega que una mujer siempre guardará rencor al hombre que la puso en esas circunstancias, por lo que entonces el sentido sería mucho menos literal).
No es casual que cite a Joyce: poco antes Lennon había publicado sus dos libros, In His Own Write y Spaniard in the Works (hay edición conjunta: New American Library; el primero fue traducido al español por Jaime Rest: John Lennon en su tinta, Editorial Bocarte), y no tan a la ligera le encontraron influencia de Lewis Carroll y, los más atrevidos, de James Joyce, por sus versos sin sentido aparente, por su irreverencia (“irreverent… and hilarious!”, dijo The New York Times; “inspired nonsense”, dijo el más prestigioso aún The New York Times Book Review), por su atrevimiento, por su sensualidad desbordada; no eran nuevos: en A Hard’s Day Night, en una entrevista de prensa una supuesta reportera le pregunta a Lennon cuál es su objeto favorito: “breast”, escribe aunque no lo vemos.
“I’m the Walrus” está lleno de sinsentidos, de conceptos extraños, como “expert texpert choking smokers”, que aunque sea gráfico es intraducible; o la bella imagen de los pingüinos elementales que patean a Edgar Allan Poe cuando corean Hare Krishna, que tampoco tiene explicación. Pero los versos, aunque enigmáticos y hermosos, no tienen el peso experimental que tiene la música; la instrumentación parece sencilla: melotrón por Lennon, bajo de Paul y pandereta de Harrison, que es la que lleva el peso de la canción, más una batería muy imaginativa; a ellos se suman ocho violines, cuatro chelos y tres cornos, que dan un tono de música renacentista inglesa; la pieza culmina con un coro de seis niños y seis niñas –separados, para no molestar a las buenas conciencias, pero sin el estúpido @– cantando, ellos, “Oompah, oompah, stick it up your jumpa” (algo así como un abordaje sexual, con tono sórdido), y ellas “everybody’s got one”, que parecen decir “everybody smoke pot”, mientras en un radio se escuchan parlamentos shakespearenos, con un verso más enigmático: “Sit ye down father, rest you”, palabras de Edgar a Gloucester en El rey Lear (acto IV, escena VI: “Sentaos, padre. Y descansad”, en la versión de Luisa Josefina Hernández, Editorial de la Universidad Veracruzana, 1966). Antes de estas palabras se alcanza a escuchar, no con mucha claridad: “He is dead?”; muchos lo tomaron como una más de las referencias a la supuesta muerte de McCartney.
En realidad, esas palabras no son las únicas referencias a El rey Lear, pero no todas son directas ni textuales, sólo referencias: “Yellow matter custard dripping from a dead dogs eye”, “I am the eggman”, los jardines y la lluvia ingleses, abundan en la obra; el principio, que tomo de la traducción de Luis Josefina Hernández, dice: "Kent: Pensaba que el Rey tenía más afecto al duque de Albano que al de Cornwall. / Gloucester: Así nos había parecido siempre a nosotros, pero ahora, que el reino se divide, no se sabe a cuál de los duques estimaba más, porque las partes son tan iguales que ni acuciosamente podría saber cuál es la menor.” El principio de la canción, tan famosa y tan indescifrable, “I am he as you are he as you are me and we are all together”.
Las referencias son muchas como para creer que son casuales: “You have seen Sunshine and rain at once”; “Madam, with much ado: Your sister is the better soldier”; “What was thy cause? Adultery? Thou shalt no die; die for adultery? No: The wren goes to ’t, and the small gilded fly / Does kecher in mu sight. / Let copulation thrive; for Gloucester’s bastard son / Was kibder toi his father than my daughters / Got ‘t ween the lawful sheets”; “The holy water from her heavenly eyes, / And clamoour-moisten’d, then away she started / To deal with grief alone”; “The man that makes his toe / What he his heart should make, / Shall of a corn cry woe, / And turn his sleep to wake”; “I’ll fetch som flax and white of eggs / To apply to his bleeding face”; hay gran cantidad de referencias a la ceguera (Gloucester queda ciego) y por lo tanto a ojos vacíos, lágrimas densas, legañosas; también, a huevos, que en inglés tienen más conotaciones que en español, porque se refieren a la maldad o bondad de una persona, a la provocación, y aunque es cierto que en español sirven para hacer referencia a los testículos y con ello a la valentía, en inglés sirve para referirse a los ovarios (así debía usarse también en español, la etimología lo indica, pero no lo hacemos). Una más: aunque Walrus tiene un primer significado, que es morsa, es también utilizado como “bigotón”; aunque en “Glass Onion” Lennon dice “The Walrus was Paul”, en Magical Mistery Tour Paul no usa mostacho, que sí lo había hecho para las fotografías de portada e interiores de Sargento Pimienta (por un accidente: se partió el labio al caer de un árbol, en casa de Jane Asher, y se dejó crecer el bigote para disimular la herida mientras cicatrizaba, y los demás se dejaron crecer también el cabello, en solidaridad; a partir de allí casi toda una generación lo hizo –véase Días de guardar, de Carlos Monsiváis: “la onda […] agraviada por bigotes marlonzapatistas”; bigotes de Javier Solís que ellos piensan del Sargento Pimienta –gloso, no cito); otro de los significados es “cadáver”; poco después se desató el rumor de la muerte de Paul, pero en El rey Lear hay decenas de cadáveres en la campiña inglesa. Además, hay menciones a escarabajos.
Lo más curioso es que ninguno de los estudiosos de Beatles menciona a Shakespeare ni de pasada; Nicholas Schaffner (Beatles forever) para hablar de la cita identificada de King Lear, y Ray Colemann para citar una frase de Lennon: “I hate Shakespeare”.
Sólo hay que añadir que hay siete versiones de “I’m the Walrus”: la primera es la incluida en los discos monaurales, EP, que fue la primera edición; la segunda, en un sencillo estadounidense; la tercera es la que estamos escuchando, la de los discos estereofónicos; la cuarta en un sencillo alemán, la quinta, en la versión estereofónica de los extender plays; la sexta, la incluida en The Beatles Box, que en México distribuyó Selecciones y que está agotada hace tiempo, y la séptima la del disco compacto de 1987. Para acabarla, esta última versión fue incluida en Rarities, versiones que no aparecieron en discos estadounidenses, con una variante muy menor; en realidad, todas las variantes son mínimas, pero enloquecerán a los texpertos.
Para King Lear he tomado The Complete Works of William Shakespeare, Abbey Library, pp. 883-915, y las traducciones de Luisa Josefina Hernández, más la de Miguel Ángel Conejero, de Alianza Editorial. Hay una frase completa que con su venia le estoy volando a José Agustín, de La nueva música clásica, de núms. 12 y 13 de Cuadernos de la Juventud, Instituto Nacional de la Juventud [Mexicana], abril-mayo de 1968.
lunes, 5 de octubre de 2009
lunes, 28 de septiembre de 2009
Equívocos en una cinta de Pedro Infante
Pedro Infante terminó 1950 mucho mejor que como lo había comenzado; después de Sobre las olas, Islas Marías y de la muy rescatable También de dolor se canta, filmó dos películas sobresalientes, con sus directores simbólicos, Las mujeres de mi general, con Ismael Rodríguez, y El gavilán pollero, con Rogelio González.
A Rodríguez, con mucho de razón, se le impone el estandarte de ser el director de cabecera de Infante, no sólo porque lo dirigió en la mayoría de sus mejores cintas, sino porque le dio naturalidad, ductilidad y simpatía; hizo verosímiles muchos de sus papeles, aunque ya hemos visto que son artificiales: es más auténtico el sabor popular de David Silva que el de Infante, pero Pepe el Toro ha durado más que Don Gregorio (el de ¡Esquina bajan!); González no tiene nada que pedirle a Rodríguez, y muchos de los papeles memorables de Infante son producto de esa mancuerna, y con mejores resultados; aunque El gavilán pollero fue la primera de las nueve veces en que lo dirigió, la colaboración había comenzado desde antes: González fue uno de los argumentistas de muchas de las buenas cintas con Infante, desde Cuando lloran los valientes hasta Vuelven los García, y de que colaboró en la adaptación; además es el López con el que se mata José Antonio García para que sean felices Blanca Estela Pavón y Víctor Manuel Mendoza; es coautor del argumento de Los tres huastecos, así que nada más natural que hicieran buena pareja, que duró hasta la muerte de Infante.
Las mujeres de mi general es una película rara; en primer lugar, se sale del esquema del cine de la Revolución, no tiene nada que ver con las cintas de Fernando de Fuentes o de Emilio Fernández; no se toma a chunga la Revolución, como lo hizo el mismo Ismael Rodríguez en su saga de Pancho Villa o en La Cucaracha, ni hace una tragedia como Vino el remolino y nos alevantó; no es un alegato ni a favor ni en contra; la Revolución estaba muy cercana: habían pasado sólo 40 años del levantamiento de Madero, 35 años de la batalla de Celaya, 34 de la muerte de Porfirio Díaz, 31 del asesinato de Zapata, 27 de la muerte de Pancho Villa, 22 del asesinato de Obregón, 13 años del levantamiento de Saturnino Cedillo, 12 de la Expropiación Petrolera; seguían vivos muchos de los protagonistas de la Revolución, y muy activos algunos de los personajes célebres, fueran civiles o militares; testigos o víctimas eran los espectadores que acudían al cine, y los políticos se decían herederos de los primeros revolucionarios; el presidente Miguel Alemán era hijo de uno de los maderistas originales, el general Miguel Alemán, y al mismo mandatario le habían advertido, y no como elogio, que era un “cachorro de la Revolución” y por lo tanto debía cumplir con la ideología del movimiento; la palabra de Lázaro Cárdenas pesaba como sentencia, y el mandatario anterior, Miguel Ávila Camacho, había sido general revolucionario, y el siguiente, Adolfo Ruiz Cortines, también participó aunque en actividades administrativas (y se le acusaba de no haber sido adversario del ejército estadounidense en la invasión de 1914); los lemas políticos no habían olvidado la Revolución aunque no actuaban conforme a los principios revolucionarios. En fin, que la Revolución, fracasada, interrumpida, corrompida, abajo del caballo, estaba presente en la mente de los mexicanos, seguía escribiéndose literatura con ese tema (faltaban todavía unos pocos años para que los novelistas y los sociólogos la sepultaran, y ya no fuera necesario tomarla como tema, aunque aún Pedro Páramo la roza y la pone como escenario, y muchos de los protagonistas de las primeras novelas de Carlos Fuentes son revolucionarios; apenas comienza la pintura que pocos años después criticó, sin dejar de admirar, el muralismo; la música no se atreve a despojarse de la vestimenta revolucionaria; sólo la poesía andaba por otros rumbos).
Las mujeres de mi general no relata la valentía, la lealtad, los ideales de un revolucionario, sino sus dilemas interiores, y sus devaneos entre la Chula Prieto y Lilia Prado; Emilio García Riera ve en la cinta un torneo de desplantes, pero esto es frecuente en las cintas de Ismael Rodríguez (no ajenos a los políticos de todos los tiempos, incluso en los actuales que en vez de ideas combaten con chistes y adjetivaciones); ni la película, ni el personaje de Infante, representan a ninguna de las facciones revolucionarias, acaso se acerca a la villista, pero no por otra cosa sino por la vestimenta y por el carácter supuestamente populachero, y por algunas de las acciones del personaje, retando a los ricos del pueblo, pero ni siquiera con la firmeza con la que Pedro Armendáriz se enfrenta a José Morcillo en Enamorada, y después a María Félix; el maniqueísmo de Rodríguez le resta verosimilitud a la trama, porque si ya se sabe que Pepe el Toro va a preferir a la Romántica Pavón por sobre la sabrosa pero rica (de dinero, y también) Nelly Montiel en Ustedes los ricos, también es evidente que va a preferir a Lilia Prado por sobre la Chula Prieto, quien por esta vez compite en cachondería con Prado; ambas, sin embargo, están sobreactuadas, como lo están casi todos los intérpretes, excepto Miguel Inclán e Infante, quien sin embargo a ratos parece desorientado, sin saber a dónde se dirigen la cinta y su director. Es posible que hayan influido tantas interrupciones, el tiempo que tardó la producción, y los incidentes que provocaron muertes y heridos durante la filmación.
Es mucho mejor El gavilán pollero, pero es una cinta que desmiente o pone en entredicho la figura mitificada de Infante; al carácter dubitativo y cambiante de su personaje, hay que agregar muchos detalles que la hacen diferente, en un sentido peyorativo; en primer lugar, el Gavilán, como le dicen por mal nombre, es inferior en carácter a Lepe, protagonizado por Antonio Badú, quien está excelente, y le exige a Infante que actúe con mucha naturalidad, que no engole la voz, que hable en tono bajo, y que pocas veces se atreva a ver de frente a los demás protagonistas, y mucho menos al propio Badú. Por otro lado, tiene uno de sus dos acercamientos a la música de moda, cuando Badú y él bailan, aunque de choteo, un mambo al que minutos antes califican de indignante e inmoral. Emilio García Riera resalta los excesos y la misoginia de la cinta, pero hay muchos detalles que hay que destacar, y que mucho desmienten la fama de Infante de ser el representante del machismo mexicano; sensible y lloricón, pero macho.
Entre los dos protagonistas hay una admiración mutua que, en efecto, parece excesiva, pero que ellos encuentran natural, excepto cundo se interpone entre ellos Lilia Prado.
Pocas actrices tan excitantes en el cine mexicano como Lilia Prado; Isla de lobos comienza con una de las escenas más perturbadoras de nuestra cinematografía: tumbada boca abajo en una cama, la cámara le capta su trasero y sus piernas, desde un ángulo superior; Prado solloza, y sus movimientos no provocan que el espectador se conmueva, sino que se inquiete; “cuando Lilia Prado camina hasta las piedras se derriten”, dice uno de sus admiradores; sin embargo, Badú pasa una noche en la cárcel de la que salió Infante porque sí traía para la multa, y no va por dinero para liberarlo porque encuentra un cartel que anuncia la actuación de Prado en un cabaret, y se olvida de ir a rescatar a su amigo; pasa la noche con ella, pese a que lo había dejado tiempo atrás por sus conquistas, su infidelidad, su desapego; cuando Badú reclama que lo haya dejado toda la noche en la cárcel, es incapaz de comprender el motivo, pese a que Prado está al lado de un Infante perturbado y regañado; peor aún: Infante le pide a Badú que se vayan para curarse la cruda, y Prado reclama: ¿ yo? la respuesta de Infante es brutal: “dime si te debo algo” (gloso, no cito); después se extraña que ella quiera cobrar venganza; es desde luego uno de los insultos más duros que se hayan dicho a esa fecha en el cine mexicano, y es incomprensible que Infante pretenda que no suceda nada, y que prefiera la compañía de Badú.
Después, cuando aparentemente Badú la consuela, y cae en su trampa, Infante no se emborracha porque la ha perdido, sino porque pierde al amigo, a quien da picones cuando los ve besarse: “¿besa sabroso, ¿verdad?”, a lo que Badú contesta: “¿más?”, para luego reclamar: “hombre, ya ni la amuelas”.
“[la mujer] Es la dueña de los poderes de la noche, porque los del día le fueron arrebatados tanto por la misoginia cristiana como por la azteca. Un acto de debilidad tan obvio como el machismo mexicano sólo puede ser la respuesta de un ser absolutamente espantado ante un ser infinitamente más poderoso [...] la mujer es tan fuerte en México que convierte a los hombres en homosexuales larvados: esto es el machismo […] los hombres buscan a los hombres en México. El mundo de la cantina y del burdel, el mundo del abrazo, del pícame las nalgas, pícame el ombligo, aquí somos cuates, véngame, mi hermano, yo te cuento mis penas, tú me oyes, tú eres mi hermano […] ¿Nunca has visto a un grupo de albañiles cachondearse entre sí? Very suspiciuos. Toda esta relación cantinera y burdelesca y albañilera del hombre con el hombre en México. Esta alianza terrible es inspirada por la fuerza de la mujer. Es muy difícil que un hombre mexicano esté solo con una mujer, o que hable con una mujer. Hasta en las reuniones burguesas, los hombres platicando entre ellos y las mujeres aparte.”*
Estas palabras de Carlos Fuentes parecen dichas después de ver El gavilán pollero; la trama aparentemente trata de la amistad entre Infante y Badú, puesta a prueba por la excitación que provoca Prado en el segundo, para vengarse de todo lo que le hace el primero: va por “cigarros” y regresa muchas horas después, lleno de lápiz labial; la abandona, la recupera pero la vuelve a dejar por su amigo, y cuando el amigo “se la baja”, anda, si sobrio, deprimido, tratando de consolarse con cuanta mujer se tope, pero no lo satisfacen; si briago, penando, pero más por el amigo que por ella; llora sin consuelo pero sin vergüenza, y hace, ahora, que uno valore ese excelente verso de José Alfredo Jiménez, no por su valor literario sino por la síntesis de la conducta del despechado: “otra vez a brindar con extraños”.
Badú cae en las redes de la maligna Prado. ¿Habrá habido una actriz o bailarina que mueva mejor los glúteos que Lilia Prado en el cine mexicano? Hay muchas memorables: Meche Barba, Ninón Sevilla, Tongolele, Mapy Cortés, María Rojo –una vez: cuando camina por el malecón en Danzón, mientras de fondo se oye una canción con letra de Xavier Villaurrutia. Pero Lilia Prado lo hace con intención tan intensa que nadie se extraña que su propio hermano Fernando Soto Mantequilla le vea con verdadero placer el trasero cuando sube al tranvía de La ilusión viaja en tranvía, de Luis Buñuel, y nadie lo acusó de incestuoso; no es de extrañar que Lepe (Badú) esté dispuesto a traicionar al amigo por la Gela (la Gelatina, por cómo las mueve); Infante no se avergüenza de andar andrajoso, sucio, borracho, ni hacer el ridículo, ni siquiera de rogarle a Prado; no le importa, con tal de reconquistarla, supuestamente, retar a muerte al amigo-hermano, insultándolo de tal manera que el duelo es inevitable; pero cuando están a punto de dispararse a matar, Infante le hace ojitos a Badú; el pretexto es que está borracho, pero la borrachera revela, deja salir lo que está oculto, no provoca nada que no exista.
Ante ese coqueteo, y tras los aspavientos de Prado instándolos a que se maten, los amigos reaccionan, la avientan en un arroyuelo, la dejan tirada mostrando un cuerpo harto tentador, y se alejan abrazados; “Lilia Prado va a parar al agua lanzada por dos amigos que parecen haberle perdido el miedo a la homosexualidad latente. Claro que es sólo una ilusión: cantando ‘El gavilán pollero’, Badú e Infante abordan a dos nuevas hembras y se buscan con ello nuevas dificultades que ya no se verán en la película”, cierra su comentario García Riera en el tomo 5 de la Historia documental del cine mexicano, la segunda edición, de 1993.
Me parece que van tras dos hembras que no provoquen un conflicto entre ellos, que no los inciten a estar a solas, que no los separen. Lo grave es que la conducta menos viril es la de Infante, quien lloriquea, ruega, se humilla, y le coquetea a Badú; pero tanto peca el que mata la vaca como la vaca; Badú no se indigna por el coqueteo, por los ruegos, por el llanto; se indigna contra Prado: ¿quería que te matara, ¿pos deónde?
El gavilán pollero, bien dirigida, muy bien actuada, simpática y muy visible, no fue la única cinta con equívocos de esta naturaleza, que ponen en entredicho a típicos machos del cine mexicano.
Por cierto, ahora que hay reclamos por el “machismo”, hay quienes disculpan a Infante de algunos excesos: cosas del guión y no del actor; pero no hay que olvidar que una de las canciones que interpreta con más gusto es “Yo le pego a mi mujer, soy muy hombre; y después me echo a correr…”2
1. Carlos Fuentes en James R. Forston, Perspectivas mexicanas desde París. Un diálogo con Carlos Fuentes, suplemento de la revusta Él, diciembre de 1973.
2. Letra y música de los Cuates Castilla.
A Rodríguez, con mucho de razón, se le impone el estandarte de ser el director de cabecera de Infante, no sólo porque lo dirigió en la mayoría de sus mejores cintas, sino porque le dio naturalidad, ductilidad y simpatía; hizo verosímiles muchos de sus papeles, aunque ya hemos visto que son artificiales: es más auténtico el sabor popular de David Silva que el de Infante, pero Pepe el Toro ha durado más que Don Gregorio (el de ¡Esquina bajan!); González no tiene nada que pedirle a Rodríguez, y muchos de los papeles memorables de Infante son producto de esa mancuerna, y con mejores resultados; aunque El gavilán pollero fue la primera de las nueve veces en que lo dirigió, la colaboración había comenzado desde antes: González fue uno de los argumentistas de muchas de las buenas cintas con Infante, desde Cuando lloran los valientes hasta Vuelven los García, y de que colaboró en la adaptación; además es el López con el que se mata José Antonio García para que sean felices Blanca Estela Pavón y Víctor Manuel Mendoza; es coautor del argumento de Los tres huastecos, así que nada más natural que hicieran buena pareja, que duró hasta la muerte de Infante.
Las mujeres de mi general es una película rara; en primer lugar, se sale del esquema del cine de la Revolución, no tiene nada que ver con las cintas de Fernando de Fuentes o de Emilio Fernández; no se toma a chunga la Revolución, como lo hizo el mismo Ismael Rodríguez en su saga de Pancho Villa o en La Cucaracha, ni hace una tragedia como Vino el remolino y nos alevantó; no es un alegato ni a favor ni en contra; la Revolución estaba muy cercana: habían pasado sólo 40 años del levantamiento de Madero, 35 años de la batalla de Celaya, 34 de la muerte de Porfirio Díaz, 31 del asesinato de Zapata, 27 de la muerte de Pancho Villa, 22 del asesinato de Obregón, 13 años del levantamiento de Saturnino Cedillo, 12 de la Expropiación Petrolera; seguían vivos muchos de los protagonistas de la Revolución, y muy activos algunos de los personajes célebres, fueran civiles o militares; testigos o víctimas eran los espectadores que acudían al cine, y los políticos se decían herederos de los primeros revolucionarios; el presidente Miguel Alemán era hijo de uno de los maderistas originales, el general Miguel Alemán, y al mismo mandatario le habían advertido, y no como elogio, que era un “cachorro de la Revolución” y por lo tanto debía cumplir con la ideología del movimiento; la palabra de Lázaro Cárdenas pesaba como sentencia, y el mandatario anterior, Miguel Ávila Camacho, había sido general revolucionario, y el siguiente, Adolfo Ruiz Cortines, también participó aunque en actividades administrativas (y se le acusaba de no haber sido adversario del ejército estadounidense en la invasión de 1914); los lemas políticos no habían olvidado la Revolución aunque no actuaban conforme a los principios revolucionarios. En fin, que la Revolución, fracasada, interrumpida, corrompida, abajo del caballo, estaba presente en la mente de los mexicanos, seguía escribiéndose literatura con ese tema (faltaban todavía unos pocos años para que los novelistas y los sociólogos la sepultaran, y ya no fuera necesario tomarla como tema, aunque aún Pedro Páramo la roza y la pone como escenario, y muchos de los protagonistas de las primeras novelas de Carlos Fuentes son revolucionarios; apenas comienza la pintura que pocos años después criticó, sin dejar de admirar, el muralismo; la música no se atreve a despojarse de la vestimenta revolucionaria; sólo la poesía andaba por otros rumbos).
Las mujeres de mi general no relata la valentía, la lealtad, los ideales de un revolucionario, sino sus dilemas interiores, y sus devaneos entre la Chula Prieto y Lilia Prado; Emilio García Riera ve en la cinta un torneo de desplantes, pero esto es frecuente en las cintas de Ismael Rodríguez (no ajenos a los políticos de todos los tiempos, incluso en los actuales que en vez de ideas combaten con chistes y adjetivaciones); ni la película, ni el personaje de Infante, representan a ninguna de las facciones revolucionarias, acaso se acerca a la villista, pero no por otra cosa sino por la vestimenta y por el carácter supuestamente populachero, y por algunas de las acciones del personaje, retando a los ricos del pueblo, pero ni siquiera con la firmeza con la que Pedro Armendáriz se enfrenta a José Morcillo en Enamorada, y después a María Félix; el maniqueísmo de Rodríguez le resta verosimilitud a la trama, porque si ya se sabe que Pepe el Toro va a preferir a la Romántica Pavón por sobre la sabrosa pero rica (de dinero, y también) Nelly Montiel en Ustedes los ricos, también es evidente que va a preferir a Lilia Prado por sobre la Chula Prieto, quien por esta vez compite en cachondería con Prado; ambas, sin embargo, están sobreactuadas, como lo están casi todos los intérpretes, excepto Miguel Inclán e Infante, quien sin embargo a ratos parece desorientado, sin saber a dónde se dirigen la cinta y su director. Es posible que hayan influido tantas interrupciones, el tiempo que tardó la producción, y los incidentes que provocaron muertes y heridos durante la filmación.
Es mucho mejor El gavilán pollero, pero es una cinta que desmiente o pone en entredicho la figura mitificada de Infante; al carácter dubitativo y cambiante de su personaje, hay que agregar muchos detalles que la hacen diferente, en un sentido peyorativo; en primer lugar, el Gavilán, como le dicen por mal nombre, es inferior en carácter a Lepe, protagonizado por Antonio Badú, quien está excelente, y le exige a Infante que actúe con mucha naturalidad, que no engole la voz, que hable en tono bajo, y que pocas veces se atreva a ver de frente a los demás protagonistas, y mucho menos al propio Badú. Por otro lado, tiene uno de sus dos acercamientos a la música de moda, cuando Badú y él bailan, aunque de choteo, un mambo al que minutos antes califican de indignante e inmoral. Emilio García Riera resalta los excesos y la misoginia de la cinta, pero hay muchos detalles que hay que destacar, y que mucho desmienten la fama de Infante de ser el representante del machismo mexicano; sensible y lloricón, pero macho.
Entre los dos protagonistas hay una admiración mutua que, en efecto, parece excesiva, pero que ellos encuentran natural, excepto cundo se interpone entre ellos Lilia Prado.
Pocas actrices tan excitantes en el cine mexicano como Lilia Prado; Isla de lobos comienza con una de las escenas más perturbadoras de nuestra cinematografía: tumbada boca abajo en una cama, la cámara le capta su trasero y sus piernas, desde un ángulo superior; Prado solloza, y sus movimientos no provocan que el espectador se conmueva, sino que se inquiete; “cuando Lilia Prado camina hasta las piedras se derriten”, dice uno de sus admiradores; sin embargo, Badú pasa una noche en la cárcel de la que salió Infante porque sí traía para la multa, y no va por dinero para liberarlo porque encuentra un cartel que anuncia la actuación de Prado en un cabaret, y se olvida de ir a rescatar a su amigo; pasa la noche con ella, pese a que lo había dejado tiempo atrás por sus conquistas, su infidelidad, su desapego; cuando Badú reclama que lo haya dejado toda la noche en la cárcel, es incapaz de comprender el motivo, pese a que Prado está al lado de un Infante perturbado y regañado; peor aún: Infante le pide a Badú que se vayan para curarse la cruda, y Prado reclama: ¿ yo? la respuesta de Infante es brutal: “dime si te debo algo” (gloso, no cito); después se extraña que ella quiera cobrar venganza; es desde luego uno de los insultos más duros que se hayan dicho a esa fecha en el cine mexicano, y es incomprensible que Infante pretenda que no suceda nada, y que prefiera la compañía de Badú.
Después, cuando aparentemente Badú la consuela, y cae en su trampa, Infante no se emborracha porque la ha perdido, sino porque pierde al amigo, a quien da picones cuando los ve besarse: “¿besa sabroso, ¿verdad?”, a lo que Badú contesta: “¿más?”, para luego reclamar: “hombre, ya ni la amuelas”.
“[la mujer] Es la dueña de los poderes de la noche, porque los del día le fueron arrebatados tanto por la misoginia cristiana como por la azteca. Un acto de debilidad tan obvio como el machismo mexicano sólo puede ser la respuesta de un ser absolutamente espantado ante un ser infinitamente más poderoso [...] la mujer es tan fuerte en México que convierte a los hombres en homosexuales larvados: esto es el machismo […] los hombres buscan a los hombres en México. El mundo de la cantina y del burdel, el mundo del abrazo, del pícame las nalgas, pícame el ombligo, aquí somos cuates, véngame, mi hermano, yo te cuento mis penas, tú me oyes, tú eres mi hermano […] ¿Nunca has visto a un grupo de albañiles cachondearse entre sí? Very suspiciuos. Toda esta relación cantinera y burdelesca y albañilera del hombre con el hombre en México. Esta alianza terrible es inspirada por la fuerza de la mujer. Es muy difícil que un hombre mexicano esté solo con una mujer, o que hable con una mujer. Hasta en las reuniones burguesas, los hombres platicando entre ellos y las mujeres aparte.”*
Estas palabras de Carlos Fuentes parecen dichas después de ver El gavilán pollero; la trama aparentemente trata de la amistad entre Infante y Badú, puesta a prueba por la excitación que provoca Prado en el segundo, para vengarse de todo lo que le hace el primero: va por “cigarros” y regresa muchas horas después, lleno de lápiz labial; la abandona, la recupera pero la vuelve a dejar por su amigo, y cuando el amigo “se la baja”, anda, si sobrio, deprimido, tratando de consolarse con cuanta mujer se tope, pero no lo satisfacen; si briago, penando, pero más por el amigo que por ella; llora sin consuelo pero sin vergüenza, y hace, ahora, que uno valore ese excelente verso de José Alfredo Jiménez, no por su valor literario sino por la síntesis de la conducta del despechado: “otra vez a brindar con extraños”.
Badú cae en las redes de la maligna Prado. ¿Habrá habido una actriz o bailarina que mueva mejor los glúteos que Lilia Prado en el cine mexicano? Hay muchas memorables: Meche Barba, Ninón Sevilla, Tongolele, Mapy Cortés, María Rojo –una vez: cuando camina por el malecón en Danzón, mientras de fondo se oye una canción con letra de Xavier Villaurrutia. Pero Lilia Prado lo hace con intención tan intensa que nadie se extraña que su propio hermano Fernando Soto Mantequilla le vea con verdadero placer el trasero cuando sube al tranvía de La ilusión viaja en tranvía, de Luis Buñuel, y nadie lo acusó de incestuoso; no es de extrañar que Lepe (Badú) esté dispuesto a traicionar al amigo por la Gela (la Gelatina, por cómo las mueve); Infante no se avergüenza de andar andrajoso, sucio, borracho, ni hacer el ridículo, ni siquiera de rogarle a Prado; no le importa, con tal de reconquistarla, supuestamente, retar a muerte al amigo-hermano, insultándolo de tal manera que el duelo es inevitable; pero cuando están a punto de dispararse a matar, Infante le hace ojitos a Badú; el pretexto es que está borracho, pero la borrachera revela, deja salir lo que está oculto, no provoca nada que no exista.
Ante ese coqueteo, y tras los aspavientos de Prado instándolos a que se maten, los amigos reaccionan, la avientan en un arroyuelo, la dejan tirada mostrando un cuerpo harto tentador, y se alejan abrazados; “Lilia Prado va a parar al agua lanzada por dos amigos que parecen haberle perdido el miedo a la homosexualidad latente. Claro que es sólo una ilusión: cantando ‘El gavilán pollero’, Badú e Infante abordan a dos nuevas hembras y se buscan con ello nuevas dificultades que ya no se verán en la película”, cierra su comentario García Riera en el tomo 5 de la Historia documental del cine mexicano, la segunda edición, de 1993.
Me parece que van tras dos hembras que no provoquen un conflicto entre ellos, que no los inciten a estar a solas, que no los separen. Lo grave es que la conducta menos viril es la de Infante, quien lloriquea, ruega, se humilla, y le coquetea a Badú; pero tanto peca el que mata la vaca como la vaca; Badú no se indigna por el coqueteo, por los ruegos, por el llanto; se indigna contra Prado: ¿quería que te matara, ¿pos deónde?
El gavilán pollero, bien dirigida, muy bien actuada, simpática y muy visible, no fue la única cinta con equívocos de esta naturaleza, que ponen en entredicho a típicos machos del cine mexicano.
Por cierto, ahora que hay reclamos por el “machismo”, hay quienes disculpan a Infante de algunos excesos: cosas del guión y no del actor; pero no hay que olvidar que una de las canciones que interpreta con más gusto es “Yo le pego a mi mujer, soy muy hombre; y después me echo a correr…”2
1. Carlos Fuentes en James R. Forston, Perspectivas mexicanas desde París. Un diálogo con Carlos Fuentes, suplemento de la revusta Él, diciembre de 1973.
2. Letra y música de los Cuates Castilla.
domingo, 20 de septiembre de 2009
(Paréntesis más patriótico)
(Fue por pura melancolía, que no nostalgia. Podría hacer un esfuerzo de memoria y recordar el nombre de la maestra de música en la escuela secundaria 12, “Eliseo García Escobar”; recuerdo el apodo, que no repetiré.
Nos mandó al Auditorio Nacional; el concierto fue un sábado, a las 6 de la tarde; el programa completo no lo recuerdo, pero incluía Sones de mariachi, de Blas Galindo, y Huapango, de Pablo Moncayo; Luis Herrera de la Fuente dirigía a la Orquesta Sinfónica Nacional.
Aún no había abierto la Prolongación del Paseo de la Reforma, y los camiones que salían del Auditorio llegaban sólo al Zócalo; pude haberme bajado en Avenida Juárez, cruzar la Alameda, y abordar un Estrella, un Fundidora de Monterrey, un San Bartolo; si el primero, para bajarme en Misterios; el segundo o el tercero, en Fundidora y Éuzkaro o, dependiendo de la hora, en Fortuna; me fui hasta el Zócalo para tomar el tranvía, sólo para tardarme más e ir rememorando la música que acababa de encontrar.
Cuauhtémoc y Arturo Valdés me prestaron el álbum triple de la Sinfónica Nacional, con el mismo director, que contiene esas dos piezas, más otras de Bernal Jiménez y de Silvestre Revueltas, y me tardé casi un año en regresárselo; después, lo compré en ese estuche rojo, de portada sobria, y mucho después en disco compacto que sólo trae medio disco triple; no es la única versión que tengo de esas piezas, pero no importa cuántas aparezcan, las versiones de Luis Herrera de la Fuente son las mejores, o cuando menos las más emotivas de cuantas han aparecido. Es obvio que por muchos motivos, sin poder ejercer una función crítica, soy incondicional de esas dos piezas, sobre todo del Huapango. Entre las versiones raras, tengo una dirigida por Carlos Chávez bastante más rápida que las demás.
Por eso, cuando vi que tanto la Orquesta Filarmónica de la UNAM como la Orquesta Sinfónica de Minería iban a interpretarla con motivo de las fiestas patrias, nos apuntamos a escucharlas en vivo.
También soy incondicional –casi– de la OFUNAM desde finales de los años sesenta, cuando se presentaba a veces en el Alcázar del Castillo de Chapultepec o en el Teatro Hidalgo, en la antigua Avenida Hidalgo más transitable que ahora; la dirigía Eduardo Mata con entusiasmo y fervor; cuando veo a Pedro Infante cerrando la partitura para dirigir de manera espectacular Sobre las olas en Sobre las olas, recuerdo a Mata cerrando de manera teatral la partitura para dirigir Bolero, de Ravel; recuerdo a Mata dirigiendo al borde de las lágrimas el tercer movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, sin poder contener su entusiasmo; lo recuerdo en el Alcázar conmoviendo a Adriana Roel cuando tocó, con exceso de cañonazos, la Obertura 1812, y más tarde a César Jurado Lima apagando nuestro entusiasmo –de Mario Magallón y mío– cuando dijo que Mata se había descuadrado; fue una temporada larga en que Mario y yo, y a veces con Arturo Basáñez, seguíamos a Mata por todos lados, no sólo por la percusionista espectacular, sino por el sentido del humor del músico; soy de los que recordamos que cuando iba a comenzar el tercer movimiento del Concierto para violín y orquesta, de Beethoven, con la batuta al aire y Henry Schering a punto de empezar a tocar, se detuvieron porque quien obedeció la orden fue un niño de brazos, que comenzó a llorar con una sincronía impecable; en vez de molestarse, ambos soltaron la carcajada.
Después de algunas temporadas buenas y otras regulares, ahora no me gusta tanto la OFUNAM; los músicos tocan muy bien, pero sin alegría, sin entusiasmo, da la impresión que de manera mecánica. Pero cada vez que tocan Huapango lo hacen con el entusiasmo que tuvieron con Mata, con Jorge Velazco, con Ronald Zollman, con Diemecke, incluso con el aparentemente frío Zuohuang Chen; es posible que se deba al distante Alun Francis, que apaga hasta los valses.
No tienen el entusiasmo que ahora muestra la Orquesta de Minería, a cargo de Carlos Miguel Prieto; dicen los que saben que dirige como Pedro Infante dirige Sobre las olas en Sobre las olas, pero que sus músicos lo respetan; verlo cómo hace que bailen Gabriela Jiménez, la percusionista, la flautista María Esther García, y las muy jóvenes violinistas segundas, o la chelista Beverly Brown, contagia; da la impresión de que se trata de una orquesta muy joven, y muy alegre, pese a que siempre viste de gala; su entusiasmo no le quita la precisión que necesita cada orquesta; su versión de Scherezada de Rimsky-Korsakov, con los solos de violín del concertino Fernando Mino, es comparable a casi cualquier versión disponible en grabación; Mino es un excelente violinista, pero Prieto saluda con igual efusividad a la concertino asistente, rompiendo el protocolo. Es un placer escuchar a esta orquesta.
Los programas eran muy parecidos; Minería se presentó en la Biblioteca Vasconcelos, el 10 de septiembre más lluvioso desde 1968; entre una Obertura mexicana, que como todas esas oberturas es una mezcla más o menos organizada de canciones populares, de Merle Isaac; el Sobre las olas, Alejandra, de Mora, Janitzio, de Revueltas, Guadalajara, de José Guízar –ese solo José en vez de Pepe le da más seriedad a la pieza–, los Sones de Mariachi, una Suite México 1910 de Manuel Esperón, que mezcla canciones no sólo de 1910 sino que llega hasta la expropiación petrolera, y cuatro canciones de Álvaro Carrillo con arreglos de Arturo Márquez y Gerardo Tamez, cantadas por Irasema Terrazas; la orquesta, dirigida por el director asociado José Areán, tocó de manera sobria, pero con su misma alegría, todo el programa; Terrazas cantó de manera tan clara que desmintió que las sopranos son ininteligibles y que sólo gorgorean; tuvieron que tocar un ancore, con la Marcha de Zacatecas; que el público comenzara a aplaudir antes de que la orquesta terminara no es culpa de la orquesta, sino que estamos más acostumbrados al Festival OTI que a las sinfonías, pero es comprensible porque, repito, es contagiosa Minería, y vimos cómo bailaban, se arrullaban con los valses, cómo sonreían; los vientos, las maderas, las cuerdas alcanzan un nivel al que nos habíamos desacostumbrado.
La OFUNAM se presentó en el Auditorio; si el concierto de Minería fue gratis, en el Auditorio cobraron los precios acostumbrados, sin descuento para ninguna credencial; aparte de un programa similar –la Obertura republicana, de Chávez, que también toca la OSN con Herrera de la Fuente en su disco más célebre–, Janitzio y Sobre las olas, más Huapango, con el añadido del Danzón No. 2, de Márquez, que ya desplazó a la Marcha de Zacatecas como nuestro segundo Himno Nacional, y canciones de Esparza Oteo, María Grever, Miguel Lerdo de Tejada, con el tenor Fernando de la Mora. “Conducida” –perdonarán el anglicismo– por el director huésped Juan Carlos Lomónaco, tocó no sólo bien, sino muy bien, con la actuación sobresaliente de los vientos y de la arpista –el camarógrafo del Auditorio enfocó demasiadas veces a la violinista Ewa Slawinska, con obsesión comprensiva y justificada.
El desastre llegó cuando De la Mora, que como casi todos los tenores cantó “Un vieju amur ni se olvida ni se djaaa”, hizo que extrañáramos a Libertad Lamarque cuando cantó “Así” –“Te quiero, dijiste”, la cantó muy bien–, pero cuando destrozaba “Cuando vuelva a tu lado" sacó el micrófono, comenzó a caminar como cualquier crooner, invitó al público –“Se vale cantar”–, como si nos fueran a pagar cuando él fue el que cobró, agradeció a la orquesta como Pedro Vargas agradecía a Alvarito, como si la orquesta fuera la invitada y no él, interrumpió el concierto para pedirle al público que le echara ganas para superar la crisis que está creando el gobierno, y no siguió con sus porras al presidente Calderón porque los chiflidos del público se lo impidieron.
En vez de que el concierto terminara con Huapango que tocaron tan bien, y como el público pedía, siguió cantando, con complacencias para los fanáticos de la música ligada a su recuerdo; no aguanté cuando dijo “ésta no necesita presentación” y empezó “Amor eterno”, de Juan Gabriel. Nos salimos.
No tengo nada contra Juan Gabriel; escribió las últimas canciones rancheras clásicas, y tiene unas diez piezas memorables, pero no era para terminar un concierto de la OFUNAM, que merece más respeto que ser reducida a ser acompañante de un tenor que no ha cumplido las expectativas que hizo esperar su voz, ya no tan privilegiada que necesita micrófono, al contrario de Terrazas, que no lo usó para cantar las canciones de Álvaro Carrillo; De la Mora, por presumir de una voz que ya no tiene, no hacía las pausas que marcan los versos de las canciones de Grever o de Esparza Oteo, lo que hizo que se descuadrara; la OFUNAM, que no es como cualquier mariachi, no se dejó engañar por De la Mora y siguió tocando como se debe, pero desconcertó al público al que invitó a que le hiciera coros, por lo que tuvo que seguir cantando solito; impostó la voz sin que ganara claridad.
Para acabarla, las notas de los dos programas son casi idénticas; son las mismas para Janitzio, Sobre las olas y Huapango, y aunque Juan Arturo Brenan es conocedor de todo tipo de música, lo que hizo en estos cuadernos fue pensar que como eran conciertos populares, había que echar relajo.
La lluvia hizo que todo fuera peor. Por suerte, llegué a seguir escuchando a los Beatles remasterizados.)
Nos mandó al Auditorio Nacional; el concierto fue un sábado, a las 6 de la tarde; el programa completo no lo recuerdo, pero incluía Sones de mariachi, de Blas Galindo, y Huapango, de Pablo Moncayo; Luis Herrera de la Fuente dirigía a la Orquesta Sinfónica Nacional.
Aún no había abierto la Prolongación del Paseo de la Reforma, y los camiones que salían del Auditorio llegaban sólo al Zócalo; pude haberme bajado en Avenida Juárez, cruzar la Alameda, y abordar un Estrella, un Fundidora de Monterrey, un San Bartolo; si el primero, para bajarme en Misterios; el segundo o el tercero, en Fundidora y Éuzkaro o, dependiendo de la hora, en Fortuna; me fui hasta el Zócalo para tomar el tranvía, sólo para tardarme más e ir rememorando la música que acababa de encontrar.
Cuauhtémoc y Arturo Valdés me prestaron el álbum triple de la Sinfónica Nacional, con el mismo director, que contiene esas dos piezas, más otras de Bernal Jiménez y de Silvestre Revueltas, y me tardé casi un año en regresárselo; después, lo compré en ese estuche rojo, de portada sobria, y mucho después en disco compacto que sólo trae medio disco triple; no es la única versión que tengo de esas piezas, pero no importa cuántas aparezcan, las versiones de Luis Herrera de la Fuente son las mejores, o cuando menos las más emotivas de cuantas han aparecido. Es obvio que por muchos motivos, sin poder ejercer una función crítica, soy incondicional de esas dos piezas, sobre todo del Huapango. Entre las versiones raras, tengo una dirigida por Carlos Chávez bastante más rápida que las demás.
Por eso, cuando vi que tanto la Orquesta Filarmónica de la UNAM como la Orquesta Sinfónica de Minería iban a interpretarla con motivo de las fiestas patrias, nos apuntamos a escucharlas en vivo.
También soy incondicional –casi– de la OFUNAM desde finales de los años sesenta, cuando se presentaba a veces en el Alcázar del Castillo de Chapultepec o en el Teatro Hidalgo, en la antigua Avenida Hidalgo más transitable que ahora; la dirigía Eduardo Mata con entusiasmo y fervor; cuando veo a Pedro Infante cerrando la partitura para dirigir de manera espectacular Sobre las olas en Sobre las olas, recuerdo a Mata cerrando de manera teatral la partitura para dirigir Bolero, de Ravel; recuerdo a Mata dirigiendo al borde de las lágrimas el tercer movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, sin poder contener su entusiasmo; lo recuerdo en el Alcázar conmoviendo a Adriana Roel cuando tocó, con exceso de cañonazos, la Obertura 1812, y más tarde a César Jurado Lima apagando nuestro entusiasmo –de Mario Magallón y mío– cuando dijo que Mata se había descuadrado; fue una temporada larga en que Mario y yo, y a veces con Arturo Basáñez, seguíamos a Mata por todos lados, no sólo por la percusionista espectacular, sino por el sentido del humor del músico; soy de los que recordamos que cuando iba a comenzar el tercer movimiento del Concierto para violín y orquesta, de Beethoven, con la batuta al aire y Henry Schering a punto de empezar a tocar, se detuvieron porque quien obedeció la orden fue un niño de brazos, que comenzó a llorar con una sincronía impecable; en vez de molestarse, ambos soltaron la carcajada.
Después de algunas temporadas buenas y otras regulares, ahora no me gusta tanto la OFUNAM; los músicos tocan muy bien, pero sin alegría, sin entusiasmo, da la impresión que de manera mecánica. Pero cada vez que tocan Huapango lo hacen con el entusiasmo que tuvieron con Mata, con Jorge Velazco, con Ronald Zollman, con Diemecke, incluso con el aparentemente frío Zuohuang Chen; es posible que se deba al distante Alun Francis, que apaga hasta los valses.
No tienen el entusiasmo que ahora muestra la Orquesta de Minería, a cargo de Carlos Miguel Prieto; dicen los que saben que dirige como Pedro Infante dirige Sobre las olas en Sobre las olas, pero que sus músicos lo respetan; verlo cómo hace que bailen Gabriela Jiménez, la percusionista, la flautista María Esther García, y las muy jóvenes violinistas segundas, o la chelista Beverly Brown, contagia; da la impresión de que se trata de una orquesta muy joven, y muy alegre, pese a que siempre viste de gala; su entusiasmo no le quita la precisión que necesita cada orquesta; su versión de Scherezada de Rimsky-Korsakov, con los solos de violín del concertino Fernando Mino, es comparable a casi cualquier versión disponible en grabación; Mino es un excelente violinista, pero Prieto saluda con igual efusividad a la concertino asistente, rompiendo el protocolo. Es un placer escuchar a esta orquesta.
Los programas eran muy parecidos; Minería se presentó en la Biblioteca Vasconcelos, el 10 de septiembre más lluvioso desde 1968; entre una Obertura mexicana, que como todas esas oberturas es una mezcla más o menos organizada de canciones populares, de Merle Isaac; el Sobre las olas, Alejandra, de Mora, Janitzio, de Revueltas, Guadalajara, de José Guízar –ese solo José en vez de Pepe le da más seriedad a la pieza–, los Sones de Mariachi, una Suite México 1910 de Manuel Esperón, que mezcla canciones no sólo de 1910 sino que llega hasta la expropiación petrolera, y cuatro canciones de Álvaro Carrillo con arreglos de Arturo Márquez y Gerardo Tamez, cantadas por Irasema Terrazas; la orquesta, dirigida por el director asociado José Areán, tocó de manera sobria, pero con su misma alegría, todo el programa; Terrazas cantó de manera tan clara que desmintió que las sopranos son ininteligibles y que sólo gorgorean; tuvieron que tocar un ancore, con la Marcha de Zacatecas; que el público comenzara a aplaudir antes de que la orquesta terminara no es culpa de la orquesta, sino que estamos más acostumbrados al Festival OTI que a las sinfonías, pero es comprensible porque, repito, es contagiosa Minería, y vimos cómo bailaban, se arrullaban con los valses, cómo sonreían; los vientos, las maderas, las cuerdas alcanzan un nivel al que nos habíamos desacostumbrado.
La OFUNAM se presentó en el Auditorio; si el concierto de Minería fue gratis, en el Auditorio cobraron los precios acostumbrados, sin descuento para ninguna credencial; aparte de un programa similar –la Obertura republicana, de Chávez, que también toca la OSN con Herrera de la Fuente en su disco más célebre–, Janitzio y Sobre las olas, más Huapango, con el añadido del Danzón No. 2, de Márquez, que ya desplazó a la Marcha de Zacatecas como nuestro segundo Himno Nacional, y canciones de Esparza Oteo, María Grever, Miguel Lerdo de Tejada, con el tenor Fernando de la Mora. “Conducida” –perdonarán el anglicismo– por el director huésped Juan Carlos Lomónaco, tocó no sólo bien, sino muy bien, con la actuación sobresaliente de los vientos y de la arpista –el camarógrafo del Auditorio enfocó demasiadas veces a la violinista Ewa Slawinska, con obsesión comprensiva y justificada.
El desastre llegó cuando De la Mora, que como casi todos los tenores cantó “Un vieju amur ni se olvida ni se djaaa”, hizo que extrañáramos a Libertad Lamarque cuando cantó “Así” –“Te quiero, dijiste”, la cantó muy bien–, pero cuando destrozaba “Cuando vuelva a tu lado" sacó el micrófono, comenzó a caminar como cualquier crooner, invitó al público –“Se vale cantar”–, como si nos fueran a pagar cuando él fue el que cobró, agradeció a la orquesta como Pedro Vargas agradecía a Alvarito, como si la orquesta fuera la invitada y no él, interrumpió el concierto para pedirle al público que le echara ganas para superar la crisis que está creando el gobierno, y no siguió con sus porras al presidente Calderón porque los chiflidos del público se lo impidieron.
En vez de que el concierto terminara con Huapango que tocaron tan bien, y como el público pedía, siguió cantando, con complacencias para los fanáticos de la música ligada a su recuerdo; no aguanté cuando dijo “ésta no necesita presentación” y empezó “Amor eterno”, de Juan Gabriel. Nos salimos.
No tengo nada contra Juan Gabriel; escribió las últimas canciones rancheras clásicas, y tiene unas diez piezas memorables, pero no era para terminar un concierto de la OFUNAM, que merece más respeto que ser reducida a ser acompañante de un tenor que no ha cumplido las expectativas que hizo esperar su voz, ya no tan privilegiada que necesita micrófono, al contrario de Terrazas, que no lo usó para cantar las canciones de Álvaro Carrillo; De la Mora, por presumir de una voz que ya no tiene, no hacía las pausas que marcan los versos de las canciones de Grever o de Esparza Oteo, lo que hizo que se descuadrara; la OFUNAM, que no es como cualquier mariachi, no se dejó engañar por De la Mora y siguió tocando como se debe, pero desconcertó al público al que invitó a que le hiciera coros, por lo que tuvo que seguir cantando solito; impostó la voz sin que ganara claridad.
Para acabarla, las notas de los dos programas son casi idénticas; son las mismas para Janitzio, Sobre las olas y Huapango, y aunque Juan Arturo Brenan es conocedor de todo tipo de música, lo que hizo en estos cuadernos fue pensar que como eran conciertos populares, había que echar relajo.
La lluvia hizo que todo fuera peor. Por suerte, llegué a seguir escuchando a los Beatles remasterizados.)
lunes, 14 de septiembre de 2009
¿Los nuevos Beatles?
El miércoles nuevamente salieron a la venta todos los discos de The Beatles, en dos paquetes, en sonido estereofónico y en monaural (en algunos lugares, la mitad de los discos, por separado). ¿Vale la pena que los que teníamos la colección completa, incluso las dos cajas con las versiones estadounidenses que trae cada disco en estéreo y en mono, adquiramos la nueva colección? Éstos están remasterizados, es decir, con la grabación maestra resaltan lo que no se había escuchado más que con audífonos y con el volumen bastante alto, o en aparatos muy especializados, como los que usan los músicos profesionales; nada que no estuviera grabado, pero que no se escuchaba bien; sin embargo, ahora están más claros algunos sonidos, se distinguen más los coros, algunos efectos de las guitarras. Quien sale beneficiado es Lennon, que siempre aseguró que era el “guitarrista invisible”, y con estos nuevos discos se confirma su dicho: tocaba muy bien la guitarra de acompañamiento.
Claro que para disfrutarlos mejor hacen falta dos libros, que hay que leer al tiempo que se escuchan los discos: The Bealtes. Album File and Complete Discography, de Jeff Russell, y The Beatles Recording Sessions. The Oficial Abbey Road Studio Session Notes 1962-1970, de Mark Lewisohn.
De este último son las notas que acompañan alguno de los nuevos discos, pero resultan incompletas porque sólo son una guía, no traen, no pueden traer, los datos que vienen en el libro, que son las descripciones de cómo se grabó cada pieza, cuántas veces, con qué variantes, por qué se interrumpían las sesiones, quiénes intervenían como técnicos, cuáles músicos echaban la mano, y hasta los nombres de los 41 miembros de la orquesta que acompaña “A day in the life”, y el del flautista que toca en “You’ve got to hide your love away”, que no es el actor que aparece como jardinero en Help!: Johnnie Scott.
Parece difícil que un par de libros ayude a escuchar mejor los discos; a lo que ayudan es a que pongamos atención a los detalles que resaltan, y que se supone ahora se aprecian mejor, como los instrumentos que utilizan en cada pieza, y quién los toca. Y como el conjunto comenzó a experimentar a partir del tercer disco, A Hard Day’s Night, es cuando cobran más importancia los libros.
No es que los dos primeros discos sean malos, pero casi no hay variantes: Lennon toca la guitarra rítmica, McCartney el bajo, Harrison el requinto y Ringo la batería, aunque ya se sabe que en dos piezas del primero de los álbumes la batería estuvo a cargo de Andy White mientras que Ringo tocaba la pandereta; en esos discos hay excepciones: el piano de George Martin en cuatro piezas, y tímidas apariciones de maracas, bongós, percusiones árabes, y una pieza sin Paul ni George. Es notoria la habilidad de Lennon a la guitarra rítmica y el bajo de Paul, creativo sin dejar de cumplir su misión de sentar la base de la pieza.
Como los primeros discos aparecieron en monaural, el trabajo en estereo se limita a separar voces en un canal e instrumentos en otro, pero hay una mejor separación de las voces, y mayor claridad cuando hay eco o sobregrabación, que gustaban mucho de hacer, con el efecto de que parecen dos voces.
A partir del tercer disco hay más audacia, pero siguen los papeles que les fueron asignados, sólo que hay más guitarra acústica que eléctrica en la función rítmica de parte de Lennon, Paul toca piano en alguna pieza, hay mayor variedad de percusiones, y sobre todo Lennon comienza a tocar pandereta, que fue el instrumento que más tocó durante una larga etapa del conjunto, y que a veces es el principal de varias canciones. También se distingue con mayor claridad la guitarra acústica de Lennon en “And I love her”, clara reminiscencia de la melodía de la Sonata 27 para piano, de Beethoven (“Claro de luna”, le dicen) durante los cuartetos segundo, cuarto y sexto. Una curiosidad: en "Words of love" cantan Lennon, Paul y George todos en primera voz; en la versión original Buddy Holly la canta en segunda. Holly es una de las influencias innegables del conjunto.
En Beatles for Sale, el cuarto disco, ya no es el mismo conjunto que en los tres primeros, en que lo más que se aprecia son los diálogos entre las guitarras de Lennon y de Harrison; diálogos entre piano eléctrico, de Lennon, y acústico, muchas veces tocado por Paul y George Martin al mismo tiempo; una pieza en que John, Paul y Martin tocan el mismo piano al mismo tiempo, que Harrison se arriesga con percusiones, que invitan a Mal Evans a que toque órgano, y a veces el mismo Ringo también interpreta alguna pieza con órgano; Lennon y McCartney son quienes más instrumentos tocan, a veces sin resultados, como cuando Paul ensaya un bajo fuzz, o cuando Harrison sube y baja el volumen de su guitarra para crear un efecto raro, o cuando el piano de George Martin parece clavecín.
Los ensayos son múltiples: si en “Till there was you” combinaron bajo eléctrico con dos guitarras acústicas, en “You’ve got to hide away” son tres guitarras acústicas y pandereta más la flauta de Scott. En “Tell me what you see” Lennon toca un lavadero (de madera, no crean) en vez de guitarra rítmica, y en “Yesterday”, la más célebre canción del conjunto en la primera época, McCartney se hace acompañar de un cuarteto de cuerdas (en la Antología, en un concierto, dejan a Paul solo en el escenario, con cierta ironía).
En Rubber Soul Lennon no toca guitarra en seis piezas, y en una en la que sí la toca, comienza “Run for you life” con casi la última frase de una canción de Elvis Presley: “I rather see you dead, little girl, than to be with another man” (“Baby let’s play house”); en cinco toca sólo pandereta, y en la otra no interpreta nada; Paul, quien ya se había aventurado con requinto en Help!, ahora lo usa más, aunque interviene con piano sólo en dos; Harrison introduce la sítara y la tamboura, instrumentos hindúes con un sonido peculiar, que en poco tiempo comenzaron a usar otros conjuntos, como Rolling Stones y Traffic; no son datos desconocidos, pero ahora se escuchan mejor, se puede verificar lo que dicen Russell y Lewisohn.
Revólver y Sargento Pimienta (como le decimos en México a esos discos) comienzan los experimentos con el estereofónico, y aunque siguen aparentando el esquema con que los presentaban, ya son menos tradicionales. En Revólver Lennon toca la guitarra sólo en tres piezas, y prefiere la pandereta o las maracas; por primera vez dan crédito a otros músicos, como Anil Bhagwat con tabla en “Love you to” y Alan Civil con el corno en “For no one”; en “Yellow submarine”, aparente canción para niños, hacen muchos trucos, como arrastrar un saco con arena, o en un lavamanos agitar el agua, para crear los efectos que se escuchan, y agregan voces incoherentes, además de un coro de mucha gente, entre las que estaban el propio George Martin, Pattie Boyd de Harrison, y tres de los asistentes (Mal Evans, Neil Aspinall y el ingeniero Geoff Emerick). Sin crédito, en “Got to get you into my life” tocaron Eddy Thorton, Ian Hamer, Les Conlon, Alan Branscombe y Pete Coe, con trompetas y saxofones, más Martin en el órgano.
La más extraña de las piezas es “Tomorrow never knows”, no sólo por el título que era una de las frases de Ringo, que se distinguía más por su imaginación que por su propiedad al hablar; un sonido muy extraño, que no es más que la guitarra de Harrison reproducida tocando la cinta en reversa, y otros ruidos que semejan al de animales salvajes; la letra también es provocativa y produce imágenes insólitas; Russell selecciona una: “escucha el color de tus sueños”. En el disco también hay experimentos con la voz: “I’m only sleeping” presenta a un Lennon realmente somnoliento: la cantó acostado, lo que produce un efecto especial; en esta pieza también reproduce, con la cinta tocada al revés, la guitarra de Harrison.
El club de corazones solitarios del Sargento Pimienta es considerado uno de los mejores discos del rock, aunque los especialistas muy especialistas prefieren Revólver; pero en Sargento Pimienta son más evidentes los experimentos; en primer lugar juegan alternando las bocinas; tanto guitarras como las voces comienzan en un canal y terminan en el otro, o van y vienen: por primera vez en el rock se cuenta una historia de principio a fin, aunque no muy hilvanada, y hay una intención muy clara y muy diferente de cada uno de los cuatro integrantes del conjunto, aunque también colaboración entre todos; en la primera canción hay un duelo amistoso entre dos requintos, de Lennon y Harrison, alternando con un órgano tocado por Martin; en la segunda canción, “With a little help from my friends” casi toda la instrumentación la aporta Paul, con bajo y piano, mientras que Harrison toca pandereta; los tres hacen coro a la voz de Ringo; en “Lucy in the sky with diamonds” hay versos que en su momento fueron considerados surrealistas, y que son muy imaginativos; aunque la canción es de Lennon, hay versos importantes de McCartney; hay un duelo muy alegre entre el requinto de Lennon y la sítara de Harrison, como lo hay entre ellos dos, ambos con requinto, en “Gettin better”, más una tamboura de Harrison, y bongós de Ringo, y un piano de Martin, pero en el que no toca las teclas, sino las cuerdas; en “Fixing a hole” quien entabla duelo de guitarras con Harrison es Paul, quien además toca bajo y clavicémbalo, mientras que Lennon aporta el ritmo con maracas; “She’s leaving home” cuenta la historia de una muchacha incomprendida que abandona el hogar paterno; la narra una voz melodramática de Paul, que se distiende con las ironías de Lennon; son los únicos beatles que intervienen en la pieza, más un arpista y cuerdas; en “Being for the Benedit of Mr. Kite” predominan las armónicas tocadas, en diferentes tonos, por Harrison, Ringo, Mal Evans y Neil Aspinall; dos órganos, por Lennon y Martin, y el requinto de Paul.
Harrison es el único que interviene en “Within you, without you”, con tamboura y voz, más varios músicos de estudio, y también con tamboura, Neil Aspinall; ellos dos dan la impresión de que todos son músicos hindúes, pero además hay ocho violines y tres chelos; Harrison sólo canta coros en “When I'm sixry-four”, y es Lennon quien toca el requinto, mientras que Paul añade piano y bajo; pese a esa instrumentación se recrea un estilo musical de los años treinta; le dan crédito a Lennon como voz solista, pero lo hace con una sola línea; un sonido raro en “Lovely Rita” es producido por los cuatro soplando en peines con papel; a la letra provocativa (“casi se me hizo… me ofreció te –mariguana, en el argot gringo) se agregan sonidos que semejan a los producidos en el acto sexual. En “Good morning, good morning” hay duelos de requintos entre Paul y Harrison, más saxofones, trombones y corno inglés de parte de músicos de estudio, y en el reprise de “Sgt. Pepper’s lonely hearts club band” vuelven a experimentar con el estéreo, una despedida de Lennon muy escondida al principio de la pieza, y un enlace con una de las canciones emblemáticas de Beatles, “A day in the life”, con una instrumentación que pese a su simpleza parece muy compleja: Lennon con guitarra acústica, Paul al bajo, Harrison con bongós, Ringo con maracas además de la batería, Martin al órgano, Mal Evans con el reloj despertador (de conciencias), y todos una sola nota al piano, al final.
¿Agregan algo los nuevos discos o sólo es un espejismo, y escuchamos lo que nos dicen que debemos oír? Las notas que estaban escondidas, ¿no se oyen también en los acetatos que tan precipitadamente desechamos cuando aparecieron los compactos? Y esas notas nuevas o no descubiertas, esos juegos de palabras que ahora parecen claros, un piano que estaba opacado por un requinto, ¿agregan algo a la música de los Beatles? ¿No estamos exagerando como en aquella caricatura en que ante un enorme y complicado aparato de sonido, un hombre dice a otro que si pone atención se alcanza a escuchar cómo el director de la orquesta agita la batuta? Espero que no, después de haber comprado las dos colecciones, en mono y en estéreo. En la siguiente hablaré de los otros siete discos en estéreo, y después en monaural, que sí muestran bastantes diferencias con los que ya nos acostumbramos a escuchar.
Claro que para disfrutarlos mejor hacen falta dos libros, que hay que leer al tiempo que se escuchan los discos: The Bealtes. Album File and Complete Discography, de Jeff Russell, y The Beatles Recording Sessions. The Oficial Abbey Road Studio Session Notes 1962-1970, de Mark Lewisohn.
De este último son las notas que acompañan alguno de los nuevos discos, pero resultan incompletas porque sólo son una guía, no traen, no pueden traer, los datos que vienen en el libro, que son las descripciones de cómo se grabó cada pieza, cuántas veces, con qué variantes, por qué se interrumpían las sesiones, quiénes intervenían como técnicos, cuáles músicos echaban la mano, y hasta los nombres de los 41 miembros de la orquesta que acompaña “A day in the life”, y el del flautista que toca en “You’ve got to hide your love away”, que no es el actor que aparece como jardinero en Help!: Johnnie Scott.
Parece difícil que un par de libros ayude a escuchar mejor los discos; a lo que ayudan es a que pongamos atención a los detalles que resaltan, y que se supone ahora se aprecian mejor, como los instrumentos que utilizan en cada pieza, y quién los toca. Y como el conjunto comenzó a experimentar a partir del tercer disco, A Hard Day’s Night, es cuando cobran más importancia los libros.
No es que los dos primeros discos sean malos, pero casi no hay variantes: Lennon toca la guitarra rítmica, McCartney el bajo, Harrison el requinto y Ringo la batería, aunque ya se sabe que en dos piezas del primero de los álbumes la batería estuvo a cargo de Andy White mientras que Ringo tocaba la pandereta; en esos discos hay excepciones: el piano de George Martin en cuatro piezas, y tímidas apariciones de maracas, bongós, percusiones árabes, y una pieza sin Paul ni George. Es notoria la habilidad de Lennon a la guitarra rítmica y el bajo de Paul, creativo sin dejar de cumplir su misión de sentar la base de la pieza.
Como los primeros discos aparecieron en monaural, el trabajo en estereo se limita a separar voces en un canal e instrumentos en otro, pero hay una mejor separación de las voces, y mayor claridad cuando hay eco o sobregrabación, que gustaban mucho de hacer, con el efecto de que parecen dos voces.
A partir del tercer disco hay más audacia, pero siguen los papeles que les fueron asignados, sólo que hay más guitarra acústica que eléctrica en la función rítmica de parte de Lennon, Paul toca piano en alguna pieza, hay mayor variedad de percusiones, y sobre todo Lennon comienza a tocar pandereta, que fue el instrumento que más tocó durante una larga etapa del conjunto, y que a veces es el principal de varias canciones. También se distingue con mayor claridad la guitarra acústica de Lennon en “And I love her”, clara reminiscencia de la melodía de la Sonata 27 para piano, de Beethoven (“Claro de luna”, le dicen) durante los cuartetos segundo, cuarto y sexto. Una curiosidad: en "Words of love" cantan Lennon, Paul y George todos en primera voz; en la versión original Buddy Holly la canta en segunda. Holly es una de las influencias innegables del conjunto.
En Beatles for Sale, el cuarto disco, ya no es el mismo conjunto que en los tres primeros, en que lo más que se aprecia son los diálogos entre las guitarras de Lennon y de Harrison; diálogos entre piano eléctrico, de Lennon, y acústico, muchas veces tocado por Paul y George Martin al mismo tiempo; una pieza en que John, Paul y Martin tocan el mismo piano al mismo tiempo, que Harrison se arriesga con percusiones, que invitan a Mal Evans a que toque órgano, y a veces el mismo Ringo también interpreta alguna pieza con órgano; Lennon y McCartney son quienes más instrumentos tocan, a veces sin resultados, como cuando Paul ensaya un bajo fuzz, o cuando Harrison sube y baja el volumen de su guitarra para crear un efecto raro, o cuando el piano de George Martin parece clavecín.
Los ensayos son múltiples: si en “Till there was you” combinaron bajo eléctrico con dos guitarras acústicas, en “You’ve got to hide away” son tres guitarras acústicas y pandereta más la flauta de Scott. En “Tell me what you see” Lennon toca un lavadero (de madera, no crean) en vez de guitarra rítmica, y en “Yesterday”, la más célebre canción del conjunto en la primera época, McCartney se hace acompañar de un cuarteto de cuerdas (en la Antología, en un concierto, dejan a Paul solo en el escenario, con cierta ironía).
En Rubber Soul Lennon no toca guitarra en seis piezas, y en una en la que sí la toca, comienza “Run for you life” con casi la última frase de una canción de Elvis Presley: “I rather see you dead, little girl, than to be with another man” (“Baby let’s play house”); en cinco toca sólo pandereta, y en la otra no interpreta nada; Paul, quien ya se había aventurado con requinto en Help!, ahora lo usa más, aunque interviene con piano sólo en dos; Harrison introduce la sítara y la tamboura, instrumentos hindúes con un sonido peculiar, que en poco tiempo comenzaron a usar otros conjuntos, como Rolling Stones y Traffic; no son datos desconocidos, pero ahora se escuchan mejor, se puede verificar lo que dicen Russell y Lewisohn.
Revólver y Sargento Pimienta (como le decimos en México a esos discos) comienzan los experimentos con el estereofónico, y aunque siguen aparentando el esquema con que los presentaban, ya son menos tradicionales. En Revólver Lennon toca la guitarra sólo en tres piezas, y prefiere la pandereta o las maracas; por primera vez dan crédito a otros músicos, como Anil Bhagwat con tabla en “Love you to” y Alan Civil con el corno en “For no one”; en “Yellow submarine”, aparente canción para niños, hacen muchos trucos, como arrastrar un saco con arena, o en un lavamanos agitar el agua, para crear los efectos que se escuchan, y agregan voces incoherentes, además de un coro de mucha gente, entre las que estaban el propio George Martin, Pattie Boyd de Harrison, y tres de los asistentes (Mal Evans, Neil Aspinall y el ingeniero Geoff Emerick). Sin crédito, en “Got to get you into my life” tocaron Eddy Thorton, Ian Hamer, Les Conlon, Alan Branscombe y Pete Coe, con trompetas y saxofones, más Martin en el órgano.
La más extraña de las piezas es “Tomorrow never knows”, no sólo por el título que era una de las frases de Ringo, que se distinguía más por su imaginación que por su propiedad al hablar; un sonido muy extraño, que no es más que la guitarra de Harrison reproducida tocando la cinta en reversa, y otros ruidos que semejan al de animales salvajes; la letra también es provocativa y produce imágenes insólitas; Russell selecciona una: “escucha el color de tus sueños”. En el disco también hay experimentos con la voz: “I’m only sleeping” presenta a un Lennon realmente somnoliento: la cantó acostado, lo que produce un efecto especial; en esta pieza también reproduce, con la cinta tocada al revés, la guitarra de Harrison.
El club de corazones solitarios del Sargento Pimienta es considerado uno de los mejores discos del rock, aunque los especialistas muy especialistas prefieren Revólver; pero en Sargento Pimienta son más evidentes los experimentos; en primer lugar juegan alternando las bocinas; tanto guitarras como las voces comienzan en un canal y terminan en el otro, o van y vienen: por primera vez en el rock se cuenta una historia de principio a fin, aunque no muy hilvanada, y hay una intención muy clara y muy diferente de cada uno de los cuatro integrantes del conjunto, aunque también colaboración entre todos; en la primera canción hay un duelo amistoso entre dos requintos, de Lennon y Harrison, alternando con un órgano tocado por Martin; en la segunda canción, “With a little help from my friends” casi toda la instrumentación la aporta Paul, con bajo y piano, mientras que Harrison toca pandereta; los tres hacen coro a la voz de Ringo; en “Lucy in the sky with diamonds” hay versos que en su momento fueron considerados surrealistas, y que son muy imaginativos; aunque la canción es de Lennon, hay versos importantes de McCartney; hay un duelo muy alegre entre el requinto de Lennon y la sítara de Harrison, como lo hay entre ellos dos, ambos con requinto, en “Gettin better”, más una tamboura de Harrison, y bongós de Ringo, y un piano de Martin, pero en el que no toca las teclas, sino las cuerdas; en “Fixing a hole” quien entabla duelo de guitarras con Harrison es Paul, quien además toca bajo y clavicémbalo, mientras que Lennon aporta el ritmo con maracas; “She’s leaving home” cuenta la historia de una muchacha incomprendida que abandona el hogar paterno; la narra una voz melodramática de Paul, que se distiende con las ironías de Lennon; son los únicos beatles que intervienen en la pieza, más un arpista y cuerdas; en “Being for the Benedit of Mr. Kite” predominan las armónicas tocadas, en diferentes tonos, por Harrison, Ringo, Mal Evans y Neil Aspinall; dos órganos, por Lennon y Martin, y el requinto de Paul.
Harrison es el único que interviene en “Within you, without you”, con tamboura y voz, más varios músicos de estudio, y también con tamboura, Neil Aspinall; ellos dos dan la impresión de que todos son músicos hindúes, pero además hay ocho violines y tres chelos; Harrison sólo canta coros en “When I'm sixry-four”, y es Lennon quien toca el requinto, mientras que Paul añade piano y bajo; pese a esa instrumentación se recrea un estilo musical de los años treinta; le dan crédito a Lennon como voz solista, pero lo hace con una sola línea; un sonido raro en “Lovely Rita” es producido por los cuatro soplando en peines con papel; a la letra provocativa (“casi se me hizo… me ofreció te –mariguana, en el argot gringo) se agregan sonidos que semejan a los producidos en el acto sexual. En “Good morning, good morning” hay duelos de requintos entre Paul y Harrison, más saxofones, trombones y corno inglés de parte de músicos de estudio, y en el reprise de “Sgt. Pepper’s lonely hearts club band” vuelven a experimentar con el estéreo, una despedida de Lennon muy escondida al principio de la pieza, y un enlace con una de las canciones emblemáticas de Beatles, “A day in the life”, con una instrumentación que pese a su simpleza parece muy compleja: Lennon con guitarra acústica, Paul al bajo, Harrison con bongós, Ringo con maracas además de la batería, Martin al órgano, Mal Evans con el reloj despertador (de conciencias), y todos una sola nota al piano, al final.
¿Agregan algo los nuevos discos o sólo es un espejismo, y escuchamos lo que nos dicen que debemos oír? Las notas que estaban escondidas, ¿no se oyen también en los acetatos que tan precipitadamente desechamos cuando aparecieron los compactos? Y esas notas nuevas o no descubiertas, esos juegos de palabras que ahora parecen claros, un piano que estaba opacado por un requinto, ¿agregan algo a la música de los Beatles? ¿No estamos exagerando como en aquella caricatura en que ante un enorme y complicado aparato de sonido, un hombre dice a otro que si pone atención se alcanza a escuchar cómo el director de la orquesta agita la batuta? Espero que no, después de haber comprado las dos colecciones, en mono y en estéreo. En la siguiente hablaré de los otros siete discos en estéreo, y después en monaural, que sí muestran bastantes diferencias con los que ya nos acostumbramos a escuchar.
lunes, 7 de septiembre de 2009
Dos malas y una buena en la carrera de Pedro Infante
Pedro Infante cerró 1949 con dos de sus mejores cintas, La oveja negra y No deseará la mujer de tu hijo, sin que se le reconocieran sus méritos como actor, y en las ternas para el Ariel tomaron en cuenta a don Fernando Soler, pero ni a Infante ni a don Andrés Soler; sin embargo, el público manifestaba una curiosa afirmación: Infante era capaz de interpretar lo mismo a un ranchero, a un charro o a un citadino con eficacia; afirmación curiosa porque se supone que cualquier actor debe hacerlo, y no quedar encasillado, como ya lo estaba Jorge Negrete, como representante del cine de charros, o David Silva entre los capitalinos. No decían lo mismo del mucho más polifacético Andrés Soler, verosímil en cualquier papel que interpretara; eso habla de lo poco actores que eran los actores, porque aún ahora nos seguimos extrañando cuando vemos alguna de las raras cintas en las que Arturo de Córdova aparece como revolucionario, o Emilio Tuero como charro (en la muy curiosa El miedo llegó a Jalisco, que presupone que ante los machos de Jalisco, cualquier chilango es un cobarde).
En 1950 Infante estaba casi en la cumbre de su popularidad, aunque debajo de la de Jorge Negrete, quien en toda su carrera acaparaba las mejores marcas, los directores más apreciados, y los titulares de los periódicos; Infante había preferido la XEB a la XEW; estaba en Peerles y Negrete en la RCA, y los productores daban sueldos y privilegios a Negrete, quien a veces pedía participación y no salario en las cintas, mientras que a Infante lo conformaban con un auto, o una cantidad fija, se tratara de cine o de discos, o al menos ésa es la fama. Y para completar el año, filmó cinco películas, de las que trataremos aquí tres, y para la próxima dejaremos dos, una de las cuales es quizá la más compleja de toda su carrera.
Empezó el año filmando Sobre las olas, la segunda versión de la vida de Juventino Rosas, el músico injustamente conocido por el vals con ese nombre, y no por otras más complejas y cuando menos igual de bien hechas. "Sobre las olas" ha sido grabada en muchas épocas, por diferentes orquestas, y hasta hay una versión marca Rolling Stones, en un disco raro, Jamming with Edward, sin Keith Richard ni Brian Jones, pero con Nicky Hopkins y Ry Cooder (la pieza la llaman “The loveliest night of the year”, y se la atribuyen a Webster y Ross –¿no se supone que los apellidos no se traducen?).
En los años treinta René Cardona interpretó a Juventino Rosas, muerto a los 25 años en un viaje a Cuba, casi igual que Ignacio Rodríguez Galván, también en viaje a Cuba cuando apenas comenzaba a desarrollar sus muchas cualidades literarias.
La cinta de Infante, aunque está dirigida por Ismael Rodríguez, carece de la vitalidad que merecería la vitalidad de Infante, quien la mayoría de las veces se escapa del carácter sombrío del personaje, revestido de un halo trágico mezcla de la pobreza característica de todo artista del siglo XIX, y presintiendo su muerte demasiado prematura. A ratos parece que encarna a otro personaje, y que luego de golpear a Beatriz Aguirre comenzará a cantar “yo le pego a mi mujer, soy muy hombre”; Andrés Soler, en uno de los papeles en que intentaron encasillarlo, la del borrachín que en medio de la embriaguez tiene la suficiente lucidez para dar consejos que él no puede seguir, le quita dramatismo al argumento; tiene razón Emilio García Riera cuando afirma que cada vez que el cine mexicano aborda temas culturales (una novela célebre, la vida de un artista) se vuelve más solemne que de costumbre, como si la cultura fuera aburrida, paralizante; así, el momento más conocido de la cinta es cuando Infante, en medio de rumores en voz alta de que plagió algún vals vienés, y de que va a quedar en ridículo delante del presidente Porfirio Díaz, otra vez encarnado por Antonio R. Frausto, con gestos teatrales cierra de golpe la partitura y dirige con gestos "beethovenianos” (García Riera) apantallando a todos los asistentes a un baile presidencial. Infante encara a la orquesta como dicen los que no saben cómo debe dirigirse una pieza con tanto brío. No es de las mejores actuaciones de Pedro Infante, pero no fue su culpa.
Hay que acotar que en su discografía, Infante interpetó “Sobre las olas” con el agregado de una letra que originalmente no tenía, que es incoherente y cursi; fue interpretada en El gran Caruso, y usada por Alfred Hitchcok en Stage Fright (Desesperación, también de 1950; Guillermo del Toro no da el dato en su libro sobre Hitchcock; tampoco está en la ficha incluida en el libro de Truffaut).
También filmó Islas Marías, una de las dos cintas de Infante dirigidas por Emilio Fernández; la otra es Reportaje, todavía peor. No estaban hechos el uno para el otro. Islas Marías es una tragedia llevada sin ritmo por Fernández, quien cuenta mal una trama en la que Infante se sacrifica culpándose de un crimen cometido por su hermano el cadete Jaime Fernández; sacrificio inútil, porque Fernández comete suicidio, Infante es enviado a las islas Marías, y la madre, interpretada por Rosaura Revueltas que era muy poco mayor, cae en la miseria, pierde la vista, y sólo encuentra consuelo cuando Infante, liberado, la encuentra en la Basílica de Guadalupe; no sólo hay drama, sino sobreactuaciones, tremendismo, sordidez; Infante, al principio vital y simpático, parrandero y jugador, se vuelve sombrío y su gesto es de patetismo; Tito Junco y Rodolfo Acosta actúan mucho mejor, aunque ambos encasillados en sus papeles de rudos y torvos.
Fue una mala cinta, y no se presta para el lucimiento de las cada vez más sueltas facultades de Infante, desperdiciado.
No fue desperdiciado en una mucho mejor cinta, También de dolor se canta, una comedia ligera con mejor ritmo, bien actuada, y bendecida por la presencia de Óscar Pulido y de Vitola; fue la cuarta aparición de Irma Dorantes al lado de Infante, y tampoco fue la primera dama; por el contrario, actúa como la hermana picada por la araña de la actuación, y causante de los enredos en que se ve metido Infante, maestro de escuela, miope hasta la exageración, y con la única cualidad de cantar adecuadamente. La dirección es de René Cardona, quien a veces es excelente y a veces horrendo; ésta es una de sus mejores cintas, pese a las exageraciones de trama y de actuaciones de algunos de los participantes.
Gran parte de la agilidad de la cinta se debe a que hay una parodia no demasiado agresiva hacia el mundo del cine, que permite chotear a productores, directores, actores y público sin que nadie se llame a ofensa. Es curioso que en la trama, el aspirante involuntario a actor Pedro Infante sea rechazado, aunque en realidad quien actúa muy mal es Guillermina Grin, supuesta actriz a quien se le notan todas las órdenes del director, carece de naturalidad y lamentablemente su belleza no es la adecuada para el gusto de Infante; las mejores escenas son de choteo: José Muñoz, acusado de atacar a Dorantes porque interpreta su ensayo como una invitación atrevida; el diálogo entre Germán Valdés e Infante, que suena a albur pero no lo es; las imitaciones de Infante, sorprendentes, cantando a la manera de Tito Guízar y de Emilio Tuero, ciertamente caricaturizables, y el buen dúo con Pedro Vargas cantando “La negra noche”, agradable aunque por debajo de la del mismo Vargas con Jorge Negrete, buena combinación de barítono y tenor, y que posiblemente sea la mejor que se haya grabado en México.
Lo mejor es la irrupción de Infante en el set donde Miguel Morayta dirige una escena de Vagabunda, cuando cree real que Antonio Badú golpee a Leticia Palma.
Vitola, exagerada pero graciosa, y el siempre exagerado pero siempre gracioso Óscar Pulido, hacen de padres de Infante y Dorantes, y tienen escenas muy ágiles, muy divertidas, choteando también la fama que otorga la cultura popular; en una, en la que Infante comunica por escrito su cambio de nombre artístico, provoca una pelea porque Pulido se dice engañado y cornudo. Vitola y Pulido, aun con sus exageraciones, son los mejores de esta cinta agradable. Infante no hace verosímil su papel de apocado, pero no importa, porque se da por entendido que impera la exageración, tan bien llevada que la trama se hace ligera y aceptable.
Una escena en la que Infante derrota a otros cantantes prolongando un falsete hace creer que era mejor cantante de lo que fue; cuando silabea es muy superior a cuando prolonga las notas. Pero eso es otro asunto.
En 1950 Infante estaba casi en la cumbre de su popularidad, aunque debajo de la de Jorge Negrete, quien en toda su carrera acaparaba las mejores marcas, los directores más apreciados, y los titulares de los periódicos; Infante había preferido la XEB a la XEW; estaba en Peerles y Negrete en la RCA, y los productores daban sueldos y privilegios a Negrete, quien a veces pedía participación y no salario en las cintas, mientras que a Infante lo conformaban con un auto, o una cantidad fija, se tratara de cine o de discos, o al menos ésa es la fama. Y para completar el año, filmó cinco películas, de las que trataremos aquí tres, y para la próxima dejaremos dos, una de las cuales es quizá la más compleja de toda su carrera.
Empezó el año filmando Sobre las olas, la segunda versión de la vida de Juventino Rosas, el músico injustamente conocido por el vals con ese nombre, y no por otras más complejas y cuando menos igual de bien hechas. "Sobre las olas" ha sido grabada en muchas épocas, por diferentes orquestas, y hasta hay una versión marca Rolling Stones, en un disco raro, Jamming with Edward, sin Keith Richard ni Brian Jones, pero con Nicky Hopkins y Ry Cooder (la pieza la llaman “The loveliest night of the year”, y se la atribuyen a Webster y Ross –¿no se supone que los apellidos no se traducen?).
En los años treinta René Cardona interpretó a Juventino Rosas, muerto a los 25 años en un viaje a Cuba, casi igual que Ignacio Rodríguez Galván, también en viaje a Cuba cuando apenas comenzaba a desarrollar sus muchas cualidades literarias.
La cinta de Infante, aunque está dirigida por Ismael Rodríguez, carece de la vitalidad que merecería la vitalidad de Infante, quien la mayoría de las veces se escapa del carácter sombrío del personaje, revestido de un halo trágico mezcla de la pobreza característica de todo artista del siglo XIX, y presintiendo su muerte demasiado prematura. A ratos parece que encarna a otro personaje, y que luego de golpear a Beatriz Aguirre comenzará a cantar “yo le pego a mi mujer, soy muy hombre”; Andrés Soler, en uno de los papeles en que intentaron encasillarlo, la del borrachín que en medio de la embriaguez tiene la suficiente lucidez para dar consejos que él no puede seguir, le quita dramatismo al argumento; tiene razón Emilio García Riera cuando afirma que cada vez que el cine mexicano aborda temas culturales (una novela célebre, la vida de un artista) se vuelve más solemne que de costumbre, como si la cultura fuera aburrida, paralizante; así, el momento más conocido de la cinta es cuando Infante, en medio de rumores en voz alta de que plagió algún vals vienés, y de que va a quedar en ridículo delante del presidente Porfirio Díaz, otra vez encarnado por Antonio R. Frausto, con gestos teatrales cierra de golpe la partitura y dirige con gestos "beethovenianos” (García Riera) apantallando a todos los asistentes a un baile presidencial. Infante encara a la orquesta como dicen los que no saben cómo debe dirigirse una pieza con tanto brío. No es de las mejores actuaciones de Pedro Infante, pero no fue su culpa.
Hay que acotar que en su discografía, Infante interpetó “Sobre las olas” con el agregado de una letra que originalmente no tenía, que es incoherente y cursi; fue interpretada en El gran Caruso, y usada por Alfred Hitchcok en Stage Fright (Desesperación, también de 1950; Guillermo del Toro no da el dato en su libro sobre Hitchcock; tampoco está en la ficha incluida en el libro de Truffaut).
También filmó Islas Marías, una de las dos cintas de Infante dirigidas por Emilio Fernández; la otra es Reportaje, todavía peor. No estaban hechos el uno para el otro. Islas Marías es una tragedia llevada sin ritmo por Fernández, quien cuenta mal una trama en la que Infante se sacrifica culpándose de un crimen cometido por su hermano el cadete Jaime Fernández; sacrificio inútil, porque Fernández comete suicidio, Infante es enviado a las islas Marías, y la madre, interpretada por Rosaura Revueltas que era muy poco mayor, cae en la miseria, pierde la vista, y sólo encuentra consuelo cuando Infante, liberado, la encuentra en la Basílica de Guadalupe; no sólo hay drama, sino sobreactuaciones, tremendismo, sordidez; Infante, al principio vital y simpático, parrandero y jugador, se vuelve sombrío y su gesto es de patetismo; Tito Junco y Rodolfo Acosta actúan mucho mejor, aunque ambos encasillados en sus papeles de rudos y torvos.
Fue una mala cinta, y no se presta para el lucimiento de las cada vez más sueltas facultades de Infante, desperdiciado.
No fue desperdiciado en una mucho mejor cinta, También de dolor se canta, una comedia ligera con mejor ritmo, bien actuada, y bendecida por la presencia de Óscar Pulido y de Vitola; fue la cuarta aparición de Irma Dorantes al lado de Infante, y tampoco fue la primera dama; por el contrario, actúa como la hermana picada por la araña de la actuación, y causante de los enredos en que se ve metido Infante, maestro de escuela, miope hasta la exageración, y con la única cualidad de cantar adecuadamente. La dirección es de René Cardona, quien a veces es excelente y a veces horrendo; ésta es una de sus mejores cintas, pese a las exageraciones de trama y de actuaciones de algunos de los participantes.
Gran parte de la agilidad de la cinta se debe a que hay una parodia no demasiado agresiva hacia el mundo del cine, que permite chotear a productores, directores, actores y público sin que nadie se llame a ofensa. Es curioso que en la trama, el aspirante involuntario a actor Pedro Infante sea rechazado, aunque en realidad quien actúa muy mal es Guillermina Grin, supuesta actriz a quien se le notan todas las órdenes del director, carece de naturalidad y lamentablemente su belleza no es la adecuada para el gusto de Infante; las mejores escenas son de choteo: José Muñoz, acusado de atacar a Dorantes porque interpreta su ensayo como una invitación atrevida; el diálogo entre Germán Valdés e Infante, que suena a albur pero no lo es; las imitaciones de Infante, sorprendentes, cantando a la manera de Tito Guízar y de Emilio Tuero, ciertamente caricaturizables, y el buen dúo con Pedro Vargas cantando “La negra noche”, agradable aunque por debajo de la del mismo Vargas con Jorge Negrete, buena combinación de barítono y tenor, y que posiblemente sea la mejor que se haya grabado en México.
Lo mejor es la irrupción de Infante en el set donde Miguel Morayta dirige una escena de Vagabunda, cuando cree real que Antonio Badú golpee a Leticia Palma.
Vitola, exagerada pero graciosa, y el siempre exagerado pero siempre gracioso Óscar Pulido, hacen de padres de Infante y Dorantes, y tienen escenas muy ágiles, muy divertidas, choteando también la fama que otorga la cultura popular; en una, en la que Infante comunica por escrito su cambio de nombre artístico, provoca una pelea porque Pulido se dice engañado y cornudo. Vitola y Pulido, aun con sus exageraciones, son los mejores de esta cinta agradable. Infante no hace verosímil su papel de apocado, pero no importa, porque se da por entendido que impera la exageración, tan bien llevada que la trama se hace ligera y aceptable.
Una escena en la que Infante derrota a otros cantantes prolongando un falsete hace creer que era mejor cantante de lo que fue; cuando silabea es muy superior a cuando prolonga las notas. Pero eso es otro asunto.
lunes, 31 de agosto de 2009
Una novela inesperada, sorprendente
Hay algunos escritores muy incómodos, porque no sabe uno a qué atenerse con ellos; hay unos que son garantía de calidad, de entretenimiento; hay otros que uno sabe que hay que leerlos con desconfianza, y otros de los que hay que alejarse. Pero los autores noveles causan problemas, porque nada nos indica qué encontraremos en ellos. A veces se lleva uno sorpresas.
Por ejemplo, si uno pone atención a la cuarta de forros de Amar a Frank, de Nancy Horan (Alfaguara, 2009), espera un best-seller sentimental, una historia de amor feliz y emocionante con un toque de picardía, porque el amor feliz es clandestino, pero los protagonistas lo enfrentan con valentía. Además, el libro tiene dimensión de bes-seller: alrededor de 500 páginas.
La novela es todo menos un libro que siga la receta de los best-seller, y por el contrario, ahuyenta a los lectores que busquen otro placer que no sea el estético; tiene, sin embargo, muchos ingredientes cercanos a las historias sentimentales: una pareja que se sale de los cánones sociales y que, casi sin darse cuenta sienten atracción sexual, pero que no se termina cuando satisfacen los deseos, y se involucran de tal manera que no les queda más que emprender una relación más sólida, aunque todo actúa para que no se logre: el rechazo de la sociedad que les ha dado un lugar; la incertidumbre de ambas familias, y sobre todo la incertidumbre de un futuro común, porque ambos tienen ambiciones y trabajo personales, y no dependen, más que sentimentalmente, uno del otro.
Así, Amar a Frank más que una historia de amor es la historia del coraje personal y del desafío a las convenciones, a los ataques y a la comodidad y al conformismo. Todo se magnifica porque uno de los protagonistas es una celebridad incluso entre quienes estamos incapacitados para entender su labor, y para la cual sólo podemos tener opiniones, ningún juicio: Frank Lloyd Wright, uno de los grandes nombres de la arquitectura, se supone que uno de los artistas que más contribuyó al desarrollo y revolución estética del siglo XX.
Su compañera de aventuras es Mamah (se pronuncia Mema) Cheney, de quien se sabe muy poco, apenas unas cuantas líneas en las memorias de Frank Lloyd Wright; aparte de los valores literarios, a los que regresaré, hay que hablar de la búsqueda e investigación que realizó Horan, un trabajo no sólo exhaustivo, sino de mucha dignidad porque no inventa más que los huecos que no se encuentran registrados en los escasos testimonios, muchos de ellos orales, y unas cartas casi perdidas, unos cuantos ensayos y traducciones; pero la historia es verosímil, que finalmente es lo que le importa a los lectores, que aunque la trama sea ficticia, uno se la crea. Pero además resulta que es verdadera, que esa historia existió con todos sus momentos difíciles, finalmente trágicos y que evaden la cursilería en la que tan fácilmente podría haber caído la autora.
¿Quién es Horan? La cuarta de forros no habla de sus valores literarios, y por el contrario tiene recomendaciones del New York Times que se deja llevar por la impresión de una lectura superficial; la primera solapa sólo dice que es periodista y que ésta es su primera novela. El único aval es la publicación por Alfaguara. Por eso es de agradecer la sorpresa que uno se lleva con una novela que tiene muchos atractivos, el primero de ellos, y que no es de despreciar, es la agilidad narrativa, la habilidad para darle dimensión a los personajes que, cuando son tomados de la realidad, suelen ser caricaturescos; después, la precisión histórica, que recrea los primeros años del siglo XX con todos sus prejuicios, pero también con un impulso que permite no sólo el trabajo de Wright, también el de Cheney, y el desarrollo de su impulso amoroso. y un feminismo digno, no beligerante, adelantado casi un siglo.
¿Qué le permite a la pareja el desafío a las convenciones, a la crítica, al rechazo? El respeto mutuo de su individualidad: si Cheney se aventura a meterse en el trabajo de Wright es sólo en el plano moral: que no pase por encima de otros arquitectos, que no se aproveche de los demás, o que no pierda el sentido de la realidad; no pretende saber más que él, no desea guiarlo; la igualdad en los terrenos sentimental y sexual no la autoriza a tratar de igualarse en el profesional; Wright no es comprensivo con ella, no la anima a proseguir con sus traducciones y sus ensayos, no la empuja a que tenga actividades fuera del ámbito íntimo: simplemente observa su trabajo, opina, enjuicia, colabora, pero no la trata como la otra parte de la pareja, sino como a un individuo, como a un creador.
La novela está estructurada de una manera original; aunque aparentemente sigue una cronología, cada capítulo se enfoca a diferentes sentidos, y aunque hay una narración de principio a fin, algunos detalles permiten adelantarse a los acontecimientos, sin que signifique que sean respuestas anticipadas a preguntas que se realizarían con posterioridad a los sucesos; la mayoría de las veces, sin embargo, esos detalles (digamos, los acabados de una casa, si es que caemos en el lugar común de pensar que está hecha como se hace una casa innovadora y singular) ayudan a entender acontecimientos que en páginas anteriores se abordaron de una manera tangencial o como simple referencia (el destino de los hijos de Cheney, la vida sentimental de su exmarido, quien nunca termina de aceptar la vida sentimental de ella; o los chismes que se desatan en su ciudad natal, lo que da lugar a un capítulo que enjuicia a la prensa amarillista, la que persigue a la gente y cuestiona su vida privada, que como bien se dice debe ser privada); así, la novela no puede verse como un todo sino hasta que está por terminarse, aunque un capítulo, el más breve de todos pero el más intenso, concluye las historias no terminadas, ata los cabos sueltos, y permite prefigurar el destino de Wright, dado el final violento y conmovedor de la vida de Cheney.
Si la estructura podría semejar a la construcción de una casa (sin que sea tan radical como Los albañiles, la extraordinaria novela de Vicente Leñero), hay que resaltar el cuidado con el que trata a los demás personajes, que aunque secundarios son importantes y ayudan al equilibrio de Wright, Cheney, y del desarrollo de la historia; en una novela, aunque basada en hechos reales, que se trata de un adulterio, podría haber villanos, maldiciones, incomprensión; las reacciones que hay están justificadas, el lector entiende los sentimientos de despecho, de inseguridad, de incredulidad. Los únicos villanos, como en la vida real, son los periodistas que buscan el escándalo, y hacen de ésta la noticia más relevante.
Aunque Horan no intenta utilizar el lenguaje de la época (sería o sonaría falso), tampoco intenta que los giros actuales tengan cabida en una novela que sucede en las dos primeras décadas del siglo XX; aunque los sucesos estén por cumplir cien años, parece actual, pero no por el lenguaje, sino porque aunque en esos cien años se hayan vivido muchos cambios, la mentalidad sigue siendo la misma: egoísta, conservadora. Lo que es inusual, entonces y ahora, es la actitud de los protagonistas, libres de prejuicios y de sentimientos de sobreprotección y de manipulación.
Amar a Frank es una excelente novela que, por fortuna, me tomó desprevenido y la disdruté muchísimo.
Por ejemplo, si uno pone atención a la cuarta de forros de Amar a Frank, de Nancy Horan (Alfaguara, 2009), espera un best-seller sentimental, una historia de amor feliz y emocionante con un toque de picardía, porque el amor feliz es clandestino, pero los protagonistas lo enfrentan con valentía. Además, el libro tiene dimensión de bes-seller: alrededor de 500 páginas.
La novela es todo menos un libro que siga la receta de los best-seller, y por el contrario, ahuyenta a los lectores que busquen otro placer que no sea el estético; tiene, sin embargo, muchos ingredientes cercanos a las historias sentimentales: una pareja que se sale de los cánones sociales y que, casi sin darse cuenta sienten atracción sexual, pero que no se termina cuando satisfacen los deseos, y se involucran de tal manera que no les queda más que emprender una relación más sólida, aunque todo actúa para que no se logre: el rechazo de la sociedad que les ha dado un lugar; la incertidumbre de ambas familias, y sobre todo la incertidumbre de un futuro común, porque ambos tienen ambiciones y trabajo personales, y no dependen, más que sentimentalmente, uno del otro.
Así, Amar a Frank más que una historia de amor es la historia del coraje personal y del desafío a las convenciones, a los ataques y a la comodidad y al conformismo. Todo se magnifica porque uno de los protagonistas es una celebridad incluso entre quienes estamos incapacitados para entender su labor, y para la cual sólo podemos tener opiniones, ningún juicio: Frank Lloyd Wright, uno de los grandes nombres de la arquitectura, se supone que uno de los artistas que más contribuyó al desarrollo y revolución estética del siglo XX.
Su compañera de aventuras es Mamah (se pronuncia Mema) Cheney, de quien se sabe muy poco, apenas unas cuantas líneas en las memorias de Frank Lloyd Wright; aparte de los valores literarios, a los que regresaré, hay que hablar de la búsqueda e investigación que realizó Horan, un trabajo no sólo exhaustivo, sino de mucha dignidad porque no inventa más que los huecos que no se encuentran registrados en los escasos testimonios, muchos de ellos orales, y unas cartas casi perdidas, unos cuantos ensayos y traducciones; pero la historia es verosímil, que finalmente es lo que le importa a los lectores, que aunque la trama sea ficticia, uno se la crea. Pero además resulta que es verdadera, que esa historia existió con todos sus momentos difíciles, finalmente trágicos y que evaden la cursilería en la que tan fácilmente podría haber caído la autora.
¿Quién es Horan? La cuarta de forros no habla de sus valores literarios, y por el contrario tiene recomendaciones del New York Times que se deja llevar por la impresión de una lectura superficial; la primera solapa sólo dice que es periodista y que ésta es su primera novela. El único aval es la publicación por Alfaguara. Por eso es de agradecer la sorpresa que uno se lleva con una novela que tiene muchos atractivos, el primero de ellos, y que no es de despreciar, es la agilidad narrativa, la habilidad para darle dimensión a los personajes que, cuando son tomados de la realidad, suelen ser caricaturescos; después, la precisión histórica, que recrea los primeros años del siglo XX con todos sus prejuicios, pero también con un impulso que permite no sólo el trabajo de Wright, también el de Cheney, y el desarrollo de su impulso amoroso. y un feminismo digno, no beligerante, adelantado casi un siglo.
¿Qué le permite a la pareja el desafío a las convenciones, a la crítica, al rechazo? El respeto mutuo de su individualidad: si Cheney se aventura a meterse en el trabajo de Wright es sólo en el plano moral: que no pase por encima de otros arquitectos, que no se aproveche de los demás, o que no pierda el sentido de la realidad; no pretende saber más que él, no desea guiarlo; la igualdad en los terrenos sentimental y sexual no la autoriza a tratar de igualarse en el profesional; Wright no es comprensivo con ella, no la anima a proseguir con sus traducciones y sus ensayos, no la empuja a que tenga actividades fuera del ámbito íntimo: simplemente observa su trabajo, opina, enjuicia, colabora, pero no la trata como la otra parte de la pareja, sino como a un individuo, como a un creador.
La novela está estructurada de una manera original; aunque aparentemente sigue una cronología, cada capítulo se enfoca a diferentes sentidos, y aunque hay una narración de principio a fin, algunos detalles permiten adelantarse a los acontecimientos, sin que signifique que sean respuestas anticipadas a preguntas que se realizarían con posterioridad a los sucesos; la mayoría de las veces, sin embargo, esos detalles (digamos, los acabados de una casa, si es que caemos en el lugar común de pensar que está hecha como se hace una casa innovadora y singular) ayudan a entender acontecimientos que en páginas anteriores se abordaron de una manera tangencial o como simple referencia (el destino de los hijos de Cheney, la vida sentimental de su exmarido, quien nunca termina de aceptar la vida sentimental de ella; o los chismes que se desatan en su ciudad natal, lo que da lugar a un capítulo que enjuicia a la prensa amarillista, la que persigue a la gente y cuestiona su vida privada, que como bien se dice debe ser privada); así, la novela no puede verse como un todo sino hasta que está por terminarse, aunque un capítulo, el más breve de todos pero el más intenso, concluye las historias no terminadas, ata los cabos sueltos, y permite prefigurar el destino de Wright, dado el final violento y conmovedor de la vida de Cheney.
Si la estructura podría semejar a la construcción de una casa (sin que sea tan radical como Los albañiles, la extraordinaria novela de Vicente Leñero), hay que resaltar el cuidado con el que trata a los demás personajes, que aunque secundarios son importantes y ayudan al equilibrio de Wright, Cheney, y del desarrollo de la historia; en una novela, aunque basada en hechos reales, que se trata de un adulterio, podría haber villanos, maldiciones, incomprensión; las reacciones que hay están justificadas, el lector entiende los sentimientos de despecho, de inseguridad, de incredulidad. Los únicos villanos, como en la vida real, son los periodistas que buscan el escándalo, y hacen de ésta la noticia más relevante.
Aunque Horan no intenta utilizar el lenguaje de la época (sería o sonaría falso), tampoco intenta que los giros actuales tengan cabida en una novela que sucede en las dos primeras décadas del siglo XX; aunque los sucesos estén por cumplir cien años, parece actual, pero no por el lenguaje, sino porque aunque en esos cien años se hayan vivido muchos cambios, la mentalidad sigue siendo la misma: egoísta, conservadora. Lo que es inusual, entonces y ahora, es la actitud de los protagonistas, libres de prejuicios y de sentimientos de sobreprotección y de manipulación.
Amar a Frank es una excelente novela que, por fortuna, me tomó desprevenido y la disdruté muchísimo.
miércoles, 26 de agosto de 2009
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