lunes, 28 de septiembre de 2009

Equívocos en una cinta de Pedro Infante

Pedro Infante terminó 1950 mucho mejor que como lo había comenzado; después de Sobre las olas, Islas Marías y de la muy rescatable También de dolor se canta, filmó dos películas sobresalientes, con sus directores simbólicos, Las mujeres de mi general, con Ismael Rodríguez, y El gavilán pollero, con Rogelio González.
A Rodríguez, con mucho de razón, se le impone el estandarte de ser el director de cabecera de Infante, no sólo porque lo dirigió en la mayoría de sus mejores cintas, sino porque le dio naturalidad, ductilidad y simpatía; hizo verosímiles muchos de sus papeles, aunque ya hemos visto que son artificiales: es más auténtico el sabor popular de David Silva que el de Infante, pero Pepe el Toro ha durado más que Don Gregorio (el de ¡Esquina bajan!); González no tiene nada que pedirle a Rodríguez, y muchos de los papeles memorables de Infante son producto de esa mancuerna, y con mejores resultados; aunque El gavilán pollero fue la primera de las nueve veces en que lo dirigió, la colaboración había comenzado desde antes: González fue uno de los argumentistas de muchas de las buenas cintas con Infante, desde Cuando lloran los valientes hasta Vuelven los García, y de que colaboró en la adaptación; además es el López con el que se mata José Antonio García para que sean felices Blanca Estela Pavón y Víctor Manuel Mendoza; es coautor del argumento de Los tres huastecos, así que nada más natural que hicieran buena pareja, que duró hasta la muerte de Infante.
Las mujeres de mi general es una película rara; en primer lugar, se sale del esquema del cine de la Revolución, no tiene nada que ver con las cintas de Fernando de Fuentes o de Emilio Fernández; no se toma a chunga la Revolución, como lo hizo el mismo Ismael Rodríguez en su saga de Pancho Villa o en La Cucaracha, ni hace una tragedia como Vino el remolino y nos alevantó; no es un alegato ni a favor ni en contra; la Revolución estaba muy cercana: habían pasado sólo 40 años del levantamiento de Madero, 35 años de la batalla de Celaya, 34 de la muerte de Porfirio Díaz, 31 del asesinato de Zapata, 27 de la muerte de Pancho Villa, 22 del asesinato de Obregón, 13 años del levantamiento de Saturnino Cedillo, 12 de la Expropiación Petrolera; seguían vivos muchos de los protagonistas de la Revolución, y muy activos algunos de los personajes célebres, fueran civiles o militares; testigos o víctimas eran los espectadores que acudían al cine, y los políticos se decían herederos de los primeros revolucionarios; el presidente Miguel Alemán era hijo de uno de los maderistas originales, el general Miguel Alemán, y al mismo mandatario le habían advertido, y no como elogio, que era un “cachorro de la Revolución” y por lo tanto debía cumplir con la ideología del movimiento; la palabra de Lázaro Cárdenas pesaba como sentencia, y el mandatario anterior, Miguel Ávila Camacho, había sido general revolucionario, y el siguiente, Adolfo Ruiz Cortines, también participó aunque en actividades administrativas (y se le acusaba de no haber sido adversario del ejército estadounidense en la invasión de 1914); los lemas políticos no habían olvidado la Revolución aunque no actuaban conforme a los principios revolucionarios. En fin, que la Revolución, fracasada, interrumpida, corrompida, abajo del caballo, estaba presente en la mente de los mexicanos, seguía escribiéndose literatura con ese tema (faltaban todavía unos pocos años para que los novelistas y los sociólogos la sepultaran, y ya no fuera necesario tomarla como tema, aunque aún Pedro Páramo la roza y la pone como escenario, y muchos de los protagonistas de las primeras novelas de Carlos Fuentes son revolucionarios; apenas comienza la pintura que pocos años después criticó, sin dejar de admirar, el muralismo; la música no se atreve a despojarse de la vestimenta revolucionaria; sólo la poesía andaba por otros rumbos).
Las mujeres de mi general no relata la valentía, la lealtad, los ideales de un revolucionario, sino sus dilemas interiores, y sus devaneos entre la Chula Prieto y Lilia Prado; Emilio García Riera ve en la cinta un torneo de desplantes, pero esto es frecuente en las cintas de Ismael Rodríguez (no ajenos a los políticos de todos los tiempos, incluso en los actuales que en vez de ideas combaten con chistes y adjetivaciones); ni la película, ni el personaje de Infante, representan a ninguna de las facciones revolucionarias, acaso se acerca a la villista, pero no por otra cosa sino por la vestimenta y por el carácter supuestamente populachero, y por algunas de las acciones del personaje, retando a los ricos del pueblo, pero ni siquiera con la firmeza con la que Pedro Armendáriz se enfrenta a José Morcillo en Enamorada, y después a María Félix; el maniqueísmo de Rodríguez le resta verosimilitud a la trama, porque si ya se sabe que Pepe el Toro va a preferir a la Romántica Pavón por sobre la sabrosa pero rica (de dinero, y también) Nelly Montiel en Ustedes los ricos, también es evidente que va a preferir a Lilia Prado por sobre la Chula Prieto, quien por esta vez compite en cachondería con Prado; ambas, sin embargo, están sobreactuadas, como lo están casi todos los intérpretes, excepto Miguel Inclán e Infante, quien sin embargo a ratos parece desorientado, sin saber a dónde se dirigen la cinta y su director. Es posible que hayan influido tantas interrupciones, el tiempo que tardó la producción, y los incidentes que provocaron muertes y heridos durante la filmación.

Es mucho mejor El gavilán pollero, pero es una cinta que desmiente o pone en entredicho la figura mitificada de Infante; al carácter dubitativo y cambiante de su personaje, hay que agregar muchos detalles que la hacen diferente, en un sentido peyorativo; en primer lugar, el Gavilán, como le dicen por mal nombre, es inferior en carácter a Lepe, protagonizado por Antonio Badú, quien está excelente, y le exige a Infante que actúe con mucha naturalidad, que no engole la voz, que hable en tono bajo, y que pocas veces se atreva a ver de frente a los demás protagonistas, y mucho menos al propio Badú. Por otro lado, tiene uno de sus dos acercamientos a la música de moda, cuando Badú y él bailan, aunque de choteo, un mambo al que minutos antes califican de indignante e inmoral. Emilio García Riera resalta los excesos y la misoginia de la cinta, pero hay muchos detalles que hay que destacar, y que mucho desmienten la fama de Infante de ser el representante del machismo mexicano; sensible y lloricón, pero macho.
Entre los dos protagonistas hay una admiración mutua que, en efecto, parece excesiva, pero que ellos encuentran natural, excepto cundo se interpone entre ellos Lilia Prado.
Pocas actrices tan excitantes en el cine mexicano como Lilia Prado; Isla de lobos comienza con una de las escenas más perturbadoras de nuestra cinematografía: tumbada boca abajo en una cama, la cámara le capta su trasero y sus piernas, desde un ángulo superior; Prado solloza, y sus movimientos no provocan que el espectador se conmueva, sino que se inquiete; “cuando Lilia Prado camina hasta las piedras se derriten”, dice uno de sus admiradores; sin embargo, Badú pasa una noche en la cárcel de la que salió Infante porque sí traía para la multa, y no va por dinero para liberarlo porque encuentra un cartel que anuncia la actuación de Prado en un cabaret, y se olvida de ir a rescatar a su amigo; pasa la noche con ella, pese a que lo había dejado tiempo atrás por sus conquistas, su infidelidad, su desapego; cuando Badú reclama que lo haya dejado toda la noche en la cárcel, es incapaz de comprender el motivo, pese a que Prado está al lado de un Infante perturbado y regañado; peor aún: Infante le pide a Badú que se vayan para curarse la cruda, y Prado reclama: ¿ yo? la respuesta de Infante es brutal: “dime si te debo algo” (gloso, no cito); después se extraña que ella quiera cobrar venganza; es desde luego uno de los insultos más duros que se hayan dicho a esa fecha en el cine mexicano, y es incomprensible que Infante pretenda que no suceda nada, y que prefiera la compañía de Badú.
Después, cuando aparentemente Badú la consuela, y cae en su trampa, Infante no se emborracha porque la ha perdido, sino porque pierde al amigo, a quien da picones cuando los ve besarse: “¿besa sabroso, ¿verdad?”, a lo que Badú contesta: “¿más?”, para luego reclamar: “hombre, ya ni la amuelas”.
“[la mujer] Es la dueña de los poderes de la noche, porque los del día le fueron arrebatados tanto por la misoginia cristiana como por la azteca. Un acto de debilidad tan obvio como el machismo mexicano sólo puede ser la respuesta de un ser absolutamente espantado ante un ser infinitamente más poderoso [...] la mujer es tan fuerte en México que convierte a los hombres en homosexuales larvados: esto es el machismo […] los hombres buscan a los hombres en México. El mundo de la cantina y del burdel, el mundo del abrazo, del pícame las nalgas, pícame el ombligo, aquí somos cuates, véngame, mi hermano, yo te cuento mis penas, tú me oyes, tú eres mi hermano […] ¿Nunca has visto a un grupo de albañiles cachondearse entre sí? Very suspiciuos. Toda esta relación cantinera y burdelesca y albañilera del hombre con el hombre en México. Esta alianza terrible es inspirada por la fuerza de la mujer. Es muy difícil que un hombre mexicano esté solo con una mujer, o que hable con una mujer. Hasta en las reuniones burguesas, los hombres platicando entre ellos y las mujeres aparte.”*
Estas palabras de Carlos Fuentes parecen dichas después de ver El gavilán pollero; la trama aparentemente trata de la amistad entre Infante y Badú, puesta a prueba por la excitación que provoca Prado en el segundo, para vengarse de todo lo que le hace el primero: va por “cigarros” y regresa muchas horas después, lleno de lápiz labial; la abandona, la recupera pero la vuelve a dejar por su amigo, y cuando el amigo “se la baja”, anda, si sobrio, deprimido, tratando de consolarse con cuanta mujer se tope, pero no lo satisfacen; si briago, penando, pero más por el amigo que por ella; llora sin consuelo pero sin vergüenza, y hace, ahora, que uno valore ese excelente verso de José Alfredo Jiménez, no por su valor literario sino por la síntesis de la conducta del despechado: “otra vez a brindar con extraños”.
Badú cae en las redes de la maligna Prado. ¿Habrá habido una actriz o bailarina que mueva mejor los glúteos que Lilia Prado en el cine mexicano? Hay muchas memorables: Meche Barba, Ninón Sevilla, Tongolele, Mapy Cortés, María Rojo –una vez: cuando camina por el malecón en Danzón, mientras de fondo se oye una canción con letra de Xavier Villaurrutia. Pero Lilia Prado lo hace con intención tan intensa que nadie se extraña que su propio hermano Fernando Soto Mantequilla le vea con verdadero placer el trasero cuando sube al tranvía de La ilusión viaja en tranvía, de Luis Buñuel, y nadie lo acusó de incestuoso; no es de extrañar que Lepe (Badú) esté dispuesto a traicionar al amigo por la Gela (la Gelatina, por cómo las mueve); Infante no se avergüenza de andar andrajoso, sucio, borracho, ni hacer el ridículo, ni siquiera de rogarle a Prado; no le importa, con tal de reconquistarla, supuestamente, retar a muerte al amigo-hermano, insultándolo de tal manera que el duelo es inevitable; pero cuando están a punto de dispararse a matar, Infante le hace ojitos a Badú; el pretexto es que está borracho, pero la borrachera revela, deja salir lo que está oculto, no provoca nada que no exista.
Ante ese coqueteo, y tras los aspavientos de Prado instándolos a que se maten, los amigos reaccionan, la avientan en un arroyuelo, la dejan tirada mostrando un cuerpo harto tentador, y se alejan abrazados; “Lilia Prado va a parar al agua lanzada por dos amigos que parecen haberle perdido el miedo a la homosexualidad latente. Claro que es sólo una ilusión: cantando ‘El gavilán pollero’, Badú e Infante abordan a dos nuevas hembras y se buscan con ello nuevas dificultades que ya no se verán en la película”, cierra su comentario García Riera en el tomo 5 de la Historia documental del cine mexicano, la segunda edición, de 1993.
Me parece que van tras dos hembras que no provoquen un conflicto entre ellos, que no los inciten a estar a solas, que no los separen. Lo grave es que la conducta menos viril es la de Infante, quien lloriquea, ruega, se humilla, y le coquetea a Badú; pero tanto peca el que mata la vaca como la vaca; Badú no se indigna por el coqueteo, por los ruegos, por el llanto; se indigna contra Prado: ¿quería que te matara, ¿pos deónde?
El gavilán pollero, bien dirigida, muy bien actuada, simpática y muy visible, no fue la única cinta con equívocos de esta naturaleza, que ponen en entredicho a típicos machos del cine mexicano.
Por cierto, ahora que hay reclamos por el “machismo”, hay quienes disculpan a Infante de algunos excesos: cosas del guión y no del actor; pero no hay que olvidar que una de las canciones que interpreta con más gusto es “Yo le pego a mi mujer, soy muy hombre; y después me echo a correr…”2

1. Carlos Fuentes en James R. Forston, Perspectivas mexicanas desde París. Un diálogo con Carlos Fuentes, suplemento de la revusta Él, diciembre de 1973.
2. Letra y música de los Cuates Castilla.

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