sábado, 19 de abril de 2008

Que abrazado de un árbol le platico mis penas


Que abrazado de un árbol le platico mis penas
(Víctor Cordero, en voz de Javier Solís

Desde su impresionante debut con Acto propiciatorio y su Lapsus deslumbrante, Héctor Manjarrez –luego de un largo silencio— ha escrito en cuentos, poemas, novelas y ensayos, la biografía más perspicaz e irónica sobre la generación del 68, que revela las relaciones sentimentales, sexuales e intelectuales de esa generación que tanto prometía y que terminó eternizando y momificando sus momentos más gloriosos y los más amargos, o negándolos y contradiciéndolos de la forma más criminal.
A mediados del año pasado publicó El bosque en la ciudad (Ediciones Era, 2007), un libro inusitado, difícil de asir, porque lo mismo da la impresión de ser el diario de un escritor con actividades impropias de un escritor, que una toma de conciencia colectiva, o una novela de alguien que ve transformarse todo su ámbito, o una serie de apuntes con un lapso y una circunstancia limitados, pero que no pone límite a los sentimientos ni a las impresiones momentáneas.
Hay un punto de partida: un bosque en el sur de la ciudad, a donde todas las mañanas –o casi— acude Héctor Manjarrez (¿el escritor, el intelectual o un personaje con ese nombre?) a ejercitarse, a veces caminando, trotando y alguna que otra vez con carreras cortas, con distancias variables; el bosque, rodeado de la ciudad, alberga a todo tipo de personajes, que pocas veces vuelven a aparecer, a los que observa Manjarrez con una distancia crítica, y los provee de un pasado y un presente, pero sólo en la imaginación del escritor; con una eficacia narrativa las define con unos cuantos trazos; es un paseante solitario que juzga las ensoñaciones de los demás porque él ha renunciado a las suyas, o las ve con ironía, demasiado severo consigo mismo, sin permitirse introspecciones por exceso de autocrítica; un soñador que cuando se permite expresar sentimientos, las desmiente sin compasión.
Sólo se permite una debilidad: darle personalidad a los objetos y a los animales, tal vez porque con los humanos es un observador objetivo y que los vuelve objetos: desmenuza a los deportistas de fin de semana, a los burócratas que ocasionalmente irrumpen en el paisaje; a las mujeres que dejan de ser deseables cuando las convierte en ejemplos sociológicos de conductas previsibles; o cuando son madres de medio tiempo, o cuando una escena de celos entre una joven abuela y una niñera no llega a ser riña y es sólo una cruel estampa de un conflicto que no vemos, sólo intuimos.
Tienen más presencia las ardillas que invitan a Manjarrez a jugar, pero actúan para que los demás caminantes las alimenten; los perros que intimidan y que hacen que resurjan los recuerdos que no sólo explican el temor a cualquier perro, sino que reviven una glorieta en la colonia Cuauhtémoc que desapareció sin dejar siquiera una huella de su presencia que fue tan importante todavía a mediados de los setenta, y cuya desaparición (con la de otras glorietas) marca el inicio de la despersonalización de la ciudad.
Más presencia humana tienen los árboles, que se niegan a morir o a que los destruyan, como una terquedad y una resistencia contra la ciudad que se desparrama y devora todo; sin ningún pudor, Manjarrez abraza un árbol especial –aunque a veces teme no reconocerlo—y le platica sus penas como aquellas parejas que, en este relato, no aparecen nunca, aunque en ocasiones se cruzan dando lugar a esperanzas que se desvanecen en un instante.
Esa impudicia no abarca al lector, y es cuando menos se le cree a Manjarrez, cuando lo siente menos natural, o cuando siente que necesita justificar sus pensamientos; sin embargo, son también los momentos cuando es más sincero, y más íntimo, porque nunca lo abraza ni le platica sus penas a la vista de los demás (hay un instante que parece que cada paseante tiene su árbol propio), sino que se espera a que no haya testigos que lo vean hablarle, abrazarlo, a veces orinarlo, o marcando su territorio.
A veces los paseos se limitan a la observación del paisaje, de los otros caminantes, del clima; otras son reflexiones culturales, literarias o políticas, de un hombre tan rígido y estricto como Héctor Manjarrez, a quien no se le conocen veleidades ni devaneos; él mismo confiesa que no le gusta compartir con los demás sus simpatías (tal vez por eso son tan escasas sus referencias a cuestiones deportivas; tal vez por eso habla de músicos poco conocidos, nunca se refiere a los populares y más difundidos) ni que se le adelanten; sus menciones al sexenio foxista no son aplastantes, pero sí contundentes e irrebatibles; las menciones a otros políticos son mínimas, pero no puede negarse un tono político, una observación sobre nuestra vida que no necesita de alharaca para que se entienda y, sobre todo, para que se sienta.
De pronto surge un Héctor Manjarrez adolescente que cuenta de manera cómica un episodio perturbador, cuando Fernando Benítez, en uno de los mejores retratos que se le hayan hecho, arruga y despedaza los escritos del incipiente escritor, ante el escándalo de Rita Macedo y la calma de un Carlos Fuentes que le confirma que es escritor, aunque sus escritos sean malos; y el efecto del remate de la historia es similar al producido por Jorge Ibargüengoitia en uno de los artículos incluidos en Viajes por la América ignota. Más que contar un episodio aterrador, pinta a los personajes con una exactitud asombrosa, y él mismo logra conmover sin ridiculizarse, y el efecto grotesco cuando Benítez rinde homenaje a una prostituta se desvanece para mostrarlo en un lado humano que vence los excesos y lo humaniza.
A lo largo de 90 jornadas, con un inicio incierto y un final que parece precipitado, Manjarrez no sale más que pocas veces de un bosque que se avergüenza de serlo, pero en unas cuantas hectáreas abarca toda la ciudad, con sus personajes, su lenguaje, su lenguaje corporal, sus usos y costumbres; la podredumbre política de todos los partidos; los ruidos, el tránsito, los trámites bancarios o burocráticos, los dramas domésticos pasados y presentes; la cocina y la comida, popular o refinada, todo con una eficacia narrativa exacta y formidable.
Sin embargo, algunas observaciones: que se acentúe Orleans, que a las décadas se les designe en plural (los sesentas) y ciertos giros, que sin embargo le dan más autenticidad al lenguaje de Héctor Manjarrez, quien completa el escrito con un ensayo que tiene más de 30 años y que uno diría contemporáneo, si no fuera porque las recientes leyes que persiguen y discriminan a los fumadores y a las mujeres (a quienes los legisladores no creen capaces de lascivia) han hecho más inhumana aún a la ciudad de México; ésta es una mezcla de “Aquí nos tocó vivir”, “una ciudad deshecha, gris, monstruosa” y las cloacas de Los errores, totalmente irreprochable; un ensayo magnífico que completa un libro excelente al que le hemos hecho poco caso.

1 comentario:

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