domingo, 27 de enero de 2008

Los ciclos de las palabras

En los años treinta parecía imposible que las comunidades de color en Estados Unidos conquistaran derechos, que los dejaran viajar junto a los blancos en los autobuses o que si lo hacían, no se vieran obligados a cederle el asiento, sin importar sexo o edad. Muy pocos peleaban porque se les diera igual trato.
Entonces un escritor, Dashiell Hammett, hizo algo inusitado: llamar Sam Spade a uno de sus principales personajes, el protagonista de El halcón maltés. Ahora no parece audaz, pero “spade” era la manera en la que los “blancos” demostraban su simpatía (o adhesión) por los “negros”.
Hammett se la pasó desafiando al sistema, y no sólo con declaraciones, que en esa época eran peligrosas, sino con actitudes; es de sobra conocido que él y su esposa Lillian Hellmann se opusieron con acciones sólidas al macarthismo, lo que les costó a ambos ser proscritos del cine (su mayor fuente de ingresos) y de muchos otros medios. Su reactivación no alcanzó a enmendar el tiempo en que fueron, digamos, perseguidos.
No vivimos en la misma época; tuvieron que pasar una guerra mundial y muchas civiles, y gran violencia en Estados Unidos, para que la discriminación racial disminuyera, aunque aún se ve peligroso, para él, que Obama llegue a ser candidato del Partido Demócrata (que por definición es el que menos discrimina a las comunidades de color). Hubo un cambio radical, pero tan superfluo que se parece al que practicamos en México desde que el subcomandante Marcos regañó a la gente por no saber pronunciar Chiapas, y ahora se escucha a demasiados deletreando C h i a p a s, como demostrando su buena conciencia. Así, nadie llama negros a los negros y se les dice “afroamericanos”, palabra que además de cursi es inexacta porque discrimina a los negros no estadounidenses.
Así sucede con otras palabras a las que le han cambiado el destino; por culpa de ello, una de las máximas películas musicales, The Gay Divorcee, adquiere un significado diferente para quien la vio después de los años ochenta. Ya no se trata de que Ginger Rogers, la alegre divorciada, tenga que sufrir equívocos entre quienes la tratan porque creen que es liviana por ser divorciada (algo así como la viuda alegre: ya no tiene nada que perder, decían con picardía todavía hace poco), sino que el espectador pensará que se trata de una lesbiana, o de un homosexual, dado que en el título no se distingue el sexo.
Se comenzó a llamar “gay” a la comunidad homosexual, probablemente por su iniciativa o cuando menos con su complacencia, porque todos los adjetivos eran ofensivos, aunque el más común tenga origen latín y signifique “extraño”. Y muchos, cuando trataban de explicar su conducta, decían: “es que yo soy distinto, raro”.
Es inexplicable que se les adjudique un sustantivo que significa “alegre, ligero de cascos”, y que finalmente conduce a un pensamiento peor, que es el adjetivo que se les asestaba de manera más injuriosa: “locas”.
Hace un par de días se difundió una petición casi formal de que a las lesbianas ya no se les diga lesbianas, porque le parece un adjetivo ofensivo, sino “gay-elle”. La explicación es que “lesbiana” es un término pasado de moda y que ofende.
Quienes se molestan por el uso de “inválido” explican que era un término que se usaba hace décadas y que era necesaria una palabra que no ofendiera. Si “válido” significa sano, vigoroso, es obvio que inválido es quien no está sano, aunque desde 1600 se nos aplica a quienes no nos valemos por nosotros mismos; prefieren “discapacitado”; aunque pudiera parecer que deviene del prefijo dis, que significa anomalía, en realidad es un anglicismo, derivado de disabled, “lisiado, incapacitado”; es el término que se utiliza en el beisbol para explicar la ausencia de un jugador en la lista de los peloteros activos.
Decir discapacitado es tan incorrecto como decir “evento” por hablar de una ceremonia de premiación, una fiesta, un discurso, un acto político, en una mala traducción de “event”, o como decir “actualmente” cuando se lee “actually”, “en realidad”.
El boletín difundido en el que se propone el uso de “gay-elle” (¿homosexual-ella?) tiene varios problemas: lesbiana viene de Lesbos, la isla donde Safo escribió sus extraordinarios poemas (véase el excelente ensayo de Gabriel Zaid en Letras Libres de enero de 2008; para los poemas podríamos remitir a la Antología de la poesía griega. Siglos VII-IV A.C. de Carlos García Gual, quien la define como “extremadamente delicada y femenina”, “melancólica y de una exquisita sensibilidad femenina”; podríamos remitir a los lectores a esa antología, pero sucede que está agotada, que Alianza Editorial no tiene un solo ejemplar cuando menos en México). Hace 2 600 años que Safo escribió sus poemas y desde siempre se ha asociado su nombre y el de Lesbos con el amor de una mujer por otra: amor sáfico, que sólo con mala intención puede perder su sentido delicado y sensible.
Más grave es que se aplique el sufijo elle, ella en francés, para recalcar que se trata de mujeres; en todo caso, la palabra homosexual carece de sexo, y puede usarse lo mismo para hombres que para mujeres. Se dice “la primera mujer candidata”, “la primera mujer abogada en México”; en ambas frases sobra “mujer”, es reiterativo; el adjetivo o artículo “la” lo dice todo. Así en el caso reciente, gay-elle, sale sobrando, sobre todo en español. Se lesiona el uso del lenguaje con el argumento de que “lesbiana” aparte de anticuado es poco explícito, que no denota alegría; se cae en lo grotesco: pocas novelas tan delicadas como Conversación en la Catedral, donde Vargas Llosa relata escenas homosexuales explícitas, con hombres y mujeres. La tristeza (o mejor, sordidez) no está en las palabras sino en el tono, en la manera en dirigirse a las personas. Y si es por el tiempo que llevan las palabras (cerca de 2 500 años), hay que considerar que “mamá” y “papá” llevan mucho más tiempo. O “leche”, registrado en español por primera vez, dice Corominas, en 1129. Dado que se utiliza también como insulto (Vargas Llosa, Carlos Fuentes), como sinónimo de eyaculación (Luis Spota, José Agustín), de maldad (“¡qué mala leche”!), ya podrían los defensores de los sudores por calenturas ajenas (temperaturas, no excitación) buscar un término no ofensivo para las vacas. Porque por otro lado, qué nos importa la sexualidad de la gente; más bien debe importarnos la gente.

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