domingo, 6 de enero de 2008

Escritores contra escritores

En uno de sus libros más hermosos, Desconsideraciones, Juan García Ponce incluye un breve ensayo, “Amaos los unos a los otros”, en donde expone muchas de las peleas más célebres entre escritores, salpicada por unas cuantas excepciones; maldad, perversidad, en declaraciones de gente que pone todo su ingenio al servicio de la enemistad.
García Ponce no incluyó ninguna de sus famosas frases para denostar a otros; por ejemplo, cuando una mujer ya mayor presumió de sólo tener 70 años, Juan le dijo, asombrado: “Pues está muy mal conservada”; y si él habla de muchos retratos de amistades que en las novelas revelaban la verdadera esencia de los sentimientos, muchos de los retratos que él hizo en sus novelas están más cercanos a la picardía que al homenaje.
No sé si fue suya una respuesta, cuando alguien comentó que había saludado a Luis Spota, pese a sus diferencias: “¿cuáles diferencias?”.
Apareció de pronto en los estantes de nuestras muy desnutridas librerías un volumen (y desde hace seis meses ya no se le ve), Escritores contra escritores, recopilado por Alberto Ángelo, con prólogo de Jordi Costa (El Aleph Editores, octubre de 2006, Barcelona), que es una serie de frases, ejemplo de la maldad más honda, salidas de anecdotarios, declaraciones, opiniones, que lleva al extremo aquel ensayo de García Ponce.
Organizado en víctimas en orden alfabético, el pequeño volumen, de 174 páginas sin colofón (como ya es costumbre, sobre todo en los libros españoles), termina por aburrir por lo repetitivo, porque si por ejemplo Roberto Bolaño habla mal de tres autores en una misma frase, ésta aparece tres veces en el tomo; como es de suponer, muchas de esas frases no son más que puyas inofensivas, expresiones llenas de rencor, envidia, celos; pero en otras hay enemistad, odio; si muchas son inocentes, como las opiniones de Nabokov o Truman Capote contra Faulkner, o de Chesterton contra George Bernard Shaw, hay algunas que son ejemplos magistrales contra la persona, ya no contra el escritor, como las vertidas contra Thomas Carlyle por Tennyson (“Carlyle es un poeta a quien la naturaleza ha negado el sentido del verso”) o por Samuel Butler (“Dios fue muy bueno al permitir que Carlyle y la señora Carlyle se casaran el uno con la otra, y así hacer que dos personas fueran infelices en vez de cuatro”).
Cuando uno cree que la gloria literaria hace inmunes a muchos escritores, como Joyce, Carpentier, Neruda, Milton, Robert Graves, Thomas Hardy, resulta que son tan vulnerables como los mortales, y a veces con dardos de escritores muy menores, que no están a su altura, algo que debería ser una regla: si se ataca a un gran escritor, por lo menos que lo haga alguien con suficientes méritos literarios, y que la enemistad o el rencor estén limitados a que sean por cuestiones personales, no por celos ni por envidia; así, los leones muertos no estarían en el hocico de los burros vivos (como dijo Jorge Portilla cuando criticó a Thomas Mann); tampoco la rivalidad política debería ser un elemento para los insultos, o cuando menos que tuvieran la elegancia de Borges contra Neruda o de Neruda contra Borges, o cuando menos la de Onetti contra Borges, y no la descalificación por motivos políticos, como lo hace Enrique Ánderson Imbert contra Borges.
Cuando menos, en este libro no debería de haber incluido opiniones insulsas como las de Nabokov contra EM Forster o la de George Eliot contra Charlotte Brönte, o varias de Roberto Bolaño que parecen más desahogos iconoclastas que juicios.
Este libro contiene algunas joyas, como la asombrosa expresión de Gore Vidal a Dwight McDonald, “¿No te das cuenta de que no tienes nada qué decir, sólo añadir?”, que se disfrutan horrores; lo malo es que sobran demasiadas que sólo muestran que los escritores son tan humanos como los seres humanos, pero mucho más ruines.
Es un libro demasiado local; casi no hay escritores mexicanos, y sí muchos europeos sin mérito; sería mejor si hubiera puesto algunas de las famosas expresiones de algunos escritores mexicanos, como las de Salvador Novo, algunas sólo graciosas e ingeniosas (“estaban Fulano, de 30 años pero que parece de 25, y Zutano, de 60 pero que parece de 61”; la gloso, no la calco), pero otras terribles, como la expresada en aquel soneto perfecto literariamente, pero lleno de maldad (“Una pequeña actriz, tan diminuta”), o las dirigidas contra sus amistades (como el soneto citado, o la contada por José Antonio Alcaraz, cuando alguien dijo que nunca había visto actuar a Dolores del Río: “ni la verás”); y otras muchas que andan en boca de casi todo el gremio, pero que como no han sido puestas en letra impresa pueden ser sólo rumores.
Y lástima, si se hubiera esperado unos cuantos meses podría haber incluido el nuevo pleito mexicano, entre Braulio Peralta y Juan Villoro; el primero, quien haciendo caso omiso a sus obligaciones de su puesto de ejecutivo en Editorial Planeta (“editor”, pero en el sentido estadounidense del término, no como tradicionalmente se le llama a quien edita libros), criticó a un autor de la casa, y Villoro demostró tener una excelente memoria de cuantos lo han comentado en forma negativa.
Es de lamentar que Escritores contra escritores esté tan mal organizado, tenga erratas horribles, y un pésimo índice onomástico que incluye sólo a los atacados, y que comienza por el nombre, no por el apellido.

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