sábado, 12 de enero de 2008

Lenguaje de la publicidad

En los años sesenta, con el auge de la popularidad de los Beatles, surgió un modelo de calzado, “Ringo”, en una cadena de zapaterías, Canadá, que ya se le conoce con otros nombre y cuando menos disminuyó su presencia en la publicidad. Su característica eran tacones más altos de lo normal (los Beatles usaban botines, que no escandalizaban tanto ni como el cabello largo ni como el despeinado –“Arthur, lo llama Harrison en A Hard Day’s Night).
Poco antes Canadá había emprendido una campaña para que los chaparros nos sintiéramos menos acomplejados, con el mismo tacón dos o tres centímetros más altos que los normales. No es momento ni sitio para revivir las polémicas entre quienes dudaban de la hombría de los que usaban esos zapatos, y quienes les recordaban que el “tacón cubano” tampoco era muy masculino, y de allí se pasaba a las melenas y la cola de pato de pocos años antes. Lo que vale la pena es recordar la molestia que causó entre los puristas, académicos y simples defensores del buen decir la palabreja inventada para promover aquellos zapatos: “¡Alturízate!”.
No es ocioso recordar que por aquellos años había gente como Álvaro Mutis, Raúl Renán, Francisco Cervantes, Gabriel García Márquez en agencias de publicidad; eso no fue obstáculo ni para esa barbaridad ni para otras, como la usada en la campaña promocional de unos cigarrillos que desaparecieron hace mucho tiempo: “Nova renova el placer de fumar”.
Ya se sabe que las academias de la lengua no están reñidas ni con el lenguaje coloquial ni con los neologismos, aunque a veces se tarden demasiados años en admitirlas en sus diccionarios, con la consecuencia de que cuando lo hacen las palabras ya perdieron actualidad y popularidad: durante muchos años los tecnócratas difundieron una palabreja, “presupuestar”, que violaba toda lógica filológica, porque “presupuesto” es un cálculo posible, que contadores y administradores, sobre todo los de la administración pública federal convirtieron en verbo.
Quienes nos molestábamos por esa palabra nos vimos derrotados cuando la Real Academia de la Lengua Española aceptó “presupuestar” en su edición de 1984 de su Diccionario, aunque vimos con satisfacción que a partir de entonces ya no es utilizada más que entre los burócratas más arcaicos. También fue un triunfo el uso cada vez menos extendido de “enfatizar” a raíz de su inclusión en el DRAE.
Por fortuna, ni “alturízate” ni “renova” tuvieron más repercusión que unos cuantos meses en los medios de difusión: una caricatura que mostraba a un chaparro que con dos o tres centímetros más, conquistaba a una mujer días antes despreciativa de la estatura del pretendiente (suponiendo que a loradelora no se iba a fijar en ese detalle, sino en otro, así como los hombres en esta época hacen caso omiso del engaño provocado por el Wonderbra; por cierto, por la época de los “Ringo” de Canadá se calificaba a los Lovable –adorable— de “levantafalsos), y un locutor que pronunciaba con énfasis la renovación de unos cigarrillos que, por cierto, sacaban chispas sospechosas).
Ha habido otras campañas, pero derivadas del gobierno, que por tratar de congraciarse con algunos eufemísticamente llamados “grupos minoritarios”, han deformado el lenguaje; así, se difunden tonterías como “discapacitados”, “capacidades diferentes”, “afroamericanos”, “gente menuda” (aunque ya lleva mucho ésta), “tercera edad”, “adultos mayores”.
Durante el sexenio foxista (¿el peor de la historia? Francisco Bulnes decía eso del periodo de Manuel González, que fue tan malo que provocó que se proclamara el regreso de Porfirio Díaz) se instituyó casi oficialmente “niños y niñas, diputados y diputadas, chicos y chicas de la prensa”; es cierto que los locutores y presentadores, oradores de ceremonias oficiales y de fiestas de quinceañeras suelen saludar a los concurrentes con un “señoras y señores” (muletilla de José Ramón Fernández, pero también de Ángel Fernández y de Fernando Marcos, que hablaban mucho mejor), y es memorable la muletilla de una conferencia de La China Mendoza: “señoras y señores, niños y niñas y Monsiváis”, pero por tratar de quedar bien lo único que hicieron fue cometer una violación más, ésta a la gramática; sin embargo, tuvo tanta aceptación en muchísimos ámbitos que muchos afirman que ya lo aceptó la Academia; ya aceptó una incorrección grave, que es llamar poetas a las poetisas, al grado de creer que decirle poetisa es decirle cursi o mala escritora, como si para aceptar la calidad histriónica de una mujer tuviéramos que decirle “la actor”, porque “actriz” sería cursi o denigrante; por fortuna son pocos, y cursis, los que alegando equidad de género, y para ahorrarse letras, en vez de “los hombres y las mujeres” o “los profesores y las profesoras” (o “los cetáceos y las cetáceas”, como me dice José Emilio Pacheco que llegaron a decir), utilizan el símbolo de arroba.
Hay sin embargo algunas incorrecciones que se han perpetuado; decimos sin rubor “presidenta”, y hasta hay quienes se enojan cuando se escribe “la presidente”, y sin embargo nadie dice “la asistenta” ni “la amanta”.
Asombra sin embargo que un neologismo totalmente innecesario, inútil y hasta ofensivo haya invadido radio, televisión y hasta medios impresos; para difundir la capacidad de los nuevos teléfonos celulares o portátiles, para enviar mensajes, se anuncien “Mensajéate”; sigue la lógica de “asear”; sin embargo, no existe el verbo “mensajear”; ¿es necesario crearlo, como la Academia creyó necesario crear presupuestar”; Corominas supone alrededor del siglo XVII la palabra presupuesto, pero presupuestar por presuponer, aunque de uso difundido, es muy reciente y ya vimos que poco pegador; pero los mensajes han existido desde siempre, y ni en las peores novelas alguien había escrito “mensajear”; esa desbordada imaginación no tendrá, suponemos, demasiada vida, y al poco rato desaparecerá, aunque sea de temer que la manga demasiado ancha de la Real Academia de la Lengua, por no lastimar a grupos minoritarios, termine por aceptarla aunque nadie la use dentro de un par de años, así como acepta que “acceder” (aceptar) se use como sinónimo de ingresar o ascender.
No es por hablar mal: hace unas cuantas semanas la secretaria de Educación Pública, Josefina Vázquez Mota, en una ceremonia de premiación y ante cuando menos un miembro de la Academia que no la desmintió, pidió reglas gramaticales para el “nuevo” lenguaje, el utilizado en los mensajes telefónicos, que aunque tiene origen en la taquigrafía, ya lo usan todos los que se “mensajean”. O como diría Adolfo Bioy Casares en su Diccionario del argentino exquisito, es un lenguaje que no vige.

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