jueves, 11 de enero de 2007

El antiguo indicador de precios

En tiempos en que no había más noticiarios televisivos que Cuestión de minutos o Cuestión de deportes, y la transmisión especial de los lanzamientos desde Cabo Cañaveral, la gente no estaba tan preocupada del alza o baja de la bolsa, y la única manera que tenía de saber si había crisis o si todo marchaba bien, era el precio de las tortillas.
El día en que aumentaron a 40 centavos el kilo, los que andaban por los sesenta años de edad recordaron que en tiempos de don Porfirio la tortilla estaba a tres centavos, y los que andaban por los cuarenta, les recordaron que, para ganarlos, la gente trabajaba de sol a sol.
Más que el pan, la tortilla era el complemento de la alimentación diaria; comer con pan era costumbre de los españoles; las tortas eran para los domingos en que ganaba la flojera y para llevar a la escuela, para la hora del recreo.
Para acompañar los alimentos diarios se enrollaba la tortilla y con ella se empujaba el arroz o la carne hacia el tenedor; la mayoría ponía media cucharada de salsa (casera, desde luego), o incluso rajas de chile serrano. Los menores de edad, en lugar de picante le ponían sal, cosa que ya no se usa por temor a las tempranas afecciones cardiacas.
El término “sopear” viene de la acción de hacer cucuruchitos de tortilla y en ella echar la sopa o las cremas. Una variedad culinaria era destrozar una tortilla en pedacitos uniformes y dejarlos caer sobre los frijoles, platillo con el que terminaban todas las comidas. Los postres y las ensaladas tenían poco éxito entre las familias mexicanas porque no se podían comer con tortillas. En cambio, el mole y el pipián fueron creados para las tortillas, y las carnitas y la barbacoa son impensables si no se comen en tacos.
En la vida erótica en los años cincuenta y sesenta, las tortillas fueron tan importantes a mediodía, como ir por el pan en la tarde (nadie decía, sin embargo, “¿a qué horas sales por las tortillas?”, como “¿a qué horas vas por el pan?”, que invariablemente es una invitación). Las “muchachas”, como se le decía a las sirvientas, sabían que podían tardarse cuando iban a comprarlas, pues los expendios siempre estaban llenos, como lo siguen estando los escasos sitios donde aún hay. Debían ser muy hábiles para entregarlas todavía calientitas; el truco más frecuente era encargar la servilleta, escaparse con el novio una media hora, y llegar cuando calculaban que ya les tocaba su turno.
Las familias más tradicionales compraban masa y una de las sirvientas se encargaba de hacer, a mano, las tortillas redondas, y ponerlas en el comal; acto heroico cuando las estufas eran de leña o de petróleo, porque tardaban bastante en cocerse, y las quemaduras eran frecuentes.
La mayoría las compraba hechas. Una de las grandes revoluciones de la época fue cuando, en vez de que en las tortillerías las hicieran a mano, aplaudiendo acompasadamente la bola de masa hasta dejarla plana y redonda, introdujeron las máquinas con palanca; el problema era que se hacían tortilla tras tortilla; el proceso era lentísimo.
Otra revolución la causaron las máquinas, que tenían una especie de rieles sobre los cuales se deslizaba una correa sin fin; antes, sobre una boca gigantesca, colocaban la masa, que era tragada para ir convirtiéndose en tortillas crudas y, al pasar por la banda, se cocían y llegaban a las manos pacientes del encargado, que juntaba alrededor de veintidós y las pesaba; si era el kilo exacto, no se sabía.
Éstas tenían una ventaja sobre la factura manual o la máquina aplanadora: sólo cambiaban un cilindro y en vez de tortillas normales salían unas más pequeñas, para antojos.
Los encargados a veces ponían sobre el calentadero, fuera de la banda, una tortilla ya hecha, y dejaban que se cociera hasta la exageración; salían las tostadas, que no ponían a la venta sino que ellos se la comían delante de los desesperados clientes. De allí la frase “no la saques del comal hasta que se haga totopo”.
La venta de tortillas empaquetadas y la proliferación de tortilleras en la calle, que venden su producto por docena, es una imagen de que los tiempos cambiaron, irremediablemente.

(Nota tomada de Baúl de recuerdos. Sabores, aromas, miradas, sonidos y texturas de la ciudad de México, de Eduardo Mejía, Editorial Oceano, 2001, páginas 29 y 30)

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