Ya hablé alguna vez en público (en privado muchas) de este asunto, y se me catalogó, y más en privado, como obsesivo, que me fijo en detalles que no existen (sic), que en realidad los autores no querían decir lo que dijeron, o que es mi imaginación; otros, más de acuerdo conmigo, saben que el subconsciente y el inconsciente saben de razones que conscientemente ignoramos. El hecho es que en la canción mexicana, escondidas tras declaraciones sentimentales y al parecer cándidas, asaltan las verdaderas intenciones, por lo regular lujuriosas (en su primera acepción) o lascivas, que aunque parecidas no son lo mismo.
No hablo de los descuidos inocentes, como el de Esperón y Cortázar en “Cocula”, (“se me vino de repente”, que es la respuesta a la adivinanza de “la canción de la eyaculación prematura”), ni de las frases que con el paso del tiempo cambian de significado, como en la canción de los Locos del Ritmo, “qué dirían de mí, qué dirían de ti, qué diría la gente si me viera todo el día haciéndote el amor”, o los albures descarados y burdos (“Ahi lo trais”, de un Marco Antonio Campos que no es el poeta, y que cantó con toda vulgaridad Pedro Infante) o albures finos (algunos de los de Chava Flores en casi todas sus canciones, notoriamente “Tomando té”), estos últimos casos desde luego intencionales.
Son otras canciones que, entre alguna frase, se cuela otra más reveladora; las hay intencionales pero no para alburear, sino para declarar un amor hasta hace poco considerado ilícito o innombrable, como “tú me acostumbraste a todas esas cosas, y tú me enseñaste que son maravillosas… yo no concebía cómo se quería en tu mundo raro, y por ti aprendí”; o las declaraciones de que importa más el presente que el pasado (“déjame imaginar que no existe el pasado, y que nacimos el mismo instante en que nos conocimos” –que también interpretó Pedro Infante, aunque fue éxito de Lucho Gatica), o el riesgo de lo desconocido (“y si quieren saber de mi pasado, es preciso decir una mentira… que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado”, inusitada dentro del repertorio del machismo inteligente de José Alfredo Jiménez).
Hay diferentes categorías, como el relato sucinto del faje que lleva a la incontinencia amorosa (“comenzó por un dedito y la mano agarró… y de un beso el estallido cambió de pronto el juego en el más dulce amor”), al deseo apresurado (“mirando tu retrato me consuelo”, epígrafe ideal para una revista erótica de buen gusto), la satisfacción absoluta (“tanto tiempo disfrutamos de este amor”) que confiesa actos demasiado íntimos (“en los labios llevas ya sabor a mí”) y que no disimula la petición (“chupa que chupa que es más sabroso”, más sincera que “en la dulce sensación de un beso mordelón”, y que insinúa “yo quiero ser un solo ser y estar contigo”, descripción muy exacta y literaria del acto amoroso) y que apenas es más sutil que la confesión total y que Emilio García Riera consideraba digno del gusto del servicio doméstico nacional (“llévame si quieres hasta el fondo del dolor, hazlo como quieras…” y que hace una confesión inesperada: “ya no soporto la terrible soledad, no con un beso nada más…”); aunque el beso más descriptivo es de Lara: “me arrodillé pa’ besarte y así entregarte toda mi vida”.
Hay autores muy conscientes de lo que dicen, y se atreven a decirlo sin tapujos, como María Greever (“porque un beso como el que me diste nunca me habían dado, y el sentirme estrechada en tus brazos nunca lo soñé… como esperan las rosas sedientas al rocío, con esas mismas ansias te espero yo a ti”; “en el rumor de una ola depositamos los dos nuestro secreto de amores que en el mar se sepultó… ola que con tu blanca espuma sin precaución ninguna bañaste sus pies, ola que su cuerpo tocaste y sus labios besaste, vuelve otra vez”). Más directo, Agustín Lara a veces rememora, no a Amado Nervo, como solía decir Monsiváis, sino a Leopoldo Lugones (El mar, lleno de urgencias masculinas, / Bramaba alrededor de tu cintura, / Y como un brazo colosal, la oscura / Ribera te llamaba. En tus retinas, // Y en tus cabellos, y en tu astral blancura, / Rieló con decadencias opalinas / Esa luz de las tardes mortecinas / Que en el agua pacífica perdura. // Palpitando a los ritmos de tu seno, / Hinchóse en una ola el mar sereno; / Para hundirte en sus vértigos felinos // Su voz te dijo una caricia vaga, / Y al penetrar entre tus muslos finos, / La onda se aguzó como una daga. –Océanida --; “Arroyo claro que en tu murmullo le das arrullo al cañaveral, / hilito de agua que hace cosquillas a mi vereda y a mi jacal. / Son tus guijarros un collarcito con el que adorno mi corazón. / ¡Cuna de plata de la mañana, que en la montaña se hace canción! / Yo tengo celos, celos mortales, / porque tú bañas su lindo cuerpo lleno de luz / y tengo celos de tus espumas y tus cristales, arroyito de plata, mi rival eres tú.” –“Arroyito”, Lara).
Pero Lara es mucho más directo en otras canciones, a veces con intención rencorosa (“vende caro tu amor… aquél que de tus labios la miel quiera, que pague con brillantes tu pecado”, aunque es mucho más de ardido “espero a que te pongas más barata pues algún día bajarás de precio” de los hermanos Martínez Gil); o más rendido pero con la misma intención, en “cada noche un amor, distinto amanecer, diferente visión”, o más festiva, la narración de la aventura en Acapulco, sin importar su pasado de ella (“amores habrás tenido, muchos amores… pero ninguno tan bueno ni tan honrado como el que hiciste que en mí brotara” –órale–, o “la blanca tibieza que derramaste en mí”, todos estos versos de una sinceridad sin lugar a dudas de la sensualidad, notoriamente extramarital).
Meloso, Lara se insinúa, ofrece, a veces reclama, pero su reclamo no es el mismo que quien se queja “Ay, amor, ¡qué malo eres¡”, o del que menos enojado y más bien perdonando, “yo te agradezco con toda el alma tu noble empeño”, espléndida en la voz de Eva Garza; Lara no es dubitativo, como Osvaldo Farrés, quien suplica “por lo que tú más quieras, hasta cuándo, hasta cuándo”, o como Gatica, quien confiesa “No sé decirte qué pasó”; es inequívoca la confesión de Pedro Flores, “por más que se oponga el destino, serás para mí”, porque no hay que preguntar para qué; más orgulloso de la confesión es el anónimo compositor de “un beso a la medianoche y el otro al amanecer”. Igual de orgulloso y presumido es el que se ufana: “¿Quién si no fui yo pudo enseñarte el camino del amor?”, aunque a continuación, penoso, confiesa “muerta mi altivez cuando mi orgullo rodó a tus pies”; “Recuerda un poquito quién te hizo mujer”, alardea José Alfredo por aquello de que siempre hay una primera vez.
Pero la canción mexicana está llena de frases inequívocas, y si las mostramos aisladas, son reveladoras; las siguientes, de canciones de múltiples compositores desde los más finos (Alfonso Esparza Oteo) hasta otros menos sutiles, hablan de actos propiciatorios hasta culminaciones: “Acércate más, y más y más, pero mucho más”; “¿Qué no estás tú viendo que lo estoy queriendo sin saberlo tú?” “Porque tal vez será nuestra última noche de amor”; “Pero cómo le explico a mi corazón cuando extrañe en las noches tu piel, tu voz: te fallé como amante”; “Pero a fuerza no será”; “Lo mismo pierde un hombre que una mujer”; “Voy a mojarme los labios con agua bendita”; “Pero voy a sacar juventud de mi pasado” (ideal para promover medicamentos milagrosos); “No quiero que te vayas, la noche está muy fría, abrígame en tus brazos hasta que llegue el día. La almohada está impaciente”; “Te tuve una vez muy dentro de mi corazón”; “Ya no me importa lo que digan los demás”; “Quisiera ser el primer motivo de tu vivir; estar en ti en la misma forma que estás en mí… esa ilusión de amor que se siente una sola vez” “…y hacer de cuenta que hoy nos conocimos”; “Por fin ahora soy feliz, por fin he realizado el amor soñado en mi corazón”; “Lo que he sufrido al sentir tu decepción”; “Que me diste tu amor por equivocación”; “Yo sé que soy una aventura más para ti, que después de esta noche te olvidarás de mí”; “Cuando me asalta el recuerdo de ti, siento en el alma mortal soledad” (es mejor la de Tin-Tan: “Cantando en el baño me acuerdo mucho de ti… y es que cuando me froto, pues yo me acuerdo...”; “Naufragué en el verde mar luminoso de tus ojos, pero al fin pude alcanzar la playa ardiente de tus labios rojos”; “El vicio, el vicio, el vicio de quererte me domina” “Yo haré palpitar todo tu ser”; “Es el error que ahora con dolor pagamos los dos”; “Hace tanto tiempo que estoy divagando, con la fiebre intensa de este cruel martirio, sigue sin piedad sin compasión callando, y tú no me dices ni que sí ni quizá ni que no”; “Y pensar que tuve tan cerca otros labios y los desprecié; pero no me quejo, fue maravilloso lo que te robé”; “Cantando por el barrio del amor”; “Qué caro estoy pagando por quererte, ay cariño” “De mi pasado preguntas todo, que cómo fue”; “Entrégame tú la caricia suprema de amor, con luz en la mirada que ahuyente esa lágrima tuya y olvide el dolor”; “Me gustas mucho, mucho, pero mucho”; “Tú sabes que somos dos amantes que vivimos dos vidas diferentes”; “Como un duende yo sigo tus pasos, para ver si tan sólo eres mía o repartes tu amor en pedazos”; “Si ella te dio su querer tú se lo debes pagar”; “Tuve que pagar albricias por ser tan afortunado”; “Cuando sientas el hastío de otras tierras volverás”; “En la penumbra vaga de la pequeña alcoba, donde en aquella tarde te acariciaba toda”; “El corazón que una noche muy confiado te entregué, y sin ver que me engañabas en tus manos lo dejé”; “Si mi más grande amor tan pequeño lo ves” (otra confesión penosa); “Los dos estamos ahora frente a frente; los dos sabemos lo que el alma siente”; “Te llevaste mi vida con tu prisa y me dejaste inmensamente triste”; “Mas hoy sé que has jugado conmigo, satisfecha quizá ya estarás. Ríete nomás, ríe te digo”; “Quién pudiera pagarte un minuto de amor”; “Chacha, mi chacha linda” (favorita de diversos escritores mexicanos calificados de chirriscos); “Yo que fui del amor ave de paso”; “Amor mío, tu rostro divino no sabe guardar secretos de amor; ya me dijo que estoy en la gloria de tu intimidad; cuánta envidia se va a despertar” (la más explícita de todas las citas); “Cuéntale, cuéntale” (reto de Nydia Caro); “Yo sé que nunca llegaré a la loca y apasionada fuente de tu vida”; “Íntimo secreto, confesión de amor”.
Fuera de contexto, los Tlamatinis encontraron en la confesión de Roberto Carlos, de que una de sus canciones favoritas, y que hasta entonces era de las que más cantaba, “Amapola, lindísima Amapola”, cuando a principios de los setenta lo entambaron por posesión de drogas, la razón de todo. Seguiré en la próxima.
Los últimos nueve días han sido angustiosos, de azoro, susto, incertidumbre, y finalmente alivio. Ahí la llevamos, todo ha salido mejor de lo que esperábamos. Hace poco un historiador se explicaba la crisis por lo corrupto que somos los mexicanos. No sabe lo que dice, nos confunde con los gobernantes: gente que se acercó a ayudar, que nos avisó lo sucedido tratando de infundir esperanzas, gente que pudiendo aprovecharse se comportó con una honradez, una limpieza ejemplares; gente que aun con el espanto en el rostro hizo más allá de lo humano para auxiliar; médicos, enfermeras, personal administrativo de un hospital de gobierno que desmiente lo que opinamos de ellos sin entender su trabajo. Y como siempre, llenos de amigos que muestran su humanidad, su entereza, su grandeza, y de quienes nos sentimos orgullosos. Ahí la llevamos gracias a ellos. Y queda la certidumbre de que nada hubiera sucedido si las autoridades no fueran tan corruptas, si no beneficiaran a las grandes industrias; ahora sabemos a qué estamos expuestos si permitimos que esos grupos, disfrazados de todas las tendencias políticas a las que denigran, sigan empeñados en conservar o adquirir o recuperar el poder.
(Sus coreografías son espléndidas, las voces de sus actores, admirables, las tramas divertidas y a veces interesantes, además de la belleza de algunas de sus protagonistas y de sus invitadas; pero preferir las versiones de Glee es como preferir leer a Dèja Lu en vez de a José Emilio Pacheco.)
En el portal de El Universal, Edición Impresa, Hemeroteca, en la edición del 26 de junio, en Columnas, El Librero, con reseñas de los cuentos y los poemas completos de Borges, y cuatro libros más.
sábado, 25 de junio de 2011
domingo, 12 de junio de 2011
Manos arriba (o toccata y fuga)
Son varias las personas que han señalado un fenómeno que no sé cuánto tiempo dure: si la muerte era pública y el sexo privado, desde hace unos pocos años es a la inversa: uno se entera tardíamente del fallecimiento incluso de gente famosa, como la excelente cantante Phoebe Snow, aquella que hace dueto con Paul Simon en “Gone at Last” y le hace coros en “50 Ways to Leave Your Lover”, ambas de Still Crazy After all these Years, considerado el mejor álbum de 1975; falleció el 26 de abril, sin que hubiera apenas unas notitas breves, perdidas, en unos pocos periódicos; o el de Captain Beefheart; ambos fallecimientos hicieron ruido en el mundo de la música, pero sólo nos enteramos de su fallecimiento por las revistas especializadas; de la vida sexual de estrellitas, estrellados y futbolistas (y beisbolistas: Álex Rodríguez debe sus constantes slumps a sus parrandas con Madonna y últimamente con Cameron Diaz, aunque Derek Jetter no se vio afectado en su juego por su romance con Jessica Alba, aunque por un buen rato tuvo que andar cantando “la última noche que pasé contigo quisiera olvidarla pero no he podido, la última noche que pasé contigo, hoy quiero olvidarla por mi bien” –“si no fuera por la penicilina”, como me confesó uno de los más nobles e inteligentes economistas y funcionarios mexicanos) la exponen cada semana las revistas dedicadas a los chismes del espectáculo: con quién, cómo, cuántas veces, en qué horarios, con la mujer de quién (como decía la muletilla de los años cincuenta); sin rubor confiesan, haciendo como que se arrepienten, recién casadas y recién divorciadas, y hacen alarde de sus habilidades que quieren hacer coincidir con sus medidas, y que casi siempre están en proporción inversa a sus cualidades histriónicas. Ven con orgullo cuando son incluidos en las listas de los adictos al sexo, aunque no caen en el exceso de tener que acudir a terapia, como lo hizo Michael Douglas, quien no se apenaba de sus malas actuaciones, sino de sus inoportunas erecciones en pleno set, delante de los técnicos, y que no siempre inhibían a sus coestrellas.
Eso, que debería pertenecer al ámbito de la intimidad, es abordado también en programas radiofónicos y televisivos, con alardes y a veces con envidia. Pero aparece en otro tipo de programas, no en el del chismorreo sino en series, telenovelas (soap operas) y películas, en todo tipo de horarios. No sólo en el programa que parecía más la autobiografía de su principal protagonista, Charles Sheen, sino en programas supuestamente familiares, o en los que se elogia a los nerds, donde se plantean los cariñitos de un instante a las que no hay que volverlos a ver, porque se ha descartado que por una o varias experiencias piloto sean calificadas las mujeres como se catalogaba a las que iban al cine con más de uno, aunque haya sido en diferentes etapas. Desvirgar ya no significa condenar a una soledad arrepentida por la adolescencia apresurada; en todo caso hay que ver que hace un siglo ya había quienes no se escandalizaban por ello; sólo basta echar una mirada a la postura de Alfonso Reyes frente al enamoramiento de Amado Nervo por su hijastra Margarita.
Hay algo más: más superfluo y a la vez más visible; lo que califican como “ass grab”, “ass pinch” y “ass slap”, que si se hicieran en los vagones del Metro merecerían dos años de cárcel o una multa alta, más el calificativo de “conducta antisocial”, pero que son muy aplaudidas, con el perdón, en cine y televisión estadounidense. En un episodio filmado en 2009 pero que acaba de transmitirse, de NCIS, Robert Wagner, que debe asistir a una fiesta para descubrir a unos conspiradores, acompaña a Cote de Pablo, llamada Ziva en la serie, y está a punto de palpar el trasero de la actriz, que se ve más carnoso por la ropa que lleva; se abstiene ante la advertencia de otro personaje. Pero es de los pocos que se abstiene, y se ve que a disgusto (en otro capítulo se ve la mano de un hombre en el trasero de Ziva, y nada inmóvil, por cierto).
Decenas de actrices, casi todas actuales, son nalgueadas en alguna serie; como algo insólito en los años ochenta, Katey Sagal, al final de uno de los muchos capítulos de Married with Children, sufre el manoseo de su suegro, en una escena que queda congelada, cuando sube una escalera; en un capítulo de un programa con audiencia para todo público, Shelley Long sufre el pellizco de un niño vestido de beisbolista; mientras que ignoramos la reacción de Sagal, Shelley Long brinca asombrada y sorprendida, por el dolor y por el que la pellizca. Pero la cantidad de nombres de actrices a las que tocan, soban, palpan, golpean o pellizcan, es asombrosa; van desde las que no tienen otro mérito que una amplia zona donde las palpen, soben, acaricien o pellizquen, hasta las que nadie se ofende si se les califica de actrices; desde la especialista en papeles de sosa, como Lisa Kudrow, a su amiga calificada de cachonda pero sólo en la intimidad, Jennifer Anniston (ésta, muchas veces, como que representa a la vecina sensual); la muy capaz y sobria Carmen Maura a la menos sobria Salma Hayek (Maura colabora con su compañero, porque aunque está ocupada leyendo un documento, se acomoda, se sube la falda hasta dejar descubierto todo el muslo, y se vuelve un poco para que le toque el glúteo con más comodidad; Hayek en cambio respinga, pero no le queda más que aguantarse). Hay algunas que se hacen las disimuladas, mientras que otras responden con empujones, bofetadas, o cuando menos con protestas; a algunas las manosean aprovechando un baile (con disimulo su pareja resbala la mano hasta la parte superior de una asentadera, a lo que ella reacciona quitando la mano de la pareja; otros en cambio bajan las dos manos y las posan en ambas posaderas –cartón de cerveza, en el argot mexicano–; en igual número, ellas respingan, se separan y protestan, o se acomodan para que las sigan acariciando, y no pocas responden poniendo sus manos en las posaderas de ellos); en otras, ellos aprovechan las circunstancias y las manosean abiertamente, aunque la mayor de las veces son toqueteos circunstanciales, fugaces, “tocata y fuga”, pero en otras, como esperando a ver si se saca partido de la situación. Hay manoseos en cintas célebres, como en Río Lobo, donde John Wayne da una nalgada inocente, como de camaradería, a una muy joven y bella Jennifer O’Neill, sin que ella se ofenda ni sienta provocación (hace unos años los ingleses se quejaban de que sus esposas, al terminar el acto sexual, indicaban con una nalgada que ya podían levantarse; cuando ellos comenzaron a hacer lo mismo, ellas se sintieron objeto sexual). En Dick Tracy Al Pacino estimula los pasos de baile de Madonna con nalgadas correctivas; en Matrimonio a la italiana, Marcello Mastroniani saluda con una nalgada amistosa a Sophia Loren; ésta, sin embargo, en otras cintas es reconocida por sus alternantes con un saludo sonoro, pero poco erótico. Ya mencioné en otros escritos las nalgadas de Clark Gable a Joan Crawford, los de Pedro Infante a tres (había dicho dos) extras en Los hijos de María Morales, Jorge Negrete a Lucha Reyes, Andrés Soler lo hace en otra cinta, con mayor picardía, a una extra muy atractiva, y otra vez Marcello Mastroiani a Faye Dunaway, y a Julissa un extra, y al que ella increpa "para eso son, pero se piden").
No son pocas las que sonríen; son más las que se indignan, y aún más las que se quedan calladas; son las que hacen papeles de meseras, obreras, asistentes a un centro nocturno; en otras (Susan Sarandon) no se ve la mano acariciando, pero ella respinga de una manera muy natural y espontánea, y no se sabe si por buena actriz o porque necesitó del estímulo manual; el papel que hacen no les permite echar bronca, aunque alguna, que simula ser mesera de fonda para camioneros, derrama un líquido sobre el agresor.
Aunque Jennifer Anniston es de las más manoseadas, le ganan de calle Jennifer Lopez, y sobre todo Sandra Bullock, de la que he contado siete escenas en las que la tocan en diferentes partes del trasero; en alguna, como la ayudan a bajar una escalera, no puede más que hacerse disimulada; en otras permite el manoseo porque la observa la familia de él, y ella quiere “marcar territorio”, y agrega una sonrisa maliciosa, no tanto por la caricia como por la cara con que la observan; en todas esas escenas, Bullock parece consentir el manoseo; otras lo aprueban, y otras se comportan con indiferencia, como si nada hubieran sentido; sin embargo, no hay que olvidar que se trata de una zona erógena, y que debía excitar a quien toca como quien es tocado (otra característica reciente: las mujeres opinan de traseros masculinos, y no son pocas las que se adelantan en el toqueteo, desde aquel comercial de Splendor Champú, en el que una mujer bella posaba intencionalmente la mano en un glúteo de quien se supone la acompañaba). ¿Tocan por sentir, por incitar, por palpar, por comprobar que no es “la engañadora”?
No es no, dictan las leyes; ¿y cuando no dicen no? La proliferación de esas escenas no es gratuita; sucede incluso en cintas de dibujos animados; en ellas la sufren, o la disfrutan, actrices o actricitas como Adriana Aguirre, Jessica Simpson, Reese Witherspoon (en una situación incómoda, en un elevador, delante de mucha gente), Hillary Duff, Eva Mendez, Jamie Presly, Alyssa Milano, Kristen Bell, Anna Belknapp, la niñera Fran Drescher, Sofía Vergara (muy a menudo), Vida Guerra, Rossy de Palma, Verónica Furqué, Paloma Montero (en una escena que dura más de un minuto, y con claras intenciones obscenas), Teri Hatcher (como una muy improbable mesera), la delgada y fina pero no menos atrevida Calista Flockhart, Laura Antonelli (también muy a menudo), la cazavampiros Sarah Michelle Geller, y, entre otras muchas más, Penélope Cruz (más audaz que casi todas resultó la mano traviesa de Penélope Cruz en el trasero de Salma Hayek, fuera de los sets, en plena calle, ante la mirada de curiosos y de un fotógrafo que la difundió en todo el mundo; Cruz debió ofrecer disculpas; Hayek no comentó nada). Madre e hija, Goldie Hawn y Kate Hudson, han sido palpadas con fuerza, en diferentes cintas, desde luego. Bueno, hasta Joyce DeWitt, que hacía papel de estorbosa y poco atractiva, fue manoseada más de una vez en Three’s Company.
Algunas de esas escenas son graciosas; otras muestran el acoso laboral, estudiantil, social que deben aguantar las mujeres; otras parecen preámbulo a una relación menos fugaz aunque el contacto sea fugaz; algunos de los actores parece que no pueden contener la excitación que sienten al observarlas, vistan o no de manera provocativa. La mayoría de las escenas muestra sólo el poderío masculino; que a veces salgan respondonas es otra cosa, pero por lo general no muestran deseos de conquistar, sólo de nalguear.
¿Las prohibirán las autoridades, que tratan de evitar que eso suceda en la vida real?
¿Quién es el escritor conocido como “Dèja Lu”?
Aunque no haya aparecido en el portal de El Universal, puede leerse la columna El Librero si entran a Edición Impresa, de allí a Hemeroteca, en domingo 12, y en las columnas. Cinco notas de cinco libros interesantes.
Eso, que debería pertenecer al ámbito de la intimidad, es abordado también en programas radiofónicos y televisivos, con alardes y a veces con envidia. Pero aparece en otro tipo de programas, no en el del chismorreo sino en series, telenovelas (soap operas) y películas, en todo tipo de horarios. No sólo en el programa que parecía más la autobiografía de su principal protagonista, Charles Sheen, sino en programas supuestamente familiares, o en los que se elogia a los nerds, donde se plantean los cariñitos de un instante a las que no hay que volverlos a ver, porque se ha descartado que por una o varias experiencias piloto sean calificadas las mujeres como se catalogaba a las que iban al cine con más de uno, aunque haya sido en diferentes etapas. Desvirgar ya no significa condenar a una soledad arrepentida por la adolescencia apresurada; en todo caso hay que ver que hace un siglo ya había quienes no se escandalizaban por ello; sólo basta echar una mirada a la postura de Alfonso Reyes frente al enamoramiento de Amado Nervo por su hijastra Margarita.
Hay algo más: más superfluo y a la vez más visible; lo que califican como “ass grab”, “ass pinch” y “ass slap”, que si se hicieran en los vagones del Metro merecerían dos años de cárcel o una multa alta, más el calificativo de “conducta antisocial”, pero que son muy aplaudidas, con el perdón, en cine y televisión estadounidense. En un episodio filmado en 2009 pero que acaba de transmitirse, de NCIS, Robert Wagner, que debe asistir a una fiesta para descubrir a unos conspiradores, acompaña a Cote de Pablo, llamada Ziva en la serie, y está a punto de palpar el trasero de la actriz, que se ve más carnoso por la ropa que lleva; se abstiene ante la advertencia de otro personaje. Pero es de los pocos que se abstiene, y se ve que a disgusto (en otro capítulo se ve la mano de un hombre en el trasero de Ziva, y nada inmóvil, por cierto).
Decenas de actrices, casi todas actuales, son nalgueadas en alguna serie; como algo insólito en los años ochenta, Katey Sagal, al final de uno de los muchos capítulos de Married with Children, sufre el manoseo de su suegro, en una escena que queda congelada, cuando sube una escalera; en un capítulo de un programa con audiencia para todo público, Shelley Long sufre el pellizco de un niño vestido de beisbolista; mientras que ignoramos la reacción de Sagal, Shelley Long brinca asombrada y sorprendida, por el dolor y por el que la pellizca. Pero la cantidad de nombres de actrices a las que tocan, soban, palpan, golpean o pellizcan, es asombrosa; van desde las que no tienen otro mérito que una amplia zona donde las palpen, soben, acaricien o pellizquen, hasta las que nadie se ofende si se les califica de actrices; desde la especialista en papeles de sosa, como Lisa Kudrow, a su amiga calificada de cachonda pero sólo en la intimidad, Jennifer Anniston (ésta, muchas veces, como que representa a la vecina sensual); la muy capaz y sobria Carmen Maura a la menos sobria Salma Hayek (Maura colabora con su compañero, porque aunque está ocupada leyendo un documento, se acomoda, se sube la falda hasta dejar descubierto todo el muslo, y se vuelve un poco para que le toque el glúteo con más comodidad; Hayek en cambio respinga, pero no le queda más que aguantarse). Hay algunas que se hacen las disimuladas, mientras que otras responden con empujones, bofetadas, o cuando menos con protestas; a algunas las manosean aprovechando un baile (con disimulo su pareja resbala la mano hasta la parte superior de una asentadera, a lo que ella reacciona quitando la mano de la pareja; otros en cambio bajan las dos manos y las posan en ambas posaderas –cartón de cerveza, en el argot mexicano–; en igual número, ellas respingan, se separan y protestan, o se acomodan para que las sigan acariciando, y no pocas responden poniendo sus manos en las posaderas de ellos); en otras, ellos aprovechan las circunstancias y las manosean abiertamente, aunque la mayor de las veces son toqueteos circunstanciales, fugaces, “tocata y fuga”, pero en otras, como esperando a ver si se saca partido de la situación. Hay manoseos en cintas célebres, como en Río Lobo, donde John Wayne da una nalgada inocente, como de camaradería, a una muy joven y bella Jennifer O’Neill, sin que ella se ofenda ni sienta provocación (hace unos años los ingleses se quejaban de que sus esposas, al terminar el acto sexual, indicaban con una nalgada que ya podían levantarse; cuando ellos comenzaron a hacer lo mismo, ellas se sintieron objeto sexual). En Dick Tracy Al Pacino estimula los pasos de baile de Madonna con nalgadas correctivas; en Matrimonio a la italiana, Marcello Mastroniani saluda con una nalgada amistosa a Sophia Loren; ésta, sin embargo, en otras cintas es reconocida por sus alternantes con un saludo sonoro, pero poco erótico. Ya mencioné en otros escritos las nalgadas de Clark Gable a Joan Crawford, los de Pedro Infante a tres (había dicho dos) extras en Los hijos de María Morales, Jorge Negrete a Lucha Reyes, Andrés Soler lo hace en otra cinta, con mayor picardía, a una extra muy atractiva, y otra vez Marcello Mastroiani a Faye Dunaway, y a Julissa un extra, y al que ella increpa "para eso son, pero se piden").
No son pocas las que sonríen; son más las que se indignan, y aún más las que se quedan calladas; son las que hacen papeles de meseras, obreras, asistentes a un centro nocturno; en otras (Susan Sarandon) no se ve la mano acariciando, pero ella respinga de una manera muy natural y espontánea, y no se sabe si por buena actriz o porque necesitó del estímulo manual; el papel que hacen no les permite echar bronca, aunque alguna, que simula ser mesera de fonda para camioneros, derrama un líquido sobre el agresor.
Aunque Jennifer Anniston es de las más manoseadas, le ganan de calle Jennifer Lopez, y sobre todo Sandra Bullock, de la que he contado siete escenas en las que la tocan en diferentes partes del trasero; en alguna, como la ayudan a bajar una escalera, no puede más que hacerse disimulada; en otras permite el manoseo porque la observa la familia de él, y ella quiere “marcar territorio”, y agrega una sonrisa maliciosa, no tanto por la caricia como por la cara con que la observan; en todas esas escenas, Bullock parece consentir el manoseo; otras lo aprueban, y otras se comportan con indiferencia, como si nada hubieran sentido; sin embargo, no hay que olvidar que se trata de una zona erógena, y que debía excitar a quien toca como quien es tocado (otra característica reciente: las mujeres opinan de traseros masculinos, y no son pocas las que se adelantan en el toqueteo, desde aquel comercial de Splendor Champú, en el que una mujer bella posaba intencionalmente la mano en un glúteo de quien se supone la acompañaba). ¿Tocan por sentir, por incitar, por palpar, por comprobar que no es “la engañadora”?
No es no, dictan las leyes; ¿y cuando no dicen no? La proliferación de esas escenas no es gratuita; sucede incluso en cintas de dibujos animados; en ellas la sufren, o la disfrutan, actrices o actricitas como Adriana Aguirre, Jessica Simpson, Reese Witherspoon (en una situación incómoda, en un elevador, delante de mucha gente), Hillary Duff, Eva Mendez, Jamie Presly, Alyssa Milano, Kristen Bell, Anna Belknapp, la niñera Fran Drescher, Sofía Vergara (muy a menudo), Vida Guerra, Rossy de Palma, Verónica Furqué, Paloma Montero (en una escena que dura más de un minuto, y con claras intenciones obscenas), Teri Hatcher (como una muy improbable mesera), la delgada y fina pero no menos atrevida Calista Flockhart, Laura Antonelli (también muy a menudo), la cazavampiros Sarah Michelle Geller, y, entre otras muchas más, Penélope Cruz (más audaz que casi todas resultó la mano traviesa de Penélope Cruz en el trasero de Salma Hayek, fuera de los sets, en plena calle, ante la mirada de curiosos y de un fotógrafo que la difundió en todo el mundo; Cruz debió ofrecer disculpas; Hayek no comentó nada). Madre e hija, Goldie Hawn y Kate Hudson, han sido palpadas con fuerza, en diferentes cintas, desde luego. Bueno, hasta Joyce DeWitt, que hacía papel de estorbosa y poco atractiva, fue manoseada más de una vez en Three’s Company.
Algunas de esas escenas son graciosas; otras muestran el acoso laboral, estudiantil, social que deben aguantar las mujeres; otras parecen preámbulo a una relación menos fugaz aunque el contacto sea fugaz; algunos de los actores parece que no pueden contener la excitación que sienten al observarlas, vistan o no de manera provocativa. La mayoría de las escenas muestra sólo el poderío masculino; que a veces salgan respondonas es otra cosa, pero por lo general no muestran deseos de conquistar, sólo de nalguear.
¿Las prohibirán las autoridades, que tratan de evitar que eso suceda en la vida real?
¿Quién es el escritor conocido como “Dèja Lu”?
Aunque no haya aparecido en el portal de El Universal, puede leerse la columna El Librero si entran a Edición Impresa, de allí a Hemeroteca, en domingo 12, y en las columnas. Cinco notas de cinco libros interesantes.
martes, 7 de junio de 2011
Enfermedades reales, enfermos imaginarios
Tengo antecedentes; debería ser como mi padre, a quien, para aliviarse las pocas veces que se enfermó, le bastaba con comprar las medicinas y traerlas en la bolsa del saco, sin necesidad de ingerirlas; a veces ni las compraba, la receta del doctor Díaz Valencia o de Feria Medina era suficiente para sanarlo. Mi madre en cambio se sabe la fórmula de todas las medicinas que hay en el mercado, y hasta algunas que ya desaparecieron, como el Enterovioformo, y para qué sirven; uno de mis tíos, considerando que algún día debían extirparle el apéndice, se presentó en el sanatorio que estaba en el condominio Insurgentes y logró que lo operaran al día siguiente, en una travesía casi tan divertida como cuando a Novo le extirparon el apéndice, y temía que en ese hospital no supieran cuál era el apéndice.
Hay muchos chistes sobre los hipocondriacos, pero somos muchos, y además expertos en enfermedades, tratamientos y consecuencias de los tratamientos. Gracias al Diccionario de Especialidades Farmacéuticas, que tiene el buen humor de poner la fecha de su caducidad en la portada, estamos aterrorizados cada vez que el médico nos receta un medicamento cuyos componentes, advierten, pueden curar, o causar la muerte, asegún, pasando por diferentes etapas, como inflamación de las manos, pérdida de la sensibilidad (no dicen si emocional; estaría bien), atarantamiento, pérdida de la conciencia; lo que no advierten es que la somnolencia es natural al ingerirlas, y cuando a la hora de tomarlas uno comienza a sentir sueño, intenta vencerlo porque dormido uno no va a sentir a qué hora regresa la sensibilidad.
Van dos veces que me atacan esas reacciones; una, en los años sesenta, por tomar dos antigripales en vez de uno: no pasó de una hinchazón en los labios y la aparición de unos granos que tardaron un mes en desaparecer; otra, hace cosa de un año, cuando una comida me provocó una infección que no cortaba ni el Treda, ahora de venta restringida; dos analgésicos en menos de dos horas hicieron efecto: no suprimieron el dolor, pero apareció la insensibilidad creciente en el lado derecho de la cara con un poco de inflamación; desde entonces cargo un antiestamínico a todos lados, por si las dudas.
Antes pensaba que la mejor lectura para los hipocondriacos era la Enciclopedia Espasa-Calpe, y me parece increíble que grandes lectores de diccionarios y enciclopedias no hayan advertido sus cualidades: trae los síntomas de cada enfermedad, la intensidad de los dolores, y la inminencia del peligro, con una exactitud que ni los médicos pueden reproducir; muestra de tal modo las diferencias entre una apendicitis y una colitis, por ejemplo, que un enfermo imaginario no puede dudar cuál es el mal que lo está aquejando; ilustra al lector sobre enfermedades poco frecuentes, lo que permite lucirnos: “tuve traqueítis”, que desde luego intentan corregir: “¿no será traqueatitis?”, y más nos lucimos al explicar la enfermedad, la causa, la duración del mal, la convalecencia y el nombre, y otros ilustres que la hayan padecido. No están excluidas más que las enfermedades nuevas que asustan a la gente para luego decir que no fue para tanto, pero qué bueno que nos asustamos y así aprendimos que hay que estornudar sobre la “parte interna del codo” (¡) y lavarse las manos seis veces al día. Pero hasta las enfermedades descontinuadas están descritas con tanta pasión que uno sabe que no las escribió un médico, sino un médico hipocondriaco. Aunque la coreomanía y el sudor inglés nadie las describe mejor que Ruy Pérez Tamayo.
Envidio a los mejores hipocondriacos; las enfermedades reales e imaginarias que sufrió Salvador Novo (y que sigue sufriendo: los malos lectores) son documentadas de manera magistral: sus gripes anuales eran motivos de crónicas estupendas, divertidísimas, que además le permitían desahogarse contra el patrón Elías, que regularmente era quien se la transmitía en sus comidas semanales; cinco o seis de ellas están entre sus mejores ensayos; y se cebaba en otros, como cuando don Daniel Moreno resbaló en la Capilla, se fracturó una pierna, y Novo pensaba que podía ser el motivo por el cual Moreno dejara de escribir durante varias semanas. O la ya referida extirpación del apéndice, innecesaria, pero sugerida por su jefe Carlos Chávez quien no soportaba la idea de morir solo a consecuencia de la operación de un apéndice inútil (ni tan inútil: acaban de descubrir que tiene una función que antes desconocíamos, enfermos reales e imaginarios, y nuestros médicos).
Carlos Monsiváis, quien tanto le debió a Novo, no recibió como herencia la hipocondria, como sí la recibieron José Antonio Arcaraz, que era un hipocondriaco extraordinario, y José Ramón Enríquez, quien ha padecido unas magníficas enfermedades imaginarias, pero su médico lo ha desencantado al comprobar que esas enfermedades no podía sufrirlas él.
Otro hipocondriaco excepcional lo ha sido José Luis Cuevas, cuyos relatos son ejemplares, pero que no puedo reproducir porque el libro que los recopilaba fue extraído de mi casa por una seudoperiodista, PT (pronúnciese como quiera el lector) que acompañaba a Héctor de Mauleón y a Alejandro Toledo, con el pretexto de que iba a ser una reseña que ni entregó ni devolvió el libro, lamentablemente agotado.
No tan buen hipocondriaco era José Donoso, porque las enfermedades imaginarias las convertía en reales; un hipocondriaco con limitaciones es Carlos Fuentes, a quien sólo le aparece una úlcera, y la combate escribiendo; los otros males no lo han atormentado tanto como las úlceras, y han sido reales; por fortuna, las ha combatido precisamente por el miedo del hipocondríaco, y no ha dejado que avance, como muchos que no hacen caso de los síntomas.
Claro que los médicos le sirven poco a los hipocondriacos; los inteligentes, como Carlos Macías, porque se abstienen de decirle al paciente cuál es la causa de su malestar, y lo dejan con la duda; otros, menos inteligentes, reaccionan con indignación: “no tiene usted nada, sólo tiene que cuidarse”. Por ellos, los insensibles y poco inteligentes, es la no tan infrecuente lápida “Se los dije” (que necesita un corrector: lo correcto es “se lo dije”, porque el verbo es singular). O “¿No que no?”, a la que le ponen acento indebido en “que”. Hay médicos con los que uno no puede comer, porque se la pasan advirtiendo de peligros, pero sin proponer opciones gastronómicas.
Pero eso es para los malos hipocondriacos, los que sufren una enfermedad imaginaria pero que desean tenerla, para así hacer sentir culpables a los cónyuges y a los hijos: “¿ya ves que no estaba fingiendo?”; los hipocondriacos buenos padecemos solos, a lo mucho atosigamos a una o dos personas; el hipocondriaco tiene cruda y se siente morir, como mi amigo RV; tiene colitis y ya se siente operado del apéndice; el buen hipocondriaco es como García Márquez, quien fingió tan bien un padecimiento sólo para quedarse a oír chismes inconvenientes para su edad, y a causa de ello le extirparon las amígdalas; el hipocondriaco real tiene gastritis pero no deja de sazonar con salsa mexicana hasta los chiles rellenos y los ñoquis.
Somos bombardeados: en medio de una película divertida como Mi querido Capitán, promueven remedios contra la inflamación de la próstata, contra el ardor de las hemorroides o del pie de atleta, o para combatir la diabetes, y le dejan a uno la preocupación: “o sea que…”, se queda uno pensando. Los doctores crueles dicen “ha de haber una infeccioncilla leve por ahi. Pero no deje de avisarme, aunque sea a medianoche”, y ahí va uno corriendo al Diccionario de Especialidades Farmacéuticas para ver qué males combate el medicamento recetado, qué pasa si se lo toma uno con cerveza, o peor, con leche (porque anula el efecto benigno de los antibióticos, aunque por otro lado amortigua los efectos efímeros pero temibles de algunas medicinas, que provocan gastritis), qué inconvenientes puede provocar aunque uno no haya dado muestras de alergia a sus componentes; con qué otros medicamentos no debe combinarse, y en cuánto tiempo se espera que haya reacción.
A Salvador Novo un médico cruel le recetó, no sólo medicamentos incómodos para la gastritis, también lo condenó a una dieta de campo de concentración; ante sus quejas, el médico le dijo que era esa dieta lo mejor para combatir los malestares; “yo mismo la llevo”; Novo se vengó invitándolo a una cena; lo sentó a su izquierda; los meseros comenzaron a servir un mole de olla que todos vieron complacidos; al llegar al médico, y a Novo, los meseros se fueron a la cocina con el mole de olla y le llevaron a ambos un caldo insípido y unas piezas de pollo hervido; el médico protestó: “yo quiero mole de olla”; “usted y yo somos los enfermitos, es la dieta que tomamos”; “¡está usted curado, ya no necesita la dieta, que nos sirvan mole de olla a los dos!”; pero no todos los médicos son igual de rápidos para curar. Hay unos más crueles, como aquel acto de los Polivoces, en que un dentista tenía el letrero que anunciaba los precios: “extracción sin dolor, 50 pesos; extracción con dolor, 500 pesos”, y cuando el paciente se quejaba, advertía: le va a salir más caro. Los dentistas son antihipocondriacos, porque en cuanto uno abre la boca, exclaman: “Uy, ¿por qué no vino hace dos años?”. Carlos Fuentes dice de uno de sus personajes que era “más mentiroso que un dentista”. Pero no hay que dejar de temerle, sobre todo después de leer Los Buddenbrook.
Porque los auténticamente crueles son los que palpan el vientre y comienzan a sugerir síntomas que uno no había sentido, y que surgen en ese momento, provocando entusiasmo en el enfermo; y después de todo, afirman: tómese un tecito de manzanilla en la nochecita.
Cuatro o cinco veces he tenido apendicitis, mi enfermedad favorita de la adolescencia, pero Feria Medina la descartó en todas las ocasiones; de las diez veces que he contraído traqueítis, sólo dos veces ha sido reales; tuve pulmonía en agosto de 1959, cuando salí al frío la noche en que José Medel derrotó por decisión al Toluco López, el primero de ese mes, en la Arena México, aunque varias veces he creído que un ligero resfriado es pulmonía; en cambio, con la influencia, ni me di cuenta; he combatido la gastritis porque en la peor época me pasaba la noche esperando un infarto, por el dolor invasivo, hasta que en un capítulo de Quincy vi la similitud de los síntomas y me pareció despreciable; la combatí, sin eliminarla, porque no es para tanto, con sólo dejar de cenar leche condensada, o tomando un digestivo después de comer mole. No dejo de creer que los lunares que siempre he tenido son nuevos, o han crecido.
Pero mi condición de hipocondriaco honorario me permitía asustar a los compañeros de trabajo, todos hipocondríacos inexpertos; cuando relataban los síntomas me adelantaba al diagnóstico del médico y adivinaba qué medicina le recetarían, la dieta, el tiempo en que tardarían en sanar, pero agregaba los peligros, reales o imaginarios, que además no podían combatir porque el horario del periódico obligaba a desayunar a mediodía, a malcomer en la noche, y a llegar a cenar en pleno sereno. Ayudé a sanar a varios, pero provoqué angustia en la mayoría, le advertí del peligro que representaba la comida que más apetecían, y amenacé con crisis irremediables si probaban una vez más su bebida favorita. Los hipocondriacos no tenemos por qué sufrir en soledad. No es justo.
En el torneo de tenis de Roland Garros hubo varios aspectos que hay que destacar: el reconocimiento de alguno de los cronistas de la obligación del periodista a no tener favoritos en un juego; su incapacidad para ver las cualidades de la campeona Na Li, o el berrinche cuando Federer hacía una buena jugada; también, que uno de los defectos de Sharapova es que es muy mala perdedora, lo cual es una advertencia para su marido; lo más admirable es que el público todo usaba sombrero; los médicos mexicanos están advirtiendo de la necesidad de que regrese la moda que interrumpió López Mateos, y ya cuando van a comprarlo, los pacientes lo usan como paliativo, no como protección. De pronto, en el Metro, en el pesero y en algunos restaurantes vuelve el sombrero, pero no lo usan los pelones ni los calvos, y los modelos disponibles no se sabe si son masculinos o unisex; ojalá que los sombrereros recapaciten y vuelvan a traer tantos modelos como había en los ochenta, cuando estuvo a punto de ponerse de moda otra vez, y como está de moda en París.
Hay muchos chistes sobre los hipocondriacos, pero somos muchos, y además expertos en enfermedades, tratamientos y consecuencias de los tratamientos. Gracias al Diccionario de Especialidades Farmacéuticas, que tiene el buen humor de poner la fecha de su caducidad en la portada, estamos aterrorizados cada vez que el médico nos receta un medicamento cuyos componentes, advierten, pueden curar, o causar la muerte, asegún, pasando por diferentes etapas, como inflamación de las manos, pérdida de la sensibilidad (no dicen si emocional; estaría bien), atarantamiento, pérdida de la conciencia; lo que no advierten es que la somnolencia es natural al ingerirlas, y cuando a la hora de tomarlas uno comienza a sentir sueño, intenta vencerlo porque dormido uno no va a sentir a qué hora regresa la sensibilidad.
Van dos veces que me atacan esas reacciones; una, en los años sesenta, por tomar dos antigripales en vez de uno: no pasó de una hinchazón en los labios y la aparición de unos granos que tardaron un mes en desaparecer; otra, hace cosa de un año, cuando una comida me provocó una infección que no cortaba ni el Treda, ahora de venta restringida; dos analgésicos en menos de dos horas hicieron efecto: no suprimieron el dolor, pero apareció la insensibilidad creciente en el lado derecho de la cara con un poco de inflamación; desde entonces cargo un antiestamínico a todos lados, por si las dudas.
Antes pensaba que la mejor lectura para los hipocondriacos era la Enciclopedia Espasa-Calpe, y me parece increíble que grandes lectores de diccionarios y enciclopedias no hayan advertido sus cualidades: trae los síntomas de cada enfermedad, la intensidad de los dolores, y la inminencia del peligro, con una exactitud que ni los médicos pueden reproducir; muestra de tal modo las diferencias entre una apendicitis y una colitis, por ejemplo, que un enfermo imaginario no puede dudar cuál es el mal que lo está aquejando; ilustra al lector sobre enfermedades poco frecuentes, lo que permite lucirnos: “tuve traqueítis”, que desde luego intentan corregir: “¿no será traqueatitis?”, y más nos lucimos al explicar la enfermedad, la causa, la duración del mal, la convalecencia y el nombre, y otros ilustres que la hayan padecido. No están excluidas más que las enfermedades nuevas que asustan a la gente para luego decir que no fue para tanto, pero qué bueno que nos asustamos y así aprendimos que hay que estornudar sobre la “parte interna del codo” (¡) y lavarse las manos seis veces al día. Pero hasta las enfermedades descontinuadas están descritas con tanta pasión que uno sabe que no las escribió un médico, sino un médico hipocondriaco. Aunque la coreomanía y el sudor inglés nadie las describe mejor que Ruy Pérez Tamayo.
Envidio a los mejores hipocondriacos; las enfermedades reales e imaginarias que sufrió Salvador Novo (y que sigue sufriendo: los malos lectores) son documentadas de manera magistral: sus gripes anuales eran motivos de crónicas estupendas, divertidísimas, que además le permitían desahogarse contra el patrón Elías, que regularmente era quien se la transmitía en sus comidas semanales; cinco o seis de ellas están entre sus mejores ensayos; y se cebaba en otros, como cuando don Daniel Moreno resbaló en la Capilla, se fracturó una pierna, y Novo pensaba que podía ser el motivo por el cual Moreno dejara de escribir durante varias semanas. O la ya referida extirpación del apéndice, innecesaria, pero sugerida por su jefe Carlos Chávez quien no soportaba la idea de morir solo a consecuencia de la operación de un apéndice inútil (ni tan inútil: acaban de descubrir que tiene una función que antes desconocíamos, enfermos reales e imaginarios, y nuestros médicos).
Carlos Monsiváis, quien tanto le debió a Novo, no recibió como herencia la hipocondria, como sí la recibieron José Antonio Arcaraz, que era un hipocondriaco extraordinario, y José Ramón Enríquez, quien ha padecido unas magníficas enfermedades imaginarias, pero su médico lo ha desencantado al comprobar que esas enfermedades no podía sufrirlas él.
Otro hipocondriaco excepcional lo ha sido José Luis Cuevas, cuyos relatos son ejemplares, pero que no puedo reproducir porque el libro que los recopilaba fue extraído de mi casa por una seudoperiodista, PT (pronúnciese como quiera el lector) que acompañaba a Héctor de Mauleón y a Alejandro Toledo, con el pretexto de que iba a ser una reseña que ni entregó ni devolvió el libro, lamentablemente agotado.
No tan buen hipocondriaco era José Donoso, porque las enfermedades imaginarias las convertía en reales; un hipocondriaco con limitaciones es Carlos Fuentes, a quien sólo le aparece una úlcera, y la combate escribiendo; los otros males no lo han atormentado tanto como las úlceras, y han sido reales; por fortuna, las ha combatido precisamente por el miedo del hipocondríaco, y no ha dejado que avance, como muchos que no hacen caso de los síntomas.
Claro que los médicos le sirven poco a los hipocondriacos; los inteligentes, como Carlos Macías, porque se abstienen de decirle al paciente cuál es la causa de su malestar, y lo dejan con la duda; otros, menos inteligentes, reaccionan con indignación: “no tiene usted nada, sólo tiene que cuidarse”. Por ellos, los insensibles y poco inteligentes, es la no tan infrecuente lápida “Se los dije” (que necesita un corrector: lo correcto es “se lo dije”, porque el verbo es singular). O “¿No que no?”, a la que le ponen acento indebido en “que”. Hay médicos con los que uno no puede comer, porque se la pasan advirtiendo de peligros, pero sin proponer opciones gastronómicas.
Pero eso es para los malos hipocondriacos, los que sufren una enfermedad imaginaria pero que desean tenerla, para así hacer sentir culpables a los cónyuges y a los hijos: “¿ya ves que no estaba fingiendo?”; los hipocondriacos buenos padecemos solos, a lo mucho atosigamos a una o dos personas; el hipocondriaco tiene cruda y se siente morir, como mi amigo RV; tiene colitis y ya se siente operado del apéndice; el buen hipocondriaco es como García Márquez, quien fingió tan bien un padecimiento sólo para quedarse a oír chismes inconvenientes para su edad, y a causa de ello le extirparon las amígdalas; el hipocondriaco real tiene gastritis pero no deja de sazonar con salsa mexicana hasta los chiles rellenos y los ñoquis.
Somos bombardeados: en medio de una película divertida como Mi querido Capitán, promueven remedios contra la inflamación de la próstata, contra el ardor de las hemorroides o del pie de atleta, o para combatir la diabetes, y le dejan a uno la preocupación: “o sea que…”, se queda uno pensando. Los doctores crueles dicen “ha de haber una infeccioncilla leve por ahi. Pero no deje de avisarme, aunque sea a medianoche”, y ahí va uno corriendo al Diccionario de Especialidades Farmacéuticas para ver qué males combate el medicamento recetado, qué pasa si se lo toma uno con cerveza, o peor, con leche (porque anula el efecto benigno de los antibióticos, aunque por otro lado amortigua los efectos efímeros pero temibles de algunas medicinas, que provocan gastritis), qué inconvenientes puede provocar aunque uno no haya dado muestras de alergia a sus componentes; con qué otros medicamentos no debe combinarse, y en cuánto tiempo se espera que haya reacción.
A Salvador Novo un médico cruel le recetó, no sólo medicamentos incómodos para la gastritis, también lo condenó a una dieta de campo de concentración; ante sus quejas, el médico le dijo que era esa dieta lo mejor para combatir los malestares; “yo mismo la llevo”; Novo se vengó invitándolo a una cena; lo sentó a su izquierda; los meseros comenzaron a servir un mole de olla que todos vieron complacidos; al llegar al médico, y a Novo, los meseros se fueron a la cocina con el mole de olla y le llevaron a ambos un caldo insípido y unas piezas de pollo hervido; el médico protestó: “yo quiero mole de olla”; “usted y yo somos los enfermitos, es la dieta que tomamos”; “¡está usted curado, ya no necesita la dieta, que nos sirvan mole de olla a los dos!”; pero no todos los médicos son igual de rápidos para curar. Hay unos más crueles, como aquel acto de los Polivoces, en que un dentista tenía el letrero que anunciaba los precios: “extracción sin dolor, 50 pesos; extracción con dolor, 500 pesos”, y cuando el paciente se quejaba, advertía: le va a salir más caro. Los dentistas son antihipocondriacos, porque en cuanto uno abre la boca, exclaman: “Uy, ¿por qué no vino hace dos años?”. Carlos Fuentes dice de uno de sus personajes que era “más mentiroso que un dentista”. Pero no hay que dejar de temerle, sobre todo después de leer Los Buddenbrook.
Porque los auténticamente crueles son los que palpan el vientre y comienzan a sugerir síntomas que uno no había sentido, y que surgen en ese momento, provocando entusiasmo en el enfermo; y después de todo, afirman: tómese un tecito de manzanilla en la nochecita.
Cuatro o cinco veces he tenido apendicitis, mi enfermedad favorita de la adolescencia, pero Feria Medina la descartó en todas las ocasiones; de las diez veces que he contraído traqueítis, sólo dos veces ha sido reales; tuve pulmonía en agosto de 1959, cuando salí al frío la noche en que José Medel derrotó por decisión al Toluco López, el primero de ese mes, en la Arena México, aunque varias veces he creído que un ligero resfriado es pulmonía; en cambio, con la influencia, ni me di cuenta; he combatido la gastritis porque en la peor época me pasaba la noche esperando un infarto, por el dolor invasivo, hasta que en un capítulo de Quincy vi la similitud de los síntomas y me pareció despreciable; la combatí, sin eliminarla, porque no es para tanto, con sólo dejar de cenar leche condensada, o tomando un digestivo después de comer mole. No dejo de creer que los lunares que siempre he tenido son nuevos, o han crecido.
Pero mi condición de hipocondriaco honorario me permitía asustar a los compañeros de trabajo, todos hipocondríacos inexpertos; cuando relataban los síntomas me adelantaba al diagnóstico del médico y adivinaba qué medicina le recetarían, la dieta, el tiempo en que tardarían en sanar, pero agregaba los peligros, reales o imaginarios, que además no podían combatir porque el horario del periódico obligaba a desayunar a mediodía, a malcomer en la noche, y a llegar a cenar en pleno sereno. Ayudé a sanar a varios, pero provoqué angustia en la mayoría, le advertí del peligro que representaba la comida que más apetecían, y amenacé con crisis irremediables si probaban una vez más su bebida favorita. Los hipocondriacos no tenemos por qué sufrir en soledad. No es justo.
En el torneo de tenis de Roland Garros hubo varios aspectos que hay que destacar: el reconocimiento de alguno de los cronistas de la obligación del periodista a no tener favoritos en un juego; su incapacidad para ver las cualidades de la campeona Na Li, o el berrinche cuando Federer hacía una buena jugada; también, que uno de los defectos de Sharapova es que es muy mala perdedora, lo cual es una advertencia para su marido; lo más admirable es que el público todo usaba sombrero; los médicos mexicanos están advirtiendo de la necesidad de que regrese la moda que interrumpió López Mateos, y ya cuando van a comprarlo, los pacientes lo usan como paliativo, no como protección. De pronto, en el Metro, en el pesero y en algunos restaurantes vuelve el sombrero, pero no lo usan los pelones ni los calvos, y los modelos disponibles no se sabe si son masculinos o unisex; ojalá que los sombrereros recapaciten y vuelvan a traer tantos modelos como había en los ochenta, cuando estuvo a punto de ponerse de moda otra vez, y como está de moda en París.
lunes, 30 de mayo de 2011
Pancho Villa, bajo la mirada de Katz
(Hace unos pocos meses falleció Friedrich Katz, un historiador austriaco pero más mexicano que muchos mexicanos. Uno de sus mejores libros, Pancho Villa, aparecido en noviembre de 1998, siguen siendo ejemplo de trabajo, lucidez, imparcialidad, al mismo tiempo que fervor. El 12 de enero de 1999 publiqué una larga reseña que, según me dijo uno de los editores de Katz, fue leída por el historiador con gusto. La rescato ahora, a 12 años de haber aparecido en las páginas de la sección Cultural de El Financiero.)
Un lugar común, lleno de desesperanza, es que los extranjeros están más interesados en nuestra historia que nosotros. La monumental obra de Daniel Cosío Villegas y discípulos, con toda su magnificencia, llega a un puñado de lectores que, de cualquier manera, son lectores cautivos de la materia.
Un par de libros, aparecidos en tiempos recientes, parecieran confirmar los temores de ese lugar común: La conquista de México, de Hugh Thomas, y el muy reciente, en español, Pancho Villa, de Friedrich Katz (Ediciones Era, colección «Biblioteca Era», 1998). El primero provocó la envidia de muchos especialistas en el tema, pero demostró cualidades de los que se carecía, en general, porque al parecer los historiadores, como todos los mexicanos, no han podido abordar el tema sin tomar partido, sin sangrar por la herida. Thomas logró un libro en el que Cortés es un ser humano, de los más brillantes de su tiempo, uno de los primeros hombres del Renacimiento, sin por ello denigrar a los mexicas que, como concluye Thomas en el final de su libro, pelearon como dioses aunque ellos creían que peleaban por sus dioses.
Katz, un apasionado de la historia de México (ya había publicado antes La guerra secreta de México --que hay que retomar con el impulso que da su más reciente libro--, y en la célebre SepSetentas, y después reeditado en Era, La servidumbre agraria en el porfiriato), logra algo similar e igualmente emotivo con su nuevo libro, en el que tardó, según confesión propia, más de 15 años en elaborarlo.
Con Villa logró un trabajo extraordinario: pintar a un ser humano cuando todos han visto un monstruo o un súperhéroe, a un bandido o a un ideólogo, de la manera más maniquea que se pueda imaginar el lector; lo hacían protagonista de hazañas inverosímiles, mártir de la injusticia porfirista, reformador social, o un bandido sin escrúpulos, un asesino despiadado y un inconsciente que estaba en la Revolución de una manera oportuna y sin sentido; lo oponen a reformistas sociales como Calles y Obregón, o a reformistas políticos, como Madero y Carranza, y a luchadores incansables con ideología, como Zapata, e incapaz de comprender a socialistas como Felipe Ángeles y menos aún de someter a bandoleros como Fierro o Urbina.
De Martín Luis Guzmán a José Vasconcelos, de Roberto Blanco Moheno a José Santos Chocano, todos tomaban partido, a favor o en contra, sin considerar el "descubrimiento" de que firmó un contrato con productores de Hollywood, lo que ha llevado a afirmar que escogía campos de batalla que fueran favorecedores como escenarios cinematográficos, e incluso que cedía a las peticiones de esos productores para atacar una ciudad a determinada hora que permitiera la filmación.
Katz destruye muchos de esos mitos y, sin mencionar a nadie, desmiente uno mayor: que Obregón mandó asesinar a Villa cuando leyó la entrevista que concedió a Regino Hernández Llergo (Mauricio Garcés, en la versión de Ismael Rodríguez).
Pero hay que ir por partes: leer este libro es como analizar una partida de ajedrez: se ve cada una de las causas posibles a cada uno de los aspectos de Villa y, sin calificarlo, analiza los resultados y lo que pudo haber sido.
Eso no quiere decir que no simpatice con Villa; aunque busca y logra la objetividad en cada capítulo, no puede ocultar que lo ve con más agrado que con coraje, y en las conclusiones, de una manera comprometida, aclara que tiene con Villa más identificaciones que rechazos, y dos veces que sí cree que estaba convencido de lo que decía y que no era un oportunista.
Uno no cree que Katz haya dejado atrás a los historiadores mexicanos sólo por este aspecto, sino porque hace algo que se ha obviado: que el resto del mundo también existe.
El análisis que hace de la Revolución Mexicana comparándola con otros procesos sociales en otros países ayuda mucho a que el lector se centre, compare, juzgue, y sobre todo comprenda. Ese solo hecho despoja sin más muchas de las etiquetas maniqueístas con que hemos visto a los protagonistas de la Revolución. Así, Urbina deja de ser un compadre sanguinario capaz de llorar por el amigo al que acaba de asesinar, o Fierro el verdugo frío y ambicioso; Carranza, sin dejar de ser el enemigo de Villa, es también un nacionalista empecinado y un hombre incapaz de traicionar a su clase socioeconómica. Ángeles tampoco es el ingenuo mártir, ni Obregón el astuto lobo agazapado, como tampoco Zapata es el luchador inmaculado.
Por el contrario, se recuperan figuras que, menos carismáticas, fueron mucho más importantes pero se fueron perdiendo, como Rafael Buelna, Martín López, Toribio Ortega, Maclovio Herrera, que tampoco se quedan en sombras ni en protagonistas secundarios atrás de Pancho Villa.
Asombra el método de investigación de Katz; en una época en la que el promedio de lectura ha descendido a menos de la mitad de un libro al año, el austriaco leyó cientos de expedientes judiciales para recrear, en dos páginas, los pleitos de las viudas de Villa por la herencia. Su indudable talento de novelista evitó que ese proceso, y muchos otros, legales o simplemente epistolarios, se redujeran a meros números o a la reproducción de los documentos.
El lector se encuentra con una muy bien lograda atmósfera que calca la vida en México de principios de siglo a 1923, que maneja en poco menos de mil páginas a cientos de personajes, cientos de acciones militares, decenas de episodios políticos y miles de suposiciones, y que sólo haya un error de consideración, y que no influye en el libro, que es el de suponer que Juan Barragán, antiguo carrancista, haya sido diputado priista en 1966, cuando se inscribió el nombre de Villa en la Cámara de Diputados (fue presidente del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana).
Nadie es por sí solo. Katz rastrea la vida de Villa desde que se llamaba Doroteo Arango y era uno de los bandoleros más célebres de los años anteriores a la Revolución, pero a partir de allí nos obliga a quitarnos vendas de los ojos: fue bandido, pero no era ése el mismo concepto de ahora: muchos jóvenes tomaban ese único camino si desechaban el de la sumisión en la hacienda, o el del ejército; cualquier desafío a la autoridad los convertía automáticamente en parias, y Katz se va hasta los años de Heraclio Bernal, uno de esos luchadores que se mantiene de robar a los poderosos y repartirlos entre los desamparados, y que al mismo tiempo es un opositor al gobierno, o tal vez por eso mismo.
Ignacio Parra, "secuaz" de Bernal, lo fue también, años después, de Villa, lo que hace un árbol genealógico bastante más interesante que si se tratara de un prófugo que ataca al patrón que intenta (o logra) violar a la hermana.
A partir de ese dato, Katz entrega un libro diferente; la carencia de documentos que certifiquen una de las muchas versiones que hay alrededor de todos los momentos públicos (o incluso de los íntimos) de la vida de Pancho Villa no lo detiene, pero tampoco lo fuerza a tomar partido por una de ellas; lo que hace es analizar cuál puede ser más factible, pero sólo como suposición, pero partiendo de datos reales: las decisiones que tomó en cuestiones parecidas, lo que dijo en otros aspectos que revelan su manera de pensar, y desecha las que lo hacen pensar que iba contra su lógica y su pensamiento o incluso contra sus sentimientos.
Llama la atención otro aspecto: que en la Revolución Mexicana Villa representó, no a los campesinos, sino a los peones, que no fueron considerados por los otros líderes de esa época, sino hasta la ascensión de Lázaro Cárdenas a la presidencia del país.
Son muchos, sin embargo, los aspectos que toca Katz que han sido obviados por otros biógrafos de Villa: analiza su actuación a la luz de otros líderes revolucionarios, y destaca lo singular que fue la Mexicana; la evidente simpatía que le tiene no lo convierte en un estudioso sin crítica, ni oculta las muchas contradicciones que caracterizaron a Villa; no las disculpa, simplemente las explica, aunque la mayoría de las veces no salga bien librado el personaje.
Para lograr esto, Katz pone a disposición del lector un panorama político, social y económico del México de esos años, y muestra, a grandes rasgos, a muchos de los personajes significativos; si no ofrece un retrato amplio de Carranza, cuando menos uno puede explicarse por sí solo las discrepancias entre ambos, y acomete una audacia mayor: la rivalidad de Carranza y Villa en 1915 no implica la complicidad de Obregón con el primero; Katz muestra que lo que llevó a Obregón a levantarse contra Carranza en 1920 ya existía desde antes de la batalla de Celaya, lo que nos cambia por completo el panorama sobre los tres hombres.
Tal vez la audacia que más le cueste simpatías a Katz entre los lectores mexicanos es la manera como aborda a Madero; después del análisis no queda la figura de un reformador político, nunca la de un revolucionario social; su empeño democrático, se concluye después de esta lectura, conduce a elecciones limpias con todos los riesgos que esto implica, pero excluye la justicia social, y más aún el reparto agrario, lo que causó que disminuyera el apoyo de peones y campesinos sin que se ganara el respeto de los oligarcas, dispuestos a la democracia en las mulas del compadre.
Estos reparos a las figuras de Obregón (quien queda como un oportunista a la espera del momento adecuado para deshacerse de Carranza y para hacerse del poder) y Madero no les quita peso como personajes importantes en el México revolucionario, simplemente los despoja del lugar común que nos impide verlos como personas y no como estatuas.
Katz logra incluso hacer digerible y fácil la lectura de los procesos agrarios, escollo que no siempre han conseguido los ensayistas que, con disculpas por la fácil figura, tienen resultados áridos. Eso ha hecho difícil la lectura, por demás indispensable, de Andrés Molina Enríquez e incluso de escritores más dotados narrativamente, como Luis Villoro.
En Katz se ve algo asombroso: no necesita mentir para desmentir: es cierto que Villa fue un bandido antes de ser revolucionario; es cierto que mató antes de ingresar al ejército; es cierto que lloró cuando Huerta ordenó que lo fusilaran; es cierto que sus tropas cometían desmanes cuando entraban a las ciudades que capturaban; es cierto que Villa ordenó matar a cientos de oficiales federales o carrancistas; cierto que estuvo involucrado en muertes de civiles; cierto que fue un mujeriego e incluso un violador; cierto que atacó pueblos indefensos; cierto que la confianza lo perdía. Es cierto todo lo que dicen los enemigos y críticos de Villa, pero hay matices y explicaciones, que no disculpas.
Y para humanizarlo, para entenderlo, no recurre al truco de atacar a los contrincantes y enemigos de Villa; basta con explicar y recrear la atmósfera de esos años. Eso es suficiente.
El resultado es devastador: aunque comienza por el principio y termina por el final, no hace un relato cronológico, ni mucho menos lineal. Obliga a ver de manera panorámica, a que el lector retroceda días, meses o años para ubicar en el tiempo y en el espacio ciertas palabras, cierta actitud, una decisión irrevocable y determinante; nadie puede aislar ni descontextualizar a Villa: lo influyen Parra, Pascual Orozco (una figura que hay que rescatar por lo menos para entenderlo), Victoriano Huerta, Roque González Garza, Madero, Ángeles, Zapata, Eulalio Gutiérrez, los Herrera, los López, incluso Carranza, Calles, De la Huerta, Obregón y uno de sus enemigos más encarnizados, Pancho Mecates; no es Villa solo, es el México revolucionario.
Atención especial merece el capítulo del asesinato de Villa; desechada la famosa entrevista con Hernández Llergo (en el prólogo al primer volumen de Cara a cara, los libros de entrevistas de James Fortson, Edmundo Valadés la hace responsable del atentado con el simple recurso de cambiar la fecha del hecho: Hernández Llergo fue a Canutillo en 1922, no en 1923), Katz analiza todas las posibilidades, causas y participantes. Y sorprende, porque sin hacer a un lado a Obregón, al que todos han responsabilizado, menciona mucho más al rival de Villa, José Agustín Castro, a Calles y a Joaquín Amaro, una eterna víctima de Villa en el campo de batalla y un militar, dice Katz, sin escrúpulos. La participación de Obregón, nos hace deducir Katz, se restringe a la complicidad, el silencio y al cinismo, más que a la autoría intelectual.
Katz es un historiador escrupuloso y detallado; no deja más resquicios que la carencia de material, y nos reprocha la escasez de historia oral y de una indiferencia para con nuestro pasado y más aún con nuestro presente. Hurgó en archivos, libros, revistas, periódicos; su abundante bibliografía (aunque falta Ayer en México, de Dulles, uno de los libros más lúcidos sobre la Revolución, y más desmitificadores) es apabullante; comparó versiones, y leyó sin discriminar ni descalificando a los autores, aunque revisó sus simpatías políticas, sociales y personales; no descartó visiones sino hasta que el peso de los hechos las hiciera inviables (o de plano imposibles) y examinó cualquier posibilidad de probabilidad, exactamente igual que los buenos jugadores de ajedrez, que estudian cada movimiento probable y las posibles respuestas del contrincante. Así, ante la imposibilidad absoluta de leer sin equívocos la conducta de Villa, el lector tiene todas las opciones para obtener sus conclusiones, que pueden ser distintas de las que ofrece Katz (no siempre, o mejor, casi nunca, una sola).
Y es de agradecer que, aunque está dotado maravillosamente de un talento narrativo superior al de muchos novelistas, se abstiene de entregar un relato de cada acción militar, aunque es una tentación que no resistió Dulles; hubiera tal vez conseguido más simpatías para Villa, y no es ése el objetivo de Katz.
Hay que resaltar, por último, el innegable amor que le tiene Katz a México: lo entiende, a veces lo justifica, piensa en cuál hubiera sido el escenario político si hubiera triunfado Villa en vez de Carranza, o si hubiera tenido un sostén ideológico más firme, lo que lo habría ayudado a mantenerse fuerte pese a sus derrotas militares; analiza nuestro presente a través de los sucesos del pasado, sin pensarse superior a los personajes ni a los hechos, sin verlos por encima ni, mucho menos, superficialmente. Y aquí de nuevo cabe la comparación con Hugh Thomas. El conmovedor relato que hace Thomas de la conquista de México (y la posibilidad de que, de haber derrotado los mexicas a Cortés hubiera habido un exterminio como en otras partes del continente) se repite en Katz, quien no sólo piensa que un triunfo de Villa no hubiera cambiado radicalmente lo que sucedió, excepto en un terreno, que hoy se ha olvidado: el agrícola.
Pero si el relato de la vida, triunfos y derrotas, en todos los terrenos, de Francisco Villa, es conmovedor, lo es más el motivo del libro, y la narración de lo que es o fue Villa para los socialistas austriacos que en la década de los treinta representó el símbolo de la oposición a la tiranía, y cómo provocó que muchos de ellos siguieran en la lucha contra el régimen motivados por el ejemplo del mexicano que, sin cultura, sin estudios, instintivamente, obligó a que nuestro país entrara de lleno en el siglo XX --aunque él no lo hiciera-- y ayudó a derrumbar dos dictaduras, por más que fracasara en un proyecto que ni él mismo podía definir. Los dos finales del libro son magistrales.
Katz, aparte de darnos un libro ejemplar, nos obliga a ver nuestra historia con una óptica diferente, y ojalá motive a nuestros historiadores a tratar de superarlo.
(Sólo porque el juego entre Medias Rojas e Indios comenzó a aburrir, oí un cuarto de medio tiempo de un juego de futbol entre un equipo inglés y uno español; estoy asustado porque hay un idioma, parecido fonéticamente al español, pero del que no entendí nada: frases sin verbos, repletos de adjetivos e hipocorísticos con que pretendían reseñar lo que hacían los jugadores; frases incompletas, absurdas, con anglicismos y madrileñismos, y le cambiaban el nombre a los equipos, igual que los que le dicen Gabo a García Márquez sin conocerlo y, peor, sin haberlo leído.)
Un lugar común, lleno de desesperanza, es que los extranjeros están más interesados en nuestra historia que nosotros. La monumental obra de Daniel Cosío Villegas y discípulos, con toda su magnificencia, llega a un puñado de lectores que, de cualquier manera, son lectores cautivos de la materia.
Un par de libros, aparecidos en tiempos recientes, parecieran confirmar los temores de ese lugar común: La conquista de México, de Hugh Thomas, y el muy reciente, en español, Pancho Villa, de Friedrich Katz (Ediciones Era, colección «Biblioteca Era», 1998). El primero provocó la envidia de muchos especialistas en el tema, pero demostró cualidades de los que se carecía, en general, porque al parecer los historiadores, como todos los mexicanos, no han podido abordar el tema sin tomar partido, sin sangrar por la herida. Thomas logró un libro en el que Cortés es un ser humano, de los más brillantes de su tiempo, uno de los primeros hombres del Renacimiento, sin por ello denigrar a los mexicas que, como concluye Thomas en el final de su libro, pelearon como dioses aunque ellos creían que peleaban por sus dioses.
Katz, un apasionado de la historia de México (ya había publicado antes La guerra secreta de México --que hay que retomar con el impulso que da su más reciente libro--, y en la célebre SepSetentas, y después reeditado en Era, La servidumbre agraria en el porfiriato), logra algo similar e igualmente emotivo con su nuevo libro, en el que tardó, según confesión propia, más de 15 años en elaborarlo.
Con Villa logró un trabajo extraordinario: pintar a un ser humano cuando todos han visto un monstruo o un súperhéroe, a un bandido o a un ideólogo, de la manera más maniquea que se pueda imaginar el lector; lo hacían protagonista de hazañas inverosímiles, mártir de la injusticia porfirista, reformador social, o un bandido sin escrúpulos, un asesino despiadado y un inconsciente que estaba en la Revolución de una manera oportuna y sin sentido; lo oponen a reformistas sociales como Calles y Obregón, o a reformistas políticos, como Madero y Carranza, y a luchadores incansables con ideología, como Zapata, e incapaz de comprender a socialistas como Felipe Ángeles y menos aún de someter a bandoleros como Fierro o Urbina.
De Martín Luis Guzmán a José Vasconcelos, de Roberto Blanco Moheno a José Santos Chocano, todos tomaban partido, a favor o en contra, sin considerar el "descubrimiento" de que firmó un contrato con productores de Hollywood, lo que ha llevado a afirmar que escogía campos de batalla que fueran favorecedores como escenarios cinematográficos, e incluso que cedía a las peticiones de esos productores para atacar una ciudad a determinada hora que permitiera la filmación.
Katz destruye muchos de esos mitos y, sin mencionar a nadie, desmiente uno mayor: que Obregón mandó asesinar a Villa cuando leyó la entrevista que concedió a Regino Hernández Llergo (Mauricio Garcés, en la versión de Ismael Rodríguez).
Pero hay que ir por partes: leer este libro es como analizar una partida de ajedrez: se ve cada una de las causas posibles a cada uno de los aspectos de Villa y, sin calificarlo, analiza los resultados y lo que pudo haber sido.
Eso no quiere decir que no simpatice con Villa; aunque busca y logra la objetividad en cada capítulo, no puede ocultar que lo ve con más agrado que con coraje, y en las conclusiones, de una manera comprometida, aclara que tiene con Villa más identificaciones que rechazos, y dos veces que sí cree que estaba convencido de lo que decía y que no era un oportunista.
Uno no cree que Katz haya dejado atrás a los historiadores mexicanos sólo por este aspecto, sino porque hace algo que se ha obviado: que el resto del mundo también existe.
El análisis que hace de la Revolución Mexicana comparándola con otros procesos sociales en otros países ayuda mucho a que el lector se centre, compare, juzgue, y sobre todo comprenda. Ese solo hecho despoja sin más muchas de las etiquetas maniqueístas con que hemos visto a los protagonistas de la Revolución. Así, Urbina deja de ser un compadre sanguinario capaz de llorar por el amigo al que acaba de asesinar, o Fierro el verdugo frío y ambicioso; Carranza, sin dejar de ser el enemigo de Villa, es también un nacionalista empecinado y un hombre incapaz de traicionar a su clase socioeconómica. Ángeles tampoco es el ingenuo mártir, ni Obregón el astuto lobo agazapado, como tampoco Zapata es el luchador inmaculado.
Por el contrario, se recuperan figuras que, menos carismáticas, fueron mucho más importantes pero se fueron perdiendo, como Rafael Buelna, Martín López, Toribio Ortega, Maclovio Herrera, que tampoco se quedan en sombras ni en protagonistas secundarios atrás de Pancho Villa.
Asombra el método de investigación de Katz; en una época en la que el promedio de lectura ha descendido a menos de la mitad de un libro al año, el austriaco leyó cientos de expedientes judiciales para recrear, en dos páginas, los pleitos de las viudas de Villa por la herencia. Su indudable talento de novelista evitó que ese proceso, y muchos otros, legales o simplemente epistolarios, se redujeran a meros números o a la reproducción de los documentos.
El lector se encuentra con una muy bien lograda atmósfera que calca la vida en México de principios de siglo a 1923, que maneja en poco menos de mil páginas a cientos de personajes, cientos de acciones militares, decenas de episodios políticos y miles de suposiciones, y que sólo haya un error de consideración, y que no influye en el libro, que es el de suponer que Juan Barragán, antiguo carrancista, haya sido diputado priista en 1966, cuando se inscribió el nombre de Villa en la Cámara de Diputados (fue presidente del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana).
Nadie es por sí solo. Katz rastrea la vida de Villa desde que se llamaba Doroteo Arango y era uno de los bandoleros más célebres de los años anteriores a la Revolución, pero a partir de allí nos obliga a quitarnos vendas de los ojos: fue bandido, pero no era ése el mismo concepto de ahora: muchos jóvenes tomaban ese único camino si desechaban el de la sumisión en la hacienda, o el del ejército; cualquier desafío a la autoridad los convertía automáticamente en parias, y Katz se va hasta los años de Heraclio Bernal, uno de esos luchadores que se mantiene de robar a los poderosos y repartirlos entre los desamparados, y que al mismo tiempo es un opositor al gobierno, o tal vez por eso mismo.
Ignacio Parra, "secuaz" de Bernal, lo fue también, años después, de Villa, lo que hace un árbol genealógico bastante más interesante que si se tratara de un prófugo que ataca al patrón que intenta (o logra) violar a la hermana.
A partir de ese dato, Katz entrega un libro diferente; la carencia de documentos que certifiquen una de las muchas versiones que hay alrededor de todos los momentos públicos (o incluso de los íntimos) de la vida de Pancho Villa no lo detiene, pero tampoco lo fuerza a tomar partido por una de ellas; lo que hace es analizar cuál puede ser más factible, pero sólo como suposición, pero partiendo de datos reales: las decisiones que tomó en cuestiones parecidas, lo que dijo en otros aspectos que revelan su manera de pensar, y desecha las que lo hacen pensar que iba contra su lógica y su pensamiento o incluso contra sus sentimientos.
Llama la atención otro aspecto: que en la Revolución Mexicana Villa representó, no a los campesinos, sino a los peones, que no fueron considerados por los otros líderes de esa época, sino hasta la ascensión de Lázaro Cárdenas a la presidencia del país.
Son muchos, sin embargo, los aspectos que toca Katz que han sido obviados por otros biógrafos de Villa: analiza su actuación a la luz de otros líderes revolucionarios, y destaca lo singular que fue la Mexicana; la evidente simpatía que le tiene no lo convierte en un estudioso sin crítica, ni oculta las muchas contradicciones que caracterizaron a Villa; no las disculpa, simplemente las explica, aunque la mayoría de las veces no salga bien librado el personaje.
Para lograr esto, Katz pone a disposición del lector un panorama político, social y económico del México de esos años, y muestra, a grandes rasgos, a muchos de los personajes significativos; si no ofrece un retrato amplio de Carranza, cuando menos uno puede explicarse por sí solo las discrepancias entre ambos, y acomete una audacia mayor: la rivalidad de Carranza y Villa en 1915 no implica la complicidad de Obregón con el primero; Katz muestra que lo que llevó a Obregón a levantarse contra Carranza en 1920 ya existía desde antes de la batalla de Celaya, lo que nos cambia por completo el panorama sobre los tres hombres.
Tal vez la audacia que más le cueste simpatías a Katz entre los lectores mexicanos es la manera como aborda a Madero; después del análisis no queda la figura de un reformador político, nunca la de un revolucionario social; su empeño democrático, se concluye después de esta lectura, conduce a elecciones limpias con todos los riesgos que esto implica, pero excluye la justicia social, y más aún el reparto agrario, lo que causó que disminuyera el apoyo de peones y campesinos sin que se ganara el respeto de los oligarcas, dispuestos a la democracia en las mulas del compadre.
Estos reparos a las figuras de Obregón (quien queda como un oportunista a la espera del momento adecuado para deshacerse de Carranza y para hacerse del poder) y Madero no les quita peso como personajes importantes en el México revolucionario, simplemente los despoja del lugar común que nos impide verlos como personas y no como estatuas.
Katz logra incluso hacer digerible y fácil la lectura de los procesos agrarios, escollo que no siempre han conseguido los ensayistas que, con disculpas por la fácil figura, tienen resultados áridos. Eso ha hecho difícil la lectura, por demás indispensable, de Andrés Molina Enríquez e incluso de escritores más dotados narrativamente, como Luis Villoro.
En Katz se ve algo asombroso: no necesita mentir para desmentir: es cierto que Villa fue un bandido antes de ser revolucionario; es cierto que mató antes de ingresar al ejército; es cierto que lloró cuando Huerta ordenó que lo fusilaran; es cierto que sus tropas cometían desmanes cuando entraban a las ciudades que capturaban; es cierto que Villa ordenó matar a cientos de oficiales federales o carrancistas; cierto que estuvo involucrado en muertes de civiles; cierto que fue un mujeriego e incluso un violador; cierto que atacó pueblos indefensos; cierto que la confianza lo perdía. Es cierto todo lo que dicen los enemigos y críticos de Villa, pero hay matices y explicaciones, que no disculpas.
Y para humanizarlo, para entenderlo, no recurre al truco de atacar a los contrincantes y enemigos de Villa; basta con explicar y recrear la atmósfera de esos años. Eso es suficiente.
El resultado es devastador: aunque comienza por el principio y termina por el final, no hace un relato cronológico, ni mucho menos lineal. Obliga a ver de manera panorámica, a que el lector retroceda días, meses o años para ubicar en el tiempo y en el espacio ciertas palabras, cierta actitud, una decisión irrevocable y determinante; nadie puede aislar ni descontextualizar a Villa: lo influyen Parra, Pascual Orozco (una figura que hay que rescatar por lo menos para entenderlo), Victoriano Huerta, Roque González Garza, Madero, Ángeles, Zapata, Eulalio Gutiérrez, los Herrera, los López, incluso Carranza, Calles, De la Huerta, Obregón y uno de sus enemigos más encarnizados, Pancho Mecates; no es Villa solo, es el México revolucionario.
Atención especial merece el capítulo del asesinato de Villa; desechada la famosa entrevista con Hernández Llergo (en el prólogo al primer volumen de Cara a cara, los libros de entrevistas de James Fortson, Edmundo Valadés la hace responsable del atentado con el simple recurso de cambiar la fecha del hecho: Hernández Llergo fue a Canutillo en 1922, no en 1923), Katz analiza todas las posibilidades, causas y participantes. Y sorprende, porque sin hacer a un lado a Obregón, al que todos han responsabilizado, menciona mucho más al rival de Villa, José Agustín Castro, a Calles y a Joaquín Amaro, una eterna víctima de Villa en el campo de batalla y un militar, dice Katz, sin escrúpulos. La participación de Obregón, nos hace deducir Katz, se restringe a la complicidad, el silencio y al cinismo, más que a la autoría intelectual.
Katz es un historiador escrupuloso y detallado; no deja más resquicios que la carencia de material, y nos reprocha la escasez de historia oral y de una indiferencia para con nuestro pasado y más aún con nuestro presente. Hurgó en archivos, libros, revistas, periódicos; su abundante bibliografía (aunque falta Ayer en México, de Dulles, uno de los libros más lúcidos sobre la Revolución, y más desmitificadores) es apabullante; comparó versiones, y leyó sin discriminar ni descalificando a los autores, aunque revisó sus simpatías políticas, sociales y personales; no descartó visiones sino hasta que el peso de los hechos las hiciera inviables (o de plano imposibles) y examinó cualquier posibilidad de probabilidad, exactamente igual que los buenos jugadores de ajedrez, que estudian cada movimiento probable y las posibles respuestas del contrincante. Así, ante la imposibilidad absoluta de leer sin equívocos la conducta de Villa, el lector tiene todas las opciones para obtener sus conclusiones, que pueden ser distintas de las que ofrece Katz (no siempre, o mejor, casi nunca, una sola).
Y es de agradecer que, aunque está dotado maravillosamente de un talento narrativo superior al de muchos novelistas, se abstiene de entregar un relato de cada acción militar, aunque es una tentación que no resistió Dulles; hubiera tal vez conseguido más simpatías para Villa, y no es ése el objetivo de Katz.
Hay que resaltar, por último, el innegable amor que le tiene Katz a México: lo entiende, a veces lo justifica, piensa en cuál hubiera sido el escenario político si hubiera triunfado Villa en vez de Carranza, o si hubiera tenido un sostén ideológico más firme, lo que lo habría ayudado a mantenerse fuerte pese a sus derrotas militares; analiza nuestro presente a través de los sucesos del pasado, sin pensarse superior a los personajes ni a los hechos, sin verlos por encima ni, mucho menos, superficialmente. Y aquí de nuevo cabe la comparación con Hugh Thomas. El conmovedor relato que hace Thomas de la conquista de México (y la posibilidad de que, de haber derrotado los mexicas a Cortés hubiera habido un exterminio como en otras partes del continente) se repite en Katz, quien no sólo piensa que un triunfo de Villa no hubiera cambiado radicalmente lo que sucedió, excepto en un terreno, que hoy se ha olvidado: el agrícola.
Pero si el relato de la vida, triunfos y derrotas, en todos los terrenos, de Francisco Villa, es conmovedor, lo es más el motivo del libro, y la narración de lo que es o fue Villa para los socialistas austriacos que en la década de los treinta representó el símbolo de la oposición a la tiranía, y cómo provocó que muchos de ellos siguieran en la lucha contra el régimen motivados por el ejemplo del mexicano que, sin cultura, sin estudios, instintivamente, obligó a que nuestro país entrara de lleno en el siglo XX --aunque él no lo hiciera-- y ayudó a derrumbar dos dictaduras, por más que fracasara en un proyecto que ni él mismo podía definir. Los dos finales del libro son magistrales.
Katz, aparte de darnos un libro ejemplar, nos obliga a ver nuestra historia con una óptica diferente, y ojalá motive a nuestros historiadores a tratar de superarlo.
(Sólo porque el juego entre Medias Rojas e Indios comenzó a aburrir, oí un cuarto de medio tiempo de un juego de futbol entre un equipo inglés y uno español; estoy asustado porque hay un idioma, parecido fonéticamente al español, pero del que no entendí nada: frases sin verbos, repletos de adjetivos e hipocorísticos con que pretendían reseñar lo que hacían los jugadores; frases incompletas, absurdas, con anglicismos y madrileñismos, y le cambiaban el nombre a los equipos, igual que los que le dicen Gabo a García Márquez sin conocerlo y, peor, sin haberlo leído.)
miércoles, 25 de mayo de 2011
¿Saben leer los editores?
Parecería obvio que lo primero que tiene que saber un corrector o un editor de libros es leer; no siempre sucede; abundan los ejemplos de que muchos de los que se dedican a corregir libros, a elaborar los textos para las cuartas de forros (por el diseño de las portadas, cada vez hay menos solapas, aunque por costumbre se le siga diciendo “solapa” al texto que indica al lector de qué se trata, más o menos, el libro en cuestión, y el currículum del autor), no leen los libros que editan, o desconocen la trayectoria de sus autores.
No estamos hablando de las erratas que parecen inevitables, como cuando tantas veces apareció, en lugar de La señorita de Tacna, la obra de teatro de Mario Vargas Llosa que cuenta la vida una mujer que se negó a casar con uno que parecía el amor de su vida, pero que es tan ambigua que da a entender que tuvo otros amoríos, aparecía La señorita Tacna, que hace pensar que es la historia de una reina de belleza. O la simple ignorancia de creer que el libro de cuentos de Amparo Dávila, Música concreta, es un tratado de música electroacústica que utiliza como material compositivo sonidos naturales, a diferencia de sonidos generados por medios electrónicos, y en que los sonidos grabados son transformados electrónicamente e integrados para conformar una composición (algo que en el rock hicieron Beatles, y como solistas, John Lennon y George Harrison, además de Zappa, con mucha frecuencia).
Se trata de algo más grave; es cierto que la ortografía tiende a eliminar el uso de las mayúsculas que llenaban todos los escritos, y los siguen llenando: los oficios legales, las peticiones que se hacen a todas las oficinas públicas deben ir llenas de mayúsculas: Licenciado, Jefe, Oficina, Departamento, Secretaría, Usted, Digno Cargo; hasta hace no mucho estaba mal visto que los titulares de los periódicos estuvieran con minúsculas, excepto las letras iniciales y los nombres propios; en La Onda revertimos esa tendencia; luego sugerí, y se aceptó en 1983, en el Diario de la Tarde, eliminar las mayúsculas; y muchos años después, lo volvimos a hacer en El Financiero, contra la corriente de los demás diarios que seguían usando las mayúsculas en toda palabra mayor de tres letras.
Pero exageran: la Colonia del Valle es un nombre completo, no se llama Valle, sino Colonia del Valle, pero en todos lados, sin ninguna explicación, bajan la c de Colonia, y en todo caso, si se dice que se llama Del Valle, bajan la d de Del; hay incluso una calle denominada Colonia del Valle (aunque en la nueva edición de la Guía Roji se llama Olonia del Valle; en cambio, acorde con el sentido grandilocuente del rumbo, a la colonia Condesa han comenzado a llamarla La Condesa (sí hay una así, pero está por Atizapán de Zaragoza, Estado de México).
La tendencia de la Academia se toma tan en sentido literal que hasta los nombres propios los ponen en minúsculas. Los accidentes geográficos deben escribirse con minúsculas, excepto cuando son nombres propios; así, el Usumacinta se llama Usumacinta, pero el Río Bravo se llama Río Bravo. ¿Cómo saber cuándo es parte del nombre? No queda más que acudir al Diccionario Porrúa de Historia y Geografía; el Valle de México se llama Valle de México, y el Golfo de México se llama Golfo de México (además, ¿de qué golfo se hablaría si se escribiera “golfo de México”? Aunque muchos, muchísimos, lo escriben así). Bajan de más, perdonando la expresión.
¿Por qué la insistencia? La nueva novela de Rosa Montero, Lágrimas en la lluvia, tiene en la solapa la lista casi completa de sus libros editados, aunque omite la mayoría de los no literarios. Entre ellos menciona una de sus obras maestras, La hija del Caníbal, pero la escriben como La hija del caníbal; el Caníbal, como lo sabe quien leyó el libro, es un torero malo pero ejemplar, y quien lleva por sobrenombre Caníbal, por lo que debe escribirse con mayúscula; pero se da el caso de que en todos lados la citan en bajas, y la explicación no es gramatical, sino de la ignorancia y mal gusto de los editores, que desconocen la novela.
Hay otros casos igual de dramáticos; por ejemplo, Rosalba y los Llaveros; hay quien se indigna al explicar que los títulos se escriben con baja excepto en nombres propios, y luego se molestan cuando se le explica que Llaveros es el nombre de la familia a donde llega a trabajar la divertidísima Rosalba; sucede que hasta los especialistas en el teatro de Carballido la escriben con minúsculas, como si hablaran de los objetos que sirven para portar las llaves de las casas, de las casas chicas y de la oficina; y el error viene en libros tan notables como las dos versiones de la Historia documental del cine mexicano, de Emilio García, Riera; Los pasos de Jorge, de Vicente Leñero, La poesía mexicana del siglo XX, de Carlos Monsiváis, y en Teatro de Emilio Carballido, en la Colección Popular (aunque hay que aclarar que en el texto y en el índice está correcto, pero en la portada contiene el error tan repetido; en los interiores está bien porque es reimpresión de la primera, no así la portada). También se molestan quienes nos recuerda que los accidentes geográficos deben escribirse en bajas y se encabritan cuando se les recuerda que el Llano de Rulfo se llama Llano, es un lugar específico, y no es el llano llano. Y más todavía cuando éstos, Rosalba y los Llaveros y El Llano en llamas, son de los libros indispensables de la literatura mexicana, a más de los más vendidos de sus autores, y en el caso de Rulfo, de la historia de la industria editorial mexicana.
Igual pasa con dos novelas de Martín Luis Guzmán, El Águila y la Serpiente, en la que los personajes no son un águila y una serpiente, sino los símbolos de la lucha revolucionaria, del poder político; más claro el caso de La sombra del Caudillo, éste como un personaje que bien pudiera ser Álvaro Obregón o Plutarco Elías Calles, o una mezcla de ambos; así están en sus primeras ediciones y en las Obras Completas de Martín Luis Guzmán publicadas en diciembre de 1984 por el FCE; pero en nuevas ediciones, en ensayos e incluso en tesis, y en la edición de Promexa, están en bajas. Los autores, comentaristas, críticos, e incluso en el Diccionario de Escritores Mexicanos, de la UNAM, lo escriben como si fueran nombres comunes, águila, serpiente y caudillo. Como el “Llano” de Rulfo está como si fuera un llano llano. Escriben bien, sin embargo, el apellido de los Llaveros de Carballido.
Es el mismo caso de La Silla del Águila, la divertida y estrujante novela de Carlos Fuentes, que aunque sus editores de Alfaguara escriben intencionada y repetidamente con mayúsculas, sus comentaristas, que hasta en eso muestran sus prejuicios, la escriben en minúsculas, aunque se trata de la silla presidencial motejada con el símbolo del poder.
Sucede algo parecido y extraño con Vargas Llosa; muchos de sus reseñistas, y hasta algún editor despistado, llama La fiesta del chivo a su extraordinaria novela sobre el dictador de la República Dominicana; así, en minúsculas, uno piensa en una fiesta de disfraces en la que el anfitrión pide a sus invitados que asistan vestidos de un color o con el motivo principal, como Cars o Ben 10; pero se trata del sobrenombre de Rafael Leónidas Trujillo, y de su reino de terror, represión, represalias, corrupción; por ello, debe ser La Fiesta del Chivo; así lo ponen en las solapas de sus demás libros, aunque en suplementos y revistas especializadas insistan en aplicar la regla gramatical y ortográfica sin razonarla, lo que lleva a pensar que no la leyeron, o no la leyeron bien; en El sueño del celta, ¿celta es genérico?, ¿no es un personaje específico, y por ello debía de estar en mayúsculas?
Más claros son los casos de Conversación en la Catedral; ¿o La Catedral, puesto que es el nombre de una cantina? Pero hasta en la página de internet del Instituto Cervantes escriben La fiesta del chivo, Conversación en la catedral y La casa verde; en ésta se habla de una casa pintada de verde, pero a la que los personajes singularizan: vamos a la "Casa Verde"; sucede que incluso Vargas Llosa, en Historia secreta de una novela, escribe en el texto “La casa verde”, en minúsculas, cursivas y entrecomillado, y así la ponen en todos lados, restándole importancia gramatical, como un nombre simple y no un nombre propio.
Uno tiene dudas con Los cachorros; así, en bajas, suena como aquel epígrafe de Rulfo, “Ya mataron a la perra pero quedan los perritos”; claro que en la novela de Vargas Llosa no son un grupo que se llame o se haga llamar así, pero si tuviera mayúsculas, lo singularizaría; pero en el prólogo a la edición de bolsillo de Lumen, de hecho la segunda edición, José Miguel Oviedo, uno de los especialistas en Vargas Llosa desde sus primeros libros, escribe La Casa Verde, más correctamente que Vargas Llosa.
Tal vez haya muchos ejemplos; de momento no recuerdo más que El ser y la Nada; aunque en los manuales y en varias ediciones, esté escrito en minúsculas, los editores de Losada, su primera editorial en español, y que saben bastante de ediciones, señalan que la nada no es un vacío ni una ausencia, sino una condición, y ponen Nada en mayúsculas, como lo escribe José Ferrater Mora, que sí lo leyó, y como lo escribe el propio Sartre, L’Etre et le Néant. Essai d’ontologie phénoménologique; igual que Ferrater Mora escribe con mayúsculas la obra de Martin Heidegger, El Ser y el Tiempo.
¿Manías, sobrecorrección, o prisa por salir del paso del muy mal pagado arte de hacer solapas?
(Y a propósito de Rosalba y los Llaveros, cuenta Salvador Novo que en su estreno hubo reacciones de molestia por las expresiones malsonantes que él mismo, pocos meses antes, había criticado; alegaba que las escenas de sexo podían ser discretas, insinuadas, mientras que las voces altisonantes salían sobrando; pero al dirigir la obra de Carballido dejó las insinuaciones y las palabrotas; “Pinche casa”, dice un personaje, que ya no aguanta más a la familia los Llaveros; pero en el estreno, un crítico, apellidado Icaza, se indignó por el improperio; Novo intenta explicarse el enojo del crítico porque, a lo mejor, oyó mal, y refuta: el personaje dice “pinche casa”, no “pinche Icaza”. En la cinta, dirigida muy poco después de su puesta en escena, por Humberto Gómez Landeros, excluyó la palabrota, a cambio de dejar, efímeros pero excitantes, unos cuantos desnudos de unas extras antes de que proliferaran los horribles desnudos artísticos del cine mexicano. Y a propósito, en la edición de Empresas Editoriales de La vida en México en el periodo presidencial de Miguel Alemán, se nombra la obra Rosalba y los llaveros.)
¿Alguien había oído hablar del pitcher Salas, de los Cardenales de San Luis, quien en seis intentos de salvamento a salvado juegos juegos y tiene promedio de 1.29 en carreras limpias, además de dos victorias? Buena compañíoa le hace a Jaime García.
El día que Bob Dylan cumplió 30 años, Charlie Brown declaró que era la noticia más triste que había recibido en su vida.
No estamos hablando de las erratas que parecen inevitables, como cuando tantas veces apareció, en lugar de La señorita de Tacna, la obra de teatro de Mario Vargas Llosa que cuenta la vida una mujer que se negó a casar con uno que parecía el amor de su vida, pero que es tan ambigua que da a entender que tuvo otros amoríos, aparecía La señorita Tacna, que hace pensar que es la historia de una reina de belleza. O la simple ignorancia de creer que el libro de cuentos de Amparo Dávila, Música concreta, es un tratado de música electroacústica que utiliza como material compositivo sonidos naturales, a diferencia de sonidos generados por medios electrónicos, y en que los sonidos grabados son transformados electrónicamente e integrados para conformar una composición (algo que en el rock hicieron Beatles, y como solistas, John Lennon y George Harrison, además de Zappa, con mucha frecuencia).
Se trata de algo más grave; es cierto que la ortografía tiende a eliminar el uso de las mayúsculas que llenaban todos los escritos, y los siguen llenando: los oficios legales, las peticiones que se hacen a todas las oficinas públicas deben ir llenas de mayúsculas: Licenciado, Jefe, Oficina, Departamento, Secretaría, Usted, Digno Cargo; hasta hace no mucho estaba mal visto que los titulares de los periódicos estuvieran con minúsculas, excepto las letras iniciales y los nombres propios; en La Onda revertimos esa tendencia; luego sugerí, y se aceptó en 1983, en el Diario de la Tarde, eliminar las mayúsculas; y muchos años después, lo volvimos a hacer en El Financiero, contra la corriente de los demás diarios que seguían usando las mayúsculas en toda palabra mayor de tres letras.
Pero exageran: la Colonia del Valle es un nombre completo, no se llama Valle, sino Colonia del Valle, pero en todos lados, sin ninguna explicación, bajan la c de Colonia, y en todo caso, si se dice que se llama Del Valle, bajan la d de Del; hay incluso una calle denominada Colonia del Valle (aunque en la nueva edición de la Guía Roji se llama Olonia del Valle; en cambio, acorde con el sentido grandilocuente del rumbo, a la colonia Condesa han comenzado a llamarla La Condesa (sí hay una así, pero está por Atizapán de Zaragoza, Estado de México).
La tendencia de la Academia se toma tan en sentido literal que hasta los nombres propios los ponen en minúsculas. Los accidentes geográficos deben escribirse con minúsculas, excepto cuando son nombres propios; así, el Usumacinta se llama Usumacinta, pero el Río Bravo se llama Río Bravo. ¿Cómo saber cuándo es parte del nombre? No queda más que acudir al Diccionario Porrúa de Historia y Geografía; el Valle de México se llama Valle de México, y el Golfo de México se llama Golfo de México (además, ¿de qué golfo se hablaría si se escribiera “golfo de México”? Aunque muchos, muchísimos, lo escriben así). Bajan de más, perdonando la expresión.
¿Por qué la insistencia? La nueva novela de Rosa Montero, Lágrimas en la lluvia, tiene en la solapa la lista casi completa de sus libros editados, aunque omite la mayoría de los no literarios. Entre ellos menciona una de sus obras maestras, La hija del Caníbal, pero la escriben como La hija del caníbal; el Caníbal, como lo sabe quien leyó el libro, es un torero malo pero ejemplar, y quien lleva por sobrenombre Caníbal, por lo que debe escribirse con mayúscula; pero se da el caso de que en todos lados la citan en bajas, y la explicación no es gramatical, sino de la ignorancia y mal gusto de los editores, que desconocen la novela.
Hay otros casos igual de dramáticos; por ejemplo, Rosalba y los Llaveros; hay quien se indigna al explicar que los títulos se escriben con baja excepto en nombres propios, y luego se molestan cuando se le explica que Llaveros es el nombre de la familia a donde llega a trabajar la divertidísima Rosalba; sucede que hasta los especialistas en el teatro de Carballido la escriben con minúsculas, como si hablaran de los objetos que sirven para portar las llaves de las casas, de las casas chicas y de la oficina; y el error viene en libros tan notables como las dos versiones de la Historia documental del cine mexicano, de Emilio García, Riera; Los pasos de Jorge, de Vicente Leñero, La poesía mexicana del siglo XX, de Carlos Monsiváis, y en Teatro de Emilio Carballido, en la Colección Popular (aunque hay que aclarar que en el texto y en el índice está correcto, pero en la portada contiene el error tan repetido; en los interiores está bien porque es reimpresión de la primera, no así la portada). También se molestan quienes nos recuerda que los accidentes geográficos deben escribirse en bajas y se encabritan cuando se les recuerda que el Llano de Rulfo se llama Llano, es un lugar específico, y no es el llano llano. Y más todavía cuando éstos, Rosalba y los Llaveros y El Llano en llamas, son de los libros indispensables de la literatura mexicana, a más de los más vendidos de sus autores, y en el caso de Rulfo, de la historia de la industria editorial mexicana.
Igual pasa con dos novelas de Martín Luis Guzmán, El Águila y la Serpiente, en la que los personajes no son un águila y una serpiente, sino los símbolos de la lucha revolucionaria, del poder político; más claro el caso de La sombra del Caudillo, éste como un personaje que bien pudiera ser Álvaro Obregón o Plutarco Elías Calles, o una mezcla de ambos; así están en sus primeras ediciones y en las Obras Completas de Martín Luis Guzmán publicadas en diciembre de 1984 por el FCE; pero en nuevas ediciones, en ensayos e incluso en tesis, y en la edición de Promexa, están en bajas. Los autores, comentaristas, críticos, e incluso en el Diccionario de Escritores Mexicanos, de la UNAM, lo escriben como si fueran nombres comunes, águila, serpiente y caudillo. Como el “Llano” de Rulfo está como si fuera un llano llano. Escriben bien, sin embargo, el apellido de los Llaveros de Carballido.
Es el mismo caso de La Silla del Águila, la divertida y estrujante novela de Carlos Fuentes, que aunque sus editores de Alfaguara escriben intencionada y repetidamente con mayúsculas, sus comentaristas, que hasta en eso muestran sus prejuicios, la escriben en minúsculas, aunque se trata de la silla presidencial motejada con el símbolo del poder.
Sucede algo parecido y extraño con Vargas Llosa; muchos de sus reseñistas, y hasta algún editor despistado, llama La fiesta del chivo a su extraordinaria novela sobre el dictador de la República Dominicana; así, en minúsculas, uno piensa en una fiesta de disfraces en la que el anfitrión pide a sus invitados que asistan vestidos de un color o con el motivo principal, como Cars o Ben 10; pero se trata del sobrenombre de Rafael Leónidas Trujillo, y de su reino de terror, represión, represalias, corrupción; por ello, debe ser La Fiesta del Chivo; así lo ponen en las solapas de sus demás libros, aunque en suplementos y revistas especializadas insistan en aplicar la regla gramatical y ortográfica sin razonarla, lo que lleva a pensar que no la leyeron, o no la leyeron bien; en El sueño del celta, ¿celta es genérico?, ¿no es un personaje específico, y por ello debía de estar en mayúsculas?
Más claros son los casos de Conversación en la Catedral; ¿o La Catedral, puesto que es el nombre de una cantina? Pero hasta en la página de internet del Instituto Cervantes escriben La fiesta del chivo, Conversación en la catedral y La casa verde; en ésta se habla de una casa pintada de verde, pero a la que los personajes singularizan: vamos a la "Casa Verde"; sucede que incluso Vargas Llosa, en Historia secreta de una novela, escribe en el texto “La casa verde”, en minúsculas, cursivas y entrecomillado, y así la ponen en todos lados, restándole importancia gramatical, como un nombre simple y no un nombre propio.
Uno tiene dudas con Los cachorros; así, en bajas, suena como aquel epígrafe de Rulfo, “Ya mataron a la perra pero quedan los perritos”; claro que en la novela de Vargas Llosa no son un grupo que se llame o se haga llamar así, pero si tuviera mayúsculas, lo singularizaría; pero en el prólogo a la edición de bolsillo de Lumen, de hecho la segunda edición, José Miguel Oviedo, uno de los especialistas en Vargas Llosa desde sus primeros libros, escribe La Casa Verde, más correctamente que Vargas Llosa.
Tal vez haya muchos ejemplos; de momento no recuerdo más que El ser y la Nada; aunque en los manuales y en varias ediciones, esté escrito en minúsculas, los editores de Losada, su primera editorial en español, y que saben bastante de ediciones, señalan que la nada no es un vacío ni una ausencia, sino una condición, y ponen Nada en mayúsculas, como lo escribe José Ferrater Mora, que sí lo leyó, y como lo escribe el propio Sartre, L’Etre et le Néant. Essai d’ontologie phénoménologique; igual que Ferrater Mora escribe con mayúsculas la obra de Martin Heidegger, El Ser y el Tiempo.
¿Manías, sobrecorrección, o prisa por salir del paso del muy mal pagado arte de hacer solapas?
(Y a propósito de Rosalba y los Llaveros, cuenta Salvador Novo que en su estreno hubo reacciones de molestia por las expresiones malsonantes que él mismo, pocos meses antes, había criticado; alegaba que las escenas de sexo podían ser discretas, insinuadas, mientras que las voces altisonantes salían sobrando; pero al dirigir la obra de Carballido dejó las insinuaciones y las palabrotas; “Pinche casa”, dice un personaje, que ya no aguanta más a la familia los Llaveros; pero en el estreno, un crítico, apellidado Icaza, se indignó por el improperio; Novo intenta explicarse el enojo del crítico porque, a lo mejor, oyó mal, y refuta: el personaje dice “pinche casa”, no “pinche Icaza”. En la cinta, dirigida muy poco después de su puesta en escena, por Humberto Gómez Landeros, excluyó la palabrota, a cambio de dejar, efímeros pero excitantes, unos cuantos desnudos de unas extras antes de que proliferaran los horribles desnudos artísticos del cine mexicano. Y a propósito, en la edición de Empresas Editoriales de La vida en México en el periodo presidencial de Miguel Alemán, se nombra la obra Rosalba y los llaveros.)
¿Alguien había oído hablar del pitcher Salas, de los Cardenales de San Luis, quien en seis intentos de salvamento a salvado juegos juegos y tiene promedio de 1.29 en carreras limpias, además de dos victorias? Buena compañíoa le hace a Jaime García.
El día que Bob Dylan cumplió 30 años, Charlie Brown declaró que era la noticia más triste que había recibido en su vida.
martes, 17 de mayo de 2011
Las obligaciones de los críticos
Debería comenzar preguntando si los críticos tienen obligaciones, más allá de las familiares, fiscales, sociales y políticas, todas en la intimidad sin que le importen a nadie más que a su familia, a las autoridades fiscales, a la sociedad en su conjunto pero a nadie en particular, y a los dirigentes del partido político al que pertenezcan; y si no pertenecen a ninguno, sólo debe responder ante sí. Es muy importante que el cumplimiento o incumplimiento de estas obligaciones no debe ser objeto de atenciones o represalias de sus lectores y de sus muchos enemigos.
Si cae rendido ante una poetisa resbalosa, o una narradora con enjundia, allá él y sus compromisos familiares; en todo caso, si hay romance, debe recordar que no durará más de cuatro años, o dos, si son inteligentes; de cualquier manera, la crítica que haga de las obras que ella le muestre debe ser privada; si trasciende al lector público, su labor debe quedar en el anonimato y en la discreción; si se atreve a corregirla, enmendarla o sólo a mostrarle los errores para que ella los corrija, debe de abstenerse a comentarla, recomendarla y promoverla; o puede hacerlo pero en privado, con los cuates, que si se enteran del romance ya sabrán si atienden a la recomendación o la toman con las precauciones debidas. Cuando una indiscreción de cualquiera de las partes revela el romance, cuando confiesan cómo encontraron el amor, la credibilidad del crítico se hace nula. Hay casos en que, además, vivirá con el peligro del chantaje sobre de él.
Lo mismo sucede si no hay romance, pero sí relación laboral; jefe y subordinado pierden credibilidad si el crítico es elogioso, y pocas veces se atreve a reseñarlo de manera “negativa”, además de que pocos jefes aguantan, aunque digan que no, que los critiquen.
La familia resulta peor; ¿Por qué Caín va a ser siempre Caín?, dijo un famoso crítico, y así le fue, tanto a él como a Abel. Prácticamente no existe, al menos en nuestro ámbito, quien se atreva a elogiar en público, a menos que lo haga sin afanes críticos, a un familiar cercano, incluso si fuera público que sus relaciones no sean afables (hay casos célebres de enemistades fortísimas entre consanguíneos, como la de los hermanos Mann, por cuestiones políticas; en México, entre unos escritores familiares entre sí entablaron una enemistad que los llevó a extremos rudos, aunque los amigos de uno de ellos, que tomaron partido, se divirtieron muchísimo). Poco menos grave, pero de cualquier manera malo, si los elogios a un amigo no están plenamente justificados; aun así, el escritor pocas veces queda satisfecho y prefiere los elogios más rimbombantes, aunque menos justificados, de los que no son sus amigos pero buscan serlo.
Los compromisos políticos tampoco deben influir; tan grave como las otras complacencias es ésta; hay que imaginar los problemas que le acarrearía a un militante descubrir las incongruencias, incoherencias y las redundancias con que escriben los ensayistas políticos, de todos los partidos; señalarlas puede provocar que los demás militantes tachen al comentarista de traidor a la causa y reclamen que le da armas al enemigo; queda más en ridículo si obvia los errores y elogia la obra sólo por el contenido sin advertir que los errores demuestran las fallas en que puede incurrir su jefe si llega a tener un puesto de alta responsabilidad, además de que el crítico y escritor quedará en ridículo si su jefe (“moral”, cuando menos) defrauda a sus electores.
Eso no significa que el crítico no pueda tener amigos, como decía un clásico; sin amigos, independiente en lo económico y en todos los demás aspectos, sin compromisos e incorruptible; lo malo es que los demás lo creen corruptible. Gloso la solicitud que hace Gabriel Zaid en “A quien corresponda”: Doctorado en letras, con estudios en el extranjero, autor también de libros de poesía, novela y teatro (Zaid exagera: ¿cuántos en México hacen libros estupendos: cinco, seis?), para que no lo acusen de amargado, inexperto; que esté al tanto de modas, costumbres y experimentos locales y extranjeros; que invierta además tiempo en atender a jóvenes, a los aislados, a los marginados, a los resentidos, y Zaid olvida que también a los consagrados; integridad a toda prueba.
Dejo de glosar a Zaid, y prosigo: un crítico puede escribir y criticar sólo de lo que sabe, y no debe verse obligado a comentar todo lo que aparece y todo lo que le llega; no debe ser presionado para leer un libro más rápido de lo que puede, ni tampoco libros que no le gustan; pero parece una condición que el crítico tenga gustos; es inhumano pedirle lo contrario, pero no deben influirlo; Carlos Fuentes ha dicho que es un deporte en Perú pegarle a Vargas Llosa, en Argentina a Cortázar (lo dijo cuando leían a Cortázar; ahora le pegan sin leerlo) y en México a él; entre sus libros más recientes hay algunos que serán leídos con inteligencia dentro de algunos años, no ahora, en que los críticos se han especializado y encuentran absurdo que para leer novela haya que conocer filosofía, y otros que no encuentran la razón de hacer novela con tesis filosóficas, y menos sobre filósofos que no están de moda; así, La voluntad y la fortuna encontrará lectores idóneos en otros lugares y en otros tiempos. Carlos Fuentes, Octavio Paz, y algunos otros, son leídos con prejuicios, favorables o negativos, pero con prejuicios. Lo mismo sucede en otros campos de la literatura; ¿Enrique Krauze tendrá lectores que encuentren lo que escribe, lo que plantea, sin despertar enojos y acusaciones que no tienen nada que ver ni con la realidad y menos con sus libros? Quienes leen a José Agustín ¿no están esperando una continuación de De perfil o de Ciudades desiertas? ¿Los lectores de Pacheco encuentran otros elementos que no sean el “ready-made” en su poesía, aunque los hay por montones; y no buscan en sus relatos aventuras juveniles?
Es difícil que el crítico se deshaga de prejuicios, y que no etiquete a los escritores que comenta; ¿cómo justificar que no entienda el libro serio de un novelista considerado como humorista? Sólo que dictamine que ese libro es un fracaso, que advierta una decadencia en el autor; es humano que el lector busque que el escritor crezca y madure como él (la idea es de Pacheco, al hablar de Sabines), y cuando no hay esa similitud, hay desilusión. Pero tampoco se le puede pedir al crítico que esté más allá de su época; hay reseñas famosas en las que el crítico se equivoca por completo, pero sólo se ve con el paso del tiempo. Los ejemplos sobran: un lector inteligente que menospreció En busca del tiempo perdido, un editor que pidió que se simplificara Santuario, un dictaminador que desechó La ciudad y los perros, un crítico que aconsejó que Sainz guardara Gazapo cinco años y que al cabo de ese tiempo le escribiera para agradecerle el consejo; el novelista que reprobó la novela de su amiga para después copiarla a lo largo de su obra.
El crítico, en efecto, debe leer sin prejuicios; pero hay quien desde las primeras páginas está redactando su nota, lo que provoca que desde el principio esté equivocado; pero hay libros que incomodan, que no se ajustan a lo esperado, y exigen una cultura, una información no siempre accesible para el crítico (y para los lectores, en general), porque hay autores que escriben sus libros pensando en una editorial, y como los escritores actuales buscan publicar en todas las editoriales posibles, hacen más difícil su lectura (no que su obra sea publicada, la totalidad, en tres o cuatro editoriales, sino que quieren una novela en Era, otra en Planeta, otra en Océano, otra en Alfaguara, otra en Grijalbo y otra en Anagrama, en ocho ños).
¿Pero es deber de los críticos señalar los errores obvios? Hay otros que el lector desconoce, pero los nota aunque no sepa de qué se tratan: un adverbio por otro, el uso inadecuado del “le”, el uso erróneo de una palabra en una época en que no era popular; y otras aún más invisibles, como los ríos, las cajas, los callejones, las iudas, las huérfanas, el tamaño de las versalitas, el uso inadecuado de las versalitas, las palabras mal divididas (y no tanto en lo ortográfico como en lo tipográfico, como ser-vicio público, sa-cerdote, espectá-culo impresionante, dis-puta entre amigos) que se prestan a equívocos; hay libros mal impresos, en que no concuerda el número de líneas incluso en páginas encontradas, en que hay manchas en el negativo que se cuelan a la impresión, o que tienen menos tinta en unas páginas que en otra, o lo que es más común, en alguna parte de una página. Esos errores editoriales no modifican la calidad de una obra, aunque sí del libro. ¿Es correcto señalarlo a los lectores? Sí, aunque las consecuencias sean funestas: hay editoriales que en cuanto reciben una crítica negativa, dejan de dar cortesías a los críticos, aunque sean sus amigos: prefieren conservar la amistad antes que recibir un coscorrón.
Siguen las aproximaciones a los juegos sin hit, y ya hubo uno de un hit aunque el que lo sufrió terminó ganando.¿ Irán a ser más cuidadosos con los lanzadores ahora, les aplicarán más exámenes antiestimulantes artificiales?
Adrián González, de tener un jonrón en más de 110 turnos, pasó a pegar ocho en 14 días, lo que sube su pronóstico a 40 jonrones y 150 producidas en la temporada. Lo mejor es el número de juegos que decide. Eso lleva a recordar los inicios de su carrera en las Grandes Ligas, que pegaba jonrones pero no tantos, y jugaba para uno de los peores equipos de las Mayores; nadie se fijaba en su fildeo, en sus malabares, en que ganaba guantes de oro por su labor en la primera base; ahora le dicen mexicano, aunque es chicano; asegún la Constitución, es tan mexicano como Augie Ojeda y Bob Ojeda (que no son parientes), pero como éstos sólo son buenos y no superestrellas, nadie en México se siente orgulloso de su calidad, de sus muchas hazañas. Pasaron, y pasan, tan inadvertidos como Adrián, a quien sólo lo aceptaron como mexicano cuando encabezó la Liga Nacional en jonrones poco antes de un juego de estrellas, hace un par de tremporadas, aunque ya lleva sus buenos años en Grandes Ligas.
Si cae rendido ante una poetisa resbalosa, o una narradora con enjundia, allá él y sus compromisos familiares; en todo caso, si hay romance, debe recordar que no durará más de cuatro años, o dos, si son inteligentes; de cualquier manera, la crítica que haga de las obras que ella le muestre debe ser privada; si trasciende al lector público, su labor debe quedar en el anonimato y en la discreción; si se atreve a corregirla, enmendarla o sólo a mostrarle los errores para que ella los corrija, debe de abstenerse a comentarla, recomendarla y promoverla; o puede hacerlo pero en privado, con los cuates, que si se enteran del romance ya sabrán si atienden a la recomendación o la toman con las precauciones debidas. Cuando una indiscreción de cualquiera de las partes revela el romance, cuando confiesan cómo encontraron el amor, la credibilidad del crítico se hace nula. Hay casos en que, además, vivirá con el peligro del chantaje sobre de él.
Lo mismo sucede si no hay romance, pero sí relación laboral; jefe y subordinado pierden credibilidad si el crítico es elogioso, y pocas veces se atreve a reseñarlo de manera “negativa”, además de que pocos jefes aguantan, aunque digan que no, que los critiquen.
La familia resulta peor; ¿Por qué Caín va a ser siempre Caín?, dijo un famoso crítico, y así le fue, tanto a él como a Abel. Prácticamente no existe, al menos en nuestro ámbito, quien se atreva a elogiar en público, a menos que lo haga sin afanes críticos, a un familiar cercano, incluso si fuera público que sus relaciones no sean afables (hay casos célebres de enemistades fortísimas entre consanguíneos, como la de los hermanos Mann, por cuestiones políticas; en México, entre unos escritores familiares entre sí entablaron una enemistad que los llevó a extremos rudos, aunque los amigos de uno de ellos, que tomaron partido, se divirtieron muchísimo). Poco menos grave, pero de cualquier manera malo, si los elogios a un amigo no están plenamente justificados; aun así, el escritor pocas veces queda satisfecho y prefiere los elogios más rimbombantes, aunque menos justificados, de los que no son sus amigos pero buscan serlo.
Los compromisos políticos tampoco deben influir; tan grave como las otras complacencias es ésta; hay que imaginar los problemas que le acarrearía a un militante descubrir las incongruencias, incoherencias y las redundancias con que escriben los ensayistas políticos, de todos los partidos; señalarlas puede provocar que los demás militantes tachen al comentarista de traidor a la causa y reclamen que le da armas al enemigo; queda más en ridículo si obvia los errores y elogia la obra sólo por el contenido sin advertir que los errores demuestran las fallas en que puede incurrir su jefe si llega a tener un puesto de alta responsabilidad, además de que el crítico y escritor quedará en ridículo si su jefe (“moral”, cuando menos) defrauda a sus electores.
Eso no significa que el crítico no pueda tener amigos, como decía un clásico; sin amigos, independiente en lo económico y en todos los demás aspectos, sin compromisos e incorruptible; lo malo es que los demás lo creen corruptible. Gloso la solicitud que hace Gabriel Zaid en “A quien corresponda”: Doctorado en letras, con estudios en el extranjero, autor también de libros de poesía, novela y teatro (Zaid exagera: ¿cuántos en México hacen libros estupendos: cinco, seis?), para que no lo acusen de amargado, inexperto; que esté al tanto de modas, costumbres y experimentos locales y extranjeros; que invierta además tiempo en atender a jóvenes, a los aislados, a los marginados, a los resentidos, y Zaid olvida que también a los consagrados; integridad a toda prueba.
Dejo de glosar a Zaid, y prosigo: un crítico puede escribir y criticar sólo de lo que sabe, y no debe verse obligado a comentar todo lo que aparece y todo lo que le llega; no debe ser presionado para leer un libro más rápido de lo que puede, ni tampoco libros que no le gustan; pero parece una condición que el crítico tenga gustos; es inhumano pedirle lo contrario, pero no deben influirlo; Carlos Fuentes ha dicho que es un deporte en Perú pegarle a Vargas Llosa, en Argentina a Cortázar (lo dijo cuando leían a Cortázar; ahora le pegan sin leerlo) y en México a él; entre sus libros más recientes hay algunos que serán leídos con inteligencia dentro de algunos años, no ahora, en que los críticos se han especializado y encuentran absurdo que para leer novela haya que conocer filosofía, y otros que no encuentran la razón de hacer novela con tesis filosóficas, y menos sobre filósofos que no están de moda; así, La voluntad y la fortuna encontrará lectores idóneos en otros lugares y en otros tiempos. Carlos Fuentes, Octavio Paz, y algunos otros, son leídos con prejuicios, favorables o negativos, pero con prejuicios. Lo mismo sucede en otros campos de la literatura; ¿Enrique Krauze tendrá lectores que encuentren lo que escribe, lo que plantea, sin despertar enojos y acusaciones que no tienen nada que ver ni con la realidad y menos con sus libros? Quienes leen a José Agustín ¿no están esperando una continuación de De perfil o de Ciudades desiertas? ¿Los lectores de Pacheco encuentran otros elementos que no sean el “ready-made” en su poesía, aunque los hay por montones; y no buscan en sus relatos aventuras juveniles?
Es difícil que el crítico se deshaga de prejuicios, y que no etiquete a los escritores que comenta; ¿cómo justificar que no entienda el libro serio de un novelista considerado como humorista? Sólo que dictamine que ese libro es un fracaso, que advierta una decadencia en el autor; es humano que el lector busque que el escritor crezca y madure como él (la idea es de Pacheco, al hablar de Sabines), y cuando no hay esa similitud, hay desilusión. Pero tampoco se le puede pedir al crítico que esté más allá de su época; hay reseñas famosas en las que el crítico se equivoca por completo, pero sólo se ve con el paso del tiempo. Los ejemplos sobran: un lector inteligente que menospreció En busca del tiempo perdido, un editor que pidió que se simplificara Santuario, un dictaminador que desechó La ciudad y los perros, un crítico que aconsejó que Sainz guardara Gazapo cinco años y que al cabo de ese tiempo le escribiera para agradecerle el consejo; el novelista que reprobó la novela de su amiga para después copiarla a lo largo de su obra.
El crítico, en efecto, debe leer sin prejuicios; pero hay quien desde las primeras páginas está redactando su nota, lo que provoca que desde el principio esté equivocado; pero hay libros que incomodan, que no se ajustan a lo esperado, y exigen una cultura, una información no siempre accesible para el crítico (y para los lectores, en general), porque hay autores que escriben sus libros pensando en una editorial, y como los escritores actuales buscan publicar en todas las editoriales posibles, hacen más difícil su lectura (no que su obra sea publicada, la totalidad, en tres o cuatro editoriales, sino que quieren una novela en Era, otra en Planeta, otra en Océano, otra en Alfaguara, otra en Grijalbo y otra en Anagrama, en ocho ños).
¿Pero es deber de los críticos señalar los errores obvios? Hay otros que el lector desconoce, pero los nota aunque no sepa de qué se tratan: un adverbio por otro, el uso inadecuado del “le”, el uso erróneo de una palabra en una época en que no era popular; y otras aún más invisibles, como los ríos, las cajas, los callejones, las iudas, las huérfanas, el tamaño de las versalitas, el uso inadecuado de las versalitas, las palabras mal divididas (y no tanto en lo ortográfico como en lo tipográfico, como ser-vicio público, sa-cerdote, espectá-culo impresionante, dis-puta entre amigos) que se prestan a equívocos; hay libros mal impresos, en que no concuerda el número de líneas incluso en páginas encontradas, en que hay manchas en el negativo que se cuelan a la impresión, o que tienen menos tinta en unas páginas que en otra, o lo que es más común, en alguna parte de una página. Esos errores editoriales no modifican la calidad de una obra, aunque sí del libro. ¿Es correcto señalarlo a los lectores? Sí, aunque las consecuencias sean funestas: hay editoriales que en cuanto reciben una crítica negativa, dejan de dar cortesías a los críticos, aunque sean sus amigos: prefieren conservar la amistad antes que recibir un coscorrón.
Siguen las aproximaciones a los juegos sin hit, y ya hubo uno de un hit aunque el que lo sufrió terminó ganando.¿ Irán a ser más cuidadosos con los lanzadores ahora, les aplicarán más exámenes antiestimulantes artificiales?
Adrián González, de tener un jonrón en más de 110 turnos, pasó a pegar ocho en 14 días, lo que sube su pronóstico a 40 jonrones y 150 producidas en la temporada. Lo mejor es el número de juegos que decide. Eso lleva a recordar los inicios de su carrera en las Grandes Ligas, que pegaba jonrones pero no tantos, y jugaba para uno de los peores equipos de las Mayores; nadie se fijaba en su fildeo, en sus malabares, en que ganaba guantes de oro por su labor en la primera base; ahora le dicen mexicano, aunque es chicano; asegún la Constitución, es tan mexicano como Augie Ojeda y Bob Ojeda (que no son parientes), pero como éstos sólo son buenos y no superestrellas, nadie en México se siente orgulloso de su calidad, de sus muchas hazañas. Pasaron, y pasan, tan inadvertidos como Adrián, a quien sólo lo aceptaron como mexicano cuando encabezó la Liga Nacional en jonrones poco antes de un juego de estrellas, hace un par de tremporadas, aunque ya lleva sus buenos años en Grandes Ligas.
domingo, 8 de mayo de 2011
Contra la crítica constructiva
Al hablar de Tomás Segovia y de Ramón Xirau, Octavio Paz dijo que ejercían ellos dos una singular forma de la crítica: la generosidad, y en su correspondencia con Perre Gimferrer, Paz menciona varias veces las notas cordiales de Xirau.
En su larguísima plática con James R. Forston, Carlos Fuentes es despiadado con los críticos: “…Cuando la crítica, como sucede tantísimo en los países de habla hispana –que son los países que inventaron la envidia intelectual; esto viene desde Séneca, y en ella se quedaron, como petrificados–, sólo expresa las deficiencias y frustraciones del crítico, o es un acto de venganza, o una flatulencia privada contra un libro porque el autor no invitó al crítico a una fiesta… pues este género de crítica provinciana no sirve para nada […] En muchas ocasiones yo he querido agradecerle a algún crítico norteamericano o europeo alguna buena crítica –buena porque me ha iluminado, me ha enseñado algo, aun cuando el libro no le haya ‘gustado’ al crítico en cuestión–, pero mis editores me lo han prohibido y los críticos mismos han dicho que no quieren conocerme, que ellos quieren leer los libros y criticarlos con la mayor objetividad, información e inteligencia […] Debería mediar un océano entre el crítico y la obra criticada […] Existe cuando la hacen los escritores. Cuando Octavio Paz hace crítica, o cuando la hacen José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Ramón Xirau, Julieta Campos o Salvador Elizondo, entonces sí estamos ante críticos serios. Pero son siempre escritores que saben lo que cuesta escribir, no dómines iletrados que expresan sus frustraciones gracias a la pequeña atalaya de una columnita en una pequeña revista que se lee en las peluquerías…” [¿Se refería a la revista Siempre!, donde colaboraban casi todos los que mencionó como buenos críticos y que era de las que estaban en todas las peluqierías?] En una charla con Miguel Ángel Queimán, recopilada por Jorge F. Hernández en Carlos Fuentes: Territorios del tiempo, afirma: “Yo no escribo crítica negativa, celebro autores y libros que me gustan, es lo que hago, sobre todo cuando escribo. Rara vez he escrito alguna cosa adversa, mucho menos negativa o vengativa, contra un escritor. Para mí la crítica es, en primer lugar, una celebración, un goce, una albricia, un anuncio, una anunciación casi en el sentido cristiano religioso. Pero más allá de eso, un intento de encontrar la correspondencia que la obra reclama, la correspondencia crítica […] Cuando esto se da en el grado más alto, cuando realmente la crítica corresponde a la obra, es casi una obra tan buena como la que le dio origen […] yo creo que tratar de limitar una obra a su temática o decir ésta no fue la intención del autor, es un insulto al autor, todos sabemos que al escribir cuántas cosas se dan cita en una obra, cuántas cosas confluyen, cuántas influencias, lecturas, sensaciones, cuántas referencias que no aparecen en la obra, están en el ánimo del escritor y reaparecen en el ánimo del buen lector, lo que pasa es que hay buenos lectores y malos lectores, y buenos y malos críticos. No hablemos de eso.” En Los narradores ante el público, dijo una frase más contundente: “esta comunidad literaria canibalística, en la que la competencia se confunde con la riña y la crítica con la insidia.”
En ese mismo ciclo de conferencias autobiográficas, José Emilio Pacheco dijo: “Rodin aconsejaba no temer las críticas injustas. Sólo aceptar las que confirman una duda. Lamentable o venturosamente, siempre tengo dudas […] Elogios o censuras debieran encontrarnos lo bastante ocupados en escribir como para que nos afecten […] Puesto que he subsistido gracias al periodismo literario, con la mejor intención algunas personas suponen que soy o pretendo ser un crítico. No es verdad. Me interesa, nada más, hablar de lo que me gusta. Siempre desde el ángulo de un lector vocacional, nunca de un crítico. No es por comodidad: al elogiar lo que admiro cubro mi obligada cuota de enemigos más amplia que al atacar a alguien. Cuando me he ‘metido’ contra un libro, recibo sólo felicitaciones: a todos les agrada que dé en otro blanco la bala que pudo rebotar hacia ellos.”
Al hablar Fuentes sobre Monsiváis, si particularizamos, parece que se equivoca: una nota suya en la Revista de la Universidad de México provocó una enemistad entre él y Luis Spota que duró muchísimos años, y que no terminó ni bajó de tono; quien la haya leído no pensará que fue dictada por la generosidad, aunque no pueda desmentirla; la crítica que hacía Monsiváis en El cine y la crítica era demoledora, como también lo eran sus comentarios incluso de su sección de recortes “Por mi madre, bohemios”. Una nota suya provocó la renuncia de Jorge Ibargüengoitia a la Revista de la Universidad.
¿Las críticas de Raúl Prieto contra la Real Academia serían igual de contundentes si hubieran sido escritas con generosidad, con ánimo de enmendar los errores; digamos, crítica constructiva? La respuesta es obvia.
En Trazos, Juan García Ponce recoge varias críticas generosas sobre teatro, directores, actrices, pintores, escritores: ninguna es tan memorable como la nada generosa nota contra una revista monográfica sobre pintura mexicana escrita por Alfonso de Neuvillate, en la que no se advierte el deseo de ayudarlo a mejorar, que es lo que dicen los escritores que deben hacer los críticos. Cuado muchos años después hubo una nota acerca de De Anima, imitando esa nota contra Neuvillate, se molestó tanto como debe haberlo hecho Neuvillate con García Ponce.
Alfonso Reyes, escritor amable sin perder inteligencia; sabio y de una escritura excelente, y quien siempre tenía palabras de aliento para todos, llenaba sus conferencias acerca de las letras mexicanas con tantas flores como macetas, más divertidas las segundas que las primeras; pese a esas y muchas otras opiniones que a veces marcaban a los criticados, resintió hasta el alma los desalmados y despiadados señalamientos que le hizo Salvador Novo a sus Cuestiones gongorinas, en donde no había comentarios, sólo “dice” y “debe decir”; la larga amistad entre ambos no hizo que menguara el dolor por aquellas apostillas.
No niego que algunos críticos se solacen al escribir una nota negativa; hay algunos reseñistas, a los que no debe negárseles el epíteto de críticos aunque sus notas sean breves y tengan más el sentido de anuncio que de un trabajo largo, que tratan de equilibrar: dos notas negativas, una positiva, una negativa, dos positivas; las notas positivas deben estar muy bien escritas y señalar aciertos que no vean otros lectores, porque si no, pasan inadvertidas; muchas parecen calcas de las solapas y de las cuartas de forros de los libros reseñados. Hay comentaristas cuyas notas positivas se leen sin interés, y en cambio, los lectores gozan cuando hacen notas negativas.
¿Pero existen notas negativas? Sólo las hechas por encargo para atacar a alguien: porque no pertenece a su círculo, porque tiene ideas políticas opuestas a las del reseñista (o su jefe), porque el crítico considera enemigo al autor de un libro, o lo hace como portavoz de un grupo mafioso, aunque sus integrantes ataquen a los miembros de otras mafias. Pero nadie, ni siquiera Paz o Fuentes, cuando hicieron crítica, pretendían señalar errores para enmendarlos; particularmente en el caso de la crítica cinematográfica, la menos amable que se ha escrito en México, pretendía que con ellas los directores, o actores, mejoraran su trabajo. De buena fe, pero se dedicaron a señalar errores; a veces, sólo los describían; otros, con aliento parecido a la mala fe, se solazaban en ellos.
La crítica debe ser desinteresada; no debe pretender mejorar una obra; los políticos piden a la gente que no critique, que proponga soluciones; o sea, que le hagan el trabajo, y además sin molestarlos. Claro que las reseñas, cuando hay –el género ha sido sustituido por los cebollazos o por las entrevistas, que le ahorran al crítico el trabajo de leer–, tienen más el propósito de anunciar a los lectores la aparición de algún libro, y a veces, celebrar la reedición de títulos importantes; pero no basta el solo anuncio: hay que avisarle qué puede esperar de los libros: lecturas entretenidas, gozosas, indispensables, y por dónde encontrarlos: la trama, los personajes, las anécdotas, las referencias cultas o populares, el lenguaje, la estructura; en dónde está lo original, o cuando menos lo novedoso; no siempre se está preparado para las sorpresas: un cambio en el estilo de uno de los autores favoritos, un nuevo escritor que desde el primer libro asombra, el “fracaso” de un autor renombrado, un trabajo excelente de un escritor rutinario; no todos los reseñistas están capacitados para leer diferentes géneros, ni tienen por qué estarlo, para eso se especializan en narrativa, o en sociología, o en historia; pocos se animan a entrarle a la poesía, y por ello, cuando comentan un libro de ese género, se dedican a transcribir párrafos hasta llenar las dos cuartillas requeridas. La incomodidad que representa encontrar un libro malo de un autor al que se le admira, y la más grave aún que representa el libro malo de un amigo, dispuesto a retirarle el habla al comentarista que no la considera obra maestra, y de ofenderse si no la comenta.
Si la reseña sirve para recomendar libros, ¿por qué entonces mencionar alguno malo, o hacer una reseña “negativa”, cuando hay tantos libros no tan malos? Porque es obligatorio advertirle al lector que se encontrará con datos equívocos en fechas, en precisión de datos, en transcripciones fallidas, en erratas o errores que no siempre cambian el sentido del texto, pero que le quitan credibilidad al que comete el error, o al que hizo la traducción. Porque la prosa se envicia con frases incorrectas, que pueden pasar al lenguaje cotidiano y empobrecerlo más, contaminado por la televisión o el radio o el mal periodismo; y no es que los críticos vayan a enderezar el mundo, pero cuando menos que quede constancia; algunos lectores tomarán cuenta de ello; la escritura por lo regular es apresurada, y muchos autores no advierten sus propios errores, y los resultados suelen ser grotescos.
Claro que hay críticos malvados y perversos; no tanto los que gozan al encontrar un error y señalarlo, sino los que se desquitan de las enemistades que van sembrando a lo largo de su vida; y cuando ya hicieron una reseña favorable, la enmiendan en una edición posterior, no corrigiendo sus propias erratas, sino cambiando el sentido: así, una frase como “A Fulano le rezumba el mango para narrar”, lo convierten en “si le rezumba el mango podría crear en lugar de transcribir”.
Claro que hay críticos que en sus lecturas muestran que no tienen lecturas, ¿pero qué puede hacerse con ellos? Claro que hay otros que no critican, sino que relatan y develan su vida sentimental. ¿Y qué pueden hacer las afectadas?
Pero para volver al motivo principal, insisto en que la crítica debe ser desinteresada, imparcial y lo más objetiva posible, aunque el criticado sea un amigo entrañable; tanto, como entrañable son dos anécdotas: Manuel Gutiérrez Oropeza tomó el relato que un amigo pidió leyera y opinara; aunque estaba ubicado en los años ochenta en un ambiente citadino, Manuel comenzó a leerlo como si fueran personajes de Rulfo, con tono y entonación rural; el efecto fue contundente; el autor, ahora célebre, no lo soportó y destruyó el cuento; la otra anécdota que me obsequió Roberto Sosa: Armando Calvo enfermó repentinamente, y debió ser hospitalizado: el pronóstico era grave; su amigo José María Linares Rivas, uno de los grandes villanos del cine mexicano y que veía a las mujeres (en el cine) con una expresión de deseo muy elocuente, no dejó de estar a su lado mientras duró la gravedad, con una fidelidad asombrosa, aunque cotidiana en el ambiente artístico; al enterarse, varios amigos fueron al hospital; al encontrar a Linares Rivas, con la cara entre las manos, angustiado, uno de ellos le preguntó: “¿Cómo está Armando?”. Y con su expresión característica, y voz contundente, respondió: “¿Lo viste en el Tenorio?”; (fue uno de los Don Juan más popular en el teatro en España y en México). “Sí”, le contestó el interlocutor. “Está peor”, concluyó Linares Rivas.
El viernes el mexicano Jaime García perdió el juego perfecto y luego el sin hit en la octava entrada, pitcheando para los Cardenales de San Luis; el sábado, el mexicano Yovani Gallardo de Milwaukee regresó la hazaña y tiró ocho entradas con un solo hit, que recibió precisamente en esa entrada; en la semana hubo dos sin hit, y ya van tres de uno en la temporada, que apenas está llegando a la quinta parte del calendario; el sábado hubo seis blanqueadas. Hoy domingo dos. ¿Será efecto de que los bateadores ya no están consumiendo esteroides, o son los pitchers los que los están probando? Adrián González, para quien pronosticaron que pasará de los 40 cuadrangulares este año, con Medias Rojas, hoy pegó apenas su cuarto jonrón del año.
En su larguísima plática con James R. Forston, Carlos Fuentes es despiadado con los críticos: “…Cuando la crítica, como sucede tantísimo en los países de habla hispana –que son los países que inventaron la envidia intelectual; esto viene desde Séneca, y en ella se quedaron, como petrificados–, sólo expresa las deficiencias y frustraciones del crítico, o es un acto de venganza, o una flatulencia privada contra un libro porque el autor no invitó al crítico a una fiesta… pues este género de crítica provinciana no sirve para nada […] En muchas ocasiones yo he querido agradecerle a algún crítico norteamericano o europeo alguna buena crítica –buena porque me ha iluminado, me ha enseñado algo, aun cuando el libro no le haya ‘gustado’ al crítico en cuestión–, pero mis editores me lo han prohibido y los críticos mismos han dicho que no quieren conocerme, que ellos quieren leer los libros y criticarlos con la mayor objetividad, información e inteligencia […] Debería mediar un océano entre el crítico y la obra criticada […] Existe cuando la hacen los escritores. Cuando Octavio Paz hace crítica, o cuando la hacen José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Ramón Xirau, Julieta Campos o Salvador Elizondo, entonces sí estamos ante críticos serios. Pero son siempre escritores que saben lo que cuesta escribir, no dómines iletrados que expresan sus frustraciones gracias a la pequeña atalaya de una columnita en una pequeña revista que se lee en las peluquerías…” [¿Se refería a la revista Siempre!, donde colaboraban casi todos los que mencionó como buenos críticos y que era de las que estaban en todas las peluqierías?] En una charla con Miguel Ángel Queimán, recopilada por Jorge F. Hernández en Carlos Fuentes: Territorios del tiempo, afirma: “Yo no escribo crítica negativa, celebro autores y libros que me gustan, es lo que hago, sobre todo cuando escribo. Rara vez he escrito alguna cosa adversa, mucho menos negativa o vengativa, contra un escritor. Para mí la crítica es, en primer lugar, una celebración, un goce, una albricia, un anuncio, una anunciación casi en el sentido cristiano religioso. Pero más allá de eso, un intento de encontrar la correspondencia que la obra reclama, la correspondencia crítica […] Cuando esto se da en el grado más alto, cuando realmente la crítica corresponde a la obra, es casi una obra tan buena como la que le dio origen […] yo creo que tratar de limitar una obra a su temática o decir ésta no fue la intención del autor, es un insulto al autor, todos sabemos que al escribir cuántas cosas se dan cita en una obra, cuántas cosas confluyen, cuántas influencias, lecturas, sensaciones, cuántas referencias que no aparecen en la obra, están en el ánimo del escritor y reaparecen en el ánimo del buen lector, lo que pasa es que hay buenos lectores y malos lectores, y buenos y malos críticos. No hablemos de eso.” En Los narradores ante el público, dijo una frase más contundente: “esta comunidad literaria canibalística, en la que la competencia se confunde con la riña y la crítica con la insidia.”
En ese mismo ciclo de conferencias autobiográficas, José Emilio Pacheco dijo: “Rodin aconsejaba no temer las críticas injustas. Sólo aceptar las que confirman una duda. Lamentable o venturosamente, siempre tengo dudas […] Elogios o censuras debieran encontrarnos lo bastante ocupados en escribir como para que nos afecten […] Puesto que he subsistido gracias al periodismo literario, con la mejor intención algunas personas suponen que soy o pretendo ser un crítico. No es verdad. Me interesa, nada más, hablar de lo que me gusta. Siempre desde el ángulo de un lector vocacional, nunca de un crítico. No es por comodidad: al elogiar lo que admiro cubro mi obligada cuota de enemigos más amplia que al atacar a alguien. Cuando me he ‘metido’ contra un libro, recibo sólo felicitaciones: a todos les agrada que dé en otro blanco la bala que pudo rebotar hacia ellos.”
Al hablar Fuentes sobre Monsiváis, si particularizamos, parece que se equivoca: una nota suya en la Revista de la Universidad de México provocó una enemistad entre él y Luis Spota que duró muchísimos años, y que no terminó ni bajó de tono; quien la haya leído no pensará que fue dictada por la generosidad, aunque no pueda desmentirla; la crítica que hacía Monsiváis en El cine y la crítica era demoledora, como también lo eran sus comentarios incluso de su sección de recortes “Por mi madre, bohemios”. Una nota suya provocó la renuncia de Jorge Ibargüengoitia a la Revista de la Universidad.
¿Las críticas de Raúl Prieto contra la Real Academia serían igual de contundentes si hubieran sido escritas con generosidad, con ánimo de enmendar los errores; digamos, crítica constructiva? La respuesta es obvia.
En Trazos, Juan García Ponce recoge varias críticas generosas sobre teatro, directores, actrices, pintores, escritores: ninguna es tan memorable como la nada generosa nota contra una revista monográfica sobre pintura mexicana escrita por Alfonso de Neuvillate, en la que no se advierte el deseo de ayudarlo a mejorar, que es lo que dicen los escritores que deben hacer los críticos. Cuado muchos años después hubo una nota acerca de De Anima, imitando esa nota contra Neuvillate, se molestó tanto como debe haberlo hecho Neuvillate con García Ponce.
Alfonso Reyes, escritor amable sin perder inteligencia; sabio y de una escritura excelente, y quien siempre tenía palabras de aliento para todos, llenaba sus conferencias acerca de las letras mexicanas con tantas flores como macetas, más divertidas las segundas que las primeras; pese a esas y muchas otras opiniones que a veces marcaban a los criticados, resintió hasta el alma los desalmados y despiadados señalamientos que le hizo Salvador Novo a sus Cuestiones gongorinas, en donde no había comentarios, sólo “dice” y “debe decir”; la larga amistad entre ambos no hizo que menguara el dolor por aquellas apostillas.
No niego que algunos críticos se solacen al escribir una nota negativa; hay algunos reseñistas, a los que no debe negárseles el epíteto de críticos aunque sus notas sean breves y tengan más el sentido de anuncio que de un trabajo largo, que tratan de equilibrar: dos notas negativas, una positiva, una negativa, dos positivas; las notas positivas deben estar muy bien escritas y señalar aciertos que no vean otros lectores, porque si no, pasan inadvertidas; muchas parecen calcas de las solapas y de las cuartas de forros de los libros reseñados. Hay comentaristas cuyas notas positivas se leen sin interés, y en cambio, los lectores gozan cuando hacen notas negativas.
¿Pero existen notas negativas? Sólo las hechas por encargo para atacar a alguien: porque no pertenece a su círculo, porque tiene ideas políticas opuestas a las del reseñista (o su jefe), porque el crítico considera enemigo al autor de un libro, o lo hace como portavoz de un grupo mafioso, aunque sus integrantes ataquen a los miembros de otras mafias. Pero nadie, ni siquiera Paz o Fuentes, cuando hicieron crítica, pretendían señalar errores para enmendarlos; particularmente en el caso de la crítica cinematográfica, la menos amable que se ha escrito en México, pretendía que con ellas los directores, o actores, mejoraran su trabajo. De buena fe, pero se dedicaron a señalar errores; a veces, sólo los describían; otros, con aliento parecido a la mala fe, se solazaban en ellos.
La crítica debe ser desinteresada; no debe pretender mejorar una obra; los políticos piden a la gente que no critique, que proponga soluciones; o sea, que le hagan el trabajo, y además sin molestarlos. Claro que las reseñas, cuando hay –el género ha sido sustituido por los cebollazos o por las entrevistas, que le ahorran al crítico el trabajo de leer–, tienen más el propósito de anunciar a los lectores la aparición de algún libro, y a veces, celebrar la reedición de títulos importantes; pero no basta el solo anuncio: hay que avisarle qué puede esperar de los libros: lecturas entretenidas, gozosas, indispensables, y por dónde encontrarlos: la trama, los personajes, las anécdotas, las referencias cultas o populares, el lenguaje, la estructura; en dónde está lo original, o cuando menos lo novedoso; no siempre se está preparado para las sorpresas: un cambio en el estilo de uno de los autores favoritos, un nuevo escritor que desde el primer libro asombra, el “fracaso” de un autor renombrado, un trabajo excelente de un escritor rutinario; no todos los reseñistas están capacitados para leer diferentes géneros, ni tienen por qué estarlo, para eso se especializan en narrativa, o en sociología, o en historia; pocos se animan a entrarle a la poesía, y por ello, cuando comentan un libro de ese género, se dedican a transcribir párrafos hasta llenar las dos cuartillas requeridas. La incomodidad que representa encontrar un libro malo de un autor al que se le admira, y la más grave aún que representa el libro malo de un amigo, dispuesto a retirarle el habla al comentarista que no la considera obra maestra, y de ofenderse si no la comenta.
Si la reseña sirve para recomendar libros, ¿por qué entonces mencionar alguno malo, o hacer una reseña “negativa”, cuando hay tantos libros no tan malos? Porque es obligatorio advertirle al lector que se encontrará con datos equívocos en fechas, en precisión de datos, en transcripciones fallidas, en erratas o errores que no siempre cambian el sentido del texto, pero que le quitan credibilidad al que comete el error, o al que hizo la traducción. Porque la prosa se envicia con frases incorrectas, que pueden pasar al lenguaje cotidiano y empobrecerlo más, contaminado por la televisión o el radio o el mal periodismo; y no es que los críticos vayan a enderezar el mundo, pero cuando menos que quede constancia; algunos lectores tomarán cuenta de ello; la escritura por lo regular es apresurada, y muchos autores no advierten sus propios errores, y los resultados suelen ser grotescos.
Claro que hay críticos malvados y perversos; no tanto los que gozan al encontrar un error y señalarlo, sino los que se desquitan de las enemistades que van sembrando a lo largo de su vida; y cuando ya hicieron una reseña favorable, la enmiendan en una edición posterior, no corrigiendo sus propias erratas, sino cambiando el sentido: así, una frase como “A Fulano le rezumba el mango para narrar”, lo convierten en “si le rezumba el mango podría crear en lugar de transcribir”.
Claro que hay críticos que en sus lecturas muestran que no tienen lecturas, ¿pero qué puede hacerse con ellos? Claro que hay otros que no critican, sino que relatan y develan su vida sentimental. ¿Y qué pueden hacer las afectadas?
Pero para volver al motivo principal, insisto en que la crítica debe ser desinteresada, imparcial y lo más objetiva posible, aunque el criticado sea un amigo entrañable; tanto, como entrañable son dos anécdotas: Manuel Gutiérrez Oropeza tomó el relato que un amigo pidió leyera y opinara; aunque estaba ubicado en los años ochenta en un ambiente citadino, Manuel comenzó a leerlo como si fueran personajes de Rulfo, con tono y entonación rural; el efecto fue contundente; el autor, ahora célebre, no lo soportó y destruyó el cuento; la otra anécdota que me obsequió Roberto Sosa: Armando Calvo enfermó repentinamente, y debió ser hospitalizado: el pronóstico era grave; su amigo José María Linares Rivas, uno de los grandes villanos del cine mexicano y que veía a las mujeres (en el cine) con una expresión de deseo muy elocuente, no dejó de estar a su lado mientras duró la gravedad, con una fidelidad asombrosa, aunque cotidiana en el ambiente artístico; al enterarse, varios amigos fueron al hospital; al encontrar a Linares Rivas, con la cara entre las manos, angustiado, uno de ellos le preguntó: “¿Cómo está Armando?”. Y con su expresión característica, y voz contundente, respondió: “¿Lo viste en el Tenorio?”; (fue uno de los Don Juan más popular en el teatro en España y en México). “Sí”, le contestó el interlocutor. “Está peor”, concluyó Linares Rivas.
El viernes el mexicano Jaime García perdió el juego perfecto y luego el sin hit en la octava entrada, pitcheando para los Cardenales de San Luis; el sábado, el mexicano Yovani Gallardo de Milwaukee regresó la hazaña y tiró ocho entradas con un solo hit, que recibió precisamente en esa entrada; en la semana hubo dos sin hit, y ya van tres de uno en la temporada, que apenas está llegando a la quinta parte del calendario; el sábado hubo seis blanqueadas. Hoy domingo dos. ¿Será efecto de que los bateadores ya no están consumiendo esteroides, o son los pitchers los que los están probando? Adrián González, para quien pronosticaron que pasará de los 40 cuadrangulares este año, con Medias Rojas, hoy pegó apenas su cuarto jonrón del año.
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