martes, 7 de junio de 2011

Enfermedades reales, enfermos imaginarios

Tengo antecedentes; debería ser como mi padre, a quien, para aliviarse las pocas veces que se enfermó, le bastaba con comprar las medicinas y traerlas en la bolsa del saco, sin necesidad de ingerirlas; a veces ni las compraba, la receta del doctor Díaz Valencia o de Feria Medina era suficiente para sanarlo. Mi madre en cambio se sabe la fórmula de todas las medicinas que hay en el mercado, y hasta algunas que ya desaparecieron, como el Enterovioformo, y para qué sirven; uno de mis tíos, considerando que algún día debían extirparle el apéndice, se presentó en el sanatorio que estaba en el condominio Insurgentes y logró que lo operaran al día siguiente, en una travesía casi tan divertida como cuando a Novo le extirparon el apéndice, y temía que en ese hospital no supieran cuál era el apéndice.
Hay muchos chistes sobre los hipocondriacos, pero somos muchos, y además expertos en enfermedades, tratamientos y consecuencias de los tratamientos. Gracias al Diccionario de Especialidades Farmacéuticas, que tiene el buen humor de poner la fecha de su caducidad en la portada, estamos aterrorizados cada vez que el médico nos receta un medicamento cuyos componentes, advierten, pueden curar, o causar la muerte, asegún, pasando por diferentes etapas, como inflamación de las manos, pérdida de la sensibilidad (no dicen si emocional; estaría bien), atarantamiento, pérdida de la conciencia; lo que no advierten es que la somnolencia es natural al ingerirlas, y cuando a la hora de tomarlas uno comienza a sentir sueño, intenta vencerlo porque dormido uno no va a sentir a qué hora regresa la sensibilidad.
Van dos veces que me atacan esas reacciones; una, en los años sesenta, por tomar dos antigripales en vez de uno: no pasó de una hinchazón en los labios y la aparición de unos granos que tardaron un mes en desaparecer; otra, hace cosa de un año, cuando una comida me provocó una infección que no cortaba ni el Treda, ahora de venta restringida; dos analgésicos en menos de dos horas hicieron efecto: no suprimieron el dolor, pero apareció la insensibilidad creciente en el lado derecho de la cara con un poco de inflamación; desde entonces cargo un antiestamínico a todos lados, por si las dudas.

Antes pensaba que la mejor lectura para los hipocondriacos era la Enciclopedia Espasa-Calpe, y me parece increíble que grandes lectores de diccionarios y enciclopedias no hayan advertido sus cualidades: trae los síntomas de cada enfermedad, la intensidad de los dolores, y la inminencia del peligro, con una exactitud que ni los médicos pueden reproducir; muestra de tal modo las diferencias entre una apendicitis y una colitis, por ejemplo, que un enfermo imaginario no puede dudar cuál es el mal que lo está aquejando; ilustra al lector sobre enfermedades poco frecuentes, lo que permite lucirnos: “tuve traqueítis”, que desde luego intentan corregir: “¿no será traqueatitis?”, y más nos lucimos al explicar la enfermedad, la causa, la duración del mal, la convalecencia y el nombre, y otros ilustres que la hayan padecido. No están excluidas más que las enfermedades nuevas que asustan a la gente para luego decir que no fue para tanto, pero qué bueno que nos asustamos y así aprendimos que hay que estornudar sobre la “parte interna del codo” (¡) y lavarse las manos seis veces al día. Pero hasta las enfermedades descontinuadas están descritas con tanta pasión que uno sabe que no las escribió un médico, sino un médico hipocondriaco. Aunque la coreomanía y el sudor inglés nadie las describe mejor que Ruy Pérez Tamayo.
Envidio a los mejores hipocondriacos; las enfermedades reales e imaginarias que sufrió Salvador Novo (y que sigue sufriendo: los malos lectores) son documentadas de manera magistral: sus gripes anuales eran motivos de crónicas estupendas, divertidísimas, que además le permitían desahogarse contra el patrón Elías, que regularmente era quien se la transmitía en sus comidas semanales; cinco o seis de ellas están entre sus mejores ensayos; y se cebaba en otros, como cuando don Daniel Moreno resbaló en la Capilla, se fracturó una pierna, y Novo pensaba que podía ser el motivo por el cual Moreno dejara de escribir durante varias semanas. O la ya referida extirpación del apéndice, innecesaria, pero sugerida por su jefe Carlos Chávez quien no soportaba la idea de morir solo a consecuencia de la operación de un apéndice inútil (ni tan inútil: acaban de descubrir que tiene una función que antes desconocíamos, enfermos reales e imaginarios, y nuestros médicos).
Carlos Monsiváis, quien tanto le debió a Novo, no recibió como herencia la hipocondria, como sí la recibieron José Antonio Arcaraz, que era un hipocondriaco extraordinario, y José Ramón Enríquez, quien ha padecido unas magníficas enfermedades imaginarias, pero su médico lo ha desencantado al comprobar que esas enfermedades no podía sufrirlas él.
Otro hipocondriaco excepcional lo ha sido José Luis Cuevas, cuyos relatos son ejemplares, pero que no puedo reproducir porque el libro que los recopilaba fue extraído de mi casa por una seudoperiodista, PT (pronúnciese como quiera el lector) que acompañaba a Héctor de Mauleón y a Alejandro Toledo, con el pretexto de que iba a ser una reseña que ni entregó ni devolvió el libro, lamentablemente agotado.
No tan buen hipocondriaco era José Donoso, porque las enfermedades imaginarias las convertía en reales; un hipocondriaco con limitaciones es Carlos Fuentes, a quien sólo le aparece una úlcera, y la combate escribiendo; los otros males no lo han atormentado tanto como las úlceras, y han sido reales; por fortuna, las ha combatido precisamente por el miedo del hipocondríaco, y no ha dejado que avance, como muchos que no hacen caso de los síntomas.
Claro que los médicos le sirven poco a los hipocondriacos; los inteligentes, como Carlos Macías, porque se abstienen de decirle al paciente cuál es la causa de su malestar, y lo dejan con la duda; otros, menos inteligentes, reaccionan con indignación: “no tiene usted nada, sólo tiene que cuidarse”. Por ellos, los insensibles y poco inteligentes, es la no tan infrecuente lápida “Se los dije” (que necesita un corrector: lo correcto es “se lo dije”, porque el verbo es singular). O “¿No que no?”, a la que le ponen acento indebido en “que”. Hay médicos con los que uno no puede comer, porque se la pasan advirtiendo de peligros, pero sin proponer opciones gastronómicas.
Pero eso es para los malos hipocondriacos, los que sufren una enfermedad imaginaria pero que desean tenerla, para así hacer sentir culpables a los cónyuges y a los hijos: “¿ya ves que no estaba fingiendo?”; los hipocondriacos buenos padecemos solos, a lo mucho atosigamos a una o dos personas; el hipocondriaco tiene cruda y se siente morir, como mi amigo RV; tiene colitis y ya se siente operado del apéndice; el buen hipocondriaco es como García Márquez, quien fingió tan bien un padecimiento sólo para quedarse a oír chismes inconvenientes para su edad, y a causa de ello le extirparon las amígdalas; el hipocondriaco real tiene gastritis pero no deja de sazonar con salsa mexicana hasta los chiles rellenos y los ñoquis.
Somos bombardeados: en medio de una película divertida como Mi querido Capitán, promueven remedios contra la inflamación de la próstata, contra el ardor de las hemorroides o del pie de atleta, o para combatir la diabetes, y le dejan a uno la preocupación: “o sea que…”, se queda uno pensando. Los doctores crueles dicen “ha de haber una infeccioncilla leve por ahi. Pero no deje de avisarme, aunque sea a medianoche”, y ahí va uno corriendo al Diccionario de Especialidades Farmacéuticas para ver qué males combate el medicamento recetado, qué pasa si se lo toma uno con cerveza, o peor, con leche (porque anula el efecto benigno de los antibióticos, aunque por otro lado amortigua los efectos efímeros pero temibles de algunas medicinas, que provocan gastritis), qué inconvenientes puede provocar aunque uno no haya dado muestras de alergia a sus componentes; con qué otros medicamentos no debe combinarse, y en cuánto tiempo se espera que haya reacción.
A Salvador Novo un médico cruel le recetó, no sólo medicamentos incómodos para la gastritis, también lo condenó a una dieta de campo de concentración; ante sus quejas, el médico le dijo que era esa dieta lo mejor para combatir los malestares; “yo mismo la llevo”; Novo se vengó invitándolo a una cena; lo sentó a su izquierda; los meseros comenzaron a servir un mole de olla que todos vieron complacidos; al llegar al médico, y a Novo, los meseros se fueron a la cocina con el mole de olla y le llevaron a ambos un caldo insípido y unas piezas de pollo hervido; el médico protestó: “yo quiero mole de olla”; “usted y yo somos los enfermitos, es la dieta que tomamos”; “¡está usted curado, ya no necesita la dieta, que nos sirvan mole de olla a los dos!”; pero no todos los médicos son igual de rápidos para curar. Hay unos más crueles, como aquel acto de los Polivoces, en que un dentista tenía el letrero que anunciaba los precios: “extracción sin dolor, 50 pesos; extracción con dolor, 500 pesos”, y cuando el paciente se quejaba, advertía: le va a salir más caro. Los dentistas son antihipocondriacos, porque en cuanto uno abre la boca, exclaman: “Uy, ¿por qué no vino hace dos años?”. Carlos Fuentes dice de uno de sus personajes que era “más mentiroso que un dentista”. Pero no hay que dejar de temerle, sobre todo después de leer Los Buddenbrook.
Porque los auténticamente crueles son los que palpan el vientre y comienzan a sugerir síntomas que uno no había sentido, y que surgen en ese momento, provocando entusiasmo en el enfermo; y después de todo, afirman: tómese un tecito de manzanilla en la nochecita.

Cuatro o cinco veces he tenido apendicitis, mi enfermedad favorita de la adolescencia, pero Feria Medina la descartó en todas las ocasiones; de las diez veces que he contraído traqueítis, sólo dos veces ha sido reales; tuve pulmonía en agosto de 1959, cuando salí al frío la noche en que José Medel derrotó por decisión al Toluco López, el primero de ese mes, en la Arena México, aunque varias veces he creído que un ligero resfriado es pulmonía; en cambio, con la influencia, ni me di cuenta; he combatido la gastritis porque en la peor época me pasaba la noche esperando un infarto, por el dolor invasivo, hasta que en un capítulo de Quincy vi la similitud de los síntomas y me pareció despreciable; la combatí, sin eliminarla, porque no es para tanto, con sólo dejar de cenar leche condensada, o tomando un digestivo después de comer mole. No dejo de creer que los lunares que siempre he tenido son nuevos, o han crecido.
Pero mi condición de hipocondriaco honorario me permitía asustar a los compañeros de trabajo, todos hipocondríacos inexpertos; cuando relataban los síntomas me adelantaba al diagnóstico del médico y adivinaba qué medicina le recetarían, la dieta, el tiempo en que tardarían en sanar, pero agregaba los peligros, reales o imaginarios, que además no podían combatir porque el horario del periódico obligaba a desayunar a mediodía, a malcomer en la noche, y a llegar a cenar en pleno sereno. Ayudé a sanar a varios, pero provoqué angustia en la mayoría, le advertí del peligro que representaba la comida que más apetecían, y amenacé con crisis irremediables si probaban una vez más su bebida favorita. Los hipocondriacos no tenemos por qué sufrir en soledad. No es justo.

En el torneo de tenis de Roland Garros hubo varios aspectos que hay que destacar: el reconocimiento de alguno de los cronistas de la obligación del periodista a no tener favoritos en un juego; su incapacidad para ver las cualidades de la campeona Na Li, o el berrinche cuando Federer hacía una buena jugada; también, que uno de los defectos de Sharapova es que es muy mala perdedora, lo cual es una advertencia para su marido; lo más admirable es que el público todo usaba sombrero; los médicos mexicanos están advirtiendo de la necesidad de que regrese la moda que interrumpió López Mateos, y ya cuando van a comprarlo, los pacientes lo usan como paliativo, no como protección. De pronto, en el Metro, en el pesero y en algunos restaurantes vuelve el sombrero, pero no lo usan los pelones ni los calvos, y los modelos disponibles no se sabe si son masculinos o unisex; ojalá que los sombrereros recapaciten y vuelvan a traer tantos modelos como había en los ochenta, cuando estuvo a punto de ponerse de moda otra vez, y como está de moda en París.

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