martes, 13 de agosto de 2013

Más del Tío Pepe y otras desapariciones; Beatles, disco a disco

Al hablar del Tío Pepe omití algunos detalles importantes: los tres meseros eran amables, no interrumpían las pláticas, sabían desde la tercera visita de los asistentes cuáles eran sus bebidas favoritas (Marco Antonio Pulido primero un tequila y después Coronas; Juan José Utrilla tequila, Coronas y a veces algún ron; Salvador, Coronas; Miguel Capistrán, sus infaltables Camparis, nunca más de cinco; la única vez que lo cambió por vino lo pagamos caro todos; Víctor Kuri, Coronas; Víctor Díaz Arciniega cambiaba de cerveza dependiendo del clima; yo primero Negra Modelo, hasta que llevaron Pacífico, que tomé siempre en micheladas –¿así que yo soy el responsable?, preguntó Utrilla la primera vez que pidió una michelada–;  Diego, Corona –una por sesión). Pero había otros elementos: el dueño estaba, casi siempre, en el rincón de la cantina, con dominó ruidoso pero divertido; se acercaba a saludar, pero nunca importunaba ni llamaba la atención a los meseros, quienes siempre estaban al pendiente e incluso conocían nuestro ritmo, ni presionaban; uno de los meseros, que ya se sabía nuestro ritmo, nos tenía reservadas dos mesas al centro, para ver quiénes entraban, porque muchos que fueron por primera vez la confundían con El Quijote; cuando entró la nazi ley que impide fumar en público, nos reservaron mesas al fondo; todos los viernes, alrededor de las cinco en punto de la tarde, nos esperaba en la entrada, e iba por la bebida preferida de quienes llegábamos, en el orden que llegábamos. Nunca nos transó con la cuenta, aunque una vez alguno de los de la caja quiso hackearse una tarjeta de crédito, pero el banco lo bloqueó; como no nos constaba que hubiera sido allí, no lo denunciamos, pero comenzamos a pagar en efectivo.
                Casi siempre la botana consistía en uno, dos o tres platos de cacahuates; cuando entraba la noche llevaban chicharrones, que tenían bastante grasa; los sábados después de la tertulia eran incómodos porque la cerveza y el aceite no se llevan. No sé qué eran mejores, las tortas o las quesadillas, pero en más de una ocasión guardamos silencio varios minutos por comer para restaurar energías.
                Antes de las tertulias me reunía con Marco Antonio Pulido y con Juan José Utrilla en El Grano de Oro, en la Narvarte, a una cuadrota de la Comercial de Pilares; al principio, por comodidad, pedíamos un kilo de carnitas para los tres; después, por más comodidad, una orden (poco más de un cuarto de kilo) para cada uno; allí tomábamos dos cervezas, y nos trasladábamos al Sanborns de División del Norte, por el pasaje del Metro, sin tener que cruzar División; allí seguíamos con cervezas, hasta que el cantante interrumpía, a las siete en punto, destrozando las canciones de Álvaro Carrillo; a veces aguantábamos, y a veces las aguantábamos cambiando la tercera cerveza por una cuba libre (que ya no se llaman así) hasta que descubrí que cuando me daba el aire era como si tomara cuatro o cinco veces más. En un par de ocasiones se nos unió Gerardo de la Torre, para hablar de beisbol y, con Utrilla, de sus experiencias en el Hipódromo, que para ser justos, eran las anécdotas preferidas por todos los asistentes de las diversas tertulias, y lamentamos que Juan José las guarde celosamente.
                Por motivos de trabajo y con el pretexto de ajustar cuentas, mis comidas de trabajo con Ramón Córdoba eran en El Grano de Oro; allí le conté la anécdota de la secretaria que le hizo una pregunta no capciosa, inocente, a Arturo Serrano acerca de Robinson Crusoe, y que Ramón utilizó en su novela; en El Grano de Oro se la revertí; hace unos meses quedamos de vernos allí, para hablar de los libros de Carlos Fuentes, y encontramos que estaba cerrado, sin letrero que hablara de remodelación, cambio de sede, ni nada. En el otro Grano de Oro pregunté por el destino de la original y sólo me enteré de que el dueño, casi sin advertir, decidió cerrar, sin dar oportunidad a los empleados a que la compraran y la continuaran. Ese local es famoso entre los fanáticos del cine mexicano, que lo usó como una de las taquerías de Tacos al carbón, una de las más divertidas cintas de la tercera época de Alejandro Galindo, en donde Vicente Fernández tiene una amante en cada taquería; en ella Victorino es uno de los meseros. Al cerrar de esa manera se perdió uno de los lugares donde podían comerse carnitas sin necesidad de aplicarse la vacuna triple. Y al parecer, El Tío Pepe cerró también de manera imprevista.

Un amigo enfermó de resfriado, y sus diligentes trabajadoras le aplicaron cuanta medicina tuvieron en mente; cuando lo supe insinué que dejaran de ver Dr. House, que va de uno a otro remedio, hasta los caseros, para salvar a los pacientes; pero no se toma en cuenta que en la trama pasan varios días y pueden ensayarse muchos tratamientos, incluidas las oraciones religiosas; pero en un solo día intoxican al más resistente de los enfermos. La desaparición de una niña en su propio hogar indignó a los cotidianos de las redes sociales, que exclamaban que los buenos detectives solucionaban casos más complicados en una hora. La televisión deforma hábitos, ritmo de vida, costumbres, a tal grado que las familias latinoamericanas consideran un lujo tener seis libros no escolares en sus casas; no sabemos leer, y nos asombramos de algunos giros; lo más extraño es que los mismos estadounidenses, que cuando menos cuidan el lenguaje y las formas, acaban de estrenar dos series televisivas: The Killing y The Following. ¿Cómo lo traducen? Son gerundios, y los gerundios, al menos en español, deben ir acompañados de verbo: “está lloviendo”; el verbo puede estar implícito; algunos escritores, quien sabe por qué en especial los colonialistas, gustaban de empezar frases con gerundios: “En comenzando el día”; o los lúdicos: "Desnudando a la doncella”. Pero al agregar el artículo, ¿qué hacemos?: ¿Los asesinandos?, ¿Los siguiendos?

A mediados de 1962 Adolfo Bioy Casares decía que el futbol había desvirtuado uno de los principales objetivos del deporte, que es el de enseñar a la gente a saber perder; en el beisbol el equipo que más juegos ha ganado en una temporada, los Indios de Cleveland (111 en 154 partidos) tuvieron un porcentaje de .721 en triunfos y derrotas, es decir, 28 por ciento de derrotas. Cuando no se sabe perder no se sabe ganar; pero ya no es privativo del futbol soccer, que por algo se llama soccer; para ganar, los ciclistas toman esteroides; para ganar, los integrantes del futbol (americano) toman esteroides; para ganar (dinero), los beisbolistas toman esteroides. Algunos cínicos los justifican: lo hacen para estar en mejor forma; no consideran que lo hacen sacando ventaja a sus competidores; es como ligarse a una mujer haciendo chismes del pretendiente que desconoce que se ven a escondidas. Tiene razón Jack Clark: qué asco McGwire, qué asco Sosa, qué asco Palmeiro, qué asco Clemens, qué asco Álex Rodríguez; afirma que Alberto Pujols tiene números similares a los de Stan Musial con ayuda de esteroides; sólo que por decirlo ya lo corrieron de la chamba.

*No es necesario acudir a todos los antecedentes, porque ellos lo contaron con prodigalidad: Chuck Berry, Gene Vincent, Elvis Presley, Bill Halley, Fats Domino, Little Richard, Carl Perkins y hasta Peggy Lee. Tal vez, Buddy Holly el principal, porque de él tomaron nombre, actitud y deseos de experimentar.
                Aunque cuando aparecieron los tres discos dobles de Anthology escuchamos las versiones que no llegaron a los acetatos, y hay muestras de lo que hicieron cuando adolescentes-niños, el primer trabajo discográfico de Beatles fue su colaboración con Tony Sheridan en Hamburgo, dirigidos y producidos por un músico muy profesional, Bert Kaempfer, aquel que sonó mucho en los años sesenta con “Ritmo africano”, “Rosas rojas para una dama triste”, “Ojos españoles”. Sheridan, británico, tenía mucho éxito en los clubes hamburgueses, que fue cuna de gran parte de la música de esos años. Kaempfer quiso aprovechar ese éxito, y pensó que los Beatles eran el conjunto de Sheridan, porque así se acostumbraba: un cantante con un conjunto de respaldo (Gerry & the Peacemaker, Freddy & the Dreamers, Gene Vincent & the Blue Caps, Buddy Holly & the Crikets). Ésa fue una de las audacias de Beatles: eran un conjunto que se alternaban cantando, y en que todos tocaban para todos.
                Esa colaboración resultó brillante y decisiva: Kaempfer firmó al conjunto por tres años, y grabaron Tony Sheridan with the Beatles, aunque cuando ellos fueron muy populares cambiaron el nombre por The Early Tapes of The Beatles, The Beatles with Tony Sheridan, Tony Sheridan and the Beat Brothers (no se sabe quiénes eran los integrantes de este conjunto). Circuló como LP desde que se hicieron populares en Estados Unidos, aunque hasta 1984 apareció el compacto, que no mejora la calidad del sonido del acetato; también circuló en México un EP con “My Bonnie”, “Why”, “Cry for a Shadow” y “The Saint”, aunque hubo otra versión que en vez de “Why” incluía “Sweet Georgia Brown”, y otra en que incluía “Ain’t she’s sweet?”, que fue la primera canción comercial en que canta John Lennon.
                El disco muestra algunas de sus cualidades, pero no todas: por lo regular el acompañamiento que le hacen a Sheridan es más que correcto, a ratos excelente: una magnífica guitarra rítmica de Lennon, aunque a veces pierde el paso, y a veces entabla un diálogo muy entusiasta con Harrison; por su parte, éste comienza por establecer su estilo: su guitarra solista se destaca por las notas agudas, con las cuerdas más altas, muy limpia y bien fraseada, excepto en “My Bonnie”, donde toca con las cuerdas bajas. Sobre todo, se muestra muy disciplinado: sólo en  algunas partes de algunas piezas se desata y como que improvisa; “Cry for a Shadow” , que es instrumental, le permite lucirse; por lo general toca en los puentes algunas partes no muy sobresalientes en cuanto a improvisación, pues siguen el estilo de Elvis Presley, de quien Sheridan sigue el ejemplo: cambios de tono de bajo a barítono (“Nobody’s Child”); en algunas piezas Harrison puntea el final de cada verso (“Let´s Dance”, “Why”); en algún puente (“Sweet Georgia Brown”) toca alternando frases con Lennon, quien suele rematar las piezas con un rasgueo, como si fuera su firma.
                Quien se ve más aventajado es Paul McCartney, que se sale de la función tradicional del bajo en el rock por esa época, y retoma el que juega en el jazz: improvisa, más que marcar el ritmo (la base rítmica: en el rock, se le llama “guitar bass”) traza una melodía alterna con dos o tres notas por verso, y da el paso a la guitarra solista. Por su parte, Pete Best cumple de manera más que adecuada con la batería, y se limita a establecer el ritmo de la pieza; a ratos, como en “Cry for a Shadow” toca algún redoble, pero de inmediato se disciplina.
                Lo más sobresaliente del conjunto en este disco es su labor en los coros; en muchas de las piezas de todos sus discos posteriores cantan segunda o tercera voz, a veces las voces secundarias contestan un verso del solista, a veces lo contradicen (ya lo iremos oyendo), pero la mayoría de las veces los coros lo forman sin palabras, como en casi todo este disco, en que sólo cantan con palabras en “My Bonnie”, completando los versos de Sheridan.
                Como dato curioso, “Sweet Georgia Brown” fue grabada meses después que las otras piezas; casi todo el disco se grabó entre el 21 y el 23 de junio de 1961, excepto ésta, en diciembre, cuando los Beatles estaban por recuperar el contrato que los obligaba a tocar a la sombra de Tony Sheridan (éste nunca quedó resentido; hay testimonios de que se parrandeó varas veces con ellos y tuvo amistad cercana con los cuatro, pero la historia lo opacó). Curiosamente, con las mismas pistas, Sheridan regrabó la pieza, por su cuenta, y modificó uno de los cuartetos para sustituirlo por uno que hace alusión al cabello largo del cuarteto, y al club que ya habían formado sus admiradoras en Liverpool. Esta regrabación es la que se encuentra en los discos que circulan, incluida la versión de lujo aparecida hace poco más de un año. La versión original sin la mención a las greñas sólo se incluyó en los EP alemanes; cuando llegó a México ya estaba la pieza sustituta.
                Regreso a los coros: pocos conjuntos han cantado mejor las segunda y tercera voces que los Beatles, sobre todo en el rock; si hubiera un equivalente mexicano, podría mencionarse a Pedro Vargas, quien le hizo segunda hasta a Agustín Lara, que no tenía voz; y en el rock, lo más próximo es Paul Simon, quien no tenía mejor voz que Art Garfunkel, pero sí lo suficiente como para acometer la primera en alguna de las mejores canciones del dueto.
                Los coros que le hacen los Beatles a Sheridan son excelentes, vigorosos, suenan irónicos, y los acompañan con aplausos, que después usaron sobre todo en sus primeros discos, y que le dieron gran dinamismo a sus canciones más vitales. En “Cry for a Shadow” gritan de entusiasmo, pero se oyen muy lejanos. Esos gritos los usaron también en otras piezas posteriores, como “Yellow Submarine”.

Dieron un paso atrás con la sesión para Decca; en los años ochenta la disquera dejó que aparecieran discos pirata con esa sesión, que no es mala, pero, como se sabe, Decca prefirió contratar a otro conjunto, Brian Poole & The Tremeloes, en vez de a los Beatles; entonces no había tantos lugares para los rocanroleros. Esos discos pirata los controlaba la disquera, si no, cómo se explica uno que no incluyeran en esos acetatos (y después en los muchos discos compactos) tres canciones de la autoría de McCartney-Lennon, como firmaban al principio: “Loved of the Love”, “Like Dreamers” Do” y “Hello Litlle Girl”. Del disco y de esas tres piezas hablaremos en la siguiente. Sólo hay que agregar que dos de las piezas fueron retomadas por alguno de ellos después: “Nobody’s Child” lo grabó Harrison con los Travellin’ Willbury en un disco con ese nombre, y “Ya Ya” lo grabó Lennon, con el seudónimo de Dad, en Walls and Bridges.

(Respuesta de Salvador Mendiola):
** En uno de estos constantes eventos públicos que se realizan en esta ciudad, donde igual se idolatra como religión que se estudia con rigor académico la obra y vida de los Beatles, Enrique Rojas, el creador e impulsor del programa de radio La Hora de los Beatles en Radio Éxitos AM, primero, y luego en Radio Universal FM, me informó, para mi sorpresa, que, fuera de Inglaterra y los EUA, México es el país donde más información se produce a diario sobre los cuatro Fabs de Liverpool y el único donde diario se transmiten programas de radio sobre ellos y sus discos. Eso me agrada lo mismo que me llama la atención, porque cuando empecé a seguirlos y admirarlos, hace medio siglo, hubo un momento donde imaginé y deseé que fueran inmortales y que su fama no dejara de crecer año con año, hasta que los volviéramos muy nuestros y muy mexicanos. Y así ya fue. Hoy entiendo que los Beatles envuelven mi vida por completo y forman una parte fundamental de la historia de la segunda mitad del siglo XX, con todo y que creo haberme alejado del fanatismo y la devoción con que se les recuerda, por eso me da un gran gusto beatlemaniaco ingresar de esta forma en tu información sobre sus discos, Eduardo Mejía.
De ese LP, titulado My Bonnie, que en realidad son muchos sencillos que grabaron con Tony Sheridan y con la producción de Bert Kaempfer, lo primero que escucho como algo notable es la ausencia de George Martin, el artista que les encontró el tono y sentido mágico, el técnico que fue capaz de darles el sonido y la forma con que ahora más les recordamos. Se nota, entonces, la intención de producir varios sencillos con su lado A, no hay ninguna intención clara de construir un LP. Escucho esas doce canciones base como grabadas al alto vacío, sin el cuerpo real de los Beatles, algo que resultó más vacío en el fallido intento de grabar para Decca. También siento que Kaempfer y ellos quisieron trabajar como si fueran The Shadows de Cliff Richards, de allí la presencia de la rola instrumental y guitarrera: “Cry for a shadow”, donde el mismo título revela esa intención. Otra cosa que me llama la atención es la forma como no tocan igual que el grupo que acompañó al primer Elvis Presley, aunque Tony Sheridan lo quiera imitar mucho, ellos intentan marcar su diferencia, la diferencia de Hamburgo, algo que Kaempfer sí les sabe aprovechar y por eso resultan perdurables la mayoría de esas grabaciones, lograron hacer que no fueran copias ni covers simples, trataron de hacer presente su propio estilo. Aunque entonces es evidente que les falta el grado de rebeldes sin causa que lograban en sus presentaciones en vivo. Imposible agregar más que no sea copia de lo que tú ya sabiamente escribiste.

                En las primeras influencias creo que hay que considerar las de Gene Vincent y Eddie Cochran; ambos estuvieron un rato en Inglaterra durante los cincuentas y afectaron mucho a lo que vendría a ser en los sesentas el rock inglés, sobre todo porque llevaron la idea de las improvisaciones y de la seria recuperación del blues, algo que afectó en diagonal a los Beatles, por lo de su estancia en Hamburgo. Pero cuando regresaron a Liverpool ésa era la tendencia de sus camaradas y competidores.

miércoles, 24 de julio de 2013

El Tío Pepe y más de artistas perdidas

Todo empezó un viernes de 2000 o 2001; quedamos de vernos Miguel Capistrán y yo con Víctor Díaz Arciniega en La Bodeguita de en medio, pero estaba lleno, y muy ruidoso; ya había llegado Víctor y me propuso que nos fuéramos a la cantina de la esquina, El Tío Pepe; entramos y encontramos un local amplio, muy iluminado, y con el único ruido de las fichas de dominó golpeadas con fuerza, como es lo debido, en una sola mesa, aunque había cuatro o cinco mesas ocupadas. Sólo esperamos a Capistrán, quien pocas veces era puntual, para despreocuparnos.
                Cuando a Víctor le aconsejaron que jugara dominó como terapia a sus muchas ocupaciones e investigaciones de Azuela y de los Contemporáneos, y Rafael Vargas también ansiaba jugar, tomamos como sede El Tío Pepe, en la esquina de Cozumel y Sinaloa, a la vuelta de donde estuvo la segunda sede de la casa de La Bandida. Al poco tiempo Rafael dejó de asistir, pero seguíamos jugando a veces dominadas, a veces rondas completas, pero se sumaron a la tertulia Juan José Utrilla y Marco Antonio Pulido, y los asistentes éramos más de los cuatro necesarios para una ronda, y la tertulia renunció al dominó y nos quedábamos de ver sólo para platicar, además de que ni Marco es aficionado al dominó y a Capistrán no le interesaba, lo que hacía los juegos desesperadamente divertidos, menos para sus compañeros de mano.
                Un día cometí una de mis erratas habituales al afirmar que “Luces en el puerto” lo cantaba un trío distinto de Los Diamantes, y Salvador González me mandó una rectificación a El Financiero, que reproduje en mi siguiente colaboración; volvió a escribirme: durante años mandaba cartas a las redacciones comentando errores u omisiones, y nadie, ni siquiera Víctor Roura, enmendaban sus errores; yo era el primero; además, mencionaba mis libros y otras colaboraciones desde principios de los años setenta y hasta de las hojitas parroquiales que me invitaban a colaborar. Después de un breve intercambio de escritos decidí invitarlo al Tío Pepe, para conocernos; al poco se incorporó a las tertulias, en las que alguna vez llegamos a ser cerca de 20; un día cambiamos de sede, a un cantina irlandesa donde vendían una cerveza sabrosísima, pero en donde a partir de las seis de la tarde empezaba la música que hacía imposible platicar; también a veces nos veíamos en La Caminera, aunque tenían orquesta escandalosa o, si no había clientela, ponían el tocadiscos de tal manera que ni podíamos charlar ni menos jugar dominó; las meseras, en hot pants, llegaban a interrumpir las pláticas; así, Jorge Córdova dejó de platicarme varios planes distraído por esas meseras.
                Alguna vez fuimos al Seps de Tamaulipas, pero ese día el tránsito femenino fue mínimo: un par de promotoras de refrescos.
                Así que lo habitual era El Tío Pepe, donde cada viernes nos veíamos y platicábamos hasta que avisaban que iban a cerrar; caminábamos al Metro Sevilla, o a Chapultepec, donde salían los peseros para la Anzures; no faltaba quien llevara auto y me daba un aventón, y no faltó quien fue atrapado por el alcoholímetro, o chocó a dos calles de la cantina; alguna vez tuvimos la mala suerte de que la tertulia cayera en 14 de febrero, y estaba atiborrada de parejas que abandonaron el lugar a las seis, y ellos regresaron a las 7, pero ya con la esposa; en otra única ocasión unas mujeres alquilaron a un trío y se pasaron tres horas cantando, según ellas, y más bien ofendiendo a Bach.
                Cuando me jubilé pensé que nos veríamos más veces, pero la tertulia fue decayendo, y con Marco Antonio Pulido comenzamos a vernos en mi casa, a razón de que mis teleles cardiacos me impiden beber más de dos cervezas, y la dictadura de la próstata me hace acudir al baño cada media hora; Salvador González, el otro contertulio más frecuente, ha vivido dolorosos tropiezos que lo hicieron ausentarse, por lo que dejamos de asistir al Tío Pepe; fue Diego el que siguió asistiendo, pero no con la frecuencia de antes. Me avisaba: “ayer cené en El Tío Pepe”; “el sábado comí en el Tío Pepe”, porque además de cantina, se comían unas quesadillas y unas tortas realmente apetecibles; Toño Sandoval llegaba a comer, casi abstemio como es.
                En El Tío Pepe adquirí una amistad para toda la vida, la de Salvador González (allí nació, indirectamente, gracias a él, México y el beisbol, de Diego y mío, que los cretinos leen al revés, La historia del beisbol en México, que es precisamente de lo que no se trata). En El Tío Pepe nos enterábamos de fallecimientos dolorosos, como el de mi  muy querida amiga Alba Rojo, y el de Emilio García Riera. En sus mesas vi por última vez a Miguel Capistrán, suspendida nuestra amistad por culpa de la editorial Océano; allí vi por última vez a mi amigo desde 1965, Paco Alvarado, antes de que cayera en la ruina y fuera rescatado por Marco Jiménez. Allí continué mi amistad con Marco Antonio Pulido que lleva 28 años de soportarme.

Hace unos días me atreví a escribirle a Salvador Mendiola; luego de 40 años de amistad y de casi 20 de no vernos, vencí mi temor:  su rigor, su despiadada crítica, su iconoclasia me aterraban; luego de ver sus juicios demoledores contra Monsiváis, contra Jaime Sabines, contra los muchos a los que se les lee sin crítica, me daban, me dan pavor, pero retó a sus muchos lectores a que dijeran cuándo dijo Juárez su famosa frase; aunque sé que no es cierto, le escribí que fue una arenga antes de la invasión de los franceses, casi en vísperas de la Batalla de Puebla; es falso, pero tiene el aval del cine, de la única cinta dirigida por Álvaro Gálvez y Fuentes quien llevó como asistente a Ismael Rodríguez, éste en su primer encuentro con Pedro Infante (a instancias de Ota); Salvador dio por buena mi respuesta y surgió la pregunta: cuándo nos vemos: lo cité en El Tío Pepe (mi casa, antes de ser visitada, debe ser escombrada para hacer huequitos entre los libros y los discos que atiborran y estorban por todos lados; sólo Víctor Díaz Arciniega vence esos obstáculos porque encuentra tesoros que a mí se me esconden, y Marco Antonio Pulido).
                Pero llegué y vi cerrada Don Quijote, cantina siempre ruidosa, siempre atiborrada (enfrente de donde vivía Alexandro –Jodorowsky– con Dennisse, a quienes Paco Alvarado y yo visitábamos más por verla a ella que por hablar con él) estaba cerrada, pintarrajeada, que quiere decir en manos de los anónimos que se apoderan de  los espacios abandonados; allí me dejó el taxi, caminé una calle, bajo la amenaza de la lluvia que pasaba a ser oscura luego de ser rubia, y llegué a verificar mis temores: también está cerrado El Tío Pepe, con basura acumulada en ambas puertas, la de Cozumel y la de Sinaloa; Salvador llegó, acompañado de Adela, y vimos que tampoco La Bodeguita estaba accesible, y que La Casa de la Paz, sede de varios de los éxitos de Alexandro, está cerrada. ¿Podría alguien explicarme la muerte del Quijote y de El Tío Pepe por la nazi ley contra el tabaco? ¿Ha crecido la delincuencia por la zona?
                Nos fuimos a otro lugar, y sostuvimos una charla en la que recuperamos años de pláticas perdidas, hablamos de los amigos a los que ya no veremos, como Luis Guillermo Piazza, Ota, la muy querida Alba, don Aurelio Garzón del Camino (el mejor traductor que ha vivido en México); de otros amigos a los que no hemos visto, como Agustín, Sainz, reafirmamos nuestras admiraciones contundentes (Castellanos, Pacheco, Álvaro Carrillo, Zaid), nuestro rechazo a muchos escritores admirados porque quienes los admiran no los leen, y se quedaron pendientes otros temas; intentaré en la siguiente recrear esa plática; seguramente Salvador lo hará con mayor eficacia y buena degustación. Ahora quería sólo hablar de El Tío Pepe con añoranza y melancolía. En esas tertulias llegaron a ir Mario Magallón, Ramón Córdoba, Víctor Kuri (quien nos aburrió un día hablando de cómics gore), Julieta y Toño, Celina Yamashiro, Pepe Nava. El día que nos fuimos al Seps habíamos 15, que la memoria borra. Muchos, fueron sólo una vez, la mayoría dos veces. Los constantes: Marco, Juan José, Salvador, Víctor y yo.

¿Qué le vas a pedir a los Reyes?, preguntaban a los hombres mayores en los años cincuenta y sesenta, no a los niños: “Teresita”, era la respuesta. Los Hermanos Reyes formaban una miniorquesta en la que tocaban guitarras y violines, tal vez un bajo. Uno de ellos, quien se alineaba a la derecha, solía decirle a su hermana Teresa algo así como “hay que lucirse ante tantos cuñados”, en los teatros en donde se presentaban. Eran famosas sus intervenciones en la televisión, sobre todo en Max Factor Hollywood, o Max Factor las estrellas y usted.
                Se le recuerda por usar un vestido entallado, similar al de María Victoria, que resaltaba sus caderas, sus piernas largas, y su andar despacio y cadencioso; no siempre aparecía, y los hermanos cantaban y actuaban, se hacían los graciosos; no tocaban mal, y por el contrario, lo hacían con cierta gracia, sobre todo algunas canciones cómicas como “Pobre Tom” (pobre Tom, pobre Tom, pobre tonto pobre tonto pobre Tom) con estilo ranchero, y “Pancho López” (nació en Chihuahua en 906, en un petate, bajo un ciprés), que cantaba las glorias de un acelerado al que su papá lo dejaba fumar y se emborrachaba con puro mezcal; no sólo esas fantasías musicales cómicas, también cantaban otras de tipo sentimental, o le entraban a los ritmos de moda; hay un video que circula en youtube donde se les ve cantando y actuando un chachachá famoso, “Maletero”, vestidos de rancheros; Teresita es la voz principal, los hermanos hacen coros; dos detalles resaltan: uno de los violinistas, en el puente más largo, deja de tocar la melodía para tocar varios compases del Bolero de Maurice Ravel, de manera sorprendente; no tiene la maestría de Frank Zappa en su versión de la pieza más célebre o más conocida de Ravel, pero no desentona, y encaja a la perfección, lo cual hace que reafirme mi creencia de que la música popular más influida por la música sinfónica es la tropical, que hace recordar muchas de características y variantes sobre todo de los músicos impresionistas (y de otros: hay que escuchar los danzones que hizo Acerina basados en óperas –dos de Rigoleto, nada menos, y de La flauta mágica– más otro que desciende del Cascanueces). El otro es Teresita, con pantalón vaquero poco usual en las mujeres de esa época, camisa vaquera, y moviéndose con ritmo, pese a que su especialidad eran los boleros, y que su gesto era serio, adusto, gracias a sus facciones no muy finas y su gesto duro; era muy atractiva, más guapa que bella. Cantaba con estilo, su dicción era perfecta y su tesitura le daba facilidad para entonar con elegancia cualquier canción; perdía algo de encanto cuando sonreía, y su gesto era enigmático.
                Sus éxitos fueron en el teatro (Lírico, Iris) y en la televisión; con sus hermanos apareció en unas cuantas cintas a partir de 1950 hasta 1960: La hija de la otra, Mujeres de teatro, Amor de locura, Música de siempre (donde tocan “Maletero”), Piernas de oro, Pistolas de oro, Flor de canela y Revólver en guardia; como se ve, puras intervenciones musicales en medio de dramas, como espectáculos de cabaret con canciones de moda. Aunque la gente suele recordarlos, no han permanecido mucho porque hacían versiones de éxitos de otros, con arreglos muy parecidos a los originales; no recuerdo que tuvieran piezas propias, aunque lo que los distinguía era su sentido del humor, y la sensualidad de Teresita, quien aparece muy atractiva en las portadas de los discos. En una de sus intervenciones fílmicas cantan “Dos horas de balazos” y por una vez usa falda corta, que no deja ver más que un poco más arriba de las rodillas, que para la época era mucho; a juzgar por esas escenas, no había motivo para que siempre usara vestidos tan largos.
No tuvo más papeles que algún diálogo incidental. En los programas dejaba que los hermanos cantaran una o dos canciones, y aparecía al final. En su programa más duradero, Max Factor las estrellas y usted aparecían con frecuencia. El conductor era uno de aquellos pioneros de la televisión que abarcaba varios programas, Carlos Amador: Hitazo Royal (para recordar la popularidad del beisbol, tan perdida ahora) y uno terrible, Reina por un día, donde se exhibía la pobreza de la gente que iba a pedir trabajo, máquinas de coser, y otras necesidades por el estilo.
                Amador es responsable de algunas de las películas más cursis de la historia del cine mexicano: Cri Cri el grillito cantor, La edad de la inocencia; se dice que era dueño del cine Arcadia, en el que duró más de un año El último cuplé; más difícil de rastrear es su carrera como productor de teatro, pero en aquellos años cincuenta y sesenta estuvo muy activo, y no sólo en el plano público: casó dos veces con Marga López, y una con Teresita Reyes. Es lástima que no la haya puesto a actuar, pues pese a su gesto adusto, podría haber tenido intervenciones simpáticas.

En Max Factor las estrellas y usted intervenían otros cantantes de calidad, pero de popularidad menor a la merecida, como Verónica Loyo, de quien hablaré después; ahora trato de acordarme de Rebeca, Rebeca López, la modelo que era la cara de los productos para maquillaje; la imagen que retengo es de una rubia de mediana edad, siempre sonriente, pero no me explico por qué era tan popular entre los amos de casa, que llegaban temprano los viernes para ver el programa, por ella y por Teresita. Tuvo dos intervenciones menores en el cine de los sesenta, Semáforo en rojo, y Cucurrucucú Paloma; ninguna, memorable. Ahora es imposible recordar el ,porqué de su popularidad.


Yasiel Puig, dicen los scouts de los propios Dodgers, debutó y se vio como un fenómeno del beisbol; hizo recordar a peloteros como José Canseco y como Reggie Jackson, de los que se decía que eran los más valiosos porque cuando no ayudaban a su equipo, ayudaban al contrincante; ahora, dicen los scouts, se ve como lo que es, un novato con ciertas cualidades pero con varios defectos; nos hicieron favor de transmitir un juego donde se estrelló contra la barda al perseguir, de la peor manera, una línea hacia el jardín derecho; no la atrapó, se vio torpe y lento, y matateneó la pelota cuando la alcanzó; los anotadores lo salvaron de cargarle un error porque los Rockies no anotaron en esa entrada; de cualquier manera lleva tres errores en 46 juegos, más otros tres, cuando menos, que no le han contado; los villamelones, algunos de ellos cobran por escribir de lo que no saben, querían que lo mandaran al Juego de Estrellas; los expertos, más sensatos, se abstuvieron; dicen que ante los números impresionantes de Puig (que bateaba arriba de .400 en más de 30 juegos –ya cayó a .360– y los de Hainley Ramírez, también cerca de .400),se ha perdido de vista la labor de Adrián González, el verdadero sostén del equipo, que se mantiene sano y constante, y encabeza a los Dodgers en hits, dobles, cuadrangulares y carreras producidas. Ramírez ha cometido cinco errores en 36 juegos. Puig hace recordar cuando los equipos mandaban al jardín derecho a los peores fildeadores, perto también allí hace daño.

martes, 25 de junio de 2013

Isabel del Puerto y Marilyn Monroe, una rivalidad

Un amigo de la preparatoria hasta hace poco guardaba las invitaciones a bodas hasta que pasaban nueve meses de la ceremonia, algo que a últimas fechas ha perdido chiste, porque es cada vez menor la edad en que los adolescentes comienzan a tener relaciones sexuales, y a hacer ostentación de ello. Es más, ni siquiera ocultan sus relaciones premaritales y hacen gala de un buen número de parejas antes de, como se decía, llegar al altar (en Los tres huastecos, cuando el teniente Víctor Andrade promete “llevarte al altar” a Toñita, y luego le aclara que a trapear, ¿está insinuando una prueba o ensayo, como también se le decía a la fornicación, o sea sexo extramarital?). El número de madres solteras va en aumento, y son protegidas por las leyes para que no las despidan de sus trabajos.
Una de las consecuencias de esto es que las cintas de Fernando de Fuentes ya sólo deben verse por sus méritos cinematográficos y no por las tramas, que parecen inocentes a los ojos de los espectadores actuales. Que Cruz salga tarde de la casa del patrón tal vez indigne a José Francisco, pero no sería objeto de chismorreo de todo Rancho Grande; la vecindad entera no tendría que atosigar a don Nicanor para que Clara y Julieta sean aceptadas de regreso, casadas por todas las leyes; doña Teresita no tiene que aconsejar a Esther para no dar disgustos a su mamá, ni Doña Bárbara estaría tan amargada; María Morales no estaría interesada en que sus hijos Pepe y Luis no se vean deshonrados por no aprovecharse de Gloria y María. (Si a alguien le molesta el “hubiera”, el “estaría”, pueden sustituirlos por “hubiese” o “tuviese”.)
                Tampoco verán con los mismos ojos las tragedias de Alejandro Galindo, que no tendría por qué regañar a las adolescentes en peligro de perder la virtud, o a los jóvenes que se aprovechan del candor de sus enamoradas. En una de las cintas más emblemáticas de Galindo, Una familia de tantas, Maru sale del hogar paterno sola, porque se casará contra la voluntad de don Rodrigo, pero antes Estela, la mayor, abandona el hogar, y quién sabe cómo le vaya, porque don Rodrigo la sorprendió besándose con el novio (esa escena la recrea con igual dramatismo José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto, sólo que es Héctor, el hermano mayor de Carlitos, quien sorprende a Isabel fajando con el novio).
                Estela es interpretada, con convicción, por Isabel del Puerto; si hacemos caso de las filmografías oficiales, fue la primera de las trece cintas en que apareció. No tuvo papeles estelares, y más bien le tocó hacer de amante gozosa, de novia despechada o de infractora de la ley gracias a su belleza, que en su caso no aparentaba inocencia o inexperiencia; un tercer o cuarto o quinto crédito fue lo más que consiguió en 12 cintas de 1949 a 1950; algunas son notables: Una familia de tantas, Hay lugar para…dos, Confidencias de un ruletero, Matrimonio y mortaja, Rosauro Castro. La última que filmó en México fue El gendarme de la esquina, obra muy menor de Joaquín Pardavé, antes de participar en una cinta de Hollywood filmada aquí, Captain Scarlett (El capitán Escarlata), de Thomas Carr, y en la que alternó, en un quinto crédito,  con Leonora Amar, Manolo Fábregas, Eduardo Noriega, Carlos Múzquiz y Jorge Treviño. Amar es la heroína del protagonista Richard Greene; a la cinta Leonald Maltin le da una estrella y media, aunque la califica de entretenida.
                Una página de internet le atribuye a Del Puerto otras cuatro cintas, Mi madre querida, de René Cardona, y Nunca besaré tu boca; en la primera no le dieron crédito ni Emilio García Riera ni la base de datos del cine en internet; la segunda ni siquiera existe, al menos con ese nombre. Muchos años después de su retiro participó en dos cintas, en papeles pequeñísimos: Querida, encogí a los chicos (que no es de Woody Allen) y Gringo viejo.
                Austriaca, de un belleza nada gélida aunque su voz se nota siempre artificial, no daba el tipo de mexicana excepto en esos papeles: hija rebelde en Una familia de tantas; mujer que va a romper con el amante cuando David Silva choca por ir fajando con Katy Jurado en Hay lugar para…dos; gansteresa (el vocablo es de Quino) en Confidencias de un ruletero; amante de Rosauro Castro quien prefiere a otra; gansteresa que enreda al hijo de Joaquín Pardavé en El gendarme de la esquina.
                En especial llaman la atención dos breves escenas que conmocionaron a los cronistas de cine de aquellos finales de los años cuarenta: es la novia de Rafael Baledón en Matrimonio y mortaja, de Fernando Méndez; vive en Mazatlán, a donde pretenden ir Baledón y Fernando Soto para llevarle serenata, pero en la borrachera se equivocan, van a un pueblito distinto con nombre parecido, y por uno de los enredos típicos del cine mexicano, Baledón debe casarse con la modesta pero bonita Carmelita González; Domingo Soler le telefonea a Del Puerto, y ella, como está en Mazatlán y es frívola y ambiciosa (al menos lo es su madre, a quien le urge agenciarse los millones que heredará Baledón), aparece en traje de baño mostrando unos muslos tersos, duros y muy bien formados; en Entre abogados te veas, donde personifica a la amante del abogánster (así le dicen en los créditos a Armando Calvo), es cantante de cabaret, y se despoja de la bata en su camerino para entrar a la regadera, insinuando un desnudo nada procaz pero sí provocativo, y otro menos fugaz a través de la cortina del baño. En la primera pierde ante González, quien vence los resquemores de Baledón y conquista a un muy simpático Soler; en la segunda ella deja a Calvo con gran desenfado, sin preocuparse del qué dirán.
                Es convincente y conmovedora cuando, hospitalizada por el accidente del Zócalo-Xochicalco y Anexas, las autoridades encuentran en su bolso la carta al amante, y con ello se descubre su infidelidad; oculta su identidad hasta que sabe que llevarán a don Gregorio para que se caree con los lesionados en el percance, y decide “disponer de su vida”, como le explica el médico al marido desolado y a los pequeños hijos cuando esperan, atónitos, visitar a su madre en la Cruz Roja, entonces en la colonia Roma (ni eso perturba tanto a David Silva como el niño que desea ser chofer pero está en peligro de perder los brazos); se le cree la desesperación de que se enteren de su condición de amante de un hombre malo.
                Hizo pocos papeles, y luego desapareció, aunque sólo de las pantallas; como Jane Seymour, como Merle Oberon, tuvo otras actividades en las que destacó; según sus escuetos datos biográficos se dedicó a los bienes raíces, a la gastronomía (tuvo un restaurante de cierta fama en los años de esplendor de la Zona Rosa), publicó un libro de cuentos infantiles, otro de trama policial y una especie de autobiografía, ninguno de los cuales apareció en español y no se encuentran entre los ofrecimientos de Amazon, ni en la página que aglutina a las mejores librerías de lance del mundo. Otra de sus actividades fue el reportaje gráfico, con muchas colaboraciones para Time Life, además de trabajos publicitarios en Estados Unidos. Su nombre real es Elisabeth van Hortenau, nació en Viena en 1921, y era descendiente de la realeza austriaca; estudió actuación en Roma, emigró a Estados Unidos, donde tuvo algunas actuaciones en Broadway antes de llegar a México.

Más o menos por los mismos años comenzaba a figurar, en pequeños papeles no siempre lucidores, Norma Jean Baker, nombre ahora tan famoso como el que escogió para su carrera cinematográfica; Marilyn Monroe nació en 1926, pero muy joven realizó algunas cintas, la mayoría sin créditos, hasta que se dio a notar en La jungla de asfalto y All About Eve, y en 1952 apantalló en Monkey Business (Vitaminas para el amor, en México, Me siento rejuvenecer, en España), de Howard Hawks (quien la dirigiría en otras cintas notables: Historias de O’Henry, Los caballeros las prefieren rubias), con Cary Grant y Ginger Rogers. Ahora es considerada un icono de la actuación aunque no ganó Oscares pero sí Globos de Oro; es el mejor símbolo de la mujer inteligente que debe fingirse tonta o aturdida o distraída para que la tomen en cuenta.

¿Cuál es el paralelo entre estas dos bellas mujeres? Una, con una carrera trunca; la otra, con una vida trunca. El nexo no es cinematográfico.

Cuando ganó la presidencia de los Estados Unidos, John F. Kennedy tenía el prestigio de héroe de la Segunda Guerra Mundial; fue senador por su estado natal, Massachusetts, pero fue presidente por un azar del destino: su hermano mayor, Joseph, falleció en una acción de guerra, favorito de su padre, también en la política pero más en los negocios y en su gusto por las mujeres. Jack, hipocorístico familiar y entre cuates, fue dado de baja con honores de la marina estadounidense, y comenzó con cierta rapidez su carrera política, en remplazo de su hermano.
                La familia Kennedy era rica y numerosa, y contaba con dos jefes: el patriarca Joseph, y su esposa Rose; el primer Kennedy, Patrick,  había hecho su fortuna al amparo de los negocios en bienes raíces, terreno en que incursionó Joseph, pero éste la agrandó con importación de whiskey, algunos insinúan que clandestina; intentó triunfos en la política, pero sus simpatías hacia el nazismo lo excluyeron de la diplomacia, aunque batalló para llegar al poder mediante su hijo Joseph; al fallecimiento de éste, se enfocó en el carismático Jack.
                Éste tuvo la simpatía de la juventud estadounidense, de los católicos, de los disidentes que le creyeron que buscaba un cambio (algunos rocanroleros pensaron que con su muerte se acababan las esperanzas), de las mujeres, quienes lo prefirieron por sobre el menos simpático Richard Nixon, vicepresidente en el último periodo de Dwigth Eisenhower. Lo ayudó la discreción, elegancia y belleza de Jacqueline, su no menos carismática esposa. Pero una de las hermanas de John, Patricia (la más bella de las hijas Kennedy) estaba casada con un actor secundario, Peter Lawford, cuyos mejores filmes son Easter Parade, Bodas reales, La rubia fenómeno, Éxodo. Pero como dicen todas sus biografías, fue más célebre por su amistad con El Clan que por sus actuaciones; el Clan, o Mafia, estaba integrado por, sobre todo, Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis y Joey Bishop; en Robin y sus siete Hoods (Gordon Douglas) aparecen casi todos, menos Lawford; hay muchas leyendas alrededor del grupo, que se dedicaban más a la pachanga que al arte, que probaban sustancias prohibidas o no recomendadas, que usaban su influencia para conseguirle trabajo a las actrices noveles, a cambio de algo así como el derecho de pernada; en algunas páginas de internet se dice que el presidente Kennedy salió beneficiado de la amistad de su cuñado con El Clan tanto en experiencias psicodélicas como en otras más carnales. Ahora ha salido a la luz que sufría una enfermedad que lo hacía tener excitaciones eróticas a cada rato, y en situaciones incómodas (para los demás), y que incluso don Joseph llegó a decir que lo mejor hubiera sido castrarlo de chiquillo, para evitar tantos problemas. Se dice en muchos lados que tuvo acercamientos del tercer tipo con Kim Novak, Angie Dickinson, Jayne Mansfield y desde luego con Marilyn Monroe (“creo que le mejoré la espalda”, dijo ella después de uno de sus encuentros; la lesión en la espalda la sufrió en la guerra); todas ellas, más otras becarias, se las presentó Sinatra. Sus biógrafos mencionan unos cuantos nombres: Judith Campbell, y Mary Meyer, quien lo inició, se dice, en el gusto por la canabis, cuando se encontraban en la Casa Blanca, y jugaban con la posibilidad de estar en onda cuando debiera decidir si apretar el botón que desatara la Tercera Guerra Mundial.

La más duradera de esas relaciones fue con Marilyn; sus admiradores no sabemos qué hacer cuando recrean aquella versión cachonda de “Happy Birthday, Mr. President”, vestida de manera poco adecuada para la Casa Blanca, y derritiéndose mientras la desentonaba (le puso más calidez que a “I wanna be love by you”, lo que ya es decir). Pero se dice que fue más obstinada que Monica Lewinsky con Clinton; que John, que sabía que le provocaría problemas, le pidió a su hermano Robert le hiciera el quite, y que éste le entró con ganas, perdonando la expresión. Y que después tampoco sabía cómo quitársela de encima, o de abajo, perdonando la expresión. Ya Norman Mailer, en Marilyn, habla del famoso helicóptero que aterrizó y horas después despegó del jardín de MM, horas antes de que la descubrieran muerta, según algunos por propia mano, y otros que con ayuda externa. La Casa Blanca, que protege el prestigio de sus ocupantes y ex ocupantes, no ha podido desmentir categóricamente esos rumores ni menos las afirmaciones (como tampoco los que se refieren a la salud de Nixon o de Reagan). Fontanarrosa, en uno de sus cartones sobre Boogie el Aceitoso, alguna vez insinuó que el asunto no terminó con la muerte de MM, sino con la de Lee Harvey Oswald y la de Jack Ruby, delante de las cámaras de televisión. La cuestión es que dicen que MM ya había perdido las proporciones y la mesura.
                John F. Kennedy tuvo ejemplos a seguir, aunque fueran malos: su padre se encaprichó con una de las actrices más bellas, populares y adineradas de su época, Gloria Swanson, a la que engatusó ofreciéndole su asociación para producir películas, y aunque su romance fue intenso y productivo para ambos, al terminar ella había perdido cerca de un millón de dólares de la época, aunque tuvo regalos que con el tiempo llegaron a compensarla de su descalabro económico, y del moral, porque al marido, para que no estorbara, lo mandaron a dirigir empresas no muy productivas pero que lo mantenían entretenido, y luego se lo regresaron. Tales excesos los toleró Rose Kennedy porque dicen que el clan es firme, no llora ni hace dramas, aunque se sabe que una vez Jackie le dijo a Jack, un día que se encontró unas tarzaneras en la recámara presidencial: “Tú sabrás de quién son. No son de mi talla”.

En una de las mejores biografía del clan Kennedy (Los Kennedy, Peter Collier y David Horowitz, Tusquets, 1985) no se mencionan las andanzas de Jack antes de que fuera famoso, pero Elisabeth van Hortenau hace unos pocos años dijo que sí, que le constaban. En la página que la Wikipedia dedica a Isabel del Puerto, y donde está su filmografía dudosa, habla de tres matrimonios y tres hijos; el primero de sus matrimonios fue con un puertorriqueño que le dio su nombre artístico, y con quien vivió de 1940 a 1947; el segundo con Héctor Mendoza Orozco, su esposo de 1950 a 1956, y de quien se divorció, igual que del primero, y el tercero, Joe Oldhman Lanett, quien falleció luego de tres años de matrimonio. Esa página menciona dos hijos, Joe Charles y Katherina. Se habla de otro hijo, nacido en 1945, Antonio Miguel Bohler; el Bolher es de parte de la abuela materna, que fue quien lo crió.
                Al parecer, John F. Kennedy e Isabel del Puerto (conocida ahora como Lisa Lanett en las páginas de internet donde se menciona el idilio) se encontraron varias veces, y pasaron algunos fines de semana, a ratos en Monterrey, a ratos en Cuba; fruto de esos pasajes nació Antonio; después de muchos años ella afirma que cuando le informó a Kennedy del embarazo él le ofreció matrimonio; no se efectuó, y el niño no llevó nunca su apellido, pero Kennedy cumplió pagando sus estudios y sus gustos.
                “El hijo oculto de Kennedy”, le llaman en algunas páginas francesas de internet; en algunas páginas estadounidenses insisten en el origen de Antonio Miguel, ahora de 64 años, retirado de los negocios, padre de dos hijas. En los árboles genealógicos es notorio el parecido de Antonio Miguel con sus dos medio hermanos, aunque sus rasgos sea más finos. Su tío Ted guarda un silencio culpable.
                En meses recientes se ha hablado de un posible embarazo de Marilyn, y que sindudamente fue causa de discusiones y desavenencias, y de lo mal que se llevaron al final. Si eso es cierto, habría que decir que el romance con Marilyn duró más tiempo, pero que Isabel del Puerto sí tuvo al hijo de Kennedy. ¿Lo supo la familia de él, intentaron que no lo tuviera, la convencieron de que guardara silencio? ¿Lo supieron sus compañeros en el cine mexicano?

¿Cómo pude confundir a Karen Black con Karen Allen? Ni de espaldas se parecen.

domingo, 9 de junio de 2013

Prisionero del ritmo del mar

Manuel Michel dice que Marilyn Monroe demostró que se podía desmentir el mito de que una actriz no debe dar la espalda a la cámara; no fue MM la primera en desafiar esa regla no escrita, aunque es de las más célebres. En algunas obras de teatro, o zarzuelas, o comedias ligeras, varias actrices bien dotadas hicieron números que, sin ser acrobáticos ni talentosos, hacían vibrar al auditorio: consistían en (La corte del faraón) empujar, de espaldas al público, una carriola; otro número célebre presentaba a una mujer que no hacía otra cosa que, de rodillas, trapear el piso. Uno puede entender el estremecimiento de Ignacio Manuel Altamirano, no tan seriecito, cuando contemplaba el entonces novedoso acto del más famoso fragmento de Orfeo en los infiernos, en que un grupo de bailarinas, simulando un incendio, levantan las piernas de manera acrobática, o mejor, cuando simulando una carrera, levantaban, dando la espalda al público, sus faldas de amplio vuelo y mostraban unos inusuales pantaloncitos con encajes y holanes. “Pantorrilludas”, las llamaba, sin que el adjetivo fuera despectivo.
                El refrán de que hay mayor impulso en los pechos que fuerza en la tracción de una carreta tirada por bueyes es más certero en el caso de España y desde luego en Estados Unidos, porque en México sentimos más atracción por la zona del aguayón, característica destacada por Carlos Fuentes en La región más transparente, y en otras de sus obras. Es memorable también aquel cuento de Cristina Pacheco que relata cómo una mujer recupera la pasión perdida de su matrimonio gracias a unas pantaletas que resaltan, y crean ilusión, de unos glúteos redondos y firmes, y hasta presta la prenda para beneficiar a una amiga. Pero no abundan escenas semejantes en nuestra literatura, parece que los escritores son más timoratos, o incapaces de describir esa porción femenina sin caer en  descripciones vulgares, ni tampoco hay originalidad. Vargas Llosa es inofensivo o simplemente descriptivo, y observa más esa parte en las adolescentes que en las maduras; Julio Cortázar prefiere la sutileza de las piernas; en una ocasión resalta el trasero de una tía del narrador de uno de sus relatos brevísimos, pero desdeña o ridiculiza los adjetivos y las metáforas, y prefiere apodar a ese personaje como “la culona”. García Márquez es más gracioso, pero se frena antes de que lo acusen de pervertido.
Nuestro cine ha sido más imaginativo y audaz: a sus cualidades histriónicas y su gracia para lo popular, hay que añadir que las escenas más llamativas que protagonizó María Victoria fueron en Los paquetes (las petacas) de Paquita, cuando conducía una bicicleta, y enloquecía tanto a los proletarios (un tendero, un lechero, un policía, un chofer, un mecánico) como a los ricos (su patrón, el socio cubano de éste) de la película, y desde luego al público masculino que acudía al Margo a verla más que a escucharla.
                Aunque ya lo he señalado, no está por demás recordar que en Los hijos de María Morales, cuando el personaje de Infante conoce al que encarna Irma Dorantes, le mira el trasero para dar su visto bueno, y con doble sentido dice que la comida y ella, están buenas. El más elitista Jorge Negrete también da su aprobación, con un gesto afirmativo, al admirar el trasero de una extra, a la que intenta embriagar en Dos tipos de cuidado; cuando Carmelita González le cae de sorpresa en la kermesse Negrete le encarga a Infante que le cuide a la extra; infante acepta después de observarla con deleite, aunque otra lo está esperando; Negrete le advierte: mucho cuidado, porque capta la intención de “Pedro Malo”.
                En Dos crímenes, José Carlos Ruiz pone en alerta a Damián Alcázar sobre la conducta de su sobrina Dolores Heredia: te está pasando las nalgas por las narices; en efecto, cada vez que está cerca se empina para que las admire, sin que él pueda hacer nada, pues siempre están acompañados. Sólo lo provoca.
                Germán Valdés se detiene, sin importar la situación en la que se encuentre su personaje, a admirar el trasero de prácticamente todas sus alternantes, sean coestrellas, bailarinas o extras; repito el gesto que hace, con la expresión y con las manos, cuando habla de la inmensidad del ancho mar, mirando el trasero de una de las bailarinas en El mariachi desconocido, y está a punto de estropear el asalto a una casa, en silencio que parodia la muy larga escena de Rififí, por admirar el trasero de Sonia Furió que baja por la cuerda, vistiendo falda corta, en Rififí entre las mujeres.
                Lilia Prado, de la que se dijo que tenía las mismas medidas que una miss Universo, pero con 20 centímetros menos de estatura, no disimuló el atractivo de sus caderas; ni el sutil Buñuel, que afirmaba que el erotismo estaba en la ropa y no sin ella, pudo resistir la tentación de mostrar muslos y caderas de Prado en dos cintas excitantes por ella, Subida al cielo, y más aún en La ilusión viaja en tranvía, donde hasta su hermano Fernando Soto se queda extasiado al ver su trasero en una falda entalladísima. Pero más admirables son las caderas de Prado en la escena inicial de Isla de lobos, donde el por lo regular ecuánime Roberto Gavaldón la pone, sollozando boca abajo, sobre una cama amplia; los sollozos provocan que el trasero se mueva con un ritmo que resta importancia al resto de la trama; también hay que recordar que esas caderas están a punto de romper la amistad entre Infante y Antonio Badú, cuando el primero la admira bailando rumba en un cabaret, donde se mueve con tanta enjundia que recibe el sobrenombre de “La Gela” (la gelatina, apodo que también recibió María Antonieta Pons, aunque más por lo poco firme que por lo rítmico de sus bailes).
                Con la misma incitación al incesto, Isaura Espinoza aparece muy desnuda, mostrando glúteos muy firmes, y deja inmóvil y boquiaberto, paralizado (literalmente), al novio Eulalio González; lo pecaminoso es que su propio padre Eleazar García está a punto de caer en tentación y acariciar, o estrujar, o vapulear esas nalgas en una escena larguísima y con muchas tomas y muy variadas. Es tan larga la escena como la de Buscando a Mr. Goldbarg, en donde Diane Keaton está desnuda, en la cama, recostada de lado, y Richard Gere pone sus mejillas encima de sus nalgas: mira, cachete con cachete, dice; muchos insinúan que se tratan de las de una doble.
                El trasero desnudo de Ofelia Medina hace que el espectador se desentienda del drama que vive su personaje, de prostituta barata pero ética, y al final, sus nalgas vestidas se mueven con ritmo para hacer olvidar el drama del novio muerto por la descomprensión en el fondo del mar, en Paraíso.
Esa escena de Medina subiendo unas largas escaleras moviendo las nalgas la recordé (aunque no la tenía muy olvidada) con el nuevo comercial de un perfume en el que Julia Roberts está vestida de blanco mientras todas las demás mujeres que aparecen andan de negro; para llamar la atención de los hombres se limita a subir unas escaleras; su vestido, muy entallado, se concentra en sus caderas, muy célebres; no hay hombre que deje de mirarla, aunque uno no se explica por qué ese bamboleo promueve un perfume.
                En Bones, un programa donde las protagonistas son bellas, pero sobre todo inteligentes, recurren, aunque con más elegancia, a mostrar que lo cortés no quita lo caliente (frase usada por Juan Marsé), y ponen, sin que venga al caso, a la muy guapa Tamara Taylor a ver, de pie, de espaldas a la cámara, la pantalla gigantesca de una computadora; flexionada la pierna derecha, el contorno de los glúteos hace recordar que no por ser inteligente el personaje, es menos femenina y reclama su derecho a ser admirada.
                Hay otro comercial que, si uno lo piensa, tiene mucho de perverso, no porque sea malo, digamos, admirar el trasero de Ana Serradilla, bastante reproducido en páginas de internet; es perverso porque Serradilla interpretó, en una cinta dizque de denuncia de la explotación sexual en la televisión, a un personaje, "Dianita la de las vueltecitas", cuya fama (en la cinta) se debe a que da vueltas para que los espectadores se deleiten al observar sus caderas; y en el comercial se da esas mismas vueltecitas; no se sabe si es un cereal, o qué, lo que promueve.
                Salma Hayek ha tratado de probar que es actriz, pero aun en sus mejores películas llaman más la atención sus dotes naturales que las de actriz (hasta Penélope Cruz ha caído en la tentación de probar que la carne es más dura que débil, igual que Chelelo con Isaura Espinoza y, como un arzobispo mexicano célebre por varios  motivos, entre ellos su humor, y la fotografía indiscreta que lo mostraba en un acto que afirma que no hay quien se libre del pecado de la carne). En Wild Wild West Kelvin Kline y Will Smith se solazan observando que su camisa desabrochada por detrás deja a la vista el “butt ckack”, o sea la rayita, y el prinjcipio de unos glúteos harto duros, durante varios segundos, haciéndose la inocente. Esa misma parte de Lori Singer la observa, pasmado, Tom Hanks en El hombre del zapato rojo. Singer, que se hizo famosa en Fama, aparece desnuda en casi todas las cintas que ha filmado, incluidos  varios desnudos frontales, pero ninguno es tan excitante como esa pequeña rayita aquí, y que no pierde el glamur ni siquiera en las situaciones más cómicas.

Hay diferencias entre Singer y Hayek; la mexicana mide 1.57 y Singer 1.79 (¿para qué?). Dos de las actrices más famosas por su trasero descomunal son Eva Mendez y Jennifer Lopez, apenas más altas que Salma, lo cual favorece el volumen de su nalgatorio, además de que, como no son muy competentes en lo histriónico, recurren a mostrarse generosas con su exhibición, para que no nos fijemos en sus defectos; en una de sus últimas cintas, Parker, Lopez debe desnudarse para que vean que no trae armas; la cámara se detiene en sus nalgas, donde no podría esconder nada, aunque si lo ocultara, no lo advertirían. En días pasados públicos timoratos reclaman a Lopez que use un vestuario que resalta forma y volumen de sus nalgas; pero si no lo usa, se darán cuenta de lo mal que canta.
                Mendez, en otra cinta de la que nunca me enteré de su título, es llevada dentro de la cajuela de un auto, y cuando lo abren, lo primero que se ve es su amplio trasero, que parece demasiado grande pero no deforme.
                Pudiera parecer que, en el cine, la exhibición de traseros es similar a la muestra de pantaletas; hay sus diferencias, cada una con sus atractivos especiales; en Los cazadores del arca perdida Karen Black enseña calzones blancos, fugazmente, en dos escenas: cuando recoge, en cuclillas, unas armas para Indiana Jones; la otra es cuando la descuelgan al foso donde Jones está atrapado, asustado por las serpientes; tanto, que no se fija en Black, aunque sí lo disfruta el público; Black muestra el trasero desnudo, en movimiento, varios segundos, en Animal House, más para deleite del espectador que de los demás protagonistas.
                Otras diferencias: en Jasón y los argonautas, también durante pocos segundos, se ven fugazmente las entonces inexistentes pantaletas de Jane Seymour; siempre se muestra elegante y refinada, incluso reputada como pintora; aun así, ha sido víctima de las cacerías de los paparazzi, y la han sorprendido al bajar de un automóvil (que es a lo que se dedican, profanando el honor de la realeza, pues la nueva princesa inglesa –así como su hermana pizpireta– son tan descuidadas como las actrices de Hollywood, aunque no tanto como las de Bollywood, que no sólo son más bellas, también más atrevidas pues no gustan de hacer publicidad a marcas de tarzaneras. Pero regresando a Seymour, gran parte de Lassiter la pasa en cama, y en una de esas escenas está boca abajo, desnuda, mostrando el trasero; en tanto, Tom Selleck, más en el papel de Magnum que en el de Pete Malloy, debe aplicarle un masaje en la espalda, pero no resiste la tentación de hacerlo más abajo, y hasta simula que le da un beso atrevido.
                En una cinta divertida y semisubversiva (El primer robo a un tren), Leslie-Ann Down se queda en pantaletas y muestra un trasero amplio y atractivo, de espaldas al público aunque con un anacrnismo casi inadvertido; la trama sucede en 1885, cuando no existían esas prendas.
También hubo diferencias entre las muchas escenas en que Brigitte Bardot aparecía en bikini, para darle popularidad a esa prenda, que en El amor es mi oficio, donde aparece tapada con una sábana, pero atrás de ella se refleja en un espejo su trasero, en todo su esplendor.
El cine italiano también se detuvo en los glúteos de algunas actrices; en Matrimonio a la italiana, Marcello Mastroiani descubre a la antes tímida y ahora desenvuelta Sophia Loren, en un autobús; la convence de que se quede, y se baja del camión por la ventanilla, armando un  alboroto por lo prominente de su trasero, y en Un día especial debe cambiarse de ropa constantemente, y en una de ésas muestra las pantaletas muy bien llenas.
En las nuevas series policiales de la televisión estadounidense ya es común ver más la espalda de las actrices que observarlas de frente, y hacen caso omiso de las recomendaciones de tratar a las mujeres más por su talento que por su físico, y que tantas actrices y modelos se presten a ello, con un muy evidente orgullo por la admiración que provocan. Pero hay que tener cuidado: la misma Lopez, la misma Mendez, así como las hermanas Kardasian (que no ocultan su oficio, más bien lo muestran en público) usan prendas que, si se les observa, son antiestéticas: unas fajas que detienen lo que la edad tiende a expandir.
                Aunque desde diferentes perspectivas, los críticos del cine mexicano valoraban algunas de las cintas de Carlos Enrique Taboada, por su buen manejo del misterio y lo sobrenatural; en Hasta el viento tiene miedo, y en Más negro que la noche, descuidando la trama, tiene escenas en las que enfoca la cámara más hacia los traseros de sus actrices (bien dotadas: buen gusto sí que tenía) que en los detalles terroríficos.

Y a propósito del respeto con que hay que tratar a quienes disienten de las mayorías, ¿serán castigados los que califiquen de manera explícitamente peyorativa a los nacidos en México, de sexo evidentemente masculino, y les espeten “macho mexicano”, más con enojo que con descripción?
                Y hablando de quienes nos quieren gobernar, y les seguimos, les seguimos la corriente, ¿van a obligar a los restauranteros a que quiten las azucareras de sus mesas, porque el azúcar engorda y produce malos hábitos además de caries? Capaces son de decir que producen diabetes.

Al terminar la temporada 2012, el short stop de los Dodgers, Hanley Ramírez, sufrió una lesión que lo mantuvo inactivo la pretemporada, y regresó apenas hace poco al line-up, pero en su cuarto partido tuvo una nueva lesión que lo mandó a la lista de lesionados por 15 días; lo asombroso es que los cronistas, que repitieron la jugada en que se lastimó el tendón de la corva, no se fijaran que Ramírez, al dar la vuelta al cuadro, pisó la segunda base con el pie derecho; cualquiera que juegue o haya jugado beisbol sabe que al caer en ese error, se va a lesionar; o cuando menos se va a caer antes de llegar a la siguiente base.
                Pero son demasiados los que se lesionan; tienen cerca de 15 centímetros más de estatura que sus antecesores en las Ligas Mayores, pero los cuidan como a nenitas (frase de “el doctor”); apenas pasan de los 100 o 110 lanzamientos, y los mandan a descansar. Cuando no ganaban tan bien, cuando tenían que agarrar chamba después de la serie mundial (vendiendo seguros, casi todos), aguantaban partidos de 15 entradas, o lanzaban dos juegos completos en un solo día, o relevaban tres días seguidos. En una temporada reciente algunos jugadores fueron colocados en las listas de lesionados por estornudar tan fuerte que se lesionaron la espalda, porque se pegaron con la puerta del autobús, o cargando un bebé.

En el blog anterior dediqué muchas flores a Carlos Fuentes: ahora vienen las macetas: desconocía el paisaje mexicano, nunca suceden sus tramas en el Metro o en sus alrededores, y a veces se le pierde algún personaje; algunos de sus cuentos están colocados en un sitio y una fecha tan determinada que el lector no puede colocarlos en otra época. Su peor defecto: como lector de literatura mexicana fue poco riguroso: fuera de su esplendorosa interpretación de la poesía de Octavio Paz, de su examen minucioso de la poesía mexicana hasta los años ochenta, y de su aguda percepción de la literatura juvenil de los años sesenta y setenta, parece haber leído sólo fragmentos, y en ellos había más buena fe que crítica. Si quienes recibieron sus elogios se dieran cuenta de lo mala, de lo superficial de su lectura, se pondrían a llorar, pero no de la emoción, sino del desengaño.

En 1883 los fanáticos de las Ligas Mayores recibían el apodo de “kranks”; el más famoso de ellos, un hombre llamado Arthur Dixley, era apodado “Hi Hi Dixley” porque cuando bateaban los de su equipo favorito, los animaba gritándole “Hi, Hi”. El dueño de los Cafés de San Luis (por causalidad tengo su nombre: Chris Von Der Ahe), llamó “fanáticos” a los seguidores de su equipo; pero fanático tiene una connotación peyorativa; en el DRAE lo menos fuerte que se les dice es que alguien está entusiasmado ciegamente por algo, y sus opiniones están sustentadas por la pasión y no por el raciocinio. El manager Ted Sullivan de los Cafés acuñó uno menos agresivo: fan; pero los fans nada tienen de pacíficos, aunque sea menor su furia que la del fanático. Por ello prefiero “forofo” (al margen, una historia conocida: el partidario más entusiasta de un equipo argentino tomo su nombre de Wikipedia; Manuel Reyes era quien inflaba los balones en el estadio donde jugaba el Boca Juniors, y se desbocaba con gritos entusiastas animando a su equipo; el público lo llamaba “el hincha”; cuando el entusiasmo se desbordaba, las tribunas, o quienes las ocupaban, fueron bautizadas con el nombre generalizado de “hinchas”, al principio sólo del Boca Junior; después, de cualquiera. Una deformación similar a la del señor Patiño que servía de comparsa al payaso estrella del circo de los Hermanos Bells; el nombre se generalizó para Marcelo Chávez, Viruta, Schillinsky, Susana Cabrera, Nacho Contla, “patiños” de Germán Valdés, Gaspar Henaine, y de Pompín Iglesias los dos últimos). Prefiero forofo, aunque ya fui amenazado si sigo usando el término.

El recuerdo de una anécdota contada por varios asistentes: cuando la Secretaría del Trabajo reconoció al Sindicato de Actores Independientes, el líder de la asociación, y quien había peleado como pocos por la dignidad de los actores, pidió silencio a la asamblea, jubilosa por el triunfo (que finalmente se perdió, aunque hayan ganado), que festejaba con grandes vivas: Silencio, decía en voz alta; silencio, gritaba; sólo se hizo el silencio cuando exclamó: lo he dicho en todos los tonos posibles: pero al silencio siguió una carcajada general y más estruendosa.


Intuyo que en Mil estudiantes y una muchacha (1941), como Marina Tamayo vive en una casa enfrente de la Universidad (bueno, de la Escuela de Derecho), cantan “Ana”, una canción de Alberto Domínguez que no está ni en Wikipedia ni en el exhaustivo cancionero que preparó Ramón Córdoba, pero que la escuché muchas veces en mi infancia. Encontré el DVD y, en efecto, la cantan estudiantes tan inverosímiles como Emilio Tuero, Julián Soler, Enrique Herrera y Manolo Fábregas, en una versión sin la picardía de la pieza original, en que un sacerdote le recrimina a Ana que pase toda la facultad por su ventana, y Ana contesta que no tiene la culpa de que la ventana esté tan baja: “pase usted y lo verá”. Lo importante es que, de manera imprevista, se exclama la frase: “Ahora lo comprendo todo”; esa misma frase la pronuncia, muy encanijado, David Silva en Campeón sin corona; más asombroso aún: la dice Darya Aleksandrovna en Anna Karenina (pág. 386, Alianza Editorial, traducción de Juan López- Morillas). ¿Quién será el forofo del cine mexicano: Tolstoi o López Morillas?

(La fotografía de Loren, y su comentario gráfico, están tomados de Vampiresas, Paul Flora, Hispano American Book Store, 1960, obsequio de mi muy recordado Edmundo Gabilondo; los fanáticos del cine mexicano, si lo son, saben quién fue.)

miércoles, 15 de mayo de 2013

47 años leyendo a Fuentes

He contado esta historia varias veces, desde diferentes ángulos, con distintos enfoques, y con intenciones diversas, pero siempre ha sido verdad. Había ganado algo de dinero, y tuve para adquirir algunos libros; los 25 pesos me sirvieron para comprar Farabeuf y Las buenas conciencias; poco después, fueron Gazapo y las autobiografías de Monsivás, Sainz y Leñero; por la amistad de mi padre con Antonio Navarrete (eran vecinos de trabajo, en San Juan de Letrán) conseguí baratos La cabaña y Estudio Q, y poco después, El viento distante.
   Compré quién sabe cuántas veces No me preguntes cómo pasa el tiempo, y lo regalaba, hasta que José Emilio Pacheco me puso la primera dedicatoria (mi ejemplar, primera edición, tiene tres, de diferentes años y por diferentes pretextos); conseguí, aunque ganaba poco, y de manera esporádica, varios libros que se mantienen en buenas condiciones, a pesar de que por entonces aún prestaba libros.
   Pero los primeros, Las buenas conciencias y Farabeuf, los leí en estado hipnótico; los compartí con Paco Alvarado; él leyó primero el de Fuentes, y yo el de Elizondo; los leímos en dos días. Hablar de mis lecturas anteriores es vago, difuso, los recuerdos se entremezclan, y me remiten sobre todo a poesía, que ya también conté que leí de manera frenética gracias a que Miss Gladys (la leyenda de la secundaria 12, como me escribe Arturo Valdés Olmedo, quien también la sufrió) me perseguía y yo me refugiaba en la biblioteca de la escuela, y memoricé varios libros enteros.
   Buscaba, y encontraba, afinidades para la incipiente rebeldía, contra la normalidad y a favor de la disidencia; casi todos los libros que comencé a leer a los 17 o 18 años me abrían puertas para ver la vida de manera distinta a lo que decían los cánones; la escena en la que Jaime Ceballos se topa con su padre en un burdel me causó un impacto inesperado, que aún logro reproducir al releer casi cualquier libro de Carlos Fuentes.

Esta escena tuvo lugar semanas antes de que Luis Donaldo Colosio fuera nombrado candidato del PRI a la presidencia de la República; como secretario de Desarrollo Social organizó un simposio que tuvo como sede el Instituto Mexicano de Comercio Exterior, por el Metro Juanacatlán; hacía poco había comenzado a trabajar en El Financiero, y Carlos Ramírez me pedía crónicas; cubrí el simposio, en donde hubo algunos momentos divertidos, como cuando Luis González y González reprochó a Héctor Aguilar Camín lo que aprobaba de Estados Unidos (su jazz, entre otras cosas), el discurso de inauguración de Colosio, en Los Pinos, que describí con el acto de un reportero que, al terminar el discurso, le mostró a otro su libreta de apuntes, en blanco; al día siguiente Enrique Krauze me detuvo para felicitarme por lo que había reseñado. Hacía tiempo no lo veía y a partir de entonces nuestro trato, cordial, se incrementó.
  Pero el momento culminante tuvo lugar cuando Carlos Fuentes dictó su ponencia magistral, de verdad magistral, que por desgracia no ha sido reproducida, pero que fue excelente; Colosio había dispuesto una valla que protegiera a Fuentes de sus admiradores, y lo llevarían derecho a un automóvil, sin que pudieran acecharlo, pedirle autógrafos, estrechar su mano; pero Fuentes rompió la valla para acercarse, me extendió la mano y me dijo “Eduardo, tenemos que vernos para terminar esa charla. Háblame”, y se despidió estrechándome la mano con ambas manos. Luego volvió al centro de su protección y se fue, con paso firme, hacia el automóvil, custodiado por Colosio. La mayoría de los asistentes me miró con sorpresa y no pocos con odio.

Otra escena, que explica la anterior: en un salón de la avenida Universidad, Arturo Trejo y Pancho Conde (creo, con firmeza, que fueron ellos) me presentaron con Carlos Fuentes, en un intermedio de la presentación de El naranjo: “Maestro, ¿conoce a Eduardo Mejía”; su respuesta fue inmediata: “No, pero lo he leído y me parece un crítico excelente”, me estrechó la mano, y me puso una dedicatoria en mi ejemplar en que por escrito reafirmaba lo que había dicho en voz tan alta que no pocos pensaron que exageraba.
   No, Carlos Fuentes había leído todo, a todos; cuando el incidente con José Buil, Marco Antonio Campos me comentó por teléfono: Fuentes dice siempre eso, “excelente poeta”, “excelente cuentista”; a lo mejor exageraba, pero podía citar versos, líneas del cuento, de la crítica, de la reseña, de la novela, porque en efecto los había leído; hacía sentir bien a los interlocutores; Xavier Velasco dijo que, después de un elogio de Fuentes, uno llega a la casa, conmocionado, se deja caer en la cama, y se pone a llorar sobre la almohada durante varias horas.
   Había una razón por la generosidad de Fuentes en su elogio que, desde luego, casi me dejó mudo: Marisol Schulz había entrado a trabajar a Alfaguara; antes, entre ambos hicimos la mayor parte de una bella colección coeditada por el Fondo de Cultura Económica y el CIESAS; el primer trabajo que le encomendaron en Alfaguara fue editar El naranjo, y me llamó para que hiciera una lectura crítica; propuse varios cambios, señalé algunos anacronismos, y alguna otra errata, que fueron aceptados por Fuentes; la edición salió casi perfecta, excepto un dato que no advertimos ni Marisol ni Fuentes ni yo, sólo José Emilio Pacheco, y creo que sólo él sabía la exactitud del error inadvertido. Pacheco sabe todo de todas las materias, no sólo las literarias.
   En la presentación del libro, Sealtiel Alatriste le dijo a Fuentes que yo había trabajado en el texto, y eso me permitió cruzar algunas palabras: acababa de escribir una biografía de Guillermo Haro, y sabía que Haro le proporcionó a Fuentes la hospitalidad ideal para escribir: el aislamiento en Tonantzintla, en el Observatorio, donde los astrónomos trabajan de noche, y el local, en el día, ofrecía tal silencio que lo único que escuchaba Fuentes mientras escribió Aura, La muerte de Artemio Cruz, los cuentos de Cantar de ciegos, Zona sagrada y gran parte de Cambio de piel, era el canto de los grillos; ninguno de los astrónomos, en cambio, se quejó del golpeteo de las teclas de la máquina de Fuentes en esas cerca de dos millares de cuartillas; tampoco fue el único que escribió en la soledad y aislamiento de Tonantzintla: por lo menos Fernando Benítez escribió la mayor parte de sus Indios de México bajo la amistad y hospitalidad de Haro. Haro es uno de los grandes personajes de México, y gracias a Víctor Díaz Arciniega, el doctor Jorge Ojeda, en esos momentos director del Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica, me encargó que escribiera una biografía de Haro; para ello, me recibió varias veces en Tonantzintla, donde muchos de los mejores astrónomos del mundo me hablaron de la generosidad, el rigor, la inteligencia de Haro, y alguno me contó varias anécdotas que involucraban a Fuentes; esa noche de 1993 le dije del proyecto, y que no podría dar por terminado el trabajo mientras no corroborara o desmintiera esas anécdotas; me dijo que con gusto, me dio su teléfono, y después, en el IMCE, reafirmó que teníamos pendiente la plática.

Después de El naranjo Fuentes publicó algunos libros en los que no trabajé: Los años con Laura Díaz, Diana o la cazadora solitaria, Instinto de Inez; en ésta, pude haber evitado el error más evidente: la trama consiste en que una pareja de artistas inteligentes se ven cada año, y refrendan su amor; uno de los ritos es que cada año cambia de manos un objeto, mágico; pero en una de esas ocasiones en vez de que ella lo entregue, vuelve a recibirlo, lo que rompe la ensoñación del objeto; en la segunda, yo tenía el libro del que se dijo que Fuentes había tomado parte de la anécdota; pero más allá de ello, hubiera advertido, por mi afición a la música, una inexactitud: hay una parte en la que Fuentes afirma que el mundo del rock estaba conmovido por las tranquizas que le daba Ike a su esposa y cantante Tina Turner; sin embargo, esa situación se supo hasta que ella se separó de él y reveló que la golpeaba; había otras inexactitudes que no cambian la esencia del libro, pero que le restan verosimilitud.
   Volví a trabajar en otro libro de Fuentes, que lo disfruté como pocas novelas: La frontera de cristal, que pese a que narra un periodo muy tenso de la política y de la vida social mexicanas, tiene muchas escenas regocijantes; una de ellas, cuando habla de la gastronomía estadounidense, literalmente me tiró de la silla por las carcajadas que me provocó. Una corrección que me atreví a hacer es también memorable, para mí; en una parte de la novela los padres del narrador, a causa de la crisis, no pueden adquirir una casa en la colonia Cuauhtémoc, y deben conformarse con una en la Nueva Anzures: al margen del texto afirmé que la Nueva Anzures es más cara, mejor cuidada y con mayor plusvalía que la Cuauhtémoc; cuando Marisol le mostró la marca a Fuentes, divertido, preguntó cómo sabía eso: “él vive en la Nueva Anzures”, le dijo Marisol; aceptó hacer el cambio, muerto de la risa.
   En total, trabajé en once de los libros de Fuentes, y sólo uno en reedición: la conmemorativa de los 50 años de La región más transparente, donde corregí algún anacronismo, más de una errata, y puse una mayúscula importantísima que faltaba desde la primera edición, y que subsiste en todas las ediciones del Fondo de Cultura Económica, en la de Planeta, en la de Aguilar y en la de Cátedra; por desgracia, pese a la edición de Alfaguara, el FCE y la Academia perpetraron los errores que nosotros, el equipo integrado por Ramón Córdoba, César Silva y yo, ya habíamos enmendado. Ni en El naranjo ni en La frontera de cristal me dieron crédito por mis correcciones, pero sí en La región más transparente, La Silla del Águila, Inquieta compañía, Todas las familias felices y La voluntad y la fortuna; después Alfaguara comenzó a omitir los créditos, pero a su editor, Ramón Córdoba, le debo haber colaborado en Adán en Edén, Carolina Grau, Federico en su balcón y en el único libro no narrativo, Personas. En todos hice señalamientos, y con orgullo declaro que la mayoría los aceptó Fuentes.
   Pero eso es lo de menos; trabajar en esos once libros me dio el privilegio de comprender las entrañas de su obra; leer párrafo por párrafo me hizo entender sus siempre complejas estructuras, y disfrutar la riqueza de su lenguaje, el ritmo de la narración, el por qué de sus adjetivos, siempre inesperados; las citas que, dada su enorme cultura, aparecen escondidas en medio de episodios dramáticos; a qué se refería en realidad cuando describía una escena, quién era el verdadero protagonista de una anécdota que le achacaba a un personaje ficticio que repetía algo de la vida real.
   En La Silla del Águila vi con claridad que detrás de la historia (que después la realidad hizo tragedia real en la política mexicana) estaba una lectura cuidadosa, muy inteligente y bien asimilada de Maquiavelo; con mis observaciones y correcciones, le envié a Marisol un comentario: este libro es Maquiavelo en novela; cuando Marisol se lo mostró a Fuentes aceptó el elogio, y después, cuando presentó la novela en Italia y en Inglaterra, repitió el comentario: Maquiavelo en novela.
    La voluntad y la fortuna es otra lectura filosófica hecha novela: Schopenhauer, tanto en la observación de la vida, como en otros aspectos menos políticos pero no menos contundentes: la perversidad de la mujer; hay una escena que Fuentes toma de uno de los libros menos comprendidos de Schopenhauer, quien dice que uno de los momentos más angustiosos para un hombre es cuando se encuentra en medio de dos mujeres que se lo disputan; en la novela sucede algo basado en ello, y pese a que está narrado con humor, se ve también la angustia del protagonista.
    (Hubo otro libro de Fuentes en que participé de manera parcial: de visita en el Fondo de Cultura Económica, Felipe Garrido me preguntó si tenía tiempo para corregir un libro: me entregó el original de Agua quemada; no toqué el texto, sólo la puntuación, para adecuarla al estilo editorial mexicano.)
    Fruto también de sus lecturas inteligentísimas fue uno de sus libros más personales, Todas las familias felices; aunque sucede en México, no oculta su origen: las novelas de Tolstoi, con todo y la comicidad de algunos pasajes que narran la complejidad y contradicciones de las relaciones amorosas. Tolstoi, como se sabe, es uno de los más profundos pensadores del cristianismo.

Gustavo Sainz descalificó La Silla del Águila; dijo que Fuentes era incapaz de adivinar el futuro, que ponía situaciones y personajes del siglo XX en el primer cuarto del XXI; dijo que revelaba su falta de imaginación. Eso lo desmiente la habilidad para pronosticar situaciones que se dieron luego de que él las escribió: por ejemplo, antes de que comenzaran a aparecer decapitados en varios estados de la República, aparecieron en las novelas de Fuentes; el desvarío de ciertos políticos, Fuentes los adivinó y los ridiculizó meses antes de que se hicieran tan evidentes sus ambiciones; en Federico en su balcón, novela emergida de sus lecturas del siempre apasionante Nietzsche, Fuentes pronosticó la aparición de un movimiento estudiantil, pero diferente del de 1968, manipulado y manipulable, y con tendencias conservadoras e incluso reaccionarias; pero ni los críticos ni los políticos, ni menos aún los estudiantes, advirtieron ese pronóstico; es más, excepto José Emilio Pacheco, no aparecen los lectores de Fuentes por ningún lado.

Ramón Córdoba me pidió un texto para el tríptico publicitario de Personas; por desgracia, coincidió con su fallecimiento; las publicaciones mexicanas pidieron a la editorial algo para publicar; Ramón dio mi texto, que reprodujeron íntegro, como si fuera de ellos, varias revistas que, sin saberlo, rompieron su juramento de no publicar nada mío, je je.

Dice un amigo, del que no puedo revelar su nombre porque cualquier declaración suya se volvería oficial de la institución a la que pertenece, que Fuentes, con sus primeros libros, se puso al frente de la literatura mexicana; que con sus libros de los primeros años sesenta se puso al frente de la literatura hispanoamericana, y a partir de Terra Nostra se puso al parejo de la literatura universal; curiosamente, dejaron de leerlo en México, lo descalifican a priori, y lo culpan por no entenderlo; sus últimas novelas son ilegibles para muchos lectores que carecen de las claves para entenderlo; para hablar de él, han recurrido al anecdotario, a revelar intimidades, a decir que fueron sus amigos; la mayoría de quienes declararon a su muerte, sucedida hace un año (estaba en Los Ángeles, luego de mi fallida intervención en la Feria del Libro presidida por Marisol), los declarantes mostraron que se detuvieron en La muerte de Artemio Cruz, y algunos hasta lamentaron que haya seguido escribiendo sin repetirse; los más audaces mencionaron Cambio de piel, pero también demostraron que su lectura fue muy superficial.
   El tiempo será testigo de que Fuentes se adelantó a su época, a sus contemporáneos, a sus lectores. Al releer La región más transparente, y al releer (en un viaje a Xalapa, de un tirón) La muerte de Artemio Cruz, veo que, inconscientemente, copié escenas suyas en uno de mis relatos, escrito todo con frases ajenas, saqueadas de cuentos, novelas, tiras cómicas, canciones, aunque la anécdota sea mía, totalmente original; estaba muy consciente de dónde había tomado cada frase, excepto esas dos, que pensaba originales: no, habían sobrevivido en mi subconsciente durante muchos años.
    También al releer La región más transparente veo cuánto le deben autores que lo reconocen y otros que no lo aceptan, pero sin esa novela nuestra narrativa de los años sesenta, setenta y ochenta, hubiera sido otra muy distinta, y creo que peor. Así, también creo que la narrativa de los próximos 40 años estará basada en los libros más recientes de Fuentes, cuando se acaben los prejuicios (favorables o desfavorables) y lo leamos con la inocencia que requiere le buena lectura.

Termino como empecé, de presumido: tengo varias ediciones de La región más transparente: la primera, una de la Colección Popular, donde la leí por primera vez; la de Cátedra, malísima; la conmemorativa de los 40 años, la muy mala de la Academia de la Lengua, y la conmemorativa de los 50 años; tengo la primera edición de Las buenas conciencias, y la de Popular, donde la leí por primera; tengo la primera de La muerte de Artemio Cruz (y la sexta, en que la leí por primera y por segunda vez); tengo la primera de Aura, y la segunda, tan buscada como la primera, de Los días enmascarados; la primera de Cantar de ciegos, la cuarta de Cambio de piel, obsequio de Gustavo Sainz, y a partir de allí, todas son primeras ediciones, incluidas algunas no venales, y otras muy raras, como su libro sobre José Luis Cuevas; pude detectar que en la compilación de cuentos se colaron cuatro fragmentos de novela, y descubrí que me sabía (casi) de memoria esos capítulos, así como me sé de memoria Historia de cronopios y de famas, Historia universal de la infamia, Las batallas en el desierto, y las primeras versiones de los primeros libros de poesía de José Emilio Pacheco, y muchos poemarios completos, como Los versos del capitán; en cambio, con la edición conmemorativa de Aura descubrí que lo había leído mal, con premura, sin disfrutarlo.
   Descubrí también que Carlos Fuentes es un autor que se disfruta en la juventud, pero mucho más en la madurez. Y añado que Fuentes me hizo entender mucho cine, que disfruto sus esporádicas apariciones en la pantalla, que su versión de una mala película como Tiempo de morir es disfrutable por sus diálogos, por sus guiños, por sus referencias a otras cintas, sobre todo westerns; y que su versión de El gallo de oro, con todo y sus fallas, es menos pretenciosa y más divertida que la de Ripstein. Y una petición: ¿alguien tiene que me venda, sin abusar, el libro de Fuentes sobre el 68?

Desde luego, agradezco a Marisol Schulz y a Ramón Córdoba (el Gran Dramón) haberme privilegiado al participar en tantos libros de Carlos Fuentes.