Me escribe Humberto Musacchio: en las redacciones de los periódicos que cerraban la edición alrededor de las diez de la noche, ahora se pasan con mucho de la medianoche; las computadoras (u ordenadores) no han ayudado ni a la rapidez, pero tampoco, mucho menos, a la precisión, la pulcritud, la exactitud en el idioma; cada vez hay más erratas, aparte de los dislates, solecismos, barbarismos y neologismos absurdos (parte de este comentario es de mi cosecha). Lamenta parecer reaccionario, pero considera que todo tiempo pasado fue mejor.
Los correctores de los diarios enmendaban planas enteras a escritores prestigiados, que luego presumían de lo bien que redactaban (en un filme reciente, Sarah Michelle Gellar, interpretando a una editora, se queja de que no haya agradecimientos de parte del autor de un libro en el que ella trabajó corrigiendo, enmendando, suprimiendo, aumentando; escena falsa: el trabajo de corrección es anónimo –y debe seguir siendo así–, además de que pocos autores se dan cuenta dónde y qué les corrigieron); los procesadores de palabras, que muchos creen que son programas de edición, tienen un corrector automático que señala de alguna manera cuándo se escribe mal una palabra; aun así, esos correctores automáticos no distinguen cuándo se acentúa aún y cuándo no; cuándo se escribe éste y cuándo este (en la página La Palabra del Día se quejan de que en México no hayamos adoptado, salvo uno que otro despistado, las nuevas reglas ortográficas, para berrinche de unos cuantos académicos hispanizantes); sobre todo, los tecleadores (término muy común en las redacciones de los diarios –y no generalizo “en los diarios” porque en los departamentos administrativos, comerciales, reclusos humanos, y muchas veces en las mismas direcciones, no tienen idea de la redacción) son indiferentes a la lógica del idioma: ¿de dónde y con qué autoridad apareció “localía”, para referirse a la supuesta ventaja de un equipo deportivo al jugar en su ciudad?, ¿a quién se le ocurrió hablar de “precuelas” cuando se refieren a las primeras obras de una saga?, ¿quién dice que los inválidos nos ofendemos cuando hablan de inválidos y preferimos el inválido “discapacitado” que en realidad quiere decir que se es incapaz, y no que necesita algún aparato para valernos por nosotros mismos, como plantillas, anteojos, muletas, aparatos ortopédicos, sillas de ruedas, aparatos para la sordera, o respaldo psicológico para combatir los males somáticos? ¿Qué valida hablar de los adultos mayores, si por necesidad todos los adultos son mayores? Nadie habla de los adultos menores, pero sí de las personas con capacidades diferentes, lo que es también redundante porque todos somos diferentes, aun los imitadores como Dèjá Lu, que es diferente de los modelos a los que copia (¡qué bueno, nos asustaríamos!)
Algunos términos pasan de moda: Abel Quesada se quejó durante años de los “planeadores” y los dibujaba planeando sobre los edificios donde cobraban sin hacer nada; los gobiernos de técnicos pusieron de moda un incómodo “presupuestar”, y lo usaron con tanta seguridad que se coló a las páginas de los diccionarios de la Real Academia de la Lengua Española, en los momentos en que dejaban de usarlo los tecnócratas. Y los que hacían emberrinchar a los buenos correctores con el “enfatizar” ganaron la batalla para entrar al DRAE, precisamente cuando abandonó el lenguaje cotidiano y hasta desapareció de los diarios. En algunos círculos sigue usándose “audicionar”, pero sólo en el medio artístico, que es como abrevian que van a presentar una audición para alguna obra, aunque se lo he oído a varios académicos; y no es que sean términos demasiado feos, pero sí inútiles.
¿Cuándo se puso de moda la “previa cita”? Que usen el término los agentes inmobiliarios es comprensible, pero cuánto y cuánto escritor supuestamente cuidadoso escribe “llegó sin previa cita”, como si no fuera redundante. Más antiguo es “tomó parte activa”, que no es tan ruinosa como la más reciente y más tonta “participa activamente”; es de suponer entonces que hay una contraparte que es participar pasivamente. Y ni qué hablar de “los niños y las niñas” (excepto los que tienen un talento precoz), hasta llegar al increíble “cetáceos y cetáceas”. Sé que desde hace más de 15 años comenzó una moda incomprensible: al hablar de la calidad de invicto de un equipo deportivo, los infalibles y comiquísimos cronistas hablan no de “lo invicto”, de que perdieron “lo invicto”; dicen que perdieron “el invicto”, como si nos importara su intimidad; ¿pero a poco no son disfrutables los cronistas de los Juegos Panamericanos, que sólo saben hablar de futbol, y mal, que cuando reseñan handball o futbol femenil, no pueden evitar hablar de “los jugadores”, del “portero”, pese a que sean muy femeninas las jugadoras; salvajes, rudas y tramposas, pero femeninas.
Los diarios y revistas tienen una excusa inverosímil, pero muy utilizada: el poco tiempo que se tiene para elaborarlos; apenas unas cuantas horas, o unos cuantos días; es más explicable lo descuidado; que ahora abunden esas expresiones es porque ya no existen los correctores de originales, de galeras, los atendedores (los que rememora Musacchio) que aunque leían tres o cuatro veces cada nota, reportaje, entrevista, artículo, terminaban mucho antes que ahora, que se escribe directamente en la computadora, o se envía por correo electrónico, o lo llevan en disco o en USB, y sólo se lee una vez, y eso buscando dedazos. Claro, los periódicos se evitan las reclamaciones de escritores enfurecidos porque le corrigieron una palabra que a él le gusta escribir o separar a la mala; lo malo es que se contagia: no es que esté mal escrito, pero por qué tienen que decir “te vas derecho y al llegar a lo que es la esquina te das vuelta, y llegas a lo que es Reforma”. Abundan las llamadas telefónicas para ofrecer lo que es un nuevo servicio de lo que es una institución bancaria en la que ni siquiera tenemos lo que es una cuenta.
Las transmisiones televisivas de los Juegos Panamericanos revelan terquedad de los espectadores; hace poco David Huerta se quejó de que un cronista menos plano y menos ignorante que otros debió tragarse un regaño de alguien que reclamaba que se refiriera a la gente de color, y de que los meseros se burlan de quien pide un vaso de agua: ¡aguantarse pese a tener la razón es causa suficiente para una leve, fugaz e inservible taquicardia! Alguien reclamó que pronunciaran “hanball” (janbol”) y exigen que se diga “jambal”; los locutores (porque no son cronistas) aguantan el regaño y pronuncian la a, que no utilizan cuando dicen futbol o beisbol o basquetbol; algunos se lo merecen, por ignorantes, parciales y limitados. Y malhablados, con lo que violan la ley.
Dice Musacchio que todo tiempo pasado fue mejor; a Jorge Manrique sólo le parecía que lo había sido; Leonard Maltin no duda que lo fue; ha sacado de sus libros anuales muchas de las películas viejas y sólo conserva las muy obvias como clásicas, y hasta eso, algunas extraordinarias, pero que no se proyectan más que en cineclubes, y que no están en los catálogos de los vendedores de videos sea en VHS, DVD o Blue-Ray, también fueron extirpadas de esas listas, porque el sentido de esa publicación anual es que el espectador por televisión tenga una referencia inmediata del año en que fue filmada, el director, principales actores, unas cuantas líneas para hablar del argumento sin contar la trama, y un comentario por lo regular contundente, y a veces llama la atención por la aparición fugaz de actores novatos, o los llamados bits o cameos, como Ann Sheridan en El tesoro de la Sierra Madre; Danny Glover en Maverick haciendo un chiste sobre Arma mortal; Noel Nelli y Kirk Alyn en la versión de 1978 de Supermán; Mal Evans en Help!; Kevin Kostner en Night Shift; o llama la atención sobre alguna escena particularmente inusual.
Antes era fácil conseguir la guía de Maltin, en Sanborns o en Libros, Libros, Libros, pero en alguna de las crisis descontinuaron su comercialización en México, y ahora sólo cuando viajan algunas amistades a Estados Unidos, me la consiguen; tampoco es necesario comprarla año tras año porque aunque hay muchos añadidos, no tantos como para que el lector se entere de ellos a menos que revise minuciosamente cada página, y las confronte con los del volumen anterior. Pero es notorio que algunas películas que vimos en matinés, o en los miércoles de tres cintas por un boleto, desaparecen como si no hubieran existido. Pero he ahí mi error: Maltin hizo un tomo voluminoso con todos los filmes clásicos, con fechas muy precisas: desde el cine mudo hasta 1965: Classic Movie Guide.
Es un libro muy disfrutable; aunque no deja de hacer algún comentario cáustico, ni deja de verter veneno, los títulos incluidos pueden ser considerados de culto; destaca la música, bailes, los estereotipos o cuando los actores se salen del estereotipo; señala las muchas cintas feministas antes de que el feminismo fuera excluyente; resalta escenas memorables, aunque cuando tengan la desventaja de que sea con la que abre la película; quien conozca estas guías sabe que la primera recomendación la da con las estrellas que otorga a cada obra, desde el terrible BOMB hasta las cuatro estrellas; uno puede objetarle su juicio de algunas de las cintas; por ejemplo, que a Hatari le dé tres estrellas y media, o que no le dé cuatro estrellas a cada obra de Truffaut, pero son pocas a las que no les reconozca su verdadero valor; en este tomo dedicado a los clásicos califica con gusto más que con juicio, pero no es más generoso de lo que debe; y no se tienta el corazón para descalificar a alguna, pero el lector debe compartir con él el placer de alguna película sólo por las memorias (como dijo G. Caín de Casablanca: “¿Por qué las cuatro estrellas? Por el recuerdo”. ¿Qué se puede objetar de El pistolero más rápido del Oeste? Es una cinta sin acción, pero tensa a más no poder; pacifista si podía alguien ser pacifista en los años cincuenta del cine estadounidense. Pocos cinéfilos la menosprecian, pero no la hemos visto desde hace más de 40 años, a menos que la pesquemos a media tarde en el 619, con el riesgo de atrasarnos en la chamba; Maltin se da el lujo de incluir La momia azteca (en Estados Unidos, Robot vs the Azteca Mummy), y aunque argumenta todas sus fallas y le pone el BOMB como calificación, se le nota el cariño, no por lo camp, sino por su inocencia, su ingenuidad, y seguramente por la belleza de Rosita Arenas, espantosamente convertida en momia; tiene el buen gusto de anunciar sus secuelas, aunque no las incluya. En el directorio final no viene Jacques Tati, pero rescata a Frank Tashlin, injustamente olvidado ("injustamente algo olvidado", escribe uno de nuestros clásicos, y uno no sabe si se refiere a que algo debía estar completamente olvidado; los errores no son exclusividad de los periodistas).
Como todas las guías, no es un libro para leer, sino para consultar; pero como da la casualidad de que uno no encuentra con facilidad los títulos incluidos, dan ganas de echarse unas 40 o 50 páginas diarias, sólo por el placer de recordar las matinés dominicales, y rememorar a aquel personaje de Truffaut que va a robarse los carteles de los cines. Hasta dan ganas de poner varios soundtrack a la hora en que estamos hojeando el libro, sólo para acompañar la lectura. Y pa' molarla de acabar, anuncian otra guía de Maltin: Of Mice and Magic, una historia de los dibujos animados en el cine estadounidense. Y por cierto, una trivia que revela que pese a sus intentos de rigor, Maltin ha sido parcial al menos una vez: da mejor calificación a Gremlins 2 que a Gremlins, sólo porque aparece en la segunda, aunque sea vituperado por los gremlins.
Dicen los enterados (¿cómo se enteró Francisco Elorriaga antes de que lo dieran a conocer los diarios?) que Medias Rojas perdió el pase a los playoffs porque varios lanzadores agarraron la jarra desde tres semanas antes de que terminara el campeonato; aseguran que bebían cerveza, comían fried chicken (qué pésimo gusto) y veían videos cuando sus compañeros estaban siendo aplastados en los diamantes; que el manager Terry Francona fue incapaz de contenerlos y disciplinarlos, y que no fueron sólo tres pitchers, sino muchos otros jugadores; que Ellsbury, candidato a ser nombrado El Regreso del Año, jugaba para él mismo; que David Ortiz se la pasó criticando a sus compañeros mientras participaba de la debacle (récord de 7-20 en los últimos 27y juegos), y que Adrián González, conformista, culpó al calendario de juegos, a que televisaron muchos de sus partidos, y a Dios, quien dispuso que éste no fuera un año bueno para el equipo de Boston; de los pocos que se salvaron fue Alfredo Aceves, a quien desperdiciaron en relevos a medio juego, cuando pudo hacer mucho más como abridor. Lástima que González no haya mostrado la dignidad de Aurelio Rodríguez, de Jorge Orta, de Teodoro Higuera, de Beto Ávila, ni el coraje de Fernando Valenzuela, Benjamín Gil, y se conforme con seguir los pasos de Erubiel Durazo, Jorge Cantú y otros por el estilo. Por cierto, Terry Francona, ya muy veterano y retirado hace varias temporadas, es hijo de Tony Francona, a quien vi jugar como infielder de Cleveland en los años sesenta. Eso hace sentirse viejo a cualquiera, más que cuando se retiró Steve Garvey, unos días menor que uno. Tito Francona, leo en Internet, en 1959 bateó más que nadie en las Ligas Mayores, ocho décimas más que los campeones de bateo Harvey Kuenn y Hank Aaron, dos inmortales del beisbol. Ese año nació Terry.
martes, 18 de octubre de 2011
domingo, 9 de octubre de 2011
De siglos y siglas
Gustavo Sainz y Felipe Garrido fueron quienes me enseñaron los primeros elementos de la edición de libros y revistas, pero no los culpen de mis fallas ni de mis erratas; ellos tienen las suyas y yo las mías. Sainz me demostró el uso del dele y las culebras; Felipe, la utilización de las versalitas, y sobre todo, que los números no tienen minúsculas. Eso parece obvio, y hasta cómico cuando se enuncia, pero sólo hay que fijarse con atención en decenas de páginas de editoriales incluso respetables, que manejan los números en minúsculas.
No fueron ésas sus únicas enseñanzas, ni fueron mis únicos mentores, ni de quienes aprendí más, pero sin ellos nada hubiera aprendido; por mi cuenta también he hecho cosas aceptables, y he aprendido otras que nadie me dijo, y que nadie había hecho. Manuel Gutiérrez Oropeza y yo empezamos a poner en minúsculas (en bajas, en el argot editorial) palabras que antes se escribían con mayúsculas, porque el periodismo mexicano imitó hasta la ridiculez y la desvergüenza al periodismo de Estados Unidos (y en muchos casos lo sigue haciendo); también comenzamos a acentuar las mayúsculas que debían llevar tilde. Lo hicimos en La Onda, aunque nos acarreó el reproche hasta de una revista universitaria, no sólo coincidente con nuestros propósitos sino hasta con intercambio de colaboradores, porque nos señalaron que el diario que nos publicaba La Onda no acentuaba México (ellos tampoco).
(Poco después comencé a hacerlo en el Diario de la Tarde, a principios de los ochenta; no causó ningún escándalo, nadie lo observó; los únicos reproches fueron de mis propios compañeros, a quienes convencí de que eso nos daría una característica de la que carecían los demás; y los convencí en el Tampico, el restaurante que inventó la carne a la tampiqueña, en donde Fernando Casas Alemán se enteró de que no era el candidato del PRI a la presidencia de la República, y donde se arreglaron muchos negocios importantes de los que no tengo la referencia exacta; el Diario de la Tarde lo elaborábamos a partir de las siete de la mañana, y lo cerrábamos a las nueve; un día a la semana hacía guardia, con Raúl Rodríguez, Fernando González Mora y Rafael Arenas; a mediodía, cuando íbamos a ese restaurante, ya estábamos cansados y más susceptibles a críticas y elogios [por eso, don Raúl Puga, un subdirector de ese diario, tenía la consigna: chingue a su madre el que crea cualquier cosa después del tercer trago]. El experimento fue agobiante: convencer a todos los jefes de sección de que cabecearan con minúsculas [excepto la letra inicial y los nombres propios, como parecía obvio aunque no lo fuera], y que acentuaran las mayúsculas; y en el taller donde se maqueteaban las páginas, revisar cada cabeza, cada balazo, cada secundaria. El impacto fue tan contundente que ningún otro periódico siguió nuestro ejemplo. Conseguí lo mismo en El Financiero, ¡a mediados de los noventa! También costó trabajo, pero el cambio fue evidente, porque coincidió con el cambio de diseño, lo aprovechamos y fue fundamental para dar una imagen más moderna del diario. Hay periódicos que siguen poniendo altas todas las letras iniciales de todas las palabras de más de tres letras, o incluso éstas si son verbos, al estilo americano.)
Regreso a las deles y las versalitas; la dele es la marca con la que se señala la letra que, en las pruebas, debe cambiarse cuando es errónea, para señalar, al margen, la letra correcta, o colocarle o suprimirle el acento. Todo el que se haya dedicado a la corrección ha puesto miles de deles, algunos sin saber que se llaman deles. Pilar Tapia escribió un cuento delicioso sobre las obsesiones de los editores por las deles, que hasta las ponen en los menús de los restaurantes para señalar los errores (ahora las computadoras ponen nuevas trampas: como mucha tipografía es escaneada, nos engañan convirtiendo la “rn” en “m” o al revés; si es terrible en los libros –y muy difícil de detectar hasta que aparecen impresas–, es fatal en el menú de Los Panchos, donde ofrecen tacos de camitas).
Las versalitas son otra cosa: Versal, dicen los manuales y los diccionarios, es la letra con que comenzaban los versos, cuando cada verso comenzaba con mayúscula. Las versalitas son mayúsculas en tamaño de minúsculas. Tienen un uso específico: para reducir el tamaño de las letras cuando ocupan mucho espacio y resaltan y afean la tipografía; se usan para bajar el tamaño de las siglas, que regularmente ocupan mucho espacio, y para señalar los siglos. Se usan, por ejemplo, para que las mayúsculas que estorbarían la lectura, tengan más elegancia; para señalar, en ese caso, que alguien lee un letrero que indica “FARMACIA BRISEÑO” y no se vea burdo.
La muy añorada Serie del Volador, de Joaquín Mortiz, iniciaba cada novela, o cada relato, con la primera línea toda en versalitas; no siempre: Morirás lejos y El principio del placer, de José Emilio Pacheco, se salen de la norma; también Cumpleaños, de Carlos Fuentes, aunque Cantar de ciegos sí la sigue. El Fondo de Cultura Económica comenzaba con la primera frase en versalitas; no importaba el número de palabras, sino la frase, que pudiera ser una, dos o más; si era un nombre, iba completo en versales y versalitas. También las usaba para las cornisas, sólo en versalitas, esas líneas que indican en una página el nombre del autor y en otra el nombre del libro, o del capítulo. También sirven para las dedicatorias, o para el nombre del capítulo. Con diferencias; las dedicatorias iban todas en versalitas, mientras que los capítulos, en versales y versalitas. Había casos incómodos, como en La región más transparente, que los capítulos van en cursivas, pero la primera frase en versalitas, porque pocas variantes tipográficas son más feas que las versalitas cursivas, aunque son inevitables cuando el título del libro incluye algún siglo (La pintura erótica en el siglo XXI, por ejemplo).
Algunos libros de Era usaban también la primera línea de cuento o de capítulo en versales y versalitas, como Aura (pero no El viento distante ni Una familia lejana); Siglo XXI también los usaba, pero no en todos los casos. (Siglo XXI es nombre, pero otras editoriales, al citar uno de sus libros, ponen el XXI en versalitas.)
Pero todos los editores son maniáticos; hay editoriales con tres criterios diferentes, según el encargado de cada colección.
Alfonso Reyes dedica “esta primera serie de Simpatías y diferencias a los tipógrafos y correctores de El Sol, de Madrid, que tantas veces, y con esa serenidad que es la más alta condición de su oficio, tuvieron que tolerar –al componer estos artículos– mi impaciencia o mi tardanza, mis fidelidades a la regla, o mis personales manías ortográficas”; Gabriel García Márquez reniega (y hasta negó una edición) y agradece, por igual, la intervención de los correctores, lo mismo para ajustar una novela a las reglas de la Academia, que por corregir sus incongruencias ortográficas; ahora no hay quien se le ponga enfrente, pero alguna vez, un quisquilloso le telefoneó para advertirle de una incorrección y, molesto, preguntó qué opinaba Álex Grijelmo (ese afamado corrector de El País, tan divertido, tan riguroso pero a ratos tan disparejo); cuando le dijeron que opinaba que había un error en cómo lo escribía García Márquez, ordenó que lo corrigieran la primera vez, pero no las subsiguientes, para que el lector viera (si es que lo advertía), que él lo escribe como se le da la gana. Haría falta que alguien se le pusiera al brinco a Vargas Llosa, porque últimamente usa una puntuación alejada del español.
Pero eso era antes, como dice la famosa frase en las redacciones. Una de las consecuencias más graves del uso de las computadoras (u ordenadores: ambos son incorrectos) en tipografía es la desaparición del oficio de tipógrafo; el linotipo requería de varias maestrías: la mecanografía veloz y correcta, el conocimiento de la ortografía y la gramática, conocimiento de historia, ciencias y otras materias, y la habilidad para formar las líneas, cambiar las fuentes cuando era necesario (no era sólo dar un comando al teclado de la computadora [u ordenador, etcétera] para cambiar tamaños, cursivas, negritas [pocas veces en los libros, muchas en diarios y revistas], y además soportar necedades de los autores, editores, que no siempre recibían con agrado las correcciones y observaciones); pocos reconocen sus errores; el oficio casi ha desaparecido, como el de sastre, que ahora o son remendones o son para elitistas (curioso: uno de los oficios que no ha desaparecido es el de afilador de cuchillos; no es tan visible, pero aparecen dos veces por semana por los buenos restaurantes, pero pasa inadvertido). Muchos consideraron que la facilidad que ofrece la computadora (u ordenador, etcétera) hacía innecesarias esas maestrías y eran fácilmente sustituibles por mecanógrafos; Felipe Garrido opinaba que las computadoras (u ordenadores, etcétera) ayudarían más a los tipógrafos; ignoro qué sucedió, si ellos se sintieron ofendidos y mejor se jubilaron (porque era un oficio no tanto de jóvenes), o los editores consideraron que eran muy caros y mejor los sustituyeron.
Las consecuencias han sido fatales. Me han llegado, o he comprado, libros en que usan versalitas para todo, menos para lo que fueron inventadas; las usan para nombres propios, como Carlos I, o Pío XII; es decir, creen que son para números romanos; o usan versales y versalitas para cornisas (que además, cuando son muy largas no las abrevian, sino que les ponen puntos suspensivos); usan versales y versalotas; es decir, de tamaño de mayúsculas, con lo que no ahorran espacio sino que lo desperdician; ignoran, y a lo mejor porque la orden para las versalitas en las computadoras (versales, dice la fuente) las pone un poco más grandes que las minúsculas, que en la lógica de los números tipográficos, las minúsculas son tres puntos más chicas que las mayúsculas (“haga la prueba”, diría un clásico a quien cito descaradamente: ni aún ahora niego la cruz de mi parroquia); no debería asombrarme; el director de la institución que publica uno de esos libros cree que un incunable es un libro del que se imprimió un solo ejemplar.
Hay otras consecuencias; el espacio tipográfico del ancho de las letras no es el mismo en computadoras (u ordenadores) que en linotipo; eso ha provocado que en muchos libros haya líneas muy apretadas, y otras en que el espacio entre palabra y palabra es exagerado.
No estoy en contra de las innovaciones; uno de mis libros tiene las cornisas debajo de la caja tipográfica; otro, a los lados. (Fui incluso autor de una audacia; en un epistolario me atreví a numerar las citas y referencias carta por carta, no de corrido; me reprochó uno que fungía como jefe: eso nunca se ha hecho; como lo respetaba –como persona– no le dije que sí, que en la correspondencia de Faulkner con sus editores ya se había hecho, pero temí que me preguntara quién era Faulkner; tampoco le dije que así me evitaría un buen número de errores, como sucede en casi todas las ediciones con cientos de notas, en que falta o sobra una, o más.)
Pero las audacias no siempre son aconsejables; no en la ingeniería, aunque sí en la arquitectura; no en la cirugía aunque sí en la investigación médica; no en la aviación comercial aunque sí en la acrobacia; las versalotas distraen, ensucian, estorban; las versalitas (mi amiga Blanca Luz Pulido dice que son mayúsculas avergonzadas) adornan, simplifican, engalanan, embellecen. Nunca hay que abusar: un texto en puras versalitas sería ilegible, y no sólo por el texto, sino por la tipografía.
(Fragmento de un primer capítulo de memorias como editor y corrector; espero competir con las de Marco Antonio Pulido, aunque sospecho que las de él serán más divertidas. Y mucho menos si Juan José Utrilla se lanza escribir las suyas.)
Justicia beisbolera: Tampa Bay y Yanquis de Nueva York fueron eliminados en las series divisionales: eso no quiere decir que Medias Rojas debiera estar en ellas, jugaron mal y no merecían pasar, pero no debieron ser eliminados con trampas más dignas de otros deportes que del
beisbol.
¿Dèjá Lu tendrá mala memoria o sólo es descarado?
Ayer el portal de El Universal subió El Librero muy tarde, pero está ya a disposición de quienes quieran leerlo. Sólo hay que ver Hemeroteca, pulsar 9 de ectubre, Columnas, y la columna.
No fueron ésas sus únicas enseñanzas, ni fueron mis únicos mentores, ni de quienes aprendí más, pero sin ellos nada hubiera aprendido; por mi cuenta también he hecho cosas aceptables, y he aprendido otras que nadie me dijo, y que nadie había hecho. Manuel Gutiérrez Oropeza y yo empezamos a poner en minúsculas (en bajas, en el argot editorial) palabras que antes se escribían con mayúsculas, porque el periodismo mexicano imitó hasta la ridiculez y la desvergüenza al periodismo de Estados Unidos (y en muchos casos lo sigue haciendo); también comenzamos a acentuar las mayúsculas que debían llevar tilde. Lo hicimos en La Onda, aunque nos acarreó el reproche hasta de una revista universitaria, no sólo coincidente con nuestros propósitos sino hasta con intercambio de colaboradores, porque nos señalaron que el diario que nos publicaba La Onda no acentuaba México (ellos tampoco).
(Poco después comencé a hacerlo en el Diario de la Tarde, a principios de los ochenta; no causó ningún escándalo, nadie lo observó; los únicos reproches fueron de mis propios compañeros, a quienes convencí de que eso nos daría una característica de la que carecían los demás; y los convencí en el Tampico, el restaurante que inventó la carne a la tampiqueña, en donde Fernando Casas Alemán se enteró de que no era el candidato del PRI a la presidencia de la República, y donde se arreglaron muchos negocios importantes de los que no tengo la referencia exacta; el Diario de la Tarde lo elaborábamos a partir de las siete de la mañana, y lo cerrábamos a las nueve; un día a la semana hacía guardia, con Raúl Rodríguez, Fernando González Mora y Rafael Arenas; a mediodía, cuando íbamos a ese restaurante, ya estábamos cansados y más susceptibles a críticas y elogios [por eso, don Raúl Puga, un subdirector de ese diario, tenía la consigna: chingue a su madre el que crea cualquier cosa después del tercer trago]. El experimento fue agobiante: convencer a todos los jefes de sección de que cabecearan con minúsculas [excepto la letra inicial y los nombres propios, como parecía obvio aunque no lo fuera], y que acentuaran las mayúsculas; y en el taller donde se maqueteaban las páginas, revisar cada cabeza, cada balazo, cada secundaria. El impacto fue tan contundente que ningún otro periódico siguió nuestro ejemplo. Conseguí lo mismo en El Financiero, ¡a mediados de los noventa! También costó trabajo, pero el cambio fue evidente, porque coincidió con el cambio de diseño, lo aprovechamos y fue fundamental para dar una imagen más moderna del diario. Hay periódicos que siguen poniendo altas todas las letras iniciales de todas las palabras de más de tres letras, o incluso éstas si son verbos, al estilo americano.)
Regreso a las deles y las versalitas; la dele es la marca con la que se señala la letra que, en las pruebas, debe cambiarse cuando es errónea, para señalar, al margen, la letra correcta, o colocarle o suprimirle el acento. Todo el que se haya dedicado a la corrección ha puesto miles de deles, algunos sin saber que se llaman deles. Pilar Tapia escribió un cuento delicioso sobre las obsesiones de los editores por las deles, que hasta las ponen en los menús de los restaurantes para señalar los errores (ahora las computadoras ponen nuevas trampas: como mucha tipografía es escaneada, nos engañan convirtiendo la “rn” en “m” o al revés; si es terrible en los libros –y muy difícil de detectar hasta que aparecen impresas–, es fatal en el menú de Los Panchos, donde ofrecen tacos de camitas).
Las versalitas son otra cosa: Versal, dicen los manuales y los diccionarios, es la letra con que comenzaban los versos, cuando cada verso comenzaba con mayúscula. Las versalitas son mayúsculas en tamaño de minúsculas. Tienen un uso específico: para reducir el tamaño de las letras cuando ocupan mucho espacio y resaltan y afean la tipografía; se usan para bajar el tamaño de las siglas, que regularmente ocupan mucho espacio, y para señalar los siglos. Se usan, por ejemplo, para que las mayúsculas que estorbarían la lectura, tengan más elegancia; para señalar, en ese caso, que alguien lee un letrero que indica “FARMACIA BRISEÑO” y no se vea burdo.
La muy añorada Serie del Volador, de Joaquín Mortiz, iniciaba cada novela, o cada relato, con la primera línea toda en versalitas; no siempre: Morirás lejos y El principio del placer, de José Emilio Pacheco, se salen de la norma; también Cumpleaños, de Carlos Fuentes, aunque Cantar de ciegos sí la sigue. El Fondo de Cultura Económica comenzaba con la primera frase en versalitas; no importaba el número de palabras, sino la frase, que pudiera ser una, dos o más; si era un nombre, iba completo en versales y versalitas. También las usaba para las cornisas, sólo en versalitas, esas líneas que indican en una página el nombre del autor y en otra el nombre del libro, o del capítulo. También sirven para las dedicatorias, o para el nombre del capítulo. Con diferencias; las dedicatorias iban todas en versalitas, mientras que los capítulos, en versales y versalitas. Había casos incómodos, como en La región más transparente, que los capítulos van en cursivas, pero la primera frase en versalitas, porque pocas variantes tipográficas son más feas que las versalitas cursivas, aunque son inevitables cuando el título del libro incluye algún siglo (La pintura erótica en el siglo XXI, por ejemplo).
Algunos libros de Era usaban también la primera línea de cuento o de capítulo en versales y versalitas, como Aura (pero no El viento distante ni Una familia lejana); Siglo XXI también los usaba, pero no en todos los casos. (Siglo XXI es nombre, pero otras editoriales, al citar uno de sus libros, ponen el XXI en versalitas.)
Pero todos los editores son maniáticos; hay editoriales con tres criterios diferentes, según el encargado de cada colección.
Alfonso Reyes dedica “esta primera serie de Simpatías y diferencias a los tipógrafos y correctores de El Sol, de Madrid, que tantas veces, y con esa serenidad que es la más alta condición de su oficio, tuvieron que tolerar –al componer estos artículos– mi impaciencia o mi tardanza, mis fidelidades a la regla, o mis personales manías ortográficas”; Gabriel García Márquez reniega (y hasta negó una edición) y agradece, por igual, la intervención de los correctores, lo mismo para ajustar una novela a las reglas de la Academia, que por corregir sus incongruencias ortográficas; ahora no hay quien se le ponga enfrente, pero alguna vez, un quisquilloso le telefoneó para advertirle de una incorrección y, molesto, preguntó qué opinaba Álex Grijelmo (ese afamado corrector de El País, tan divertido, tan riguroso pero a ratos tan disparejo); cuando le dijeron que opinaba que había un error en cómo lo escribía García Márquez, ordenó que lo corrigieran la primera vez, pero no las subsiguientes, para que el lector viera (si es que lo advertía), que él lo escribe como se le da la gana. Haría falta que alguien se le pusiera al brinco a Vargas Llosa, porque últimamente usa una puntuación alejada del español.
Pero eso era antes, como dice la famosa frase en las redacciones. Una de las consecuencias más graves del uso de las computadoras (u ordenadores: ambos son incorrectos) en tipografía es la desaparición del oficio de tipógrafo; el linotipo requería de varias maestrías: la mecanografía veloz y correcta, el conocimiento de la ortografía y la gramática, conocimiento de historia, ciencias y otras materias, y la habilidad para formar las líneas, cambiar las fuentes cuando era necesario (no era sólo dar un comando al teclado de la computadora [u ordenador, etcétera] para cambiar tamaños, cursivas, negritas [pocas veces en los libros, muchas en diarios y revistas], y además soportar necedades de los autores, editores, que no siempre recibían con agrado las correcciones y observaciones); pocos reconocen sus errores; el oficio casi ha desaparecido, como el de sastre, que ahora o son remendones o son para elitistas (curioso: uno de los oficios que no ha desaparecido es el de afilador de cuchillos; no es tan visible, pero aparecen dos veces por semana por los buenos restaurantes, pero pasa inadvertido). Muchos consideraron que la facilidad que ofrece la computadora (u ordenador, etcétera) hacía innecesarias esas maestrías y eran fácilmente sustituibles por mecanógrafos; Felipe Garrido opinaba que las computadoras (u ordenadores, etcétera) ayudarían más a los tipógrafos; ignoro qué sucedió, si ellos se sintieron ofendidos y mejor se jubilaron (porque era un oficio no tanto de jóvenes), o los editores consideraron que eran muy caros y mejor los sustituyeron.
Las consecuencias han sido fatales. Me han llegado, o he comprado, libros en que usan versalitas para todo, menos para lo que fueron inventadas; las usan para nombres propios, como Carlos I, o Pío XII; es decir, creen que son para números romanos; o usan versales y versalitas para cornisas (que además, cuando son muy largas no las abrevian, sino que les ponen puntos suspensivos); usan versales y versalotas; es decir, de tamaño de mayúsculas, con lo que no ahorran espacio sino que lo desperdician; ignoran, y a lo mejor porque la orden para las versalitas en las computadoras (versales, dice la fuente) las pone un poco más grandes que las minúsculas, que en la lógica de los números tipográficos, las minúsculas son tres puntos más chicas que las mayúsculas (“haga la prueba”, diría un clásico a quien cito descaradamente: ni aún ahora niego la cruz de mi parroquia); no debería asombrarme; el director de la institución que publica uno de esos libros cree que un incunable es un libro del que se imprimió un solo ejemplar.
Hay otras consecuencias; el espacio tipográfico del ancho de las letras no es el mismo en computadoras (u ordenadores) que en linotipo; eso ha provocado que en muchos libros haya líneas muy apretadas, y otras en que el espacio entre palabra y palabra es exagerado.
No estoy en contra de las innovaciones; uno de mis libros tiene las cornisas debajo de la caja tipográfica; otro, a los lados. (Fui incluso autor de una audacia; en un epistolario me atreví a numerar las citas y referencias carta por carta, no de corrido; me reprochó uno que fungía como jefe: eso nunca se ha hecho; como lo respetaba –como persona– no le dije que sí, que en la correspondencia de Faulkner con sus editores ya se había hecho, pero temí que me preguntara quién era Faulkner; tampoco le dije que así me evitaría un buen número de errores, como sucede en casi todas las ediciones con cientos de notas, en que falta o sobra una, o más.)
Pero las audacias no siempre son aconsejables; no en la ingeniería, aunque sí en la arquitectura; no en la cirugía aunque sí en la investigación médica; no en la aviación comercial aunque sí en la acrobacia; las versalotas distraen, ensucian, estorban; las versalitas (mi amiga Blanca Luz Pulido dice que son mayúsculas avergonzadas) adornan, simplifican, engalanan, embellecen. Nunca hay que abusar: un texto en puras versalitas sería ilegible, y no sólo por el texto, sino por la tipografía.
(Fragmento de un primer capítulo de memorias como editor y corrector; espero competir con las de Marco Antonio Pulido, aunque sospecho que las de él serán más divertidas. Y mucho menos si Juan José Utrilla se lanza escribir las suyas.)
Justicia beisbolera: Tampa Bay y Yanquis de Nueva York fueron eliminados en las series divisionales: eso no quiere decir que Medias Rojas debiera estar en ellas, jugaron mal y no merecían pasar, pero no debieron ser eliminados con trampas más dignas de otros deportes que del
beisbol.
¿Dèjá Lu tendrá mala memoria o sólo es descarado?
Ayer el portal de El Universal subió El Librero muy tarde, pero está ya a disposición de quienes quieran leerlo. Sólo hay que ver Hemeroteca, pulsar 9 de ectubre, Columnas, y la columna.
domingo, 2 de octubre de 2011
Leñero, Sainz, José Agustín, literatos revolucionarios
Podría presumir de las dedicatorias en los libros de ambos; que los conozco desde hace más de 40 años y siempre me trataron con deferencia; que ambos han sido mis invitados: Vicente Leñero al curso de lectura de su narrativa, y José Agustín al Taller de Lectura de El Financiero, y luego a unas carnitas, donde completó otras dedicatorias de libros suyos que tenía sin firmar; que de ambos tengo toda su obra en primera edición, incluidos La polvareda y el casi inencontrable Cajón de sastre, de Leñero (por supuesto, Los albañiles), y La tumba, en la edición de Arreola, y la primera de Novaro.
Mejor hablo de mi lectura de su obra, con algunos antecedentes que creo debemos tomar en cuenta al examinar sus libros; en sus autobiografías precoces, incluida la de Gustavo Sainz, se hace mención del intercambio de ideas, consejos, lecturas, entre los tres, cuando compartían chamba en la revista Claudia, entonces nuevecita, dirigida por Ernesto Spota, y que se editaba en Novedades Editores , a cargo de Mex-Abril; en la redacción de Claudia estaba también Gabriel Parra, de quien pocos recuerdan que fue becario del Centro Mexicano de Escritores, que fue reportero de política muchos años, y que ahora, creo, es notario público. Junto a ellos, en el departamento de diseño, estaban Nemorio Mendoza y Alfonso Rodríguez Tovar; los dos continuaron mucho tiempo trabajando para Sainz en Equipo Creativo, y Alfonso fue el primer encargado de diseño de Proceso. Refiere Sainz que, entre reportaje y reportaje, entrevista y entrevista, traducción y corrección, intercambiaban manuscritos, se leían mutuamente, se aconsejaban; Sainz esperaba la publicación de Gazapo y comenzaba Obsesivos días circulares; por unas semanas, se adelantó la aparición de Estudio Q; Agustín avanzaba a gran velocidad con De perfil; los tres escribieron su autobiografía precoz para Empresas Editoriales y, al relatar una de sus travesuras, Agustín la somete a la corrección de Leñero.
Era 1966; era una de las mejores épocas de la narrativa, o más preciso, de la literatura mexicana; era también una época de experimentación literaria; los sesenta son años fructíferos: Carlos Fuentes publica La muerte de Artemio Cruz, Zona sagrada, Cambio de piel; Pacheco, Morirás lejos; Sergio Fernández, Los peces; Salvador Elizondo, Farabeuf; llegan los libros de Claude Simon, Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Michael Butor, Carlo Emilio Gadda, Edoardo Sanguinetti, Joao Guimaraes Rosa, Gunter Grass; es la era de la poesía más audaz de Octavio Paz (Blanco, Ladera este), de Marco Antonio Montes de Oca, y otros cuyos experimentos no son tan visibles pero no por eso menos radicales.
Por desgracia, un libro inoportuno hizo que se dividiera a los narradores mexicanos en dos categorías; no entre experimentadores y lineales, lo que sería injusto pero más cercano al espíritu de esa época, sino entre onderos y fresas: “Onda y escritura en México”, y los dividía entre los que escribían con leperadas y tenían personajes adolescentes o muy jóvenes y que narraban sus escarceos sexuales, o los que escribían con propiedad. La división fue mucho más injusta.
En primer lugar, situaban a los jóvenes a los que en 1971 tenían entre 20 y 33 año, o sea nacidos sólo después de 1938; por poquito dejaban fuera a Gustavo Sainz; de cualquier manera, a Leñero nunca lo pusieron entre los onderos, aunque tenía todos los atributos: su excelente dominio del lenguaje hacía verosímiles sus diálogos, fuera entre actores, albañiles, beisbolistas, campesinos fanáticos, sacerdotes, psicoanalistas, literatos, policías; y si tenían que hablar con peladeces, lo hacían con toda naturalidad; el comienzo de Los albañiles está lleno de las llamadas malas palabras; las relaciones sexuales no están ausentes de sus páginas, y además con mucha malicia, picardía, y a veces muy exhaustivamente narradas; varias páginas de Estudio Q, o de A fuerza de palabras, o de El garabato, o de Los albañiles, son muestras de ello; incluso el cine, al tratar de imitarlas, las ha utilizado con desparpajo y no siempre con buen gusto (López Tarso en Los albañiles, Leticia Perdigón en Misterio; y otras de las que Leñero ha sido el guionista o argumentista –las mejores, protagonizadas por Angélica Chaín y Ana Martin en Cadena perpetua); y en cuanto el afán de experimentar, ninguno con más entusiasmo y búsqueda; José Revueltas, quien no le sacaba a la experimentación, se quejaba de que en Los albañiles algunas preguntas hechas en la página 50 (es un decir) se continuaban o contestaban en la 200 (nadie se quejó de que eso mismo, y por las mismas épocas, lo hiciera Vargas Llosa, por ejemplo); y su experimentación no sólo estaba en la estructura, en la construcción, sino en la misma propuesta de los libros: La voz adolorida mezclaba confesión religiosa con la confesión íntima, en un alarde de audacia que pocos años después le costó un castigo a Lemercier, y de paso a Sergio Méndez Arceo, por su experimento en un seminario en Cuernavaca; en Los albañiles asocia el crimen del portero de un edificio en construcción con el pecado del que redime la religión mediante el sacrificio, siempre renovado, del redentor, y asociaba al perverso, mitómano, megalómano, vicioso y pederasta don Jesús con el Jesús símbolo de la religión católica; en Estudio Q los actores (o sea la gente) quiere revelarse, insumisa, contra el director de una telenovela (¿Dios?), pero éste se anticipa, y en el guión, que modifica a diario, está descrita esa insurrección: es inútil rebelarse contra Dios porque ya todo está escrito; el director cuenta con la colaboración forzada de una guionista, quien finalmente sólo obedece; el cruce de caminos entre los protagonistas de Redil de ovejas, todos con los mismos nombres, es la encrucijada en la que se encuentra el mundo religioso, incapaz de entender, y menos de comprender, a su grey, sólo que no cuenta con la rebeldía personal.
El cambio de actividad de Leñero, y su acercamiento al teatro (donde también experimentó, pero mi incapacidad para apreciar el teatro me impide descubrir en dónde están sus experimentos, y sólo podría repetir los que él mismo señala), lo alejó de la narrativa; tengo la impresión de que en el teatro refleja más sus preocupaciones sociales que las literarias; es uno de los dramaturgos que más ha insistido en publicar sus dramas, lo que ayuda a apreciar muchas de sus cualidades, principalmente el excelente manejo de los diálogos.
Leñero estaba mucho más cerca de los experimentos de sus compañeros de Claudia que otros muchos autores que se movían alrededor del mundo de José Agustín y Gustavo Sainz; no estaba cerca del rock, y su relación con las artes plásticas no era tan profunda como la de sus amigos; sin embargo, compartió con ellos algunas tareas editoriales, que fueron parte importante de la obra de Sainz; Leñero fue jefe de redacción de la revista del Colegio de México, Diálogos, y dirigió Revista de Revistas, que en muchos sentidos era un periodismo diferente, como el que intentaba hacer Sainz.
A Gustavo Sainz también se le encasilló, sin advertir que era uno de los más interesados en la renovación de la estructura de la novela; la facilidad con que se lee Gazapo impidió, y sigue impidiendo, ver el excelente trabajo que hizo con sus primeros libros; los posteriores, además de que insisten en buscar nuevas formas, son más atrevidas en el lenguaje y en la concreción de los personajes, pero eso no quita lo que buscó en Gazapo, Obsesivos días circulares y La princesa del Palacio de Hierro, por limitarme a la época de la que comencé a hablar.
Cuenta Sainz que Leñero trabajaba, mientras él pulía Gazapo, en Punto de vista, que no es otra que Estudio Q; en ambas novelas se juega con el personaje como objeto; mientras Leñero recurre a la astrología, la quiromancia, las pruebas psicométricas, la fisiología e incluso las palabras de otros para definir al protagonista de Estudio Q, Sainz hace leer varias veces una misma anécdota, narrada por diferentes personajes: los protagonistas, los testigos, los que oyeron el suceso a trasmano, los que lo interpretan, y lo hace por medio de diálogos, descripciones, transcripciones, telefonemas, diarios íntimos, confesiones en medio de actos eróticos, o gracias a una grabadora; incluso, deja saber que algunas de esas versiones son falsas, o están tergiversadas; y al final propone finales (¿finales?, ¿en serio?) alternos, más los que el lector imagine.
Se comete un error si quiere verse o leerse Gazapo como un testimonio de época; si bien es cierto que influyó a muchísimos escritores menores que él, en realidad narra una época muy anterior, antes de que proliferaran las prepas (¿a quién me estoy fusilando?), antes de que, como ambicionaba Arreola, pudieran ir de la mano dos jóvenes enamorados sin que los reprendieran (nos reprendieran) los vetarros que calificaban al rock como música infernal; sí, puede tomarse como un retrato de la clase media de la Colonia del Valle, y sobre todo de la parte más árida de esa colonia; y de una clase media a punto de convertirse en clase baja, ilustrada por cómics, por la peor televisión, por ambiciones de ascenso social, a costa de lo que fuera. Pero Gazapo es mucho más que eso. Por desgracia, si en su momento tuvo lectores entusiastas pero sólo de la parte más superficial de la novela, ahora ya ni siquiera son capaces de entender que si algo hacen los nuevos escritores, se lo deben a Sainz, aunque no le hayan entendido.
Obsesivos días circulares es más extrema aún; narrada en primera persona, en la voz de un jovial portero de una escuela para adolescentes, en realidad esconde una trama que si le entendiera la iglesia ortodoxa rusa se alarmaría mucho más que como lo hace con García Márquez y con Nabokov (¿y dónde dejan a los hermanos Grimm, y a Vargas Llosa, y a Hans Christian Anderson, y a la Biblia?): el portero, con nombre latino, es sólo un instrumento para que hombres elegantes y depravados paguen una cantidad alta por espiar a las adolescentes cachondas cuando se desnudan para ir a la clase de deportes; además, se narran sus aventuras eróticas con la esposa, con la esposa del gánster que procura a esa clientela y que en realidad es un matón al servicio de políticos corruptos, y con otra mujer misteriosa, de apariciones fugaces pero perturbadoras; y hay otras historias, sórdidas, depravadas, pero sólo se conocen a trasmano; Sainz hizo una versión menos compleja para Grijalbo (la primera edición, de Joaquin Mortiz, es un monumento tipográfico, como pocos en la historia del libro en México), pero le quitó el encanto; las nuevas ediciones recogen la primera, no la segunda edición.
Más incomprendida fue La princesa del Palacio de Hierro; un solo adjetivo (el Guapo Guapo) sirve para enmascarar a un actor famoso por sus conquistas, todas ficticias; un baladista de moda famoso por sus conquistas entre grupies; un político de fama mundial que no pudo llegar a ser presidente, como ambicionaba, y a otros personajes menos famosos pero no menos procaces; otras protagonistas encarnan a dos hermanas que fungían como actrices y que en realidad encarnaban el desmadre del cine mexicano. Pero lo anecdótico, de nuevo, es lo menos relevante de una historia que comienza por el final y va retrocediendo hasta llegar, no al principio, sino al final, y que se narra desde un momento determinado; si Gazapo narra las aventuras de unos adolescentes a lo largo de una semana, de sábado a sábado, pero desde el miércoles, La princesa del Palacio de Hierro cuenta todo desde el final para tratar de entender el principio, y hace que la historia arranque, se detenga, vuelva a calentar motores, y luego se atore en un juego de adjetivos estrafalarios que distraen la atención del lector y de la protagonista; es además una inmersión en el lenguaje coloquial como pocas veces se ha hecho en nuestras letras; no hay oportunidad de salir a la superficie, hay que nadar en el fondo, y además a contracorriente. La gracia de la protagonista y la habilidad narrativa hizo que se le leyera, otra vez, sólo superficialmente.
José Agustín debutó de manera precoz con una novela que alguien calificó de “bomba”; en esa época no adivinarían que ahora es la que leen con más gozo los adolescentes, los alumnos de las preparatorias, ante el azoro de maestros que quisieran que leyeran mejor De perfil; tanto La tumba como De perfil son catalogados como libros en que se explora con detenimiento el mundo del adolescente; es cierto que los protagonistas de ambos libros apenas rondan los 18 o 16 años, y que quieren vivir como adultos; pero eso también es sólo una parte de los libros; el excelente narrador que es José Agustín ha hecho que perdamos de vista al escritor; también es cierto que el mismo Agustín ha propiciado esto, y que mucha de su popularidad se debió, desde el principio, a que tomó el rock en serio, y no sólo como materia intelectual, sino como método de vida: desmenuza las canciones, analiza la música, encuentra el sentido de las letras, halla conexiones con la mal llamada música clásica, trata a cantantes de otros géneros como si fueran rocanroleros; para él, tiene el mismo estrato Pedro Infante que Elvis Presley, y como ellos, casi como hermano mayor, Beethoven; le gusta la música con riesgos, de avanzada (aunque esa vanguardia ahora sea vista como algo pasajero, sin entender todo lo que significó en el devenir de la música), que requieren de oídos atentos y de una estética diferente.
Con esa misma actitud narra la vida, o unos cuantos momentos, de esos adolescentes: un Gabriel Guía cuyo interés erótico se ve recompensado con la entrega de la tía sensual, libérrima, propiciadora de escándalos familiares; pero esa entrega consiste en la indiferencia sentimental, a la que responde con actitudes provocadoras, agresivas, iconoclastas.
Los tres días en que sucede De perfil resumen cerca de 50 años de la historia de México: la lucha por el poder, la pérdida de la libertad, la proliferación de actividades que hacen pensar en más oportunidades, aunque en realidad sólo signifiquen dispersión de intereses; por un personaje al que sólo imaginamos, vemos cómo un grillo estudiantil se convierte en un hombre poderoso que está al servicio del poder, y para el que nada cambia, ni él mismo; los padres y el hermano del narrador no encarnan estereotipos, ni representan al mundo de esa época, pero los conflictos que viven (desaliento, desilusión, desamor, decepciones, ausencia de perspectivas) contrastan con el descubrimiento del mundo externo, del erotismo, de la libertad ganada a chingadazos, y como ironía, mediante el acercamiento de personajes frustrados (Ricardo), fracasados (Octavio), fulgurantes (Queta), ilusos (los grillos que lo salvan de los porros), perdidos (Rogelio, el Suetercito) mediante fiestas fracasadas, visita a burdeles (en una escena que parece salida de La región más transparente), ligues interrumpidos, pérdida de la virginidad (pero no sabe quién era virgen, si él narrador o Queta), de mundos ficticios (la política estudiantil, las mafias literarias), o de la intromisión de los adultos que no quieren ser desbancados por esos adolescentes.
Se sabe la época en que transcurre la anécdota, por la proliferación de las prepas, por el precio de los cigarros, las tarifas de los taxis y del pasaje (y ruta) de los camiones, un DF antes del Metro; y por el lenguaje de los adultos, pero el del narrador, su primo, sus amigos, no sólo se sigue entendiendo, no sólo no ha perdido frescura, sino que se ha establecido más allá de una moda: la sabiduría filológica de José Agustín es asombrosa; y su manejo de la estructura, más parecida a la de John Updike de lo que parece, pero también endeudada con toda la narrativa estadounidense de vanguardia, y no sólo en lo literario: Agustín es el escritor que más ha asimilado el cine, la música, las artes plásticas, y la política, y las ha convertido en narrativa. Ni el lector más plano puede asegurar que estas dos novelas sean lineales, aunque se lean como si comenzaran por el principio y terminaran por el final.
Onda y escritura en México fue un libro inoportuno y lleno de estereotipos, sino injusto: no incluyó a Leñero, tal vez el narrador más innovador de la novela mexicana, y encasilló a Sainz y a José Agustín como onderos, cuando sus ambiciones, y sus logros, rebasaban cualquier etiqueta.
Prometo seguir hablando de los libros de ellos tres; Leñero y José Agustín han sido reconocidos con la medalla de Bellas Artes, por un régimen que ni antes ni ahora los ha entendido, y que en algún momento los combatió, pero sobre todo los ignoró, pero que ahora se honra con ese reconocimiento.
¿Alguien cree que Girardi actuó de buena fe cuando Yanquis perdió una ventaja de siete carreras, y que pensaba en darle un descanso al incansable Mariano Rivera, cuando no lo mandó a conservar una ventaja de una sola carrera en la novena entrada, y con eso perjudicaba a los Medias Rojas? ¿Y la ética?
Yo tengo la culpa: los creé. Y ellos se juntan.
Mejor hablo de mi lectura de su obra, con algunos antecedentes que creo debemos tomar en cuenta al examinar sus libros; en sus autobiografías precoces, incluida la de Gustavo Sainz, se hace mención del intercambio de ideas, consejos, lecturas, entre los tres, cuando compartían chamba en la revista Claudia, entonces nuevecita, dirigida por Ernesto Spota, y que se editaba en Novedades Editores , a cargo de Mex-Abril; en la redacción de Claudia estaba también Gabriel Parra, de quien pocos recuerdan que fue becario del Centro Mexicano de Escritores, que fue reportero de política muchos años, y que ahora, creo, es notario público. Junto a ellos, en el departamento de diseño, estaban Nemorio Mendoza y Alfonso Rodríguez Tovar; los dos continuaron mucho tiempo trabajando para Sainz en Equipo Creativo, y Alfonso fue el primer encargado de diseño de Proceso. Refiere Sainz que, entre reportaje y reportaje, entrevista y entrevista, traducción y corrección, intercambiaban manuscritos, se leían mutuamente, se aconsejaban; Sainz esperaba la publicación de Gazapo y comenzaba Obsesivos días circulares; por unas semanas, se adelantó la aparición de Estudio Q; Agustín avanzaba a gran velocidad con De perfil; los tres escribieron su autobiografía precoz para Empresas Editoriales y, al relatar una de sus travesuras, Agustín la somete a la corrección de Leñero.
Era 1966; era una de las mejores épocas de la narrativa, o más preciso, de la literatura mexicana; era también una época de experimentación literaria; los sesenta son años fructíferos: Carlos Fuentes publica La muerte de Artemio Cruz, Zona sagrada, Cambio de piel; Pacheco, Morirás lejos; Sergio Fernández, Los peces; Salvador Elizondo, Farabeuf; llegan los libros de Claude Simon, Alain Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute, Michael Butor, Carlo Emilio Gadda, Edoardo Sanguinetti, Joao Guimaraes Rosa, Gunter Grass; es la era de la poesía más audaz de Octavio Paz (Blanco, Ladera este), de Marco Antonio Montes de Oca, y otros cuyos experimentos no son tan visibles pero no por eso menos radicales.
Por desgracia, un libro inoportuno hizo que se dividiera a los narradores mexicanos en dos categorías; no entre experimentadores y lineales, lo que sería injusto pero más cercano al espíritu de esa época, sino entre onderos y fresas: “Onda y escritura en México”, y los dividía entre los que escribían con leperadas y tenían personajes adolescentes o muy jóvenes y que narraban sus escarceos sexuales, o los que escribían con propiedad. La división fue mucho más injusta.
En primer lugar, situaban a los jóvenes a los que en 1971 tenían entre 20 y 33 año, o sea nacidos sólo después de 1938; por poquito dejaban fuera a Gustavo Sainz; de cualquier manera, a Leñero nunca lo pusieron entre los onderos, aunque tenía todos los atributos: su excelente dominio del lenguaje hacía verosímiles sus diálogos, fuera entre actores, albañiles, beisbolistas, campesinos fanáticos, sacerdotes, psicoanalistas, literatos, policías; y si tenían que hablar con peladeces, lo hacían con toda naturalidad; el comienzo de Los albañiles está lleno de las llamadas malas palabras; las relaciones sexuales no están ausentes de sus páginas, y además con mucha malicia, picardía, y a veces muy exhaustivamente narradas; varias páginas de Estudio Q, o de A fuerza de palabras, o de El garabato, o de Los albañiles, son muestras de ello; incluso el cine, al tratar de imitarlas, las ha utilizado con desparpajo y no siempre con buen gusto (López Tarso en Los albañiles, Leticia Perdigón en Misterio; y otras de las que Leñero ha sido el guionista o argumentista –las mejores, protagonizadas por Angélica Chaín y Ana Martin en Cadena perpetua); y en cuanto el afán de experimentar, ninguno con más entusiasmo y búsqueda; José Revueltas, quien no le sacaba a la experimentación, se quejaba de que en Los albañiles algunas preguntas hechas en la página 50 (es un decir) se continuaban o contestaban en la 200 (nadie se quejó de que eso mismo, y por las mismas épocas, lo hiciera Vargas Llosa, por ejemplo); y su experimentación no sólo estaba en la estructura, en la construcción, sino en la misma propuesta de los libros: La voz adolorida mezclaba confesión religiosa con la confesión íntima, en un alarde de audacia que pocos años después le costó un castigo a Lemercier, y de paso a Sergio Méndez Arceo, por su experimento en un seminario en Cuernavaca; en Los albañiles asocia el crimen del portero de un edificio en construcción con el pecado del que redime la religión mediante el sacrificio, siempre renovado, del redentor, y asociaba al perverso, mitómano, megalómano, vicioso y pederasta don Jesús con el Jesús símbolo de la religión católica; en Estudio Q los actores (o sea la gente) quiere revelarse, insumisa, contra el director de una telenovela (¿Dios?), pero éste se anticipa, y en el guión, que modifica a diario, está descrita esa insurrección: es inútil rebelarse contra Dios porque ya todo está escrito; el director cuenta con la colaboración forzada de una guionista, quien finalmente sólo obedece; el cruce de caminos entre los protagonistas de Redil de ovejas, todos con los mismos nombres, es la encrucijada en la que se encuentra el mundo religioso, incapaz de entender, y menos de comprender, a su grey, sólo que no cuenta con la rebeldía personal.
El cambio de actividad de Leñero, y su acercamiento al teatro (donde también experimentó, pero mi incapacidad para apreciar el teatro me impide descubrir en dónde están sus experimentos, y sólo podría repetir los que él mismo señala), lo alejó de la narrativa; tengo la impresión de que en el teatro refleja más sus preocupaciones sociales que las literarias; es uno de los dramaturgos que más ha insistido en publicar sus dramas, lo que ayuda a apreciar muchas de sus cualidades, principalmente el excelente manejo de los diálogos.
Leñero estaba mucho más cerca de los experimentos de sus compañeros de Claudia que otros muchos autores que se movían alrededor del mundo de José Agustín y Gustavo Sainz; no estaba cerca del rock, y su relación con las artes plásticas no era tan profunda como la de sus amigos; sin embargo, compartió con ellos algunas tareas editoriales, que fueron parte importante de la obra de Sainz; Leñero fue jefe de redacción de la revista del Colegio de México, Diálogos, y dirigió Revista de Revistas, que en muchos sentidos era un periodismo diferente, como el que intentaba hacer Sainz.
A Gustavo Sainz también se le encasilló, sin advertir que era uno de los más interesados en la renovación de la estructura de la novela; la facilidad con que se lee Gazapo impidió, y sigue impidiendo, ver el excelente trabajo que hizo con sus primeros libros; los posteriores, además de que insisten en buscar nuevas formas, son más atrevidas en el lenguaje y en la concreción de los personajes, pero eso no quita lo que buscó en Gazapo, Obsesivos días circulares y La princesa del Palacio de Hierro, por limitarme a la época de la que comencé a hablar.
Cuenta Sainz que Leñero trabajaba, mientras él pulía Gazapo, en Punto de vista, que no es otra que Estudio Q; en ambas novelas se juega con el personaje como objeto; mientras Leñero recurre a la astrología, la quiromancia, las pruebas psicométricas, la fisiología e incluso las palabras de otros para definir al protagonista de Estudio Q, Sainz hace leer varias veces una misma anécdota, narrada por diferentes personajes: los protagonistas, los testigos, los que oyeron el suceso a trasmano, los que lo interpretan, y lo hace por medio de diálogos, descripciones, transcripciones, telefonemas, diarios íntimos, confesiones en medio de actos eróticos, o gracias a una grabadora; incluso, deja saber que algunas de esas versiones son falsas, o están tergiversadas; y al final propone finales (¿finales?, ¿en serio?) alternos, más los que el lector imagine.
Se comete un error si quiere verse o leerse Gazapo como un testimonio de época; si bien es cierto que influyó a muchísimos escritores menores que él, en realidad narra una época muy anterior, antes de que proliferaran las prepas (¿a quién me estoy fusilando?), antes de que, como ambicionaba Arreola, pudieran ir de la mano dos jóvenes enamorados sin que los reprendieran (nos reprendieran) los vetarros que calificaban al rock como música infernal; sí, puede tomarse como un retrato de la clase media de la Colonia del Valle, y sobre todo de la parte más árida de esa colonia; y de una clase media a punto de convertirse en clase baja, ilustrada por cómics, por la peor televisión, por ambiciones de ascenso social, a costa de lo que fuera. Pero Gazapo es mucho más que eso. Por desgracia, si en su momento tuvo lectores entusiastas pero sólo de la parte más superficial de la novela, ahora ya ni siquiera son capaces de entender que si algo hacen los nuevos escritores, se lo deben a Sainz, aunque no le hayan entendido.
Obsesivos días circulares es más extrema aún; narrada en primera persona, en la voz de un jovial portero de una escuela para adolescentes, en realidad esconde una trama que si le entendiera la iglesia ortodoxa rusa se alarmaría mucho más que como lo hace con García Márquez y con Nabokov (¿y dónde dejan a los hermanos Grimm, y a Vargas Llosa, y a Hans Christian Anderson, y a la Biblia?): el portero, con nombre latino, es sólo un instrumento para que hombres elegantes y depravados paguen una cantidad alta por espiar a las adolescentes cachondas cuando se desnudan para ir a la clase de deportes; además, se narran sus aventuras eróticas con la esposa, con la esposa del gánster que procura a esa clientela y que en realidad es un matón al servicio de políticos corruptos, y con otra mujer misteriosa, de apariciones fugaces pero perturbadoras; y hay otras historias, sórdidas, depravadas, pero sólo se conocen a trasmano; Sainz hizo una versión menos compleja para Grijalbo (la primera edición, de Joaquin Mortiz, es un monumento tipográfico, como pocos en la historia del libro en México), pero le quitó el encanto; las nuevas ediciones recogen la primera, no la segunda edición.
Más incomprendida fue La princesa del Palacio de Hierro; un solo adjetivo (el Guapo Guapo) sirve para enmascarar a un actor famoso por sus conquistas, todas ficticias; un baladista de moda famoso por sus conquistas entre grupies; un político de fama mundial que no pudo llegar a ser presidente, como ambicionaba, y a otros personajes menos famosos pero no menos procaces; otras protagonistas encarnan a dos hermanas que fungían como actrices y que en realidad encarnaban el desmadre del cine mexicano. Pero lo anecdótico, de nuevo, es lo menos relevante de una historia que comienza por el final y va retrocediendo hasta llegar, no al principio, sino al final, y que se narra desde un momento determinado; si Gazapo narra las aventuras de unos adolescentes a lo largo de una semana, de sábado a sábado, pero desde el miércoles, La princesa del Palacio de Hierro cuenta todo desde el final para tratar de entender el principio, y hace que la historia arranque, se detenga, vuelva a calentar motores, y luego se atore en un juego de adjetivos estrafalarios que distraen la atención del lector y de la protagonista; es además una inmersión en el lenguaje coloquial como pocas veces se ha hecho en nuestras letras; no hay oportunidad de salir a la superficie, hay que nadar en el fondo, y además a contracorriente. La gracia de la protagonista y la habilidad narrativa hizo que se le leyera, otra vez, sólo superficialmente.
José Agustín debutó de manera precoz con una novela que alguien calificó de “bomba”; en esa época no adivinarían que ahora es la que leen con más gozo los adolescentes, los alumnos de las preparatorias, ante el azoro de maestros que quisieran que leyeran mejor De perfil; tanto La tumba como De perfil son catalogados como libros en que se explora con detenimiento el mundo del adolescente; es cierto que los protagonistas de ambos libros apenas rondan los 18 o 16 años, y que quieren vivir como adultos; pero eso también es sólo una parte de los libros; el excelente narrador que es José Agustín ha hecho que perdamos de vista al escritor; también es cierto que el mismo Agustín ha propiciado esto, y que mucha de su popularidad se debió, desde el principio, a que tomó el rock en serio, y no sólo como materia intelectual, sino como método de vida: desmenuza las canciones, analiza la música, encuentra el sentido de las letras, halla conexiones con la mal llamada música clásica, trata a cantantes de otros géneros como si fueran rocanroleros; para él, tiene el mismo estrato Pedro Infante que Elvis Presley, y como ellos, casi como hermano mayor, Beethoven; le gusta la música con riesgos, de avanzada (aunque esa vanguardia ahora sea vista como algo pasajero, sin entender todo lo que significó en el devenir de la música), que requieren de oídos atentos y de una estética diferente.
Con esa misma actitud narra la vida, o unos cuantos momentos, de esos adolescentes: un Gabriel Guía cuyo interés erótico se ve recompensado con la entrega de la tía sensual, libérrima, propiciadora de escándalos familiares; pero esa entrega consiste en la indiferencia sentimental, a la que responde con actitudes provocadoras, agresivas, iconoclastas.
Los tres días en que sucede De perfil resumen cerca de 50 años de la historia de México: la lucha por el poder, la pérdida de la libertad, la proliferación de actividades que hacen pensar en más oportunidades, aunque en realidad sólo signifiquen dispersión de intereses; por un personaje al que sólo imaginamos, vemos cómo un grillo estudiantil se convierte en un hombre poderoso que está al servicio del poder, y para el que nada cambia, ni él mismo; los padres y el hermano del narrador no encarnan estereotipos, ni representan al mundo de esa época, pero los conflictos que viven (desaliento, desilusión, desamor, decepciones, ausencia de perspectivas) contrastan con el descubrimiento del mundo externo, del erotismo, de la libertad ganada a chingadazos, y como ironía, mediante el acercamiento de personajes frustrados (Ricardo), fracasados (Octavio), fulgurantes (Queta), ilusos (los grillos que lo salvan de los porros), perdidos (Rogelio, el Suetercito) mediante fiestas fracasadas, visita a burdeles (en una escena que parece salida de La región más transparente), ligues interrumpidos, pérdida de la virginidad (pero no sabe quién era virgen, si él narrador o Queta), de mundos ficticios (la política estudiantil, las mafias literarias), o de la intromisión de los adultos que no quieren ser desbancados por esos adolescentes.
Se sabe la época en que transcurre la anécdota, por la proliferación de las prepas, por el precio de los cigarros, las tarifas de los taxis y del pasaje (y ruta) de los camiones, un DF antes del Metro; y por el lenguaje de los adultos, pero el del narrador, su primo, sus amigos, no sólo se sigue entendiendo, no sólo no ha perdido frescura, sino que se ha establecido más allá de una moda: la sabiduría filológica de José Agustín es asombrosa; y su manejo de la estructura, más parecida a la de John Updike de lo que parece, pero también endeudada con toda la narrativa estadounidense de vanguardia, y no sólo en lo literario: Agustín es el escritor que más ha asimilado el cine, la música, las artes plásticas, y la política, y las ha convertido en narrativa. Ni el lector más plano puede asegurar que estas dos novelas sean lineales, aunque se lean como si comenzaran por el principio y terminaran por el final.
Onda y escritura en México fue un libro inoportuno y lleno de estereotipos, sino injusto: no incluyó a Leñero, tal vez el narrador más innovador de la novela mexicana, y encasilló a Sainz y a José Agustín como onderos, cuando sus ambiciones, y sus logros, rebasaban cualquier etiqueta.
Prometo seguir hablando de los libros de ellos tres; Leñero y José Agustín han sido reconocidos con la medalla de Bellas Artes, por un régimen que ni antes ni ahora los ha entendido, y que en algún momento los combatió, pero sobre todo los ignoró, pero que ahora se honra con ese reconocimiento.
¿Alguien cree que Girardi actuó de buena fe cuando Yanquis perdió una ventaja de siete carreras, y que pensaba en darle un descanso al incansable Mariano Rivera, cuando no lo mandó a conservar una ventaja de una sola carrera en la novena entrada, y con eso perjudicaba a los Medias Rojas? ¿Y la ética?
Yo tengo la culpa: los creé. Y ellos se juntan.
lunes, 19 de septiembre de 2011
Otro enijma de López Velarde
En su precioso ensayo sobre las erratas fecundas, Alfonso Reyes cuenta que, ante la insistencia de Juan Ramón Jiménez por el uso de la jota cuando es sonido fuerte, contra la g cuando es sonido suave, los amigos de Juan Ramón afirmaban que una virjen, así con jota, dejaba de serlo.
Reyes llegó a sostener polémicas, en su tono amable, por defender la X de México frente a escritores que insistían en escribir Méjico; aunque aceptaba que la jota era más aceptable en términos fonéticos y etimológicos, se impuso el uso de la X por recalcar nuestro pasado mexica, frente al colonialismo de una España que se aferra a escribir Méjico aun en sus más recientes ediciones de sus diccionarios; por referirse a las palabras usadas u originarias en México, no dejan de escribir “mejicanismo”, aunque remitan a “mexicanismo”, y así seguirán, porque también insisten en que 25 son más que cien y que mil.
Y en fin, Reyes usaba “México”, y uno de sus libros, donde habla de México, se llama La X en la frente. Hay que recordar que fue la generación de la Reforma la que propuso esa X, para acentuar la nacionalidad mexicana. Si nos atenemos a la colección Clásicos de la Historia de México, publicada por el Fondo de Cultura Económica, todos los tomos, facsímiles, dicen “México”, excepto los escritos antes de las guerras de Reforma y contra la Intervención, o sea el conservador Lucas Alamán y el muy liberal José María Luis Mora, quienes escribieron “Méjico”.
Una de las quejas constantes de Raúl Prieto contra la Madre Academia era su tozudez en seguir escribiendo (y diciendo) “Méjico” (y lo recalcan), como si Madrid siguiera siendo la metrópoli (Nueva Madre Academia, pág. 654, edición de Grijalbo, 1981).
Pues López Velarde escribía “Méjico”.
Si nos atenemos a la Poesía moderna de México, la antología preparada por los Contemporáneos y firmada por Jorge Cuesta, López Velarde dice “mientras una mexicana en su tápalo lleve los dobleces...” (“La suave Patria”), y en “El sueño de los guantes negros”, dice “Oh, prisionera del Valle de México”; Manuel Maples Arce, en su antología homónima no incluye “El sueño de los guantes negros”, por lo que sólo escribe “mexicanas” en “La suave Patria”; en una antología casi contemporánea, Poemas escogidos de Ramón López Velarde, con un estudio de Xavier Villaurrutia, Nueva Cvltvra, 1940), se usa la X en “México” y “mexicana”, y desde luego se repite en la reedición de la Biblioteca del Estudiante Universitario, El león y la virgen, en la que ya se le atribuyen a Villaurrutia el prólogo y la selección (hay diferencias en el prólogo y en el estudio). Villaurrutia y Cuesta conocieron a López Velarde, lo trataron, aunque con respeto y distancia, según lo refiere Salvador Novo, y a ratos con un poco de irrespeto. Manuel Maples Arce fue su amigo y lector, y no se sabe por qué no le respetó a López Velarde su uso de la jota.
Desde luego, en toda antología que se respete se incluyen “El sueño de los guantes negros” y “La suave Patria”, y en todos lados se respeta la X, no la jota: lo hace José Emilio Pacheco en Antología del modernismo, aunque no lo incluye en Poesía modernista, una antología general; Carlos Monsiváis, en sus tres versiones de Poesía Mexicana del siglo XX, incluye “La suave Patria” y en las tres versiones está con X. Así están “El sueño…” y “La suave Patria” en Ómnibus de poesía mexicana, de Gabriel Zaid, y en La suave Patria y otros poemas, con el prodigioso prólogo de Octavio Paz tomado de Cuadrivio; así está en la cuidadosa antología de Juan Domingo Argüelles, Dos siglos de poesía mexicana.
Existen las X en el Calendario de Ramón López Velarde, pese a que todo el material lo prestaba Alí Chumacero de su selecta pero nutrida biblioteca.
En cambio, en las Obras de Ramón López Velarde, la edición de José Luis Martínez para el Fondo de Cultura Económica, se respeta la jota; en su momento se lo comenté a Felipe Garrido y me recomendó que me fuera a las fuentes originales; era lo obvio: tengo El son del corazón, y en él aparecen con X tanto “México” como “mexicana”; “Viste primeras ediciones, no primeras publicaciones”, me amonestó. Y sí, acudí a El Maestro, la revista vasconcelista que dirigían Enrique Monteverde y Agustín Loera y Chávez, y en su número de septiembre de 1921 se publica por vez primera “La suave Patria”, dos meses y medio después de la muerte de López Velarde, y en sus páginas se conserva la jota de “mejicana”; también Guillermo Sheridan deja la jota en “El sueño…”, en su biografía de López Velarde, Un corazón adicto. Pero con jota está en la antología mínima preparada por Hugo Gutiérrez Vega para Material de Lectura de la UNAM, con un prólogo insistente en el erotismo de López Velarde, y con jota en Poesía en movimiento.
Tenía razón Felipe Garrido: hay que acudir a las fuentes originales. Así, sólo José Luis Martínez respetó la curiosa caligrafía y ortografía de López Velarde, cuyas jotas no pueden deberse a una errata; en algunas de sus prosas salta la palabra “México”: no muchas veces, pero salta; por ejemplo, en “Semana mayor”, de El minutero, en el primer párrafo, dice “Méjico fingía una necrópolis”; así aparece en el número 5 de la portada de la revista Pegaso (en la que participaba López Velarde, al lado de Efrén Rebolledo y Enrique González Martínez), de abril de 1917, pero en Obras (pág. 300) está “México”. ¿Por qué José Luis Martínez dejó la jota en los poemas pero la cambió por una X en la prosa?
El “Méjico fingía” muy cuidadoso significa que no creía que la g fuerte debía escribirse con jota, como ordena Juan Ramón Jiménez; sus “enigmas” y sus “vírgenes” con ge las diferencia muy bien de la jota de México, como decía Alfonso Junco en sus disputas con su tocayo Alfonso Reyes; ¿por qué razón López Velarde, mexicano como pocos, escribía la palabra con la jota tan española (“En la mitad de la clase / me reprendió el profesor / cuando dije que la jota / era un bailable español”, dice Francisco Gabilondo Soler en su muy hermosa jota “Jota de la jota”). Otro dato curioso es que en su antología Novedad de la patria y otros prosas de Ramón López Velarde (edición del Día Nacional del Libro, 1987), Felipe Garrido incluye “Semana mayor” y escribe México con X.
¿Se debía a su formación religiosa (de López Velarde)? Su prosa política, encomiada por muchos pero abjurada por otros, lo muestra partidario de Madero, pero no de la Revolución; tras el golpe contra Madero, López Velarde no se sumó al grupo de intelectuales que apoyó a Victoriano Huerta, aunque como muchos de ellos, rechazó el “baño de sangre” que dejó al país con muchas heridas; para muchos, Huerta representaba la vuelta al orden luego de la anarquía desatada por Madero, o por su gobierno; así, colaboraron con Huerta, Enrique González Martínez, Salvador Díaz Mirón, José Juan Tablada, Nemesio García Naranjo, José María Lozano, Alberto García Granados, Querido Moheno (estos últimos, presos en el Porfiriato por atacar al régimen; uno pensaría que era natural su acercamiento a Madero, no a Huerta), Jorge Vera Estañol, Carlos Rincón Gallardo, y muchos diplomáticos que no renunciaron a sus puestos, y que fueron depuestos a la caída de Huerta cuando Carranza asumió la Primera Jefatura del Ejército Constitucionalista.
López Velarde colaboró, de manera mínima, apenas secundaria, con Venustiano Carranza, y al final de su vida, por gestiones de José Vasconcelos, en el gobierno de Obregón, pero sin tratar con él, sólo con Vasconcelos.
Vasconcelos es uno de los principales promotores del arte mexicano, promovió a músicos, pintores y escritores, a que exaltaron al país, a la Revolución, y a la nueva grandeza mexicana; protegió y promovió a López Velarde en más de una ocasión, y se dice que tuvo que ver con el origen de “La suave Patria”, y ésta se publica por primera vez en El Maestro, que era el órgano, la voz oficial del Ministro Vasconcelos. ¿Cómo es que Vasconcelos, tan mexicano, haya permitido la jota en el “mexicana” de “La suave Patria”? ¿Cómo es que tantos antologadores han cambiado la X por la jota, en prosas y poemas? ¿Es traicionarlo escribiendo “México” y “mexicana” cuando él escribió “Méjico” y “mejicana”?
Apenas se sabe algo de los familiares de Ramón López Velarde; algo de sus padres, de sus tíos y de sus hermanos; nada de otros parientes, como los Berumen, los que no cambiaron el apellido. Uno de ellos, llamado Juan, un militar sin mucha fama (de militar, pero sí de castigador), casó con Marcela Mejía, hija de Pedro Mejía y Feliciana Salazar; de ese matrimonio nació Ramón Berumen Mejía, conocido como “El Hermoso Berumen”, famoso réferi de boxeo, el primer mexicano (¿mejicano?) en arbitrar una pelea de campeonato mundial de boxeo en que no estuviera involucrado un mexicano, y el réferi que apareció en más cintas mexicanas (en Pepe el Toro es su amigo César Arroyo el que sólo amonesta a Wolf Ruvinsky por abrirle una ceja al Torito de un cabezazo); hasta cerca de los ochenta años daba clases de volibol en el Parque Alemán, donde jugaba la Liga Lindavista. Mi tío Pepe, que vive ahora en la angustiosa Saltillo, me envía una fotografía donde aparecen López Velarde y el señor José González, segundo esposo de Mamá Chana, por lo tanto mi bisabuelo; no es raro, la provincia era muy chica y todos se conocían ("Esas gentes de Jerez / miel y veneno a la vez; / todititos son parientes / y ni uno se puede ver", Eugenio del Hoyo); pero conociéndose todos, ¿por qué se sabe tan poco de la vida de López Velarde y por qué haya tantos enigmas? ¿No es curioso que José Luis Martínez, cuidadoso editor de la obra de López Velarde, no haya mencionado a Maples Arce, no sólo porque hayan compartido andanzas de chirriscos, sino por innegables lazos entre la poesía de ambos? ¿Cuántas cosas desconocemos de nuestros escritores? ¿Y esas cosas deben influir en nuestra lectura de su obra? En el caso de Renato Leduc, por ejemplo, han estorbado. Se sabe, porque él lo dijo, que se involucró en la Revolución porque en donde trabajaba como telegrafista, una hermosa joven villista hablaba en las manifestaciones, hacía arengas, y Leduc y algún amigo se acercaban para espiarle las piernas bajo las faldas (los famosos upskirts actuales), y la siguieron a otras poblaciones, para seguir espiándole las piernas; ese dato, y muchas anécdotas han influido para ver en sus poemas un candente lenguaje erótico, combinado con un sentido del humor desarmante, iconoclasta, subversivo (“no creí que un favor tan ruin se me negase. ¿Solicitar tu mano? No conozco esos vicios”; “Soez, majadero, que prendan la luz”); por perseguir esos poemas se pierde de vista su excelente manejo del ritmo, de la acentuación, de la rima; poemas inteligentes, aunque perdamos de vista la inteligencia opacada por el albur, la petición sexual, el piropo atrevido, la descripción de la belleza femenina. Por seguir al poeta ingenioso dejamos de ver al poeta inteligente.
Hay muchos enijmas en la vida y la obra de López Velarde.
Según Óscar Sarquiz, un joven guitarrista, pianista, cantante y compositor famoso era el vivo retrato de Dorian Gray, porque envejecía mientras sus colegas se mantenían juveniles; así, Dèjá Lu envejece muchísimo mientras los demás siguen como si apenas tuvieran 50 años.
Adrián González no puede con la presión; no era lo mismo ser el mejor bateador de un equipo colero, que cargar con el peso de un equipo contendiente. ¿Síndrome del deportista mexicano? ¿Seguirá el mal fario de cuando fueron a verlo Carlos Slim y Marco Pulido?
Reyes llegó a sostener polémicas, en su tono amable, por defender la X de México frente a escritores que insistían en escribir Méjico; aunque aceptaba que la jota era más aceptable en términos fonéticos y etimológicos, se impuso el uso de la X por recalcar nuestro pasado mexica, frente al colonialismo de una España que se aferra a escribir Méjico aun en sus más recientes ediciones de sus diccionarios; por referirse a las palabras usadas u originarias en México, no dejan de escribir “mejicanismo”, aunque remitan a “mexicanismo”, y así seguirán, porque también insisten en que 25 son más que cien y que mil.
Y en fin, Reyes usaba “México”, y uno de sus libros, donde habla de México, se llama La X en la frente. Hay que recordar que fue la generación de la Reforma la que propuso esa X, para acentuar la nacionalidad mexicana. Si nos atenemos a la colección Clásicos de la Historia de México, publicada por el Fondo de Cultura Económica, todos los tomos, facsímiles, dicen “México”, excepto los escritos antes de las guerras de Reforma y contra la Intervención, o sea el conservador Lucas Alamán y el muy liberal José María Luis Mora, quienes escribieron “Méjico”.
Una de las quejas constantes de Raúl Prieto contra la Madre Academia era su tozudez en seguir escribiendo (y diciendo) “Méjico” (y lo recalcan), como si Madrid siguiera siendo la metrópoli (Nueva Madre Academia, pág. 654, edición de Grijalbo, 1981).
Pues López Velarde escribía “Méjico”.
Si nos atenemos a la Poesía moderna de México, la antología preparada por los Contemporáneos y firmada por Jorge Cuesta, López Velarde dice “mientras una mexicana en su tápalo lleve los dobleces...” (“La suave Patria”), y en “El sueño de los guantes negros”, dice “Oh, prisionera del Valle de México”; Manuel Maples Arce, en su antología homónima no incluye “El sueño de los guantes negros”, por lo que sólo escribe “mexicanas” en “La suave Patria”; en una antología casi contemporánea, Poemas escogidos de Ramón López Velarde, con un estudio de Xavier Villaurrutia, Nueva Cvltvra, 1940), se usa la X en “México” y “mexicana”, y desde luego se repite en la reedición de la Biblioteca del Estudiante Universitario, El león y la virgen, en la que ya se le atribuyen a Villaurrutia el prólogo y la selección (hay diferencias en el prólogo y en el estudio). Villaurrutia y Cuesta conocieron a López Velarde, lo trataron, aunque con respeto y distancia, según lo refiere Salvador Novo, y a ratos con un poco de irrespeto. Manuel Maples Arce fue su amigo y lector, y no se sabe por qué no le respetó a López Velarde su uso de la jota.
Desde luego, en toda antología que se respete se incluyen “El sueño de los guantes negros” y “La suave Patria”, y en todos lados se respeta la X, no la jota: lo hace José Emilio Pacheco en Antología del modernismo, aunque no lo incluye en Poesía modernista, una antología general; Carlos Monsiváis, en sus tres versiones de Poesía Mexicana del siglo XX, incluye “La suave Patria” y en las tres versiones está con X. Así están “El sueño…” y “La suave Patria” en Ómnibus de poesía mexicana, de Gabriel Zaid, y en La suave Patria y otros poemas, con el prodigioso prólogo de Octavio Paz tomado de Cuadrivio; así está en la cuidadosa antología de Juan Domingo Argüelles, Dos siglos de poesía mexicana.
Existen las X en el Calendario de Ramón López Velarde, pese a que todo el material lo prestaba Alí Chumacero de su selecta pero nutrida biblioteca.
En cambio, en las Obras de Ramón López Velarde, la edición de José Luis Martínez para el Fondo de Cultura Económica, se respeta la jota; en su momento se lo comenté a Felipe Garrido y me recomendó que me fuera a las fuentes originales; era lo obvio: tengo El son del corazón, y en él aparecen con X tanto “México” como “mexicana”; “Viste primeras ediciones, no primeras publicaciones”, me amonestó. Y sí, acudí a El Maestro, la revista vasconcelista que dirigían Enrique Monteverde y Agustín Loera y Chávez, y en su número de septiembre de 1921 se publica por vez primera “La suave Patria”, dos meses y medio después de la muerte de López Velarde, y en sus páginas se conserva la jota de “mejicana”; también Guillermo Sheridan deja la jota en “El sueño…”, en su biografía de López Velarde, Un corazón adicto. Pero con jota está en la antología mínima preparada por Hugo Gutiérrez Vega para Material de Lectura de la UNAM, con un prólogo insistente en el erotismo de López Velarde, y con jota en Poesía en movimiento.
Tenía razón Felipe Garrido: hay que acudir a las fuentes originales. Así, sólo José Luis Martínez respetó la curiosa caligrafía y ortografía de López Velarde, cuyas jotas no pueden deberse a una errata; en algunas de sus prosas salta la palabra “México”: no muchas veces, pero salta; por ejemplo, en “Semana mayor”, de El minutero, en el primer párrafo, dice “Méjico fingía una necrópolis”; así aparece en el número 5 de la portada de la revista Pegaso (en la que participaba López Velarde, al lado de Efrén Rebolledo y Enrique González Martínez), de abril de 1917, pero en Obras (pág. 300) está “México”. ¿Por qué José Luis Martínez dejó la jota en los poemas pero la cambió por una X en la prosa?
El “Méjico fingía” muy cuidadoso significa que no creía que la g fuerte debía escribirse con jota, como ordena Juan Ramón Jiménez; sus “enigmas” y sus “vírgenes” con ge las diferencia muy bien de la jota de México, como decía Alfonso Junco en sus disputas con su tocayo Alfonso Reyes; ¿por qué razón López Velarde, mexicano como pocos, escribía la palabra con la jota tan española (“En la mitad de la clase / me reprendió el profesor / cuando dije que la jota / era un bailable español”, dice Francisco Gabilondo Soler en su muy hermosa jota “Jota de la jota”). Otro dato curioso es que en su antología Novedad de la patria y otros prosas de Ramón López Velarde (edición del Día Nacional del Libro, 1987), Felipe Garrido incluye “Semana mayor” y escribe México con X.
¿Se debía a su formación religiosa (de López Velarde)? Su prosa política, encomiada por muchos pero abjurada por otros, lo muestra partidario de Madero, pero no de la Revolución; tras el golpe contra Madero, López Velarde no se sumó al grupo de intelectuales que apoyó a Victoriano Huerta, aunque como muchos de ellos, rechazó el “baño de sangre” que dejó al país con muchas heridas; para muchos, Huerta representaba la vuelta al orden luego de la anarquía desatada por Madero, o por su gobierno; así, colaboraron con Huerta, Enrique González Martínez, Salvador Díaz Mirón, José Juan Tablada, Nemesio García Naranjo, José María Lozano, Alberto García Granados, Querido Moheno (estos últimos, presos en el Porfiriato por atacar al régimen; uno pensaría que era natural su acercamiento a Madero, no a Huerta), Jorge Vera Estañol, Carlos Rincón Gallardo, y muchos diplomáticos que no renunciaron a sus puestos, y que fueron depuestos a la caída de Huerta cuando Carranza asumió la Primera Jefatura del Ejército Constitucionalista.
López Velarde colaboró, de manera mínima, apenas secundaria, con Venustiano Carranza, y al final de su vida, por gestiones de José Vasconcelos, en el gobierno de Obregón, pero sin tratar con él, sólo con Vasconcelos.
Vasconcelos es uno de los principales promotores del arte mexicano, promovió a músicos, pintores y escritores, a que exaltaron al país, a la Revolución, y a la nueva grandeza mexicana; protegió y promovió a López Velarde en más de una ocasión, y se dice que tuvo que ver con el origen de “La suave Patria”, y ésta se publica por primera vez en El Maestro, que era el órgano, la voz oficial del Ministro Vasconcelos. ¿Cómo es que Vasconcelos, tan mexicano, haya permitido la jota en el “mexicana” de “La suave Patria”? ¿Cómo es que tantos antologadores han cambiado la X por la jota, en prosas y poemas? ¿Es traicionarlo escribiendo “México” y “mexicana” cuando él escribió “Méjico” y “mejicana”?
Apenas se sabe algo de los familiares de Ramón López Velarde; algo de sus padres, de sus tíos y de sus hermanos; nada de otros parientes, como los Berumen, los que no cambiaron el apellido. Uno de ellos, llamado Juan, un militar sin mucha fama (de militar, pero sí de castigador), casó con Marcela Mejía, hija de Pedro Mejía y Feliciana Salazar; de ese matrimonio nació Ramón Berumen Mejía, conocido como “El Hermoso Berumen”, famoso réferi de boxeo, el primer mexicano (¿mejicano?) en arbitrar una pelea de campeonato mundial de boxeo en que no estuviera involucrado un mexicano, y el réferi que apareció en más cintas mexicanas (en Pepe el Toro es su amigo César Arroyo el que sólo amonesta a Wolf Ruvinsky por abrirle una ceja al Torito de un cabezazo); hasta cerca de los ochenta años daba clases de volibol en el Parque Alemán, donde jugaba la Liga Lindavista. Mi tío Pepe, que vive ahora en la angustiosa Saltillo, me envía una fotografía donde aparecen López Velarde y el señor José González, segundo esposo de Mamá Chana, por lo tanto mi bisabuelo; no es raro, la provincia era muy chica y todos se conocían ("Esas gentes de Jerez / miel y veneno a la vez; / todititos son parientes / y ni uno se puede ver", Eugenio del Hoyo); pero conociéndose todos, ¿por qué se sabe tan poco de la vida de López Velarde y por qué haya tantos enigmas? ¿No es curioso que José Luis Martínez, cuidadoso editor de la obra de López Velarde, no haya mencionado a Maples Arce, no sólo porque hayan compartido andanzas de chirriscos, sino por innegables lazos entre la poesía de ambos? ¿Cuántas cosas desconocemos de nuestros escritores? ¿Y esas cosas deben influir en nuestra lectura de su obra? En el caso de Renato Leduc, por ejemplo, han estorbado. Se sabe, porque él lo dijo, que se involucró en la Revolución porque en donde trabajaba como telegrafista, una hermosa joven villista hablaba en las manifestaciones, hacía arengas, y Leduc y algún amigo se acercaban para espiarle las piernas bajo las faldas (los famosos upskirts actuales), y la siguieron a otras poblaciones, para seguir espiándole las piernas; ese dato, y muchas anécdotas han influido para ver en sus poemas un candente lenguaje erótico, combinado con un sentido del humor desarmante, iconoclasta, subversivo (“no creí que un favor tan ruin se me negase. ¿Solicitar tu mano? No conozco esos vicios”; “Soez, majadero, que prendan la luz”); por perseguir esos poemas se pierde de vista su excelente manejo del ritmo, de la acentuación, de la rima; poemas inteligentes, aunque perdamos de vista la inteligencia opacada por el albur, la petición sexual, el piropo atrevido, la descripción de la belleza femenina. Por seguir al poeta ingenioso dejamos de ver al poeta inteligente.
Hay muchos enijmas en la vida y la obra de López Velarde.
Según Óscar Sarquiz, un joven guitarrista, pianista, cantante y compositor famoso era el vivo retrato de Dorian Gray, porque envejecía mientras sus colegas se mantenían juveniles; así, Dèjá Lu envejece muchísimo mientras los demás siguen como si apenas tuvieran 50 años.
Adrián González no puede con la presión; no era lo mismo ser el mejor bateador de un equipo colero, que cargar con el peso de un equipo contendiente. ¿Síndrome del deportista mexicano? ¿Seguirá el mal fario de cuando fueron a verlo Carlos Slim y Marco Pulido?
lunes, 12 de septiembre de 2011
¿Cantor de la provincia o de los encantos femeninos?
A Ramón López Velarde se le clasifica de muchas maneras, pero casi siempre omiten una categoría, la que se desprende del erotismo en su obra; excepto José Emilio Pacheco, no siempre sus lectores la han observado, la mayoría de las veces por atender otras características de su muy rica, sugerente poesía, una de las más enigmáticas de nuestra literatura, y que se presta a tantas interpretaciones.
Murió soltero, recalca Gabriel Zaid, y anota que lo más probable es que haya sido a causa de su pobreza, pobreza que a su vez deriva de su negativa a colaborar con un gobierno que derrocó al que él apoyaba; pero también apunta (en Tres poetas católicos) la muy extensa variedad de mujeres a las que pretendió; no describe las otras relaciones, las que a veces asoman en algunos de sus versos, pero de las que no hay detalles; hay, sin embargo, algunas confidencias, que se han colado, furtivas; algunas de ellas: Manuel Maples Arce, que es casi lo opuesto a López Velarde en la poesía, narra cómo se iban a las afueras de las iglesias no a cumplir con el rito de la misa, sino a observar a las muchachas (de diferente estrato socioeconómico, según los horarios) y ver si tenían suerte en una época bastante laxa, debido precisamente a lo inseguro de la vida en tiempos revolucionarios.
Dice Maples Arce: “Era el poeta hombre de buena presencia, de rostro bondadoso y melancólico; vestía siempre de oscuro; su persona y su trato reflejaban la mayor pulcritud. No pocos domingos lo acompañé en sus paseos a la Plaza Orizaba y a la iglesia vecina de la Sagrada Familia [donde David Silva casa con Martha Roth en Una familia de tantas], a esperar la salida de misa de las muchachas que, en fascinante procesión, descendían las escalinatas. Pasaban delante de nuestros ojos aquellas rubias y morenas que encendían anhelos recónditos de nuestra sensibilidad. Bajo las claras mañanas y el cielo azul, aquella visión que se alejaba por los follajes del jardín era como una promesa de amor. López Velarde sentía vivamente el encanto de la belleza sensual, asociada a la glorificación de un rito. En sus poemas se perciben cualidades intuitivas: ‘Brazos sacramentales’, ‘La delicia que es mitad friolenta, mitad cardenalicia’, ‘Las lascivas soledades’. Cada ocho días nos encontrábamos en ese paseo en el que disfrutaba de su fina conversación al par que se estrechaba nuestra amistad…” (Soberana juventud, Universidad Veracruzana).
Miguel Capistrán sospecha que la neumonía fatal la contrajo por andar en algunas de esas andanzas, sin abrigo, y que no se cuidó ni antes ni después.
Otra de las confidencias, que podría motivas otras suspicacias, es que urgido como estaba de favores femeninos, no siempre tenía la disponibilidad para atenderlos, cuando se presentaban; la, digámosle con lenguaje actual, disfunción inoportuna le hacían rehuir algunas citas, pero se presentaba una cura momentánea, que debía aprovechar o la perdía por días o semanas enteras (¿"mi amargura impotente"?), y que una de ésas lo pescó desabrigado.
Sus biógrafos han sido discretos y benévolos con esta situación, si es que es real; lo real es que hay tres nombres constantes en la vida de López Velarde: Josefa de los Ríos (Fuensanta, personaje de los poemas primeros, los de La sangre devota); María Nevares, con quien tuvo una relación intensa pero ambigua, y Margarita Quijano, con la que no se sabe qué pasó, por qué terminaron; Zaid agrega a la pianista Fe Hermosillo; si no fueran tan trágicas estas historias, uno podría recordar, a propósito de los embates de López Velarde, las palabras de Fernando Soler en Mi querido Capitán: eso me pasa por andar como mariposa de flor en flor.
En muchos de sus poemas hay referencias eróticas que aparecen de manera súbita, y así desaparecen; no por eso son menos inquietantes; nunca es directo, pero nunca es tan sutil como para ignorar de qué habla: en “Ser una casta pequeñez…”, dice “Yo, sintiéndome bien en la aromática / vecindad de tus hombros y en la limpia / fragancia de tus brazos, / te diría quererte más allá / de las torres gemelas. // Dejarías entonces en la bárbara / novedad de mi frente / el beso inaccesible / a mi experiencia licenciosa y fúnebre.” En “Mi prima Águeda” hay varias referencias eróticas: “Águeda aparecía, resonante / de almidón, y sus ojos / verdes y sus mejillas rubicundas / me protegían contra el pavoroso / luto… Yo era rapaz / y conocía la o por lo redondo, / y Águeda que tejía / mansa y perseverante en el sonoro / corredor, me causaba / calosfríos ignotos… / (Creo que hasta la debo la costumbre / heroicamente insana de hablar solo.") “Nuestras vidas son péndulos” (casi cada verso es una referencia sensual, una historia esbozada, deliciosamente descrita): “¿Dónde estará la niña / que en aquel lugarejo / una noche de baile / me habló de sus deseos / de viajar, y me dijo su tedio? // Gemía el vals por ella, / y ella era un boceto / lánguido: unos pendientes / de ámbar, y un jazmín / en el pelo. // Gemían los violines / en el torpe quinteto… / E ignoraba la niña / que al quejarse de tedio / conmigo, se quejaba / con un péndulo. // Niña que me dijiste / en aquel lugarejo / una noche de baile / confidencias de tedio: / donde quiera que exhales / tu suspiro discreto, / nuestras vidas son péndulos… // Dos péndulos distantes / que oscilan paralelos / en una misma brisa / de invierno.”; “La tónica tibieza”: “Yo no sé si está presa / mi devoción en la alta / locura del primer / teólogo que soñó con la primera infanta, / o si, atávicamente, soy árabe sin cuitas / que siempre está de vuelta de la cruel continencia / del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes, / las halla a todas bellas y a todas favoritas.” “Y pensar que pudimos…” (otra confesión indiscreta): “Y pensar que extraviamos / la senda milagrosa / en que se hubiera abierto / nuestra ilusión, como perenne rosa… // Y pensar que pudimos / enlazar nuestras manos / y apurar en un beso / la comunión de fértiles veranos… // Y pensar que pudimos, / en una onda secreta / de embriaguez, deslizarnos, / valsando un vals sin fin, por el planeta… // Y pensar que pudimos, / al rendir la jornada, / desde la sosegada / sombra de tu portal y en una suave / conjunción de existencias / ver las cintilaciones del zodíaco / sombre la sombra de nuestras conciencias…” (esa “sombra de nuestras conciencias” ¿no es una referencia al “Idilio salvaje” de Manuel José Othón: “Y en mí, ¡qué hondo y tremendo cataclismo! / ¡qué sombra y qué pavor en la conciencia / y qué horrible disgusto de mí mismo!”; igualmente, “unas inmensas ganas de llorar” recuerdan al “…ven a lavar tu ciprio manto / en el mar amarguísimo y profundo de un triste amor, o de un inmenso llanto”).
Las referencias eróticas se hacen más sutiles en Zozobra: “El viejo pozo”: “Besarse, en un remedo bíblico, junto al pozo, / y que la boca amada trascienda a fresco gozo / de manantial, y que el amor se profundice / en la pareja que lo siente, / como el hondo venero providente…”; “Que sea para bien”: “Ya no puedo dudar… Diste muerte a mi cándida / niñez, toda olorosa a sacristía, y también / diste muerte al liviano chacal de mi cartuja. / Que sea para bien… // […] Me revelas la síntesis de mi propio zodíaco: / el León y la Virgen. Y mis ojos te ven / apretar en los dedos –como un haz de centellas— / éxtasis y placeres. Que sea para bien…”; “Despilfarras el tiempo” (éste es otro prodigio de sutil atrevimiento, lleno de sugerencias): “Prolóngase tu doncellez / como una vacua intriga de ajedrez. // Torneada como una reina / de cedro, ningún jaque te despeina. // Mis peones tantálicos / al rondarte a deshora, / fracasan en sus ímpetus vandálicos. // La lámpara sonroja tu balcón; / despilfarras el tiempo y la emoción. // Yo despilfarro, en una absurda espera, / fantasía y hoguera. // En la velada incompatible, / frustrase el yacimiento incompatible, / y de nuestras arterias el caudal. // Los pródigos al uso / que vengan a nosotros a prender / cómo se dilapida todo el ser. // […] Y frente al ínclito derroche / de los tesoros que atesora / el yacimiento de las almas, algo / muy hondo en mí se escandaliza y llora.”
Hay algunos versos célebres que me parece que se han leído sin un erotismo que cada vez suena más desesperado; la lucha que se desata en López Velarde se hace más angustiosa, y las referencias cada vez más discretas; en “El retorno maléfico” hay una imagen muy descriptiva: “el amor amoroso de las parejas pares”, que no sólo es muy afortunada, sino la mejor para narrar de manera sintética un encuentro sexual; esa imagen la repetirá, con menos sutileza en “La suave Patria”: “Trueno del temporal, oigo en tus quejas crujir los esqueletos en parejas”. Esa ansiedad aparece en una imagen muy atrevida en “El mendigo”: “Prosigue descubriendo mi pupila famélica / más panes y más lindas mujeres y más rosas / en el bando de cuervos que la jornada célica / sus picos atavían con las cargas preciosas, / y encima de mi sacro apetito no baja / sino un pétalo, un rizo profundo, una migaja.”; igualmente, en “Idolatría” hay una imagen muy viva: “La Vida mágica se vive entera / en la mano viril que gesticula / al evocar el seno o la cadera, […] Idolatremos todo padecer, / gozando en la mirífica mujer.”; “La lágrima” es muy elocuente: “Encima / de la azucena esquinada / que orna la cadavérica almohada; / encima / del soltero dolor empedernido / de yacer como imberbe congregante / mientras los gatos erizan el ruido / y forjan una patria espeluznante; / encima / del apetito nunca satisfecho / de la cal / que demacró las conciencias livianas, / y del desencanto profesional / con que saltan del lecho / las cortesanas; / encima de la ingenuidad casamentera / y del descalabro que nada espera; / encima de la huesa y del nido , / la lágrima salobre que he bebido…”
“Todo” es uno de sus poemas más complejos, pero lo desentrañó José Emilio Pacheco con maestría en la Antología del modernismo; no lo repito, remito al lector a esa espléndida edición; sólo acoto que el centro del poema habla de las andanzas callejeras, cuando cada muchacha entorna sus maderas, y del enigma de no ser ni carne ni pescado. Y evoco una escena semejante en un libro contemporáneo a la poesía de López Velarde: Ulises, de James Joyce.
No insistiré en otros muchos poemas donde se ocultan, y saltan de manera traviesa y subrepticia, las imágenes de mujeres castas (palabra que se repite con inquietante frecuencia en su poesía) que se quedan esperando, porque él fue tan maravillosamente casto; sólo añado que hemos leído mal, con demasiado pudor, “La suave Patria”, y algunos hasta insistieron en que debía de ser nuestro verdadero himno nacional, sin ver que habla más de las mujeres que del concepto patriótico, el cual fue sólo un pretexto, tal como lo dice en el “Proemio”, porque al poeta le gusta hablar de la “exquisita partitura del íntimo decoro”, pero le encargaron una tarea para la que no es apto (a la manera del tenor que imita la gutural modulación del bajo), y cumple con ella.
Pero las imágenes eróticas, aparte de la exquisita partitura del íntimo decoro, se multiplican: “¿Quién, en la noche que asusta a la rana, / no miró, antes de saber del vicio, / del brazo de su novia, la galana / pólvora de los fuegos de artificio?” (Esa imagen también aparece en el Ulises; ambos, "La suave Patria" y el Ulises son de 1921); “tú vales por el río / de las virtudes de tu mujerío”; “creeré en ti mientras una mejicana / en su tápalo lleve los dobleces de la tienda, a las seis de la mañana, y al estrenar su lujo, quede lleno el país, del aroma del estreno.” “quiero raptarte en la cuaresma opaca, sobre un garañón, y con matraca, y entre los tiros de la policía” (en las rancherías cercanas a Jerez se acostumbraba “lazar” a las muchachas, es decir, raptarlas, así que a la familia no le quedaba más que aceptar los hechos consumados); y qué imagen tan bella la de “las cantadoras que en las ferias, con el bravío pecho, empitonando la camisa, han hecho la lujuria y el ritmo de las horas.”
Una de las escenas más bellas, y que los críticos no han recalcado, es que López Velarde, más que cantar al heroísmo del joven abuelo Cuauhtémoc, se lamenta no de su derrota, sino que a ella, a todo lo que sufre (la piragua prisionera [cuando Cortés lo captura], el azoro de sus crías [el desconcierto de los mexicas al toparse con los hombres blancos y barbados, mitad bestias], el sollozar de sus mitologías [la religión desplazada por el cristianismo], los ídolos a nado [la ciudad derrumbada, flotando sobre las aguas, con las estatuas, las figuras de los dioses aztecas], hay que agregar que lo hayan separado de su mujer, en pleno acto amoroso (y por encima, haberte desatado del pecho curvo de la emperatriz).
Me quedan pendientes algunos enigmas más de López Velarde, que expondré en la próxima.
Dèjá Lu no se conforma con copiar a José Emilio Pacheco; ¿por qué tiene que copiarme a mí?
“Ni siquiera ahora voy a negar la cruz de mi parroquia.”
Murió soltero, recalca Gabriel Zaid, y anota que lo más probable es que haya sido a causa de su pobreza, pobreza que a su vez deriva de su negativa a colaborar con un gobierno que derrocó al que él apoyaba; pero también apunta (en Tres poetas católicos) la muy extensa variedad de mujeres a las que pretendió; no describe las otras relaciones, las que a veces asoman en algunos de sus versos, pero de las que no hay detalles; hay, sin embargo, algunas confidencias, que se han colado, furtivas; algunas de ellas: Manuel Maples Arce, que es casi lo opuesto a López Velarde en la poesía, narra cómo se iban a las afueras de las iglesias no a cumplir con el rito de la misa, sino a observar a las muchachas (de diferente estrato socioeconómico, según los horarios) y ver si tenían suerte en una época bastante laxa, debido precisamente a lo inseguro de la vida en tiempos revolucionarios.
Dice Maples Arce: “Era el poeta hombre de buena presencia, de rostro bondadoso y melancólico; vestía siempre de oscuro; su persona y su trato reflejaban la mayor pulcritud. No pocos domingos lo acompañé en sus paseos a la Plaza Orizaba y a la iglesia vecina de la Sagrada Familia [donde David Silva casa con Martha Roth en Una familia de tantas], a esperar la salida de misa de las muchachas que, en fascinante procesión, descendían las escalinatas. Pasaban delante de nuestros ojos aquellas rubias y morenas que encendían anhelos recónditos de nuestra sensibilidad. Bajo las claras mañanas y el cielo azul, aquella visión que se alejaba por los follajes del jardín era como una promesa de amor. López Velarde sentía vivamente el encanto de la belleza sensual, asociada a la glorificación de un rito. En sus poemas se perciben cualidades intuitivas: ‘Brazos sacramentales’, ‘La delicia que es mitad friolenta, mitad cardenalicia’, ‘Las lascivas soledades’. Cada ocho días nos encontrábamos en ese paseo en el que disfrutaba de su fina conversación al par que se estrechaba nuestra amistad…” (Soberana juventud, Universidad Veracruzana).
Miguel Capistrán sospecha que la neumonía fatal la contrajo por andar en algunas de esas andanzas, sin abrigo, y que no se cuidó ni antes ni después.
Otra de las confidencias, que podría motivas otras suspicacias, es que urgido como estaba de favores femeninos, no siempre tenía la disponibilidad para atenderlos, cuando se presentaban; la, digámosle con lenguaje actual, disfunción inoportuna le hacían rehuir algunas citas, pero se presentaba una cura momentánea, que debía aprovechar o la perdía por días o semanas enteras (¿"mi amargura impotente"?), y que una de ésas lo pescó desabrigado.
Sus biógrafos han sido discretos y benévolos con esta situación, si es que es real; lo real es que hay tres nombres constantes en la vida de López Velarde: Josefa de los Ríos (Fuensanta, personaje de los poemas primeros, los de La sangre devota); María Nevares, con quien tuvo una relación intensa pero ambigua, y Margarita Quijano, con la que no se sabe qué pasó, por qué terminaron; Zaid agrega a la pianista Fe Hermosillo; si no fueran tan trágicas estas historias, uno podría recordar, a propósito de los embates de López Velarde, las palabras de Fernando Soler en Mi querido Capitán: eso me pasa por andar como mariposa de flor en flor.
En muchos de sus poemas hay referencias eróticas que aparecen de manera súbita, y así desaparecen; no por eso son menos inquietantes; nunca es directo, pero nunca es tan sutil como para ignorar de qué habla: en “Ser una casta pequeñez…”, dice “Yo, sintiéndome bien en la aromática / vecindad de tus hombros y en la limpia / fragancia de tus brazos, / te diría quererte más allá / de las torres gemelas. // Dejarías entonces en la bárbara / novedad de mi frente / el beso inaccesible / a mi experiencia licenciosa y fúnebre.” En “Mi prima Águeda” hay varias referencias eróticas: “Águeda aparecía, resonante / de almidón, y sus ojos / verdes y sus mejillas rubicundas / me protegían contra el pavoroso / luto… Yo era rapaz / y conocía la o por lo redondo, / y Águeda que tejía / mansa y perseverante en el sonoro / corredor, me causaba / calosfríos ignotos… / (Creo que hasta la debo la costumbre / heroicamente insana de hablar solo.") “Nuestras vidas son péndulos” (casi cada verso es una referencia sensual, una historia esbozada, deliciosamente descrita): “¿Dónde estará la niña / que en aquel lugarejo / una noche de baile / me habló de sus deseos / de viajar, y me dijo su tedio? // Gemía el vals por ella, / y ella era un boceto / lánguido: unos pendientes / de ámbar, y un jazmín / en el pelo. // Gemían los violines / en el torpe quinteto… / E ignoraba la niña / que al quejarse de tedio / conmigo, se quejaba / con un péndulo. // Niña que me dijiste / en aquel lugarejo / una noche de baile / confidencias de tedio: / donde quiera que exhales / tu suspiro discreto, / nuestras vidas son péndulos… // Dos péndulos distantes / que oscilan paralelos / en una misma brisa / de invierno.”; “La tónica tibieza”: “Yo no sé si está presa / mi devoción en la alta / locura del primer / teólogo que soñó con la primera infanta, / o si, atávicamente, soy árabe sin cuitas / que siempre está de vuelta de la cruel continencia / del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes, / las halla a todas bellas y a todas favoritas.” “Y pensar que pudimos…” (otra confesión indiscreta): “Y pensar que extraviamos / la senda milagrosa / en que se hubiera abierto / nuestra ilusión, como perenne rosa… // Y pensar que pudimos / enlazar nuestras manos / y apurar en un beso / la comunión de fértiles veranos… // Y pensar que pudimos, / en una onda secreta / de embriaguez, deslizarnos, / valsando un vals sin fin, por el planeta… // Y pensar que pudimos, / al rendir la jornada, / desde la sosegada / sombra de tu portal y en una suave / conjunción de existencias / ver las cintilaciones del zodíaco / sombre la sombra de nuestras conciencias…” (esa “sombra de nuestras conciencias” ¿no es una referencia al “Idilio salvaje” de Manuel José Othón: “Y en mí, ¡qué hondo y tremendo cataclismo! / ¡qué sombra y qué pavor en la conciencia / y qué horrible disgusto de mí mismo!”; igualmente, “unas inmensas ganas de llorar” recuerdan al “…ven a lavar tu ciprio manto / en el mar amarguísimo y profundo de un triste amor, o de un inmenso llanto”).
Las referencias eróticas se hacen más sutiles en Zozobra: “El viejo pozo”: “Besarse, en un remedo bíblico, junto al pozo, / y que la boca amada trascienda a fresco gozo / de manantial, y que el amor se profundice / en la pareja que lo siente, / como el hondo venero providente…”; “Que sea para bien”: “Ya no puedo dudar… Diste muerte a mi cándida / niñez, toda olorosa a sacristía, y también / diste muerte al liviano chacal de mi cartuja. / Que sea para bien… // […] Me revelas la síntesis de mi propio zodíaco: / el León y la Virgen. Y mis ojos te ven / apretar en los dedos –como un haz de centellas— / éxtasis y placeres. Que sea para bien…”; “Despilfarras el tiempo” (éste es otro prodigio de sutil atrevimiento, lleno de sugerencias): “Prolóngase tu doncellez / como una vacua intriga de ajedrez. // Torneada como una reina / de cedro, ningún jaque te despeina. // Mis peones tantálicos / al rondarte a deshora, / fracasan en sus ímpetus vandálicos. // La lámpara sonroja tu balcón; / despilfarras el tiempo y la emoción. // Yo despilfarro, en una absurda espera, / fantasía y hoguera. // En la velada incompatible, / frustrase el yacimiento incompatible, / y de nuestras arterias el caudal. // Los pródigos al uso / que vengan a nosotros a prender / cómo se dilapida todo el ser. // […] Y frente al ínclito derroche / de los tesoros que atesora / el yacimiento de las almas, algo / muy hondo en mí se escandaliza y llora.”
Hay algunos versos célebres que me parece que se han leído sin un erotismo que cada vez suena más desesperado; la lucha que se desata en López Velarde se hace más angustiosa, y las referencias cada vez más discretas; en “El retorno maléfico” hay una imagen muy descriptiva: “el amor amoroso de las parejas pares”, que no sólo es muy afortunada, sino la mejor para narrar de manera sintética un encuentro sexual; esa imagen la repetirá, con menos sutileza en “La suave Patria”: “Trueno del temporal, oigo en tus quejas crujir los esqueletos en parejas”. Esa ansiedad aparece en una imagen muy atrevida en “El mendigo”: “Prosigue descubriendo mi pupila famélica / más panes y más lindas mujeres y más rosas / en el bando de cuervos que la jornada célica / sus picos atavían con las cargas preciosas, / y encima de mi sacro apetito no baja / sino un pétalo, un rizo profundo, una migaja.”; igualmente, en “Idolatría” hay una imagen muy viva: “La Vida mágica se vive entera / en la mano viril que gesticula / al evocar el seno o la cadera, […] Idolatremos todo padecer, / gozando en la mirífica mujer.”; “La lágrima” es muy elocuente: “Encima / de la azucena esquinada / que orna la cadavérica almohada; / encima / del soltero dolor empedernido / de yacer como imberbe congregante / mientras los gatos erizan el ruido / y forjan una patria espeluznante; / encima / del apetito nunca satisfecho / de la cal / que demacró las conciencias livianas, / y del desencanto profesional / con que saltan del lecho / las cortesanas; / encima de la ingenuidad casamentera / y del descalabro que nada espera; / encima de la huesa y del nido , / la lágrima salobre que he bebido…”
“Todo” es uno de sus poemas más complejos, pero lo desentrañó José Emilio Pacheco con maestría en la Antología del modernismo; no lo repito, remito al lector a esa espléndida edición; sólo acoto que el centro del poema habla de las andanzas callejeras, cuando cada muchacha entorna sus maderas, y del enigma de no ser ni carne ni pescado. Y evoco una escena semejante en un libro contemporáneo a la poesía de López Velarde: Ulises, de James Joyce.
No insistiré en otros muchos poemas donde se ocultan, y saltan de manera traviesa y subrepticia, las imágenes de mujeres castas (palabra que se repite con inquietante frecuencia en su poesía) que se quedan esperando, porque él fue tan maravillosamente casto; sólo añado que hemos leído mal, con demasiado pudor, “La suave Patria”, y algunos hasta insistieron en que debía de ser nuestro verdadero himno nacional, sin ver que habla más de las mujeres que del concepto patriótico, el cual fue sólo un pretexto, tal como lo dice en el “Proemio”, porque al poeta le gusta hablar de la “exquisita partitura del íntimo decoro”, pero le encargaron una tarea para la que no es apto (a la manera del tenor que imita la gutural modulación del bajo), y cumple con ella.
Pero las imágenes eróticas, aparte de la exquisita partitura del íntimo decoro, se multiplican: “¿Quién, en la noche que asusta a la rana, / no miró, antes de saber del vicio, / del brazo de su novia, la galana / pólvora de los fuegos de artificio?” (Esa imagen también aparece en el Ulises; ambos, "La suave Patria" y el Ulises son de 1921); “tú vales por el río / de las virtudes de tu mujerío”; “creeré en ti mientras una mejicana / en su tápalo lleve los dobleces de la tienda, a las seis de la mañana, y al estrenar su lujo, quede lleno el país, del aroma del estreno.” “quiero raptarte en la cuaresma opaca, sobre un garañón, y con matraca, y entre los tiros de la policía” (en las rancherías cercanas a Jerez se acostumbraba “lazar” a las muchachas, es decir, raptarlas, así que a la familia no le quedaba más que aceptar los hechos consumados); y qué imagen tan bella la de “las cantadoras que en las ferias, con el bravío pecho, empitonando la camisa, han hecho la lujuria y el ritmo de las horas.”
Una de las escenas más bellas, y que los críticos no han recalcado, es que López Velarde, más que cantar al heroísmo del joven abuelo Cuauhtémoc, se lamenta no de su derrota, sino que a ella, a todo lo que sufre (la piragua prisionera [cuando Cortés lo captura], el azoro de sus crías [el desconcierto de los mexicas al toparse con los hombres blancos y barbados, mitad bestias], el sollozar de sus mitologías [la religión desplazada por el cristianismo], los ídolos a nado [la ciudad derrumbada, flotando sobre las aguas, con las estatuas, las figuras de los dioses aztecas], hay que agregar que lo hayan separado de su mujer, en pleno acto amoroso (y por encima, haberte desatado del pecho curvo de la emperatriz).
Me quedan pendientes algunos enigmas más de López Velarde, que expondré en la próxima.
Dèjá Lu no se conforma con copiar a José Emilio Pacheco; ¿por qué tiene que copiarme a mí?
“Ni siquiera ahora voy a negar la cruz de mi parroquia.”
lunes, 5 de septiembre de 2011
Ateneístas "lúdicos", y grandes literatos
La generación del Ateneo es una de las más brillantes en la historia del país, y el número de sus integrantes es impresionante; los unió el deseo de progreso, de renovación de la cultura, la civilización mexicana, las ganas de experimentar; la inteligencia, los conocimientos, la voracidad de lecturas de clásicos y de contemporáneos; los separó el huertismo, la segunda etapa de la Revolución, y las mujeres, en más de un caso.
Se respetaban entre sí: Martín Luis Guzmán dijo de José Vasconcelos: “…era para nosotros el genio. En todo se traslucía así: en sus hechos, su pensamiento, los escritos que nos leía. Desde el punto de vista de dar forma literaria al pensamiento es uno de los grandes valores que ha producido México. Dicen –él mismo lo ha dicho– que es desaliñado; sin embargo, cuando uno lo lee no lo advierte, porque cabalga sobre las ideas. En las cenas… nos leía unas cuantas cuartillas. En ellas cuidaba minuciosamente el estilo. Quedábamos en suspenso, fulminados por su prosa magnífica… Su obra es como él mismo: grande en sus errores, grande en sus aciertos, inconmensurable en sus contradicciones, en sus injusticias. Si al pensamiento de Sócrates lo guiaba un demonio, al de Vasconcelos lo guía el demonio de la pasión… Si Vasconcelos hubiera sido consecuente con sus grandes facultades y con su genio creador, hubiera sido en las letras nacidas al calor de la Revolución lo que es Diego Rivera en la pintura.”
A su vez, Vasconcelos dijo: “En México existen dos personas que tienen el don del estilo: Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán. De los dos, prefiero a Martín, que tiene el mayor número de cosas qué decir y que, además, se compromete… Entre todos los libros suyos prefiero La sombra del Caudillo, porque allí no nos engaña mostrándonos la grandeza de seres inexistentes, sino que denuncia los corrompidos métodos electorales del obregonismo.”
(Ambas declaraciones están tomadas de 19 protagonistas de la literatura mexicana del siglo XX, de Emmanuel Carballo, Empresas Editoriales, 1965.)
Sin embargo, en La tormenta, Vasconcelos narra: “Desde Panamá había escrito a Rigoletto, anunciándole mi próxima llegada a Nueva York. En vista del trastorno sufrido en Jamaica, le avisé por telégrafo la nueva partida que hacía desde Santiago. Le pedía que informara a Villarreal y a los amigos. Y no sospechaba que estuviera en contacto con Adriana. La respuesta de mi último mensaje me llegó a bordo, la antevíspera de nuestro arribo a Nueva York. Y fue lacónica; decía más o menos: ‘Adriana y yo unidos, te esperamos desembarcadero’… Al principio no entendía. Lo último que me hubiera ocurrido era tenerlo de rival, y menos de sustituto. Absurdo como era el caso, no sé por qué no le creí en el acto, y lentamente me fui dirigiendo al camarote… era un golpe de tal maldad, de refinada venganza, que preví aun las excusas, el amor súbito, irresistible a lo Pelleas y Melisande, aunque sin dagas de por medio. El suplicio chino que así me tomaba el alma me doblegó; me dejé caer en la cama, y con las manos en la frente me puse a llorar… Lloraba por mí, pero también por ella, que tan bajo caía después de ser tan altiva… No estuvo en el muelle Adriana, pero sí, obsequioso y reservado, Rigoletto… [Vasconcelos lo increpa, y lo interroga; ¿por qué no había ido Adriana; Rigoletto le dice que lo espera en su casa y quiere que vayan para que hablen]…–¿Y qué es lo que hablaremos? –interroga Vasconcelos: –Pues te quiere decir que se ha enamorado de mí y te pedirá que la dejes en paz. Tus cartas la tienen muy ofendida. Me las ha mostrado. ¡Qué quieres que te diga! Es un caso terrible. Lo lamento yo el primero, pero nos queremos…” (Edición del FCE.)
Rigoletto, tan disminuido en las páginas de Vasconcelos, es Martín Luis Guzmán, quien le andaba pedaleando la bicicleta a su amigo: dice Guzmán en una carta de marzo de 1916 a Alfonso Reyes (Medias palabras. Correspondencia 1913-1959, UNAM, edición de Fernando Curiel, 1991): “Pepe Vasconcelos: tan bueno, inteligente y contradictorio como le conocimos. Come el pan con sus hijos y su esposa, y bebe la miel de la misma rosa. La rosa no se ha marchitado; el tono languidece, pero los pétalos son siempre frescos. Estas rosas encuentran fácilmente jugos alimenticios en la tierra neoyorquina. ¿Son verdaderamente inteligentes estas rosas?”. Curiel acota: ¿Quién es “la misma rosa”? Elena Arizmendi, sin duda. La Adriana que le despoja a Vasconcelos mientras éste se encuentra en Perú. En otra carta, que Curiel fecha en enero de ¿1917? Guzmán dice: “El helenismo –la tradición manda escribirlo con h– está aquí; cerca de la pluma que esto escribe, lo llevo en el corazón…”.
Elena Arizmendi se interpuso entre los amigos, y en ambos despertó pasiones.
Guzmán fue siempre un hombre discreto, pero también disfrutó del encanto que producía en las mujeres que, incluso las famosas, lo escuchaban, arrobadas. Vasconcelos, más entregado, vivió varios romances, que malamente disimuló en sus memorias, o al menos son de todos conocidos esos amores. En un pasaje de La sombra del ángel, de Katherine S. Blair describe a Vasconcelos, cuando le dicta una carta a Antonieta Rivas Mercado; a la mitad de un párrafo, interrumpe y exclama: “¡qué bonitas piernas tiene usted!”; Rivas Mercado, turbada, le pide que siga con la carta; Vasconcelos la asedia, la persigue, hasta que la consigue, lo que provoca un conflicto enorme en Rivas Mercado, enamorada del pintor Manuel Rodríguez Lozano, a quien considera lo ha engañado al acceder a las peticiones de Vasconcelos. Valeria y Adriana en sus libros, Rivas Mercado y Arizmendi en la vida real, llenan de pasión varias páginas de Vasconcelos; hay que recordar que esos romances los vivió con plenitud como aventuras extramaritales, y que en diversas ediciones posteriores a las primeras bajó el tono, en las llamadas ediciones expurgadas; por fortuna, nunca dejaron de circular las primeras, y el texto fue restaurado en la edición del Fondo de Cultura Económica. Julio Torri, su compañero ateneísta, opinaba: “Me gustan las primeras ediciones de sus memorias; las nuevas ediciones expurgadas no me interesan”.
La lista de los miembros del Ateneo es extensa e imprecisa; Juan Hernández Luna, en el prólogo a las Conferencias del Ateneo de la Juventud, menciona a Reyes, Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Julio Torri, Enrique González Martínez, Rafael López, Roberto Argüelles Bringas, Eduardo Colín, Eduardo Joaquín Méndez Rivas, Alfonso Cravioto, Antonio Mediz Bolio, Jesús Acevedo, Martín Luis Guzmán, Diego Rivera, Roberto Montenegro, Manuel Ponce, Julián Carrillo, Carlos González Peña, Isidro Fabela, Manuel de la Parra, Mariano Silva y Aceves y Federico Mariscal, pero omitió a Nemesio García Naranjo y a Efrén Rebolledo, a quien consideran miembro externo del grupo.
Uno de ellos, célebre, tuvo una muerte gloriosa; falleció, como Rock Hudson en una serie de televisión, en pleno acto sexual, pero en una casa que no era la suya.
El ateneísta menos sospechoso de furor es Enrique González Martínez; sus muchos libros, casi todos inconseguibles, han hecho que se le conozca por los poemas recogidos en casi todas las antologías, y en donde coinciden en la temática: reflexivo, cuasi religioso, pensativo; sin embargo, frente al tumulto de admiradoras jóvenes, él se define como “algo menos que amante y más que amigo”, parafraseando a Shakespeare en Hamlet.
No sólo tiene ese coqueteo, inquietante además; en algunos de sus poemas se acerca al erotismo de Efrén Rebolledo o al de, antes que ellos, Manuel M. Flores. Dice González Martínez: “Ya dejas el plumón. Las presurosas / manos desatan el discreto nudo, / y queda el cuerpo escultural desnudo, / volcán de nieve en explosión de rosas. // El baño espera. De estrecharte ansiosas / están las aguas, y en el mármol mudo, / un esculpido sátiro membrudo / te contempla con ansias amorosas. // Entras al fin y el agua se estremece. / En tanto, allá en el orto ya parece / el claro sol de refulgente rastro. // Y cuando ufana de la fuente sales, / de tu alcoba a los diáfanos cristales, / por mirarte salir, se asoma el astro.”; en otro: “Del arroyo en las límpidas aguas, / medio oculta del bosque en las frondas, / se bañaba desnuda y tranquila / luciendo sus bellas y clásicas formas. // Los cabellos, cual velo de oro, / le cubrían la espalda marmórea, / y del agua prendida en los rizos, / la luna en diamantes trocaba las gotas. // Asombrado quedé, con el alma / a la par conmovida y absorta; / mas la luna escondióse en el cielo / y entre ella y yo puso sus velos la sombra… // He querido olvidarla y no puedo. / Cual relieve esculpido en la roca, / ha quedado grabada en mis sueños / la bella desnuda de clásicas formas.”; “Fue un beso tan fugaz que rozó apenas / la frente virginal y escapó luego; / mas de allí al corazón cundió su fuego / y corrió por la sangre de las venas. // Las dichas del amor, antes serenas, / trocáronse en mortal desasosiego… / ¡Ay! ¿cómo pudo envenenar tan luego / si la cándida frente rozó apenas? // ¡Oh, beso engañador, oh, beso aleve! / ¿Cómo diste a beber en toque leve / el ponzoñoso filtro de tus penas? // ¿Cómo en las garras del dolor, cautivo / dejaste un corazón, beso furtivo / si la tez virginal rozaste apenas?”; “Canta, mi bien. Al peso del racimo / la vid inclina su follaje umbroso / y con abrazo estrecho y amoroso / busca en el tronco paternal, arrimo. // De la naturaleza el don opimo / bien merece tu canto melodioso; / canta, mientras el jugo delicioso / en la ancha copa de cristal exprimo. // Bebe… ¿Te sientes mal? Ya el vino asoma / a tus blancas mejillas, en rubores, / y en fulgores extraños, a tus ojos. // Ya tu frente en mi pecho se desploma… / Y yo me embriago de placer y amores / libando el néctar de tus labios rojos.”; “¡Y vi tu desnudez!… ¡Cuánta blancura / atesora tu cuerpo alabastrino! / En ti forjó la mano del destino / un templo de alabastro a la hermosura. // En ese fondo de inviolada albura / sólo forman contraste peregrino / de tus ojos lo azul –cielo divino– // y el oro de tus crenchas –onda pura. // ¡Y vi tu desnudez!... Nada más blanco / que el armiño sin mancha de tu flanco / de carne púber que al placer invita; // y vi tus senos, que en tus manos domas / como indócil pareja de palomas / que al beso del amor tiembla y palpita.”; “Amada, ven. Del campo la verdura / salpican ya las tempraneras flores, / y el enjambre de pájaros cantores / sus trinos lanza en la arboleda oscura. // Mira, desde el cenit el sol fulgura / en torrentes de luz abrasadores, / y es una alegre fiesta de colores / al ósculo del viento la llanura. // Entre las redes del amor opresos, / miraremos pasar en dulce halago / del río paternal las claras linfas, // y al estallar de mis amantes besos, / verás bañarse en el azul del lago / blancas, desnudas y en tropel las ninfas.”; “Ella se niega mientras él insiste; / fogoso el amador, tenaz la bella, / en jiras el jubón de la doncella / la lucha apenas del amor resiste. // Casta no cede; pero mira triste / de aquel retozo la patente huella, / y con falsos lamentos se querella / y de astucia y de bríos se resiste. // Por escapar de los robustos brazos, / de un empellón, cual víctima inmolada, / rueda el cántaro al fin hecho pedazos. // Queda atónito él, ella pasmada; / mas pasa el susto y vuelven los abrazos / tras una estrepitosa carcajada…”; “En tus sedas, frufrúes tentadores / hablan de amor con misterioso acento; / de tu corpiño azul, brota opulento / tu blanco busto como un haz de flores. // En tus ojos, eróticos fulgores // se agitan con extraño movimiento, / y en tu ventana el vagaroso viento / lascivo entona su canción de amores. // En el cristal bohemio se consume / sutil esencia y mezcla su perfume / con el perfume lánguido que exhalas, // y en propicio rincón de la arboleda /–vencido mármol—se desploma Leda / bajo un cisne de opresoras alas.”; “Como al polo el imán va mi deseo / en pos de ti con insistencia loca, / y sueño con las mieles de tu boca / y en todos tus encantos me recreo. // ¡Ah! pero sé que es humo y devaneo / toda ilusión cuando se alcanza y toca, / y aunque eres onda que a besar provoca, / al llegar a tus linfas titubeo. // Todo mi ser al tuyo se convierte; / mas tiemblo al sospechar que al poseerte / destruye la pasión que me avasalla… // ¡Ah, si pudiera eternizar la vida / de una frase de amor interrumpida, / y el espasmo de un beso que no estalla!”.
Y hay muchos ejemplos más de este erotismo inocente pero impetuoso del poeta que se quitaba piadoso las sandalias por no herir las piedras del camino.
En los diarios, sobre todo los literarios, se exponen aspectos demasiado personales; así, se entiende el entusiasmo de Alfonso Reyes al admirar piernas femeninas expuestas con tanto desenfado, como la girl del barco; pero unos días más tarde le escribe a Julio Torri: “Julio, las muchachas yanquis (tú ya lo sabes, profesor de cursos de verano) usan las medias enrolladas debajo de las rodillas, y en todos los deportes enseñan los muslos desnudos. Cuando, en Holiday, de Waldo Frank, Virginia Hade le ofrece al negro Cloud cambiar navajas, como lleva la suya en la media, se levanta las faldas y deja ver las rodillas blancas. Final: linchamiento del negro.” Jaime García Terrés, indiscreto, cuenta que Torri usaba su biblioteca privada para presumirla a sus arrobadas alumnas, a quienes se las mostraba en privado. Y no son ellos los más seducidos por el erotismo en la literatura.
Es un vicio detestable que cunde no sólo en las publicaciones periódicas, sino en muchos libros aparentemente serios, hablar de “planes para el futuro”; una redundancia que se cuela hasta en las mejores páginas de buenos escritores; en realidad, el único que hace planes para el pasado es Dèjá Lu.
Se respetaban entre sí: Martín Luis Guzmán dijo de José Vasconcelos: “…era para nosotros el genio. En todo se traslucía así: en sus hechos, su pensamiento, los escritos que nos leía. Desde el punto de vista de dar forma literaria al pensamiento es uno de los grandes valores que ha producido México. Dicen –él mismo lo ha dicho– que es desaliñado; sin embargo, cuando uno lo lee no lo advierte, porque cabalga sobre las ideas. En las cenas… nos leía unas cuantas cuartillas. En ellas cuidaba minuciosamente el estilo. Quedábamos en suspenso, fulminados por su prosa magnífica… Su obra es como él mismo: grande en sus errores, grande en sus aciertos, inconmensurable en sus contradicciones, en sus injusticias. Si al pensamiento de Sócrates lo guiaba un demonio, al de Vasconcelos lo guía el demonio de la pasión… Si Vasconcelos hubiera sido consecuente con sus grandes facultades y con su genio creador, hubiera sido en las letras nacidas al calor de la Revolución lo que es Diego Rivera en la pintura.”
A su vez, Vasconcelos dijo: “En México existen dos personas que tienen el don del estilo: Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán. De los dos, prefiero a Martín, que tiene el mayor número de cosas qué decir y que, además, se compromete… Entre todos los libros suyos prefiero La sombra del Caudillo, porque allí no nos engaña mostrándonos la grandeza de seres inexistentes, sino que denuncia los corrompidos métodos electorales del obregonismo.”
(Ambas declaraciones están tomadas de 19 protagonistas de la literatura mexicana del siglo XX, de Emmanuel Carballo, Empresas Editoriales, 1965.)
Sin embargo, en La tormenta, Vasconcelos narra: “Desde Panamá había escrito a Rigoletto, anunciándole mi próxima llegada a Nueva York. En vista del trastorno sufrido en Jamaica, le avisé por telégrafo la nueva partida que hacía desde Santiago. Le pedía que informara a Villarreal y a los amigos. Y no sospechaba que estuviera en contacto con Adriana. La respuesta de mi último mensaje me llegó a bordo, la antevíspera de nuestro arribo a Nueva York. Y fue lacónica; decía más o menos: ‘Adriana y yo unidos, te esperamos desembarcadero’… Al principio no entendía. Lo último que me hubiera ocurrido era tenerlo de rival, y menos de sustituto. Absurdo como era el caso, no sé por qué no le creí en el acto, y lentamente me fui dirigiendo al camarote… era un golpe de tal maldad, de refinada venganza, que preví aun las excusas, el amor súbito, irresistible a lo Pelleas y Melisande, aunque sin dagas de por medio. El suplicio chino que así me tomaba el alma me doblegó; me dejé caer en la cama, y con las manos en la frente me puse a llorar… Lloraba por mí, pero también por ella, que tan bajo caía después de ser tan altiva… No estuvo en el muelle Adriana, pero sí, obsequioso y reservado, Rigoletto… [Vasconcelos lo increpa, y lo interroga; ¿por qué no había ido Adriana; Rigoletto le dice que lo espera en su casa y quiere que vayan para que hablen]…–¿Y qué es lo que hablaremos? –interroga Vasconcelos: –Pues te quiere decir que se ha enamorado de mí y te pedirá que la dejes en paz. Tus cartas la tienen muy ofendida. Me las ha mostrado. ¡Qué quieres que te diga! Es un caso terrible. Lo lamento yo el primero, pero nos queremos…” (Edición del FCE.)
Rigoletto, tan disminuido en las páginas de Vasconcelos, es Martín Luis Guzmán, quien le andaba pedaleando la bicicleta a su amigo: dice Guzmán en una carta de marzo de 1916 a Alfonso Reyes (Medias palabras. Correspondencia 1913-1959, UNAM, edición de Fernando Curiel, 1991): “Pepe Vasconcelos: tan bueno, inteligente y contradictorio como le conocimos. Come el pan con sus hijos y su esposa, y bebe la miel de la misma rosa. La rosa no se ha marchitado; el tono languidece, pero los pétalos son siempre frescos. Estas rosas encuentran fácilmente jugos alimenticios en la tierra neoyorquina. ¿Son verdaderamente inteligentes estas rosas?”. Curiel acota: ¿Quién es “la misma rosa”? Elena Arizmendi, sin duda. La Adriana que le despoja a Vasconcelos mientras éste se encuentra en Perú. En otra carta, que Curiel fecha en enero de ¿1917? Guzmán dice: “El helenismo –la tradición manda escribirlo con h– está aquí; cerca de la pluma que esto escribe, lo llevo en el corazón…”.
Elena Arizmendi se interpuso entre los amigos, y en ambos despertó pasiones.
Guzmán fue siempre un hombre discreto, pero también disfrutó del encanto que producía en las mujeres que, incluso las famosas, lo escuchaban, arrobadas. Vasconcelos, más entregado, vivió varios romances, que malamente disimuló en sus memorias, o al menos son de todos conocidos esos amores. En un pasaje de La sombra del ángel, de Katherine S. Blair describe a Vasconcelos, cuando le dicta una carta a Antonieta Rivas Mercado; a la mitad de un párrafo, interrumpe y exclama: “¡qué bonitas piernas tiene usted!”; Rivas Mercado, turbada, le pide que siga con la carta; Vasconcelos la asedia, la persigue, hasta que la consigue, lo que provoca un conflicto enorme en Rivas Mercado, enamorada del pintor Manuel Rodríguez Lozano, a quien considera lo ha engañado al acceder a las peticiones de Vasconcelos. Valeria y Adriana en sus libros, Rivas Mercado y Arizmendi en la vida real, llenan de pasión varias páginas de Vasconcelos; hay que recordar que esos romances los vivió con plenitud como aventuras extramaritales, y que en diversas ediciones posteriores a las primeras bajó el tono, en las llamadas ediciones expurgadas; por fortuna, nunca dejaron de circular las primeras, y el texto fue restaurado en la edición del Fondo de Cultura Económica. Julio Torri, su compañero ateneísta, opinaba: “Me gustan las primeras ediciones de sus memorias; las nuevas ediciones expurgadas no me interesan”.
La lista de los miembros del Ateneo es extensa e imprecisa; Juan Hernández Luna, en el prólogo a las Conferencias del Ateneo de la Juventud, menciona a Reyes, Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Julio Torri, Enrique González Martínez, Rafael López, Roberto Argüelles Bringas, Eduardo Colín, Eduardo Joaquín Méndez Rivas, Alfonso Cravioto, Antonio Mediz Bolio, Jesús Acevedo, Martín Luis Guzmán, Diego Rivera, Roberto Montenegro, Manuel Ponce, Julián Carrillo, Carlos González Peña, Isidro Fabela, Manuel de la Parra, Mariano Silva y Aceves y Federico Mariscal, pero omitió a Nemesio García Naranjo y a Efrén Rebolledo, a quien consideran miembro externo del grupo.
Uno de ellos, célebre, tuvo una muerte gloriosa; falleció, como Rock Hudson en una serie de televisión, en pleno acto sexual, pero en una casa que no era la suya.
El ateneísta menos sospechoso de furor es Enrique González Martínez; sus muchos libros, casi todos inconseguibles, han hecho que se le conozca por los poemas recogidos en casi todas las antologías, y en donde coinciden en la temática: reflexivo, cuasi religioso, pensativo; sin embargo, frente al tumulto de admiradoras jóvenes, él se define como “algo menos que amante y más que amigo”, parafraseando a Shakespeare en Hamlet.
No sólo tiene ese coqueteo, inquietante además; en algunos de sus poemas se acerca al erotismo de Efrén Rebolledo o al de, antes que ellos, Manuel M. Flores. Dice González Martínez: “Ya dejas el plumón. Las presurosas / manos desatan el discreto nudo, / y queda el cuerpo escultural desnudo, / volcán de nieve en explosión de rosas. // El baño espera. De estrecharte ansiosas / están las aguas, y en el mármol mudo, / un esculpido sátiro membrudo / te contempla con ansias amorosas. // Entras al fin y el agua se estremece. / En tanto, allá en el orto ya parece / el claro sol de refulgente rastro. // Y cuando ufana de la fuente sales, / de tu alcoba a los diáfanos cristales, / por mirarte salir, se asoma el astro.”; en otro: “Del arroyo en las límpidas aguas, / medio oculta del bosque en las frondas, / se bañaba desnuda y tranquila / luciendo sus bellas y clásicas formas. // Los cabellos, cual velo de oro, / le cubrían la espalda marmórea, / y del agua prendida en los rizos, / la luna en diamantes trocaba las gotas. // Asombrado quedé, con el alma / a la par conmovida y absorta; / mas la luna escondióse en el cielo / y entre ella y yo puso sus velos la sombra… // He querido olvidarla y no puedo. / Cual relieve esculpido en la roca, / ha quedado grabada en mis sueños / la bella desnuda de clásicas formas.”; “Fue un beso tan fugaz que rozó apenas / la frente virginal y escapó luego; / mas de allí al corazón cundió su fuego / y corrió por la sangre de las venas. // Las dichas del amor, antes serenas, / trocáronse en mortal desasosiego… / ¡Ay! ¿cómo pudo envenenar tan luego / si la cándida frente rozó apenas? // ¡Oh, beso engañador, oh, beso aleve! / ¿Cómo diste a beber en toque leve / el ponzoñoso filtro de tus penas? // ¿Cómo en las garras del dolor, cautivo / dejaste un corazón, beso furtivo / si la tez virginal rozaste apenas?”; “Canta, mi bien. Al peso del racimo / la vid inclina su follaje umbroso / y con abrazo estrecho y amoroso / busca en el tronco paternal, arrimo. // De la naturaleza el don opimo / bien merece tu canto melodioso; / canta, mientras el jugo delicioso / en la ancha copa de cristal exprimo. // Bebe… ¿Te sientes mal? Ya el vino asoma / a tus blancas mejillas, en rubores, / y en fulgores extraños, a tus ojos. // Ya tu frente en mi pecho se desploma… / Y yo me embriago de placer y amores / libando el néctar de tus labios rojos.”; “¡Y vi tu desnudez!… ¡Cuánta blancura / atesora tu cuerpo alabastrino! / En ti forjó la mano del destino / un templo de alabastro a la hermosura. // En ese fondo de inviolada albura / sólo forman contraste peregrino / de tus ojos lo azul –cielo divino– // y el oro de tus crenchas –onda pura. // ¡Y vi tu desnudez!... Nada más blanco / que el armiño sin mancha de tu flanco / de carne púber que al placer invita; // y vi tus senos, que en tus manos domas / como indócil pareja de palomas / que al beso del amor tiembla y palpita.”; “Amada, ven. Del campo la verdura / salpican ya las tempraneras flores, / y el enjambre de pájaros cantores / sus trinos lanza en la arboleda oscura. // Mira, desde el cenit el sol fulgura / en torrentes de luz abrasadores, / y es una alegre fiesta de colores / al ósculo del viento la llanura. // Entre las redes del amor opresos, / miraremos pasar en dulce halago / del río paternal las claras linfas, // y al estallar de mis amantes besos, / verás bañarse en el azul del lago / blancas, desnudas y en tropel las ninfas.”; “Ella se niega mientras él insiste; / fogoso el amador, tenaz la bella, / en jiras el jubón de la doncella / la lucha apenas del amor resiste. // Casta no cede; pero mira triste / de aquel retozo la patente huella, / y con falsos lamentos se querella / y de astucia y de bríos se resiste. // Por escapar de los robustos brazos, / de un empellón, cual víctima inmolada, / rueda el cántaro al fin hecho pedazos. // Queda atónito él, ella pasmada; / mas pasa el susto y vuelven los abrazos / tras una estrepitosa carcajada…”; “En tus sedas, frufrúes tentadores / hablan de amor con misterioso acento; / de tu corpiño azul, brota opulento / tu blanco busto como un haz de flores. // En tus ojos, eróticos fulgores // se agitan con extraño movimiento, / y en tu ventana el vagaroso viento / lascivo entona su canción de amores. // En el cristal bohemio se consume / sutil esencia y mezcla su perfume / con el perfume lánguido que exhalas, // y en propicio rincón de la arboleda /–vencido mármol—se desploma Leda / bajo un cisne de opresoras alas.”; “Como al polo el imán va mi deseo / en pos de ti con insistencia loca, / y sueño con las mieles de tu boca / y en todos tus encantos me recreo. // ¡Ah! pero sé que es humo y devaneo / toda ilusión cuando se alcanza y toca, / y aunque eres onda que a besar provoca, / al llegar a tus linfas titubeo. // Todo mi ser al tuyo se convierte; / mas tiemblo al sospechar que al poseerte / destruye la pasión que me avasalla… // ¡Ah, si pudiera eternizar la vida / de una frase de amor interrumpida, / y el espasmo de un beso que no estalla!”.
Y hay muchos ejemplos más de este erotismo inocente pero impetuoso del poeta que se quitaba piadoso las sandalias por no herir las piedras del camino.
En los diarios, sobre todo los literarios, se exponen aspectos demasiado personales; así, se entiende el entusiasmo de Alfonso Reyes al admirar piernas femeninas expuestas con tanto desenfado, como la girl del barco; pero unos días más tarde le escribe a Julio Torri: “Julio, las muchachas yanquis (tú ya lo sabes, profesor de cursos de verano) usan las medias enrolladas debajo de las rodillas, y en todos los deportes enseñan los muslos desnudos. Cuando, en Holiday, de Waldo Frank, Virginia Hade le ofrece al negro Cloud cambiar navajas, como lleva la suya en la media, se levanta las faldas y deja ver las rodillas blancas. Final: linchamiento del negro.” Jaime García Terrés, indiscreto, cuenta que Torri usaba su biblioteca privada para presumirla a sus arrobadas alumnas, a quienes se las mostraba en privado. Y no son ellos los más seducidos por el erotismo en la literatura.
Es un vicio detestable que cunde no sólo en las publicaciones periódicas, sino en muchos libros aparentemente serios, hablar de “planes para el futuro”; una redundancia que se cuela hasta en las mejores páginas de buenos escritores; en realidad, el único que hace planes para el pasado es Dèjá Lu.
lunes, 29 de agosto de 2011
Alta literatura y bajas pasiones
“La supuesta pasión elevada, desdeñosa de todo lo que no sea ella misma, que los futuros progenitores se profesan mutuamente no es en el fondo más que una locura muy singular, que hace que un hombre enamorado esté dispuesto a entregar todos los bienes de este mundo a cambio de poder acostarse con una mujer dada, la cual, en definitiva, no le dará nada que no hubiera podido darle cualquier otra”, dice Schopenhauer; ¿por qué suponemos que esa mujer dada es de hombros estrechos y caderas anchas, pechos exuberantes (de las que también llamaban la atención del filósofo), cara agraciada y por lo regular de gesto fiero, o pícaro, y de ojos de papel volando? ¿Será que la historia ha sido recurrente en casos como ésos?
¿La historia? La historia ha sido discreta, pero no sus actores.
Doña Guadalupe Monroy, quien estuvo a cargo de la investigación de la vida cotidiana durante la República Restaurada (Historia Moderna de México, tomo 3, Vida Social), dice que pocas ocasiones “ha contado México con un grupo de escritores de la calidad que entonces tuvo”, y hace un recuento breve pero significativo: Sierra, Mateos, Cuéllar, Altamirano, Prieto, Acuña; pudo haber citado varios más, como los asistentes a las tertulias de Rosario de la Peña, entre ellos Acuña y Prieto, pero también Barreda, Ignacio Ramírez, José Martí, Manuel M. Flores, Agustín F. Cuenca. Y andaban en esos años Manuel Payno, Juan de Dios Peza, Vicente Riva Palacio…
Es mucho repetir la historia de Acuña, Laura Méndez, Cuenca, Rosario, Flores: suicidio, enfermedades venéreas, adolescencia apresurada y soledad (Soledad) arrepentida, amores trágicos; no es el “Nocturno” de Acuña la mejor expresión literaria de esos conflictos, esos amores mal correspondidos y bien calabaceados, sino el soneto de El Nigromante, que a la avanzada edad de 55 años se considera viejo para alcanzar la gloria de la intimidad con De la Peña, y se declara derrotado: “hoy de mí mis rivales hacen juego / cobardes, atacando en gavilla / y libre yo mi presa al aire entrego”; los testimonios, subjetivos, dan sólo una idea de cuáles eran las cualidades que llamaba la atención de tanto hombre talentoso, culto, que dejaron obra sólida pese a los tiempos difíciles que les tocó vivir.
La pasión por De la Peña no es el único caso que habla de la debilidad por la carne; el adusto Ignacio Manuel Altamirano, quien había reaccionado, como casi todos, indignado por el can-can que causaba furor en los teatros de la ciudad de México, de pronto recapacitó: “Hace un año que nos desgañitamos algunos amigos y yo gritando contra el can-can. A pesar de las buenas y graves razones que entonces expusimos, el público corría desatado a ver Los dioses del Olimpo, el can-can del circo de Chiarini [el más popular de la época] y después a la Torreblanca y su séquito de sílfides pantorrilludas”.
Si de alguien tan serio y grave como Altamirano viene esa repentina admiración por las piernas femeninas, no son de extrañar entonces las expresiones de admiración de Alfonso Reyes ante la visión de otras hermosas piernas femeninas…
Pero no debo adelantarme: que la pasión se apoderó de los escritores mexicanos, hay muchos ejemplos, de los que mencionaré unos cuantos, circunscritos a la generación del Ateneo, aunque quedan ganas de citar al clérigo fray Manuel de Navarrete, otros versos candentes de Altamirano, del muy ardiente Manuel M. Flores, y, entre los poetas mayores del siglo XIX en que no estuvo ausente el erotismo, la pasión desenfrenada, la posesión, los amores clandestinos (Díaz Mirón, capaz de ternura y de violencia al mismo tiempo, describe: “la vi tendida de espaldas / entre púrpura revuelta… / Estaba toda desnuda / aspirando humo de esencias / en largo tubo escarchado / de diamantes y perlas. / / Sobre la siniestra mano / apoyada la cabeza, / y cual el ojo de un tigre / un ópalo daba en ella / vislumbres de sangre y fuego / al oro de su ancha trenza. / / Tenía un pie sobre el otro / y los dos como azucenas, / y cerca de los tobillos / argollas de finas piedras, / y en el vientre un denso triángulo / de rizada y rubia seda. / / En un brazo se torcía / como cinta de centella / un áspid de filigrana / salpicado de turquesas, / con dos carbunclos por ojos / y un dardo de oro en la lengua. / / Tibias estaban sus carnes, / y sus altos pechos eran / cual blanca leche vertida / dentro de dos copas griegas / convertida en alabastro, / sólida ya pero aún trémula. / / ¡Ah! Hubiera yo dado entonces / todos mis lauros de Atenas / por entrar en esa alcoba / coronado de violetas, / dejando con los eunucos / mis coturnos a la puerta.” Y los amores fugaces, prohibidos, culpables, descritos en “Música de Schubert” y en “Nox”, y la obsesión narrada en los dos sonetos de “La Giganta”; o Manuel José Othón, quien cedió a una pasión tardía, extramarital, se diría hoy; está por narrarse la historia completa, con nombres y fechas; lo importante es la descripción de ese amorío, que se lo achaca a su amigo Alfonso Toro, pero donde cuenta cómo se obsesionó por una mujer de rasgos indígenas, muy hermosa, de cuerpo arrebatador, a la que no pudo resistirse; en ocho sonetos relata ese amorío, que culmina con un encuentro sexual, tras el cual vino el arrepentimiento, las lamentaciones, el temor a ser descubierto, expuesto. Comienza con reclamos [“¡Por qué a mi helada soledad viniste…?”], le sigue la clandestinidad [“Mira el paisaje: inmensidad abajo, inmensidad, inmensidad arriba”] y la sordidez de lo prohibido [“Silencio, lobreguez, pavor tremendos que viene sólo a interrumpir apenas el galope triunfal de los berrendos”], el erotismo [“En la estepa maldita, bajo el peso de sibilante brisa que asesina, yergues tu talla escultural y fina, como un relieve en el confín impreso… y destacada contra el sol muriente, como un airón, flotando inmensamente, tu bruna cabellera de india brava… las lianas de tu cuerpo retorcidas en el torso viril que te subyuga con una gran palpitación de vidas”]; ante los hechos [“Flota en todo el paisaje tal pavura, como si fuera un campo de matanzas…”] viene la desolación [“Y allí estamos nosotros, oprimidos por la angustia de todas las pasiones, bajo el peso de todos los olvidos. En un cielo de plomo el sol ya muerto; y en nuestros desgarrados corazones el desierto, el desierto… y el desierto”]; el deseo persiste [“al verberar tu ardiente cabellera, como una maldición, sobre tu espalda”] pero vienen las justificaciones y el deseo de no volver a pecar [“En tus aras quemé mi último incienso y deshojé mis postrimeras rosas… Quise entrar en tu alma, y ¡qué descenso! ¡qué andar por entre ruinas y entre fosas…” ] Para ella fue una aventura [“…¡Qué resta ya de tanto y tanto deliquio? En ti ni la moral dolencia, ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto”] pero para Othón, algo que cargará toda la vida [“qué sombra y qué pavor en la conciencia, y qué horrible disgusto de mí mismo!”]).
Pero como dijo Tito Guízar, eso que dijeron en verso tienen que repetirlo en prosa.
Más jubilosos, los ateneístas muestran un gusto y un placer ante la mujer: Alfonso Reyes, el 10 de octubre de 1924, observa a una gringuita en el barco donde se dirige a Europa: “La girl rubia que lleva las medias enrolladas debajo de las rodillas, y enseña los muslos desnudos al jugar con los discos, al desplantarse, juguetea con los stewards y es un ejemplo de la yanqui vulgar que los europeos tomarían por esposa...”; dos días después vuelve a mencionarla, luego de proclamar satisfecho sus coqueteos con otras turistas: “Me divierto mucho con los libros de puzzles… que traen Mrs. Jackson y algunas otras damitas yanquis. Acuden a mí para todas las palabras eruditas, de lenguaje general, parecidas en todas las lenguas, de raíces grecolatinas… Hoy, por la noche, en el salón, se han ido despidiendo de mí. Entre ellos se va la girl de las piernas, que no contenta con flirtear con los stewards, deja muy enamorado al doctorcillo holandés de a bordo”; el 29 de diciembre de 1931 habla de una cena en la embajada mexicana en Brasil: “La gente se puso alegre. No se querían ir. Madeleine [“Mme. Foujita”] cantaba y bailaba con las piernas al aire que era un primor”.
En los poemas que escribió en Brasil hay algunos que superan en calor a los de Efrén Rebolledo; en algunos hay picardía (“¡Armonía natural / que reina en mi gallinero: cada vez que canta un gallo, pone la gallina un huevo!”; “Yo quiero mirar al mundo por aquel agujerito: como estará más redondo parecerá más bonito”; "¡Ay del que, teniendo dos manos, es manco para el bis tal vez! Que, como dicen los peruanos, Arrugas y canas son ganas; arrastrar los pies y no poder otra vez es vejez”), pero en otros hay impaciencia por una mujer (“Brasil ¿me das a la moza que ha tiempo he dado en querer? Mira que si me la niegas enloquezco, y yo no sé… […] no se diga que me pierdo por culpa de una mujer”; “Ojos de azúcar quemada, no te quiero ver sufrir. Boca diminuta hecha de pellizco y de mohín, no te quiero ver sufrir. Como saltaba tu cuello en un ahogo sin fin, dos tórtolas asustadas se te querían salir. Ojos de azúcar quemada, no te quiero ver sufrir. Manos nerviosas, delgadas, pies que temblaban así, pequeños hombros redondos que me llegan hasta aquí, los taloncitos helados y el vientrecito febril. ¡No te quiero ver sufrir”! ¡No te quiero ver sufrir!” “…Dan las mulatas del Mangue, desnudas a la mitad, de ahuacate y zapotillo la cosecha natural. ¡Y yo, soñando que vero piraguas por el Canal, rebozos y trenzas negras en que va injerto el rosal! Entre luz de dos visiones refleja y libra el cristal; dos madejas enlazadas se tuercen en mi telar…”; “En el más cariñoso lecho me siento morir, cuando en la naturaleza toda mansa como jardín. Muelle, el ala del ángel blanco –¡qué piedad, qué ternura al fin!– primera vez rosa mis hombros como el arco roza el violín… ¡Y yo que viví tantos años, tantos años como perdí, sin dar oídos a la esfinge que susurraba junto a mí! Yo no sabía que la vida se reclina y tiene así en esa gula de la nada que es su diván, es su cojín”; o los poemas "Salambona", "Amor que aguantas…" o "Retrato".
En el tercer tomo de su diario se relata, como se relata en los poemas escritos en Río de Janeiro, una historia de amor clandestino, por el que no quiere abandonar Brasil; se insinúa la culpable, pero no se atina a decir su nombre; ya en México, más compuesto, escribe varias historias que rezuman erotismo al mismo tiempo que gracia; varias están en El licencioso, pero hay otras sueltas, como la cuñada de los Henríquez Ureña, como la mujer del fotógrafo por la que no se condenó Reyes, que hablan de su pasión por las mujeres, y sobre todo por el instinto sexual que despiertan en los hombres.
Muchas historias alrededor de Julio Torri se resumen en “Inicio de cursos”, de Guillermo Sheridan (en Cartas de Copilco y otras postales y en Lugar a dudas): “En la entrada a la facultad, Dante supervisa los tianguis de libros viejos, nuevos y robados. Gómez de la Serna muestra los mofletes; Torri aprovecha su sitio en el suelo para espiarle los calzones a las estudiantes…”; se sabe que su mítica biblioteca albergaba, además de numerosos incunables, primeras ediciones valiosísimas, muchos libros en donde se describía, o se dibujaba, los actos sexuales más audaces y arriesgados; en una carta enviada a Alfonso Reyes confiesa, él tan discreto, la relación con una girl: “Hubo unos cursos de verano que fueron un completo éxito. Vinieron unas norteamericanas encantadoras… Adquirí una amistad preciosa, Miss Brown… alta y grácil como un joven elefante… Me ha dicho que desearía permanecer en México un poco más de tiempo para hacerme metodista. Ya sabe canciones mexicanas, que yo le repaso en el Ford, cuando la restituyo a su hotel por las noches (una amistad perfecta en que la malicia no encuentra pantorrillas que morder). Está llena de datos falsos sobre México y sobre los mexicanos, pero como está predestinada a no entendernos nunca, yo dejo seguir el automóvil y caer la lluvia. Gómez Robelo está enamorado de ella. Cuando no está ninguno de nosotros dos con ella, Ricardo y yo nos abrazamos y suspiramos. Ella nos es vagamente infiel a cada uno con el otro… Yo he adelantado mucho en inglés con ella”. Texto que contrasta con uno de sus escritos magistrales, “Mujeres”, en que resume la frase de Schopenhauer con que comienzo ésta: “Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores”.
No son los únicos ateneístas poseídos por la pasión carnal. En la siguiente me detendré en varios de ellos, incluso no sospechosos de tales debilidades.
Me estoy convirtiendo en un perfecto hipocondriaco.
Para que Ichiro Suzuki complete once temporadas con porcentaje superior a .300 y más de 200 hits, debe batear .925 en lo que resta de la temporada. Simplemente no es tan perfecto como parecía, y quedará muy lejos de las marcas de más campañas consecutivas arriba de .300;, al parecer, atrás de Cap Anson, Rod Carew, Ed Delahanty, Frank Frisch, Bill Hamilton, Harry Heilman, Roger Hornsby, Willie Keeler, Stan Musial, Ty Cobb, Al Simmons, Honus Wagner, Paul Waner y Ted Williams.
¿La historia? La historia ha sido discreta, pero no sus actores.
Doña Guadalupe Monroy, quien estuvo a cargo de la investigación de la vida cotidiana durante la República Restaurada (Historia Moderna de México, tomo 3, Vida Social), dice que pocas ocasiones “ha contado México con un grupo de escritores de la calidad que entonces tuvo”, y hace un recuento breve pero significativo: Sierra, Mateos, Cuéllar, Altamirano, Prieto, Acuña; pudo haber citado varios más, como los asistentes a las tertulias de Rosario de la Peña, entre ellos Acuña y Prieto, pero también Barreda, Ignacio Ramírez, José Martí, Manuel M. Flores, Agustín F. Cuenca. Y andaban en esos años Manuel Payno, Juan de Dios Peza, Vicente Riva Palacio…
Es mucho repetir la historia de Acuña, Laura Méndez, Cuenca, Rosario, Flores: suicidio, enfermedades venéreas, adolescencia apresurada y soledad (Soledad) arrepentida, amores trágicos; no es el “Nocturno” de Acuña la mejor expresión literaria de esos conflictos, esos amores mal correspondidos y bien calabaceados, sino el soneto de El Nigromante, que a la avanzada edad de 55 años se considera viejo para alcanzar la gloria de la intimidad con De la Peña, y se declara derrotado: “hoy de mí mis rivales hacen juego / cobardes, atacando en gavilla / y libre yo mi presa al aire entrego”; los testimonios, subjetivos, dan sólo una idea de cuáles eran las cualidades que llamaba la atención de tanto hombre talentoso, culto, que dejaron obra sólida pese a los tiempos difíciles que les tocó vivir.
La pasión por De la Peña no es el único caso que habla de la debilidad por la carne; el adusto Ignacio Manuel Altamirano, quien había reaccionado, como casi todos, indignado por el can-can que causaba furor en los teatros de la ciudad de México, de pronto recapacitó: “Hace un año que nos desgañitamos algunos amigos y yo gritando contra el can-can. A pesar de las buenas y graves razones que entonces expusimos, el público corría desatado a ver Los dioses del Olimpo, el can-can del circo de Chiarini [el más popular de la época] y después a la Torreblanca y su séquito de sílfides pantorrilludas”.
Si de alguien tan serio y grave como Altamirano viene esa repentina admiración por las piernas femeninas, no son de extrañar entonces las expresiones de admiración de Alfonso Reyes ante la visión de otras hermosas piernas femeninas…
Pero no debo adelantarme: que la pasión se apoderó de los escritores mexicanos, hay muchos ejemplos, de los que mencionaré unos cuantos, circunscritos a la generación del Ateneo, aunque quedan ganas de citar al clérigo fray Manuel de Navarrete, otros versos candentes de Altamirano, del muy ardiente Manuel M. Flores, y, entre los poetas mayores del siglo XIX en que no estuvo ausente el erotismo, la pasión desenfrenada, la posesión, los amores clandestinos (Díaz Mirón, capaz de ternura y de violencia al mismo tiempo, describe: “la vi tendida de espaldas / entre púrpura revuelta… / Estaba toda desnuda / aspirando humo de esencias / en largo tubo escarchado / de diamantes y perlas. / / Sobre la siniestra mano / apoyada la cabeza, / y cual el ojo de un tigre / un ópalo daba en ella / vislumbres de sangre y fuego / al oro de su ancha trenza. / / Tenía un pie sobre el otro / y los dos como azucenas, / y cerca de los tobillos / argollas de finas piedras, / y en el vientre un denso triángulo / de rizada y rubia seda. / / En un brazo se torcía / como cinta de centella / un áspid de filigrana / salpicado de turquesas, / con dos carbunclos por ojos / y un dardo de oro en la lengua. / / Tibias estaban sus carnes, / y sus altos pechos eran / cual blanca leche vertida / dentro de dos copas griegas / convertida en alabastro, / sólida ya pero aún trémula. / / ¡Ah! Hubiera yo dado entonces / todos mis lauros de Atenas / por entrar en esa alcoba / coronado de violetas, / dejando con los eunucos / mis coturnos a la puerta.” Y los amores fugaces, prohibidos, culpables, descritos en “Música de Schubert” y en “Nox”, y la obsesión narrada en los dos sonetos de “La Giganta”; o Manuel José Othón, quien cedió a una pasión tardía, extramarital, se diría hoy; está por narrarse la historia completa, con nombres y fechas; lo importante es la descripción de ese amorío, que se lo achaca a su amigo Alfonso Toro, pero donde cuenta cómo se obsesionó por una mujer de rasgos indígenas, muy hermosa, de cuerpo arrebatador, a la que no pudo resistirse; en ocho sonetos relata ese amorío, que culmina con un encuentro sexual, tras el cual vino el arrepentimiento, las lamentaciones, el temor a ser descubierto, expuesto. Comienza con reclamos [“¡Por qué a mi helada soledad viniste…?”], le sigue la clandestinidad [“Mira el paisaje: inmensidad abajo, inmensidad, inmensidad arriba”] y la sordidez de lo prohibido [“Silencio, lobreguez, pavor tremendos que viene sólo a interrumpir apenas el galope triunfal de los berrendos”], el erotismo [“En la estepa maldita, bajo el peso de sibilante brisa que asesina, yergues tu talla escultural y fina, como un relieve en el confín impreso… y destacada contra el sol muriente, como un airón, flotando inmensamente, tu bruna cabellera de india brava… las lianas de tu cuerpo retorcidas en el torso viril que te subyuga con una gran palpitación de vidas”]; ante los hechos [“Flota en todo el paisaje tal pavura, como si fuera un campo de matanzas…”] viene la desolación [“Y allí estamos nosotros, oprimidos por la angustia de todas las pasiones, bajo el peso de todos los olvidos. En un cielo de plomo el sol ya muerto; y en nuestros desgarrados corazones el desierto, el desierto… y el desierto”]; el deseo persiste [“al verberar tu ardiente cabellera, como una maldición, sobre tu espalda”] pero vienen las justificaciones y el deseo de no volver a pecar [“En tus aras quemé mi último incienso y deshojé mis postrimeras rosas… Quise entrar en tu alma, y ¡qué descenso! ¡qué andar por entre ruinas y entre fosas…” ] Para ella fue una aventura [“…¡Qué resta ya de tanto y tanto deliquio? En ti ni la moral dolencia, ni el dejo impuro, ni el sabor del llanto”] pero para Othón, algo que cargará toda la vida [“qué sombra y qué pavor en la conciencia, y qué horrible disgusto de mí mismo!”]).
Pero como dijo Tito Guízar, eso que dijeron en verso tienen que repetirlo en prosa.
Más jubilosos, los ateneístas muestran un gusto y un placer ante la mujer: Alfonso Reyes, el 10 de octubre de 1924, observa a una gringuita en el barco donde se dirige a Europa: “La girl rubia que lleva las medias enrolladas debajo de las rodillas, y enseña los muslos desnudos al jugar con los discos, al desplantarse, juguetea con los stewards y es un ejemplo de la yanqui vulgar que los europeos tomarían por esposa...”; dos días después vuelve a mencionarla, luego de proclamar satisfecho sus coqueteos con otras turistas: “Me divierto mucho con los libros de puzzles… que traen Mrs. Jackson y algunas otras damitas yanquis. Acuden a mí para todas las palabras eruditas, de lenguaje general, parecidas en todas las lenguas, de raíces grecolatinas… Hoy, por la noche, en el salón, se han ido despidiendo de mí. Entre ellos se va la girl de las piernas, que no contenta con flirtear con los stewards, deja muy enamorado al doctorcillo holandés de a bordo”; el 29 de diciembre de 1931 habla de una cena en la embajada mexicana en Brasil: “La gente se puso alegre. No se querían ir. Madeleine [“Mme. Foujita”] cantaba y bailaba con las piernas al aire que era un primor”.
En los poemas que escribió en Brasil hay algunos que superan en calor a los de Efrén Rebolledo; en algunos hay picardía (“¡Armonía natural / que reina en mi gallinero: cada vez que canta un gallo, pone la gallina un huevo!”; “Yo quiero mirar al mundo por aquel agujerito: como estará más redondo parecerá más bonito”; "¡Ay del que, teniendo dos manos, es manco para el bis tal vez! Que, como dicen los peruanos, Arrugas y canas son ganas; arrastrar los pies y no poder otra vez es vejez”), pero en otros hay impaciencia por una mujer (“Brasil ¿me das a la moza que ha tiempo he dado en querer? Mira que si me la niegas enloquezco, y yo no sé… […] no se diga que me pierdo por culpa de una mujer”; “Ojos de azúcar quemada, no te quiero ver sufrir. Boca diminuta hecha de pellizco y de mohín, no te quiero ver sufrir. Como saltaba tu cuello en un ahogo sin fin, dos tórtolas asustadas se te querían salir. Ojos de azúcar quemada, no te quiero ver sufrir. Manos nerviosas, delgadas, pies que temblaban así, pequeños hombros redondos que me llegan hasta aquí, los taloncitos helados y el vientrecito febril. ¡No te quiero ver sufrir”! ¡No te quiero ver sufrir!” “…Dan las mulatas del Mangue, desnudas a la mitad, de ahuacate y zapotillo la cosecha natural. ¡Y yo, soñando que vero piraguas por el Canal, rebozos y trenzas negras en que va injerto el rosal! Entre luz de dos visiones refleja y libra el cristal; dos madejas enlazadas se tuercen en mi telar…”; “En el más cariñoso lecho me siento morir, cuando en la naturaleza toda mansa como jardín. Muelle, el ala del ángel blanco –¡qué piedad, qué ternura al fin!– primera vez rosa mis hombros como el arco roza el violín… ¡Y yo que viví tantos años, tantos años como perdí, sin dar oídos a la esfinge que susurraba junto a mí! Yo no sabía que la vida se reclina y tiene así en esa gula de la nada que es su diván, es su cojín”; o los poemas "Salambona", "Amor que aguantas…" o "Retrato".
En el tercer tomo de su diario se relata, como se relata en los poemas escritos en Río de Janeiro, una historia de amor clandestino, por el que no quiere abandonar Brasil; se insinúa la culpable, pero no se atina a decir su nombre; ya en México, más compuesto, escribe varias historias que rezuman erotismo al mismo tiempo que gracia; varias están en El licencioso, pero hay otras sueltas, como la cuñada de los Henríquez Ureña, como la mujer del fotógrafo por la que no se condenó Reyes, que hablan de su pasión por las mujeres, y sobre todo por el instinto sexual que despiertan en los hombres.
Muchas historias alrededor de Julio Torri se resumen en “Inicio de cursos”, de Guillermo Sheridan (en Cartas de Copilco y otras postales y en Lugar a dudas): “En la entrada a la facultad, Dante supervisa los tianguis de libros viejos, nuevos y robados. Gómez de la Serna muestra los mofletes; Torri aprovecha su sitio en el suelo para espiarle los calzones a las estudiantes…”; se sabe que su mítica biblioteca albergaba, además de numerosos incunables, primeras ediciones valiosísimas, muchos libros en donde se describía, o se dibujaba, los actos sexuales más audaces y arriesgados; en una carta enviada a Alfonso Reyes confiesa, él tan discreto, la relación con una girl: “Hubo unos cursos de verano que fueron un completo éxito. Vinieron unas norteamericanas encantadoras… Adquirí una amistad preciosa, Miss Brown… alta y grácil como un joven elefante… Me ha dicho que desearía permanecer en México un poco más de tiempo para hacerme metodista. Ya sabe canciones mexicanas, que yo le repaso en el Ford, cuando la restituyo a su hotel por las noches (una amistad perfecta en que la malicia no encuentra pantorrillas que morder). Está llena de datos falsos sobre México y sobre los mexicanos, pero como está predestinada a no entendernos nunca, yo dejo seguir el automóvil y caer la lluvia. Gómez Robelo está enamorado de ella. Cuando no está ninguno de nosotros dos con ella, Ricardo y yo nos abrazamos y suspiramos. Ella nos es vagamente infiel a cada uno con el otro… Yo he adelantado mucho en inglés con ella”. Texto que contrasta con uno de sus escritos magistrales, “Mujeres”, en que resume la frase de Schopenhauer con que comienzo ésta: “Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores”.
No son los únicos ateneístas poseídos por la pasión carnal. En la siguiente me detendré en varios de ellos, incluso no sospechosos de tales debilidades.
Me estoy convirtiendo en un perfecto hipocondriaco.
Para que Ichiro Suzuki complete once temporadas con porcentaje superior a .300 y más de 200 hits, debe batear .925 en lo que resta de la temporada. Simplemente no es tan perfecto como parecía, y quedará muy lejos de las marcas de más campañas consecutivas arriba de .300;, al parecer, atrás de Cap Anson, Rod Carew, Ed Delahanty, Frank Frisch, Bill Hamilton, Harry Heilman, Roger Hornsby, Willie Keeler, Stan Musial, Ty Cobb, Al Simmons, Honus Wagner, Paul Waner y Ted Williams.
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