miércoles, 6 de abril de 2011

Aventuras por una pizza

El Diccionario de Mexicanismos de Concepción Company Company registra hot-dog como mexicanismo; en cambio rehúsa darle esa categoría a pizza, en estos momentos platillo de uso tan extendido y popular como el hot-dog, aunque los establecimientos que ofrecen éste, con escasísimas excepciones, no tienen servicio de entrega a domiclio, como lo tienen la mayoría de las pizzerías. (La Vaca Negra, que tenía la oferta de los hot dogs de mayor tamaño, ya casi no existen.)
Los diccionarios etimológicos de Corominas y de Corripio, bastante confiables, no incluyen la palabra pizza en sus páginas; según las enciclopedias libres en red, la palabra se usa desde hace más de un milenio y deviene de pizzo, algo así como “mordida a un pan”; el platillo tiene más de 23 siglos, con las lógicas variantes que sufrieron a lo largo de ese tiempo; la actual forma, más o menos, es más humilde, y según se dice estaba prohibida por plebeya, pero un rey menos mandilón de lo acostumbrado se disfrazaba de pueblo para ir a comerlas.
Tal como se consume hoy parece que tiene un origen napolitano, y la más popular de las variaciones se denomina gracias a una soberana, a la que alguien, por barbearla, la “bautizó” con el nombre de ella.
La aparición de la pizza para entrega domiciliaria ha venido a simplificar sus variantes; todavía hace unos 25 años era posible encontrar algunas variantes muy ricas: en la calle de Baja California, entre Nuevo León e Insurgentes, zona hoy poco transitable, una pizzería tenía entre sus sabores una con mole, cuyos únicos inconvenientes es que no podía tener ajonjolí, y que había que comerla de prisa para que no se fuera cuajando; en San Antonio, entre Revolución y Periférico, una pequeña pizzería ofrecía una de espinacas, tan espléndida como las mejores crepas de espinacas que se podían conseguir en Plaza Universidad, y que ya tampoco son fáciles de conseguir en los pocos restaurantes que se especializan en crepas. En Tíber una pizzería en su menú ordenaba que ninguna de sus 20 variantes (la más vulgar, la hawaiana, de las pocas que sobreviven) debía comerse con tenedor y cuchillo, aunque tenían disponibles por si alguien desafiaba esa norma, de comérselas a pie, que es como dicen los cánones que hay que hacerlo.
(Hay quien come los tacos de carnitas, que tengo prohibidos durante un buen tiempo, con tenedor y cuchillo, y hasta hay quien usa estos utensilios para devorar tortas, algo que parece tan ocioso como los utensilios para aplastar los tubos de dentríficos.)
Había quien, ante las muchas variantes de pizza, escogía la más sencilla, es decir, con jamón, y la escarnecía con salsa de tomate (el verbo es de Salvador Novo, en Nueva grandeza mexicana y luego en Cocina mexicana o Historia gastronómica de la ciudad de México), la llamada cátsup o kétchup (lo que dio origen a uno de los chistes de moda; y hablando de Novo, coloca al hot-dog como un platillo tan reciente como de antes del medio siglo XX, muy posterior a las tortas Armando tan celebradas por Artemio de Valle-Arizpe; no tiene más derecho de ser clasificado como mexicanismo que las pizzas). Y hace 30 años algunos comercios las ofrecían casi con la misma velocidad que las actuales a domicilio, pero había que ir por ellas luego de ordenarlas telefónicamente; y entre los aditamentos que adjuntaban no incluían la salsa cátsup. Y pensándolo bien, eso de que haya que poner salsas de tomate o inglesa es tan absurdo como que haya que ponerle sal y limón a una cerveza para que su sabor sea aceptable.
Como es más o menos obvio, en los buenos restaurantes italianos (¿de veras son italianos? Más bien ofrecen comida con nombre italiano; sólo uno parece seguir recetas auténticas de Italia, y su propietario es italiano) tienen pizzas en su menú; muchos juran que están preparadas en horno de leña, lo que parece dudoso porque se enfrían en pocos minutos, características de los platillos horneados en microondas (la explicación de ese fenómeno la da John Updike en su novela Busca mi rostro, biografía novelada de un pintor que puede ser Pollock, en voz de una de sus mujeres). Es una buena opción para quienes dudan de la textura y procedencia de las carnes, anunciadas como filetes pero llenas de nervios, duras al dente y cuyas especias no disimulan que no son filetes; o si lo son, uno se tarda tanto en deglutirlos que termina cansado; o las variantes ya son un desafío para los estómagos castigados por la contaminación, las calles levantadas hasta sus entrañas, y por la mala comida; ¿alguien puede resistir un filete con tuétano sin consecuencias inmediatas? Salvador Novo argüía que aceptaba comidas y cenas, pero que los desayunos tenían esa característica, las consecuencias inmediatas. ¿Qué estómago actual sale indemne de un filete a la mostaza o los tres chiles? ¿Quién tiene un estómago tan sano que puede aguantar un mole poblano y unas enchiladas la misma semana?
Pero hay que saber qué pizzas comer: la Margarita es sencilla hasta la puerilidad, pero es inconcebible la hawaiana, parece invento gringo, y la gastronomía gringa es inocua, insípida (dos escritores mexicanos que se enorgullecen de gozarla; ambos son sádicos). Anuncian variantes audaces, con ingredientes como cebolla, chile piquín, picadillo (de las más peligrosas), frijoles, pero sólo son remedo de las que tenían originalidad; las pastas son delgadas, lo que ayudaría a que se conserven calientes; por eso son sospechosas las que en la segunda rebanada comienzan a enfriarse (a propósito de rebanadas, es célebre la anécdota de Yogi Berra, a quien en una pizzería neoyorquina le preguntaron si quería su pizza en ocho o en dieciséis rebanadas, y contestó: “en dieciséis, tengo mucha hambre”); uno de los inconvenientes de comer pizza en un restaurante italiano es que allí lo recomendable es comer antes una pasta: uno termina empanzonado, y sólo se evita tomando vino, lo que encarece el precio, y no siempre los vinos son aceptables. Pero comer pizza acompañado de cerveza es casi tan predecible como tomarla para acompañar un plato de cinco quesos: uno se deprime.
Las pizzas a domicilio han modificado el gusto del consumidor; son las más estereotipadas de todo lo que se conoce como “comida rápida”, que no, como se cree, que se consume con rapidez y que sirve para quienes tienen poco tiempo para comer; se le llama así tampoco por la velocidad a la que se prepara, sino que es la misma receta en todas las franquicias, a las que les llega ya preparada, y sólo tienen que combinar los ingredientes y ponerlas al horno; da lo mismo comerlas en la Condesa que en Tequisquiapan que Beijing, lo que digamos que es una garantía para quienes no quieran arriesgarse a comer ojos de sapo, cerebro de mono o, como dice Antonio Flores González, “en China se come todo animal que se arrastre”; los alérgicos a pescados y mariscos de cualquier manera pueden ir a Mazatlán y no se quedan sin comer; y saben a lo mismo, con un único cambio: el ingrediente secundario: peperoni o jamón; se les puede quitar, y saben igual. Eso lleva a una conclusión: la mejor pizza es la más barata (las “rápidas” cuestan lo mismo, sin importar el ingrediente: eso debería despertar sospechas).
Claro que no es elegante comer pizzas; aun en los restaurantes más refinados hay que comerlas a pie, es decir, sin cubiertos; o con ellos, pero entonces hay que dejar las orillitas porque no pueden rebanarse con el cuchillo; las servilletas quedan para el arrastre; además es como comer tortas con cubiertos; nadie puede cerrar negocios, o abrirlos, comiendo pizza; menos aún ligar; las rebanadas no están bien definidas, y si se comparte la pizza, debe ser incómodo darle a la mujer pedazos más pequeños, o insultante darle los más grandes; cuando menos, resulta obvio que se le quiere halagar, y en ningún lado las rebanadas están parejas; menos aún, bien cortadas; para separarlas son necesarias tres manos, y uno sólo tiene dos; en algunos lugares dan una cuchilla redonda, peligrosa y más si en la mesa hay niños, y ni modo de pedirle al mesero que nos ayude a cortarlas; nada tan ostentoso como acompañar la pizza con un vino de Rioja, y más con uno mexicano; con el inconveniente, además, de que las pizzas provocan sed, y también el vino (René Solís dice que el vino mexicano es único en el mundo, porque con él uno pasa de la sobriedad a la crudez sin pasar por la embriaguez), y al rato hay que estar tomando más vino, si es que sigue la sobremesa, o agua, que es insípida, incolora e intrascendente, como dice Andrés Soler.

Comer pizza, dicen los enterados (pero acabo de enterarme), es peligroso porque las especias disfrazan el sabor, y por eso todo sabe igual, incluso si el queso está en mal estado; y un queso en mal estado provoca afecciones tan incómodas y costosas como los mariscos, aunque parece que las consecuencias a largo plazo no son tan graves; una intoxicación con mariscos puede ser fatal, o dejarlo a uno alérgico para toda la vida; con el queso no tanto, pero uno se aleja del mundo durante cuatro o cinco días, como acaba de sucederme.
Caímos en la tentación de una nueva pizzería, en pleno Mazarik, con clientela espectacular, mesas incómodas, meseros disfrazados de italianos, y que sirven las pizzas en una especie de altares que provocan que se enfríen más rápido, y más si uno come lento; carísimas, pero eso fue lo de menos; lo malo fue la fiebre, no tan alta pero lo suficiente como para impedir la lectura, hacer inapetecible cualquier comida, y tenerle miedo a todo alimento; recurrir a los tés para recoger la infección y la bilis, y tener sueños borgeanos a la mitad de la tarde, pero pasar la noche en duermevela, con la sensación de pesadez, de malestar, y con las paranoias normales de cualquier hipocondriaco que se respete. Los hipocondriacos sabemos los síntomas de todas las enfermedades, y somos expertos en sentirlos; tememos además sufrir las reacciones por los medicamentos, solos o combinados, aunque solemos confundir algunos, y retardamos el alivio, y alarmamos a familiares y amigos; no nos arriesgamos a salir por miedo a las consecuencias inmediatas. Además, adquirimos miedos nuevos: si nos enfermamos por una pizza, ¿nos volvemos alérgicos a todas?

El Alejandro Suverza que conozco no comete errores que no sean enmendables con una buena corrección de estilo; por eso dudo que sea culpable de traficar con divisas.

Trivia: ¿quiénes son los dos escritores que se sienten orgullosos de su fanatismo por la comida rápida estadounidense? Son confesos, además, en declaraciones y en sus libros.

2 comentarios:

Lázaro Tello dijo...

Me ha cautivado con su estilo. Felicidades, aquí lo seguiré leyendo.

Lalo dijo...

Le agradezco su comentario, y me pone en apuros, porque debo escribir bien para no defraudarlo. Y espero continuar el diálogo.
Eduardo Mejía