lunes, 6 de julio de 2009

Dos extraños casos de Robert Louis Stevenson, uno de la UNAM y otro de errapaspuntocom

Con Robert Louis Stevenson hay siempre equívocos; en primer lugar, se le cataloga como autor de novelas de aventuras, aunque en donde más se aventura es en el alma humana; tanto El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde, como en La isla del Tesoro como en Ladrones de cadáveres o en sus cuentos (El diablo en la botella, Cuentos de los mares del sur), como en la mayoría de sus obras, el lector se encuentra con que, contrario a lo que sucede con los libros de aventuras, donde hay buenos y malos, los buenos son tan malos como los villanos, y éstos más nobles que los héroes.
No por nada Long John Silver, el pirata terrible, es capaz de sacrificarse por quienes lo quieren condenar a la muerte (y no hay duda de que es un desalmado, que abandona a los hombres en condiciones infrahumanas), mientras que el doctor Livesey, que representa la civilización y las leyes, no tiene el menor remordimiento por dejar abandonados a los piratas, sabiendo que entre ellos van a despedazarse. Y el dilema del doctor Jekyll es que cada vez siente mayor placer por encarnar la personalidad del desalmado, salvaje, incontenible mister Hyde, en una muestra de que el hombre tiene escondido (o no tanto) un lado malo, y que salta a la menor provocación, y siente ese mismo placer cuando causa daño a sus semejantes. No por nada Stevenson fue uno de los autores favoritos de Alfonso Reyes, quien tradujo Olalla, una de sus cuentos no muy largos: la última edición, en los Cuadernos de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica.
Pero acabo de descubrir un extraño libro, publicado por la UNAM ya hace unos años (2003, pero se dice que la primera edición fue en Editora Nacional, en 1956, y que ésta es la primera en la colección Confabuladores), pero inadvertido hasta ahora que comienzan a venderse algunos títulos de la UNAM en El Péndulo; con prólogo de Luigi Amara y traducción de Carlos Pereyra, se recogen dos historias; una, Historia de una mentira, escrita poco antes de Cuentos de los mares del sur (New Arabian Nights), y que está en segundo lugar en este libro, y Las tribulaciones de un joven indolente, cuando ya había escrito sus primeras obras maestras.
Sin embargo, tienen poco que ver con sus libros más célebres; en Las tribulaciones de un joven indolente, aunque la historia es sentimental, conmovedora, e incluso previsible y con final feliz, provoca no pocas carcajadas entre los lectores acostumbrados a su sentido del humor, pero no a las gracejadas de Stevenson; no son para menos; si el relato no tuviera un sutil pero innegable mensaje, si no fuera una advertencia contra los padres inflexibles que desatienden el destino y el crecimiento de los hijos, la historia sería muy cómica, porque el personaje cae en desgracia simplemente por descuidado, por no obedecer las órdenes de los padres que (hay que imaginar en estos momentos música melodramática) lo único que quieren es lo mejor para los hijos, para eso tienen experiencia (cesa la música); por descuido entra a un billar en vez de ir a realizar un depósito bancario; cede a las presiones de un amigo desobligado, le hace un préstamo, y se le olvida que trae en el bolsillo una cantidad importante, misma que, como es obvio, le es robada, lo que provoca, al día siguiente, la furia del padre incomprensivo (cómo no, si es quien debe pagar por todo), y de allí que decida alejarse de la casa paterna, emprender un largo viaje de Inglaterra a California, donde Stevenson nos priva de las aventuras que corre por diez años, hasta que decide dar una sorpresa la familia, no sin antes cometer otra serie de descuidos; el fin, cursi y precipitado, ya no tiene la gracia de las primeras páginas; el final feliz es indigno del autor de La isla del Tesoro; en lo único que se le asemeja es en la habilidad narrativa, en el sentido del suspenso y en la creación de personajes con vida propia.
El segundo extraño caso, Historia de una mentira, contiene tres personajes, además de (música que indique la aparición de…) otro padre incomprensivo: un joven impetuoso, fanático (como el de Las tribulaciones…) del sentido del honor, lleno de amor filial y de respeto por un padre al que no le gusta que lo contradigan, pero que es incapaz de señalarle los errores que comete cuando se mete en donde no lo llaman para opinar de lo que no sabe; y aunque la trama se desvía hacia la aparición de un pintor pintoresco, vulgar, simpatiquísimo, truhán, engañabobos y que vive de un prestigio falso, y de una joven encantadora, previsiblemente hija del pintor, con muchas cualidades pero no las que adornan al padre.
¿De quién fue la culpa? Stevenson no quiere que lo sepamos, pero el joven se enamora de la joven, quien a su vez se enamora del joven porque éste, por quedar bien, se hace pasar por amigo de quien se hace pasar por genial pintor; aunque la trama es igual de previsible, no tiene el encanto de la inocencia, y sí el lastre del sentimentalismo: nadie tiene la culpa, pero la historia tiene un desenlace en el que no hay más solución que una muy grave: que todos cedan: el padre incomprensivo entiende la lección, aprende de sus errores, y como Cruz Treviño Martínez de la Garza (“si no fueras mi hijo, te pediría perdón, pero m’hijo, yo te perdono”) perdona a su hijo, que por su lado tiene que aguantar los arranques de la joven bravía, y ésta debe ser domada antes de que muestre la firmeza de su carácter; un repentino giro hace que se dude de la integridad de la joven, quien decide secuestrar al ya antipático personaje principal, pero de lo que no se duda, aunque no se diga pero se deduce, es de su poder erótico; por desgracia, vuelve a haber otro giro y todo se soluciona, sin graves pérdidas más que de la integridad y de la voluntad, incluido el más pintoresco de los personajes.
Algo común en ambas historias es lo plano de los personajes, que aunque la mayoría tiene vida propia, son planos, sin dimensiones, incapaces de las dualidades de otros muchos personajes de los grandes libros de Stevenson, uno de los mejores escritores de lengua inglesa, y como decimos, uno de los más complejos y que dota a los protagonistas de sus novelas de una complejidad que los hace humanos. Los de estos cuentos tienen un destino prefabricado, y no parece necesario terminar su lectura para saber lo que les sucede, y además cuál será su futuro cuando acaben las aventuras que viven: y fueron felices. De hecho, si uno resiste la tentación de abandonar la lectura es porque por lo regular Stevenson es todo, menos previsible; si en sus novelas hay finales felices, sólo lo son en apariencia, porque en realidad triunfa el mal, muchas veces disfrazado del bien; si uno hiciera una encuesta para saber cuál es el personaje favorito de los lectores, muchos dirán que Long John Silver, mucho más entrañable que el doctor Livesey.
Y todos los personajes de este Las tribulaciones de un joven indolente son lo opuesto de Long John Silver, con el agraviante de que tampoco tienen la personalidad riquísima y en el fondo picaresca de Jim Hawkins.
El tercer extraño caso es difícil de determinar; la edición, al cuidado de Gabriela Ordiales y de Judith Sabines, no está exenta de erratas, pero tampoco es para alarmar a nadie; la traducción de Pereyra tiene calidad literaria, y sólo extrañaría la aparición de algún neologismo no sólo molesto, sino inadecuado para el lenguaje de Stevenson; el verdadero villano es el formador, o el diseñador, quien aprovecha las desventajas de la formación en computadora para condensar unas líneas y para distender otras, lo que provoca que haya párrafos casi ilegibles porque desaparecen los espacios entre las letras y a veces entre las palabras; tanto, que da la impresión de que alguna página tiene una tipografía, y la siguiente otra diferente; a simple vista es molesto; para la lectura es incómodo, y resulta un ejemplo de lo que no se debe (de) hacer, y del daño que han provocado las computadoras: ya casi no hay editorial que se salve de este mal, y que hace creer que está desapareciendo el oficio de editor para darle preferencia a otras facultades que a la elegancia, o cuando menos a la dignidad editorial.
El cuarto extraño caso lo transcribo: me escribe José de la Colina: "Amigo Eduardo Leguiluz Mejía, Muy buena tu serie de artículos sobre Pedro Infante, en ella late un librito que saldrá tras ampliarla un poco y peinarla. Y... hablando de peinar. Veo que dices al comienzo de la tercera entrega que Infante 'va a la saga' (es decir detrás o en la parte de atrás) del casi siempre inaguantable supercharro cantor, que visto y oído hoy carece de la simpatía y la ductilidad de su 'zaguero'. Supongo que es un descuido como los que nos afligen a todos, pero también me temo que esas cosas pasan cuando en México, como también en regiones de España, la S no se distingue de la Z en la oralidad. En su perfecto derecho quienes así hablen, qué caray... Pero, decía Otaola, ¿cómo distinguir la carne acecinada de la carne asesinada?"
No fue un descuido, sino una metida de pata y una tontería que Ota la definiría con una palabra más precisa; la única justificación es que cuando veía por gusto el futbol (durante años lo vi por obligación y me divertí muchísimo), el mejor delantero se llamaba Zague (el padre), y de allí que cada vez que escribo saga o zaga debo consultar el diccionario o preguntarle a alguien que sabe, pero como estaba casi abordando un avión para Mazatlán, lo dejé ir como si nada. Mis avergonzadas disculpas, y el agradecimiento a José de la Colina, por el reparo y por exigirme que lo publicara completo, con flores y macetas. Vale.

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