domingo, 27 de julio de 2008

Murciélago Velázquez en el cine / y II

Luego crecí, poquito, tendría diez años, y empecé a trabajar en una cerería, en las azoteas, poniendo tortillas de cera a que se blanquearan en el sol; me pagaban un dineral, ocho centavos a la semana, y eso era mucho dinero. Luego mi papá me llevó a la Hacienda de Aragón, por la Villa, y ahí trabajaba de segador, segando alfalfa; y era muy bonito: un mundo verde, ratones por todos lados y a mí me encantaba perseguirlos; la tierra húmeda y caliente, el canto de los boyeros; llegaba el tlacoyero con las canastas llenas de tacos; todo el mundo comía de todo, y era una variedad tremenda, diferentes facetas de la culinaria mexicana pobre; y yo gozaba de todo aquello. De pronto, en la tarde, decía mi papá “ya vámonos hijo”. Comenzaba a desfilar la gente por los grandes zanjones por donde iba la irrigación; quiero descansar, le decía. Ya comenzaba a anochecer; entonces me acostaba debajo de un pirul y me gustaba oír el viento, quedito. El viento canta, y empezaba la combira inmensa del cielo a tachonarse de estrellas: yo me cuajaba los ojos de luceros y otros mundos.
A los veintitrés años comencé a luchar y tuve muchas emociones: una dramática, cuando lo de Merced Gómez, y una francamente emocionante, mexicanista, digamos, vanidad. Fue cuando en la República Dominicana, el dictador Trujillo, Rafael Leónidas Trujillo y Molina, subió constelado de estrellas; se trocó el himno dominicano y luego el mexicano. Y luego me puso una medalla de oro, por ser el luchador mexicano, el mejor limpio mexicano que hayan visto jamás en la República Dominicana. Eso para mí fue muy impresionante.
También practiqué el box, un poco, y carrera de larga distancia. No precisamente atletismo; fue una competencia; corrimos del antiguo pueblo de La Piedad, que ya desapareció, en donde está ahora la demarcación; corrimos de allí a Xochimilco, y yo me saqué un cuarto lugar no muy bueno, pero corrí, y qué bueno, porque si no me muero… de cansancio. Y yo le tengo miedo a morir. Hay varias cosas a las que le tengo miedo: a morirme, desde luego; a hacerme rico, al agua, a la electricidad, y a volverme santo. ¡Tengo un miedo a hacerme santo! ¡Rezo para no serlo!
Pero mire, no me puedo quedar quieto; primero caminé catorce días, algo bonito, y raro, llenándome los ojos de paisajes y caminando y viendo gente, rostros, rebaños, bosques, lagunas. Llegué a México; yo no conocía la ciudad, ninguna ciudad, y voy viendo un desierto de casas, muchachos bien vestidos, y los coches, terribles, espantosos, eran monstruos para mí. Ya siguió la época de Peralvillo y ahí tuve aventuras de diferentes clases, de diferentes matices; luego comencé a trabajar en muy diversas cosas.
Luego de la Hacienda de Aragón, una señora que le decíamos doña Chofi, dueña de una gran casa, rica, era una mujer alegre; a su casa iban los guardias presidenciales, con sus pelerinas de aquellos tiempos, y monóculo, penachos negros o blancos, elegantes; y en un estrado pequeñito de una gran sala, me sentaban, como curiosidad, porque entonces tenía once años y medio y traducía griego, latín, sánscrito y mexicano. Les gustaba oírme y me daban dinero; me decían: ¿Quieres enseñarme a mí esto, niño? Y así comencé a ganar dinero, enseñando latín y sánscrito y francés y ruso. Ahora ya no hablo ningún idioma. Trato de aprender el español.
Luego, después de eso, conseguí elevarme en otros ambientes y me vi envuelto en diferentes torbellinos, de muy diversos matices.
Ya siendo un joven de diecinueve o veinte años, vi cosas muy violentas, de tipo social y político. Dejé todo, las mujeres me gustaban, y cantaba canciones; canté profesionalmente nueve años y llegué a competir con un dueto mucho muy particular del que no quiero decir su nombre pero que es muy famoso.
Pasó el tiempo, invadí el deporte; siendo deportista invadí la escritura donde he logrado premios mundiales; estoy clasificado. Luego, la medicina. Como viajé por Paraguay, San Lorenzo, Quebrada de Humahuacán, Chile, Haití, la Dominicana, distintos países, comencé a recabar datos de yerbas medicinales; la herbolaria, que es la base de la medicina labotorial, y logré descubrir lo que se llama en medicina complejos, o sea conjuntos de yerbas para curar determinados males. He logrado curar leucemia, muchos casos, y nunca se me ha muerto un leucémico en mis manos. Cancerosos, habré tratado tres mil casos y he perdido cuatro pacientes. Los médicos llegan y me preguntan: maestro, ¿qué hizo usted para esto? Yo no se los digo, ¿por qué? ¡Que estudien! Son textualistas que van hasta donde termina un texto y luego regresan a otro renglón y a otro más. ¡Que especulen veinte kilómetros más allá de donde terminan los libros! Yo ahora estoy causando sensación logrando bajar las altísimas presiones arteriales que los médicos solamente controlan hasta cierto punto. Yo las bajo y las estabilizo en sólo tres días y tres noches. Pero además no cobro un centavo a nadie, ni a ricos ni a pobres. También estuve seis años en la Acción Católica de filosofía, exégesis e historia sagrada. Sigo estudiando mucho, pero ya no me robo libros.
La primera película que me filmaron fue Luciano Romero, luego siguió El duende y yo; luego Tlayucan. Es una película de mucha categoría, está muy bien hecha, muy bien dirigida y muy bien iluminada para completar la cosa técnica. Ahora, las que me han dejado satisfecho son Yo, el valiente, El mal, La maestra inolvidable, Furias bajo el cielo, que me gusta a pesar de que entraron buenos cantantes como David Reynoso, Julio [Almada] y Lola Beltrán, y no dejé cantar a nadie; y en Padre nuestro que estás en la Tierra, que me están filmando ahora, tampoco hay ninguna canción, y ahí actúan el Enano Santanón, Manuel López Ochoa, Lola Beltrán y no sé quién más.
Ahora ya no voy a las luchas. Desde que me retiré ya no voy. Cuando los periodistas me preguntan por qué, les digo: mira, me pongo nervioso. Se ríen; me espanto de ver cómo se tuercen los brazos salvajemente y se avientan; ¡no hombre!, imagínate una cosa tan perfecta como el cuerpo humano y que se den patadas y se tuerzan el pescuezo. Claro que les da risa. Pero no es eso, simplemente ya no quiero ir…
Ahora invadí la música. No puedo estar quieto, le digo. En el Canal 2 se estrenó una canción mía en la voz de Julio Aldama y una bola de mariachis; la canción se llama “Dios y yo”. Por estos días se graba un long play con canciones mías, con un cantante nuevo. En realidad lo único que no me gustó estudiar fueron las matemáticas, por la soledad que tienen los números, por lo quietos, por lo incambiables. Ocho por ocho serán sesenta y cuatro eternamente. Si ocho por ocho fueran ochenta el día de mi santo… De lo demás estudié todo. También he actuado, no me acuerdo en cuántas películas, pero desde luego fueron Las lobas, y antes fueron Los tigres del ring; ahí como yo mismo escribí la historia quise protegerme en todos sentidos. Estructurando la historia hice una pequeña secuencia. Actuaban Crox Alvarado, Rodolfo Echeverría. Y de pronto se me ocurre una cosa para borrarlos a todos, y lo logré; la gente olvida los golpes, los balazos, persecuciones, todo lo que se quiera. Es una historia violenta pero nadie olvida esto: hay un momento en que me llama Arturo Martínez a un cafetín de mala muerte para proponerme una cosa que a ellos les conviene; ellos son los villanos. Dice: “Mira Murciélago, sólo tú nos faltabas en nuestro grupo de los de alto colmillo para derrotar a los novatos; ganaremos el millón de pesos”. Era una eliminatoria por esa cantidad. “Se trata de esto y lo otro, nos vemos con el Bronco en su casa a tal hora”; de pronto yo siento la mirada de alguien y veo a un hombre en una mesa cercana, acodado, con el sombrero puesto, mirándome; digo, mira al baboso ese que me está mirando. No te fijes en él, ponme atención: entonces mira, a tal hora vamos a estar Fulano y Zutano en la casa que te digo. Y siento la mirada otra vez, me vuelvo a verlo y me sigue mirando. Digo, mira a este infeliz, me sigue viendo. Hombre, qué te fijas. No, espérate. Entonces me paré, agarré al tipo de la solapa, le reclamé, le di un golpe en la mandíbula y cayó al suelo; claro, me puse en guardia, esperando el pleito. Se paró el tipo, sacudió la cabeza y me dijo: yo no lo miraba ni a usted ni a nadie, yo estoy ciego. ¡Perdóneme señor, discúlpeme, yo no lo sabía; pégueme, insúlteme, haga algo! No señor, la culpa no es de usted, la culpa es de mis ojos que parecen ver.
Entonces el Murciélago acompaña al personaje y se vuelve del grupo de los buenos. Esa escena los públicos no la olvidan nunca porque es altamente dramática; con esa escena se derrumba cualquier hombre. Si le pasara a alguien, aun cuando estuviera borracho, se derrumba. Si usted le pega a un ciego, ¡imagínese nada más!
A mí me gustaría dirigir alguno de mis argumentos si hubiera un respaldo económico. Me gustaría dirigir una historia mía que está vendida y que ya se van a vencer los derechos y se llama La puerta de las auroras. Últimamente estoy escribiendo una historia que estudié mucho, metiéndome descalzo al callejón que está cerca de mi casa y que se llama Privada de Encarnación, y que es la ciudad perdida de Encarnación: no tienen agua, no tienen drenaje, no tienen luz y todos son muchachos muy pobres que trabajan y que sus familias viven en la miseria. Los estudié mucho, quité la tierra que estaba ahí, les limpié el callejón y me los hice amigos. Es una historia donde los estudio psicológica y socialmente, desde luego mezclando diferentes factores, necesarios en una novela; problemas nacionales y mundiales, mezclando a la pobreza absolutamente olvidada con el clero y con el gobierno. Y mezclo esos grupos con el hampa y los viciosos, la policía y el clero, los ricos y conmigo. Es muy sencillo, no se trata más que de un hombre que llega a ese barrio sin conocerlos y tiene que enfrentarse a ellos y los domina regalándoles pesas para que hagan ejercicio, y les da organitos de boca y guitarras, y así los domina porque les recita y les platica historia sagrada y los lleva a misa, los inyecta, los cura, los receta. Eso ha sido en la realidad. La historia se llama Mi oscuro callejón.
Lo que sí no me gustaría es que mis hijos fueran luchadores profesionales. Todos mis hijos grandes saben luchar y boxear para defenderse, pero no son peleoneros. Mi hija Irene sabe defenderse y una ocasión noqueó a un hombre que le faltó al respeto. Me llamó el maestro y me dijo que Irene le había dado un golpe aquí y otro allá a un muchacho. Le dije que la iba a regañar, pero por dentro dije: ¡Qué bueno! También mi hija Minerva sabe defenderse. Y mi hijo Arturo que tiene veintitrés años y mide uno ochenta y siete, sabe luchar y tira con pistola, pero no es peleonero.
Le voy a contar una anécdota que nadie me cree. Yo, después de Diego Rivera, creo que soy la segunda persona, al menos de las conocidas, que ha comido carne humana, ¡y es sabrosísima! Un día fui al rancho Tepetiltlán, Estado de México, cuarenta kilómetros al norte del Distrito Federal, con varios rancheros que llevaban guitarras e íbamos tomando tequila; llegamos cantando, ya medio borrachos, al Molino de Flores; al atravesar por la estación de Texcoco, el tren de patio agarró un camión cargado de rancheros, lo destrozó y le cortó la pierna a uno. Nosotros nos quedamos viendo todo aquello, levantaron todo, también el despojo. Nos quedamos mirando la sangre en la vía. Entonces vi una rebaba, un trozo de carne tirado ahí; con un periódico lo levanté y mis amigos me dijeron: ¡Jesús!, ¿para qué lo quieres? Me lo llevo, les dije. Lo puse en la bolsa de la chamarra y nos fuimos cantando campo traviesa hasta llegar otra vez a Tepetitlán. Cuando llegué, sentí hambre; le dije al Chero, un ayudante mío: pon esa sartén. ¿Tienes hambre? Sí. Y que saco el pedazo de carne aquél y que lo frío. ¡Jesús, por favor, qué vas a hacer! No me digas nada, le dije, y lo freí, le puse sal, agarré una tortilla y me lo comencé a comer. Todos estaban con un asco espantoso. Al verlos así a mí me dio un poco, pero tomé un tragó de café frío y pasó el asco. No pasó nada. Pero pasaron los meses, eso sí, y una mañana que esperaba el tren para México, en la estación de Robles, había mucha gente. Uno de mis amigos me dijo: mira, ¿ves aquél que está parado junto al capulín, con muletas? Es el tipo aquel al que atropelló el tren, yo lo conozco, es de tal parte. Lo saludé, le pregunté de dónde era; me contestó. ¿Usted es al que le cortó la pierna el tren de Texcoco? Sí, me dijo. ¡Pues es usted muy sabroso! Enarcó las cejas, sin entender, claro. Me di la vuelta. Él nunca supo por qué se lo dije. Y la única persona que podía decírselo era yo.

(Poco más de un año después que apareció la entrevista, el Murciélago falleció, de cáncer. Veo sus películas con una sensación extraña. En la entrevista dejé fuera muchas anécdotas más que me contó aquella tarde en que Carlos Gálvez y yo estábamos hipnotizados con sus historias, su narrativa, su estupenda conversación; algo conté en un capítulo, dedicado al cabello largo, las melenas y los peinados de los setenta, de El juego de las sensaciones elementales. Pero me temo que no retraté la personalidad del Murciélago Velázquez. Un remate; semanas después del fallecimiento, otro luchador mítico, el Cavernario Galindo, uno de los amigos más cercanos a Velázquez, visitó a la familia, después de terminada una función de lucha libre; arrastrándolo, porque era muy miedoso, pusieron a la mascota de la familia en la puerta, un perro de aspecto feroz. Abrieron la puerta; el Cavernario, al ver al perro, huyó asustado; pero el perro se asustó tanto o más, y se refugió en la azotea de la casa, de donde no lo pudieron bajar en varios días.)

1 comentario:

CoWGirL FroM HeLL dijo...

me encanta la forma en la ke narras las cosas, saludos!