viernes, 29 de diciembre de 2006

Tránsito en la ciudad de México

Visitar el centro de la ciudad de México, lo que hoy llaman eufemísticamente el Centro Histórico, es la hipótesis de una aventura, porque nunca se sabe cuánto tránsito encontrará, qué ruta estará saturada, en qué calles hay más embotellamiento; para salir es el mismo problema; en la calle de Donceles, por ejemplo, algunos comerciantes, hartos del ruido, han colocado letreros en los que advierten a los automovilistas que tardarán más de media hora de recorrer el tramo entre Brasil y Argentina, y que por lo tanto es inútil que utilicen el claxon.
Si hay quien pretenda ahorrar tiempo y corajes abordando el Metro puede toparse con vagones llenos, y detenidos más de cinco minutos en cada estación, con lo que la angustia por el tiempo se agrava por el calor y el contacto físico indeseado; los intentos por que las mujeres y niños tengan para ellos solos los tres primeros (en algunas líneas, los tres últimos) carros no son obedecidos por los usuarios, no sólo porque los hombres no obedecen, tampoco las mujeres; allí es donde se ven (y sienten) más acosadas, pero por mujeres. Prefieren el acoso masculino, de los males el menos.
Si los capitalinos están más o menos acostumbrados a esta situación, hay que imaginarse lo que sienten los viajeros; el siguiente párrafo es la descripción de alguien muy observador y con muy mala leche:
“México es la ciudad más estridente y ensordecedora del mundo. El ruido es la frustrante bienvenida inaugural para el forastero, es el acompañante tenaz y diario, el imborrable recuerdo que llevamos a casa, al silencio nórdico de Londres y Nueva York. Ruido de toda índole imaginable en lucha por el predominio. El ruido del tránsito: la antigua cortesía por la que los mexicanos son célebres merecidamente, parece abandonarlos cuando quedan tras el volante de un automóvil. Guían como han de hacerlo todos los conductores urbanos, en una serie de embestidas, como la infantería que avanza a través del fuego de las ametralladoras; cuando se detienen, no cesan de tocar la bocina para continuar; cuando avanzan, tocan la bocina para que los ancianos y los indecisos que por temor quedaron a medio camino por el cambio de luces, despejen la calle […]
“Las aceras –la mayoría no están pavimentadas sino cubiertas con un asfalto ondulante— son muy estrechas y están repletas de peatones, pero, y esto es bastante singular, son el foco principal de la vida social y en ellas la algarabía de las voces humanas es más fuerte, incluso, que las bocinas; en México hay pocos cafés y poca actividad en ellos: la que hay es por las noches; durante el día, a las horas de mayor aglomeración, si un mexicano quiere charlar con sus amigos, para en medio de la acera y vocifera –política, modales, negocios, todo lo que requiera de expresión verbal completa. Y por encima –los conversadores buscan imponerse al tránsito, así que deben interrumpir a sus interlocutores— se elevan las voces de los vendedores callejeros que gritan el número de los billetes de lotería y el encabezado de los periódicos. De los mendigos que atestan las calles aledañas, debe decirse con justicia que, cuando están sobrios, son un grupo muy tranquilo; confían en la proximidad para llamar la atención y acercan mucho su rostro murmurando confidencias o, en el caso de los niños, se contentan con mecerse al compás de las colas al abrigo y recitar el rosario. Hay, sin embargo, cantantes callejeros cuyo tono de voz es excepcionalmente agudo […]
“Además de los ruidos meramente comunicativos y metafóricos, está el ruido abstracto derivado del placer de producirlo –el golpeteo de trozos de madera o fierro, de preferencia en los tragaluces de los edificios más grandes, sin otro objeto que el del bienestar general, pues los mexicanos se deleitan con el sonido como los nórdicos más ascéticos se enclaustran en la quietud, y no tienen por contento a un hombre hasta que sus oídos retumban. Por ejemplo, si llegamos temprano al restaurante más importante del lugar, el capitán de meseros cortésmente se da a la tarea de ponernos cómodos y de eliminar el desagradable silencio haciendo rechinar las patas de los muebles sobre el piso de baldosas hasta que las mesas a nuestro alrededor se llenan y de nuevo todo es babel.
“Por las noches, en las zonas más miserables de la ciudad y en todos los barrios de los pueblos en provincia, el forastero se ve expuesto a sentir alarma por lo que parecen disparos de rifle. Sin duda lo son en ocasiones […]. Pero la mayoría de estas detonaciones proviene de fuegos artificiales […]. A los europeos les gustan los fuegos artificiales por el efecto visual y tienen el ruido como concomitante ineludible. A los mexicanos les gusta el puro ruido […]
“Aquel verano las finanzas nacionales eran una broma que no ofendía a nadie. Los ingresos del erario estaban deprimidos, la producción estaba deprimida, los créditos estaban deprimidos, el comercio esta deprimido… Hacía ya un tiempo que no se publicaba ninguna cifra pero todos, fuera cual fuese su política, creían que el presidente mantenía alta la paridad del peso con la compra de dólares a una tasa que vaciaría por completo las arcas en unos cuantos meses; después se abriría un panorama de inflación, repudio y decomiso. Todos, por razones varias, deseaban una crisis, ya que cuando las reservas hubiesen abandonado el país, el gobierno tendría que readaptarse de un modo o de otro […].”
Esta descripción es injusta: el viajero no se topó con el Metro ni con la abundancia de vendedores ambulantes que ocupan toda la banqueta y se apoderan de las entradas del Metro, ni con los vendedores de discos compactos pirata, ni con el que canta “El ratón vaquero” en la línea 2, ni, por desgracia –eso le hubiera hecho cambiar de opinión— con la joven que en la línea 3 interpreta mejor que Cecilia Toussaint y que Café Tacuba canciones de Jaime López.
Pero no podemos exigirle más al viajero: se trata del excelente novelista inglés Evelyn Waugh, quien en 1938 (van a cumplirse 70 años de esa descripción) vino a México, se dice que pagado por las compañías petroleras –algunas de ellas inglesas— afectadas por la expropiación petrolera; el libro que escribió con sus experiencia en México (viajero empedernido, tiene varios libros de viajes, algunos de ellos ya traducidos al español; recientemente, Gente remota y Noventa y dos días) estuvo casi prohibido: Robo legal –aunque traducido (eso le hubiera dado mucha risa) como Robo al amparo de la ley— tenía como propósito desprestigiar al gobierno mexicano.
Como vemos, no le costó mucho trabajo ridiculizar la vida cotidiana de la ciudad de México (el libro abarca muchos aspectos, y hay que vencer muchos prejuicios y un no injustificado chovinismo que nos invade mientras lo leemos); sus descripciones no son más rudas y más apabullantes que cuando describe a los pueblos africanos casi incivilizados o las primitivas aldeas de la Guyana inglesa, y cuando describe el comportamiento de los mexicanos no es menos benévolo que cuando narra la vulgaridad que se cree elegante de los pobladores de sus otros libros, y le resultan casi tan ridículos como los personajes de sus espléndidas y divertidísimas novelas (Decadencia y caída, Merienda de negros, Más banderas, Un puñado de polvo, y sobre todo las magistrales Primicia y Los seres queridos, más una trilogía sobre la guerra, de la cual lamentablemente sólo una parte se encuentra traducida, Hombres en armas, y una novela-biografía sobre la primera cristiana del mundo occidental, Helena, más divertida aún si se toma en cuenta que Waugh era católico).
Lo peor de todo es que la descripción parece actual, como si la hubiera escrito el año pasado.
Eduardo Mejía

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