domingo, 24 de diciembre de 2006

Propósito de errataspuntocom

It’s not easy being me
Master of my own destiny
And I hate responsability
It´s not easy being me

Harry Nilsson


Una página para destacar erratas es más un capricho que una justificación; todos quienes nos dedicamos a encontrar erratas para eliminarlas solemos dejar algunas, la mayoría de las veces por no advertirlas, algunas por ignorancia, y otras porque se esconden incluso de varios pares de ojos (aunque hay un par de tuertos que son algunos de los mejores correctores con que ha contado la industria editorial mexicana); Felipe Garrido, perpetrador de algunas de ellas, cree sinceramente en la existencia de duendes que las incluyen después que el atento corrector las eliminó por completo, e incluso cuando el libro o la revista o el periódico ya están impresos; se ha dado el caso de que algunos ejemplares no tienen una errata y otros sí (aquí no hay duendes: al imprimir una publicación alguien advierte el error, detiene la impresión, hace la corrección, y continúa imprimiendo; el destino quiere cuándo aparece el ojo avizor que destierra la errata; a veces, con la edición está muy avanzada; otras, cuando falta muy poco para terminar el tiraje; también los hados deciden si los ejemplares buenos van a dar a los lectores o a los directivos o a los personajes interesados).
He conocido a algunos de los mejores cazadores de erratas de los últimos 40 años del siglo XX: José C. Vázquez, Bernardo Giner de los Ríos, Martí Soler, Marco Antonio Pulido, Alí Chumacero, Blanca Luz Pulido, Felipe Garrido, Edna Rivera, Aurora Díez-Canedo, Augusto Monterroso, don Joaquín Díez-Canedo, Alba Rojo; esta lista tiende a incrementarse con un ejercicio de memoria, pero por más que se complete, no será una lista impecable: todos han dejado alguna errata; alguna intrascendente, alguna grave, muchas divertidas.
En los años ochenta circuló un libro, que los duendes desaparecieron de mis libreros, en donde se daba cuenta de algunas de ellas; el libro carecía de gracia, y de elegancia; estaba publicado por editorial Universo, que no se distinguía por la elegancia de su diseño ni por la eficacia de su tipografía, lo que no ayudaba a la lectura, que terminaba por cansar al lector, y la mayoría eran erratas inocuas (aunque a don José C. Vázquez cualquier errata lo hacía enfurecer, fuera suya o más aún si era ajena); la revista Contenido, desde sus inicios, ha mantenido una sección, “Se publicó en”, en que se da cuenta de algunas de las erratas que aparecen cotidianamente en la prensa; sin embargo, desde hace muchos años se dedica también a expurgar omisiones o adiciones de letras, de acentos, lo que no tiene chiste: los periódicos se hacen a la carrera, los textos llevan una sola lectura, insuficiente para pescar los errores cometidos por reporteros, redactores y colaboradores; incluso los periódicos mejor cuidados contienen a diario una buena cantidad de pequeñas erratas que no estorban a la lectura: el lector advierte que se pasó un acento (cuando se repite ya no es descuido, sino ignorancia: prolifera el mal uso de “aún”, que acentúan cuando no se debe) o que se comieron una letra; son fatales cuando cambian el sentido de una frase: pongo ejemplos tomados de un solo diario, a lo largo de muchos años (meses, para ser más precisos –o mejor dicho semanas) han provocado pequeñas crisis, cuando han sido advertidos: “Las perdidas de la Bolsa de Valores”; “los líderes están por llegar a un acuerdo copular”; “se convirtió en un asunto púbico”.
Antonio Bolívar, en Redacta, tiene una buena colección de recortes con erratas de diferentes diarios; el más divertido era el que daba una receta para hacer una funda, y en la que se cambiaba la palabra “cojín” por “cojón” en todas las ocasiones.
Son más peligrosas, inexplicables, las que aparecen en los libros, que deben estar más cuidados, y que llevan por lo regular varias lecturas; aunque hay libros que se ostentan sin erratas, casi no hay libro sin ellas; la primera vez que escuché tal presunción, se hablaba de un libro tan bien cuidado que se ostentaba de ellos en el colofón: este libro no contiene una sola erata, dicen que decía; pero en aquella ocasión se lo achacaron a Luis Guillermo Piazza, quien no se dedicaba a la corrección, y a Gustavo Sainz, quien nunca se ha distinguido en tales labores; a lo largo de muchos años he oído que se la achacan a varios, pero nunca la he visto.
Las erratas son el tema de discusión entre editores y correctores; Marisol Schulz y Ramón Córdoba tienen decenas de anécdotas bastante divertidas, aunque consta que cuando advierten alguna en uno de los libros que ellos han publicado se agobian y martirizan durante algunos días.
Bernardo Giner de los Ríos decía que el editor por lo regular “veía” una errata pero no la advertía, aunque se le quedaba en el subconsciente, y que cuando recibía un ejemplar, el subconsciente lo hacía abrir el libro en la página donde se encontraba la más grave; hay muchas que se han perpetuado por muchos años sin que nadie la corrija; por ejemplo, durante muchas ediciones, desde la primera en 1958, La región más transparente, de Carlos Fuentes, se conservó un pastel bastante grave, que se remedió hasta los años ochenta; un editor se lo explicaba porque, añadía, nadie le entendía al libro.
Un par de ejemplos más: un libro sobre la educación en Cuba, aunque era bastante arduo, fue cuidado con tanto esmero que los editores lo presumieron con orgullo por todos lados, hasta que la ilustradora encontró un error: se había omitido su crédito; otro, una novela, carecía de erratas, lo que no le importó a la autora, porque ella lo había dado por perdido; que apareciera fue una sorpresa que superó a la pulcritud de la edición.
Los editores no vieron recompensados sus esfuerzos; hay que explicar a los ajenos al mundo de las ediciones que el editor trabaja con prisas para mandar el libro a la imprenta, pero en cuanto lo entrega a las prensas comienza una agonía que no termina sino con la entrega de los ejemplares, y es cuando lo revisa con cuidado y respira si el libro no tiene más de diez erratas, y ninguna de ellas grave.

En esta página se rendirá homenaje a los anónimos correctores que hacen su mejor esfuerzo por hacer llegar a los lectores un trabajo limpio, legible, a veces en contra de los autores; Bernardo Giner de los Ríos afirmaba que el tipómetro no sólo servía para medir líneas en picas, en líneas ágata, sino para obligar a los autores a aceptar un punto y coma en vez de una coma, o para que quitara los acentos de “aún” cuando no se tratara de un adverbio de tiempo o de cantidad. Ese esfuerzo a veces es tan intenso que esos héroes anónimos ya no pueden leer un libro sentado, porque de inmediato comienzan a corregir (hay un cuento espléndido de Pilar Tapia que narra esas obsesiones, al grado de enmendar los errores en los menús de los restaurantes, aun los de lujo).
Pero el homenaje también consistirá en mostrar errores célebres, o al menos errores notables; Edmundo Valadés propuso en una ocasión que se premiara a los correctores que publicaran libros sin errores, y que se encarcelara un mes a los más descuidados; porque hay editoriales que se esmeran por presentar libros pulcros, y otras que, por el contrario, se distinguen por su descuido y su falta de profesionalismo.
Se repite que se no se trata de justificación; los autores de esta página han perpetrado algunos que se han vuelto famosos; aunque el ojo se vuelve experto, también ve lo que quiere ver; por ello, los peores han sido en libros propios; errores que comparten con algunos famosos: ni Alfonso Reyes ni Salvador Novo, quienes eran excelentes editores, se salvaron de errores sobre todo en libros suyos que estuvieron bajo su cuidado; Felipe Garrido explica que los correctores son personas inteligentes que se saben perfectamente capaces de cometer errores graves; en este oficio no cabe la sentencia que pide no juzgar los polvos en ojos ajenos y no ven las vigas en los suyos; cometer una errata no nos exime de encontrar las de los demás.
Así, semana a semana pondremos algunos ejemplos de libros célebres y sobre todo de libros recientes; no será afán de burla (o no siempre), tampoco una acusación, aunque menos una intención de enmendarle la plana a alguien.
Los editores siempre piden a los buenos lectores que señalen los errores en sus libros (también, desde luego, en revistas y periódicos); así, los haremos públicos; no sólo en erratas, sino en traducciones, fechas, nombres de personajes.
La intención principal es destacar los errores; sabemos que algunos mortificarán a los culpables, pero otros, los buenos editores, compartirán la diversión y seguramente corregirán, en la medida de lo posible, esas fallas.
Que comience la diversión.

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