sábado, 4 de febrero de 2012

Moda, modismo o caló

Jorge García-Robles relacionó, en su condensada presentación del Diccionario de modismos mexicanos (como dije, empezamos tarde, hablamos tal vez demasiado tiempo, viniera o no al caso), que hay mucha relación entre los modismos y la moda. De ésta, comentó que a lo largo del tiempo hemos adoptado vestimenta más cómoda, más libre y más erótica; que lo que hacemos al regresar del trabajo es aflojarnos la corbata y desabotonarnos la camisa luego de quitarnos el saco. Como he usado corbata dos veces en los últimos 39 años (algunas de las que tengo ni las estrené), no sé si quitársela sea liberador, en términos sociológicos (Sergio Galindo y Felipe Garrido escogían, para nuestras comidas mensuales, restaurantes donde se supone que la formalidad exigía el uso de la corbata, pero nunca me doblegaron, ni siquiera cuando mis modelos de informalidad, Gustavo Sainz y Gabriel García Márquez, claudicaron y la usaron pese a que se notaba que estaban incómodos). Me parece que es muy pobre la libertad y la comodidad que dependa del uso de una prenda, no la uso porque nunca me la han exigido en ninguno de los trabajos que tuve, pero sobre todo porque no sé conducir automóvil.
Discrepo de Jorge en lo que respecta a la comodidad, elegancia y erotismo de la ropa actual; no puedo creer que pensemos que sea más cómodo usar de cinco a ocho prendas en vez de una sola, como hace tres mil años; que creamos que los pantalones sean más cómodos que las mallas y que las camisas que faldas o jubones; la moda de hace unos 25 años de los jeans strecht, que desapareció por incómoda y porque los médicos alertaron de las enfermedades que podían contraerse a causa de ellos, se usaba para resaltar las, como dice Les Luthier, las diferencias sociales, y olvidamos que las mallas de hace apenas unos 500 años tenían ese motivo y ese pretexto, y hasta usaban unos postizos para hacer creer a las pretendidas que, de conceder y ceder, ya llevaban un beneficio extra, de satisfacción garantizada.
Hace unos años apareció un Manifiesto Machista Leninista, que casi todos quienes lo conocieron lo aceptaron sin casi oposición; entre lo que proponía el manifiesto era la libertad de la que carece el género masculino, o si se tiene es motivo de sospecha, como el derecho a llorar, a depender, a ser protegido; y entre otros deseos, estaba el de orinar sentados; pero las mujeres que lo conocieron se preguntaron cómo era que los hombres pedían eso, que para ellas es tan incómodo; y aunque hay un ensayo que exalta ese acto en las mujeres, escrito con picardía y sabiduría por Andrés de Luna (“Ríos dorados”, en Erótica, Grijalbo, 1990, pp. 157-170), no hay tanto erotismo como pudiera pensarse; y aunque Buñuel llama la atención a que la sensualidad está bajo las faldas, no sin ellas (y aunque al respecto hay algún escrito delicioso de José de la Colina), no deja de haber erotismo en el desnudo, siempre que no sea sórdido. Y desde luego, aunque los pantaloncitos ahora nos parecen burdos, toscos, no revelaban lo que las tangas, hilos G, hilos dentales: celulitis, imperfecciones en las redondeces, estrías, ausencia de redondeces (¿remedio para la inevitable celulitis? La dio Guillermo Ochoa: apagar la luz).
La invención de los pantaloncitos, que dieron origen a los bloomers, a las pantaletas que, según la forma y el tamaño se han llamado también bikini, tanga, panties, tarzaneras, calzones, fue todo un acontecimiento, que relata con delicia el libro Piel de ángel, de Lola Gavarrón, Tusquets, 1982 (me consta que lo compró, aunque no sé si lo leyó, Guillermo Samperio), pero que las prendas actuales no han superado; eran preferibles los 8½ de Peter Pan al hilo dental y, sobre todo, debo suponer que más cómodas, aunque no me atrevo a hacer una encuesta por precaución a que me acusen de acoso. ¿Y las minifaldas actuales son más sensuales que las de los años sesenta y setenta? Son más pudorosas, más tímidas, más hipócritas. No puedo creer que las mal llamadas pantimedias sean más eróticas que las medias (medias mallas) y el liguero (Jorge debe recordar un chiste: “de haber sabido que eras virgen te hubiera dedicado más tiempo. De haber sabido que me dedicarías más tiempo me hubiera quitado las pantimedias”). Los pantalones para mujeres que resaltan e inventan redondeces (como en aquel delicioso relato de Cristina Pacheco) luego conducen a la desilusión.
Y en términos menos frívolos, ¿de verdad somos más libres, más auténticos, más eróticos que en otras épocas, como en el esplendor de Grecia, de Roma, sólo por mencionar las más celebradas, pero no únicas etapas históricas en que ha habido mucha libertad, más erotismo? ¿Ha habido mejores épocas que otras? ¿Los escotes en la Francia del siglo XVIII, rememoradas de manera inolvidable por Lyssette Anthony, son menos eróticos que las actuales blusas a medio abotonar pero que dejan ver los incómodos brassieres? Ni siquiera los adelantos científicos o tecnológicos hacen que una era sea mejor que la otra; tal vez sólo los que atañen a la medicina, que aumentaron la esperanza de vida, que hicieron menos asombrosos los casos de edad avanzada, y sobre todo de productividad en edades que antes eran inútiles e improductivas, aunque también hicieron más evidentes las iniquidades y las injusticias sociales. Los automóviles trajeron comodidad, pero también catástrofes ambientales y ecológicas.

¿Tiene algo que ver la moda con los modismos? Me parece que nada; un modismo, en términos lingüísticos, no es un lenguaje cifrado, sólo es una característica de ciertas expresiones usadas en regiones, países o zonas geográficas, cuyo significado no puede deducirse por las palabras que la forman (DRAE). Tampoco tienen que ver con cuestiones etimológicas.
No es el caso del caló, que por lo regular es una deformación de las expresiones comunes; el famoso “mano” es apócope de hermano, o una metáfora que diría que esa persona es tan importante para nosotros como una mano (en Perú, el “mano” es “pata”, según se deduce de la prosa de Vargas Llosa; o sea, parte de uno); igual, “cuate” significa que ese amigo es como si fuera nuestro hermano; la expresión “¡la neta!” sólo simplificaba “la verdad neta”; “chicho”, “chiro” o “chido” no se derivan de nada conocido, aunque García-Robles insinúa que “chiro” pudiera derivar de “chingón”; “grillo” se le llama al político, o aspirante, que hace maniobras para hacerse de poder, para derrotar a un contrincante por medios poco adecuados, o a los condóminos que se ponen de acuerdo para hacer cosas indebidas (legal o moralmente), o a los vecinos que influyen en delegados para obtener más beneficios; ¿por qué se les dice grillos? García-Robles llama así a quienes son hábiles para persuadir, y grilla a la política de bajo nivel. No da una etimología ni la deriva de nada, aunque se dice que es por el ruido sórdido que hacen los politiqueros, pero que no tienen nada que ver con los insectos; su Diccionario no incluye el término que se usaba de principios a mediados del siglo XX, “tenebra”, mucho más enfático y elocuente y que no necesita explicación; grilla sería un modismo, tenebra algo perteneciente al caló, o al habla cotidiana.
Decirle “güey” a alguien no es decirle “cornudo” (este término sí deriva no de una etimología sino de una imagen: es común, entre los grupos relajientos, que cuando se toman una fotografía, alguien le “ponga cuernos” a otro, que por lo regular no lo advierte; así, el cónyuge engañado es como el que le ponen cuernos en una fotografía; nada tiene que ver con la explicación que da García-Robles, que habla de la promiscuidad de los animales que tienen cuernos; esa explicación nada tiene que ver con la del marido engañado; antes al contrario, habla de la mujer a la que el marido engaña, como la explicación de "de chivo los tamales"; ¿y si es ella la que engaña?); por cierto, desde hace tiempo nadie dice “le puso los cuernos”, sino “el cuerno”, expresión que no recogió Jorge.
Y por cierto, “echar relajo” no sólo es hacer desorden, es relajar una situación mediante actos provocativos, que tienen la consigna de relajar o rebajar una autoridad (Jorge Portilla).

Muchas expresiones se le escaparon, igual que a Concepción Company Company, a Guido Gómez de Silva, a Héctor Manjarrez; hubo en los comentarios alguna afirmación, de que los modismos no llegaban a los diccionarios normativos, lo que es comprensible, pero algunos se cuelan a los diccionarios de uso; no es comprensible que no lleguen a los de caló.

Afirmó Jorge en su exposición que los modismos están prohibidos en las escuelas, lo que me parece falso; no conozco maestros que se abstengan de pronunciar coloquialismos ni modismos, aunque escaseen en los libros de texto; es inevitable. Muy probablemente me perdí por tratar de averiguar cuáles premios otorga el Colegio Nacional, según afirmación temeraria de Samperio (lo entiendo: hace algunos años me confesó que un día su cerebro hizo un ruido extraño y mandó a la papelera de reciclaje casi toda la información que había acumulado a lo largo del tiempo; su confesión fue porque había olvidado el nombre de la novia de Superratón) y cuáles son los emolumentos de la Academia Mexicana de la Lengua, de lo que se quejó. Me perdí pero alcancé a oír que los modismos, y desde luego las palabrotas (expresiones dichas con la intención de ofender), están proscritas de los medios masivos de difusión.

Carlos Monsiváis, en un largo ensayo recogido en Escenas de pudor y liviandad ("Mexicanerías: El albur", pp. 301-308; Grijalbo, 1988), acota cuándo llegaron a los medios impresos (periódicos, porque a las revistas literarias y a los suplementos culturales fueron llegando poco a poco; aún recuerdo el pasmo que me provocó leer el famoso fragmento de De perfil publicado por La Cultura en México, en 1965); en la televisión el honor le correspondió a Enrique Álvarez Félix quien pronunció un “cabrón” (no a un cornudo, sino a un abusivo) en 1972. Claro, no cuentan las “pendejuelas” de Isela Vega en entrevista con Zabludovsky, ni el “no, si me chingó rebonito” del Toluco López el 7 de mayo de 1955, cuando Paco Malgesto le preguntó si era cierto que Fili Nava carecía de poder en los puños (en radio, Malgesto también fue víctima de otro deportista, Porfirio Remigio, ciclista con una pierna más corta que venció en una Vuelta de la Juventud, en 1964; cuando Malgesto le preguntó cuáles rivales –italianos, franceses, belgas– eran más peligrosos, respondió lo que ahora es célebre: “Pa’ mí, Paquito, que todos son ojetes”) ni el “ahí viene otra vez ese güey” de Jorge Sony Alarcón, sin saber que tenía abierto el micrófono. Es cierto que hay un reglamento que prohíbe el uso de las malas palabras en esos medios, radio y televisión; también que hace mucho hacen caso omiso de esa reglamentación; aunque no lo dice con todas sus letras, pero Eugenio Derbez tiene una muletilla, ¡ca…! que la termina claramente con “on”; Adal Ramones güeyea a muchos de sus invitados, y las molestísimas interrupciones con bips en el cine de ficheras desde hace meses las quitaron y se escuchan las palabrotas sin ninguna censura; no son los únicos, abundan quienes violan el reglamento de tal manera que el año pasado la Secretaría de Gobernación amenazó con aplicarlo si no se contenían, sin que alguien hiciera caso (hay quien afirma que Manuel Valdés sufrió prisión por haber llamado presidente bombero a Benito Juárez; falso, sólo estuvo suspendido una semana, más otra después, por alterar el nombre de la esposa); el famoso “no me pendejees” de Víctor Trujillo a un destacado perredista no es una excepción, como me dijo García-Robles; durante los Juegos Panamericanos hubo un cronista que se la pasó exclamando palabrotas y a quien debían haberlo sancionado doblemente, no por las palabrotas sino por su ineptitud para narrar deportes y por su ineptitud para pronunciar chingaderas.
Mucho me temo que García-Robles, para completar y ampliar su por otra parte bastante buen diccionario, debe salir a la calle, ir a las cantinas, ver (cuando menos escuchar) televisión, platicar con maestros, leer otros diccionarios. Bastaría con charlar con Salvador González para darse una empapada del buen uso de modismos y coloquialismos.

Por confirmar algún dato, releí partes de libros de un académico: no entiende cuándo se acentúa “cuándo”, acentúa “aún” aun cuando no venga al caso; hace que sus personajes se sienten en las mesas, aunque presumen de que son cultos y elegantes, no patanes, e ignora lo más elemental de la gramática, osease el sujeto, verbo y complemento, cuyo orden rompe, pero por incompetencia e ignorancia, no por experimentación. No es el único: veo un título: “Calumnias infundadas”. ¿Habrá calumnias que no sean infundadas? Como dice el mexicano más sabio: me gusta difamar, pero soy incapaz de calumniar.

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