domingo, 14 de febrero de 2010

Por qué escribir de beisbol

Comencé a ver beisbol apenas en la secundaria; aunque era el deporte que le gustaba a mi padre y a mis tíos, mi pasión por él empezó por culpa de los hermanos Valdés Olmedo.
Me cuentan que una ocasión, el equipo donde jugaba mi padre se enfrentó a una novena semiprofesional y lanzaba un nudillero; la única carrera que le hicieron fue por triple de mi padre y sencillo de otro bateador; en otro juego, mi tío Raúl “quién sabe cómo me enredé y me volé la barda; el siguiente bateador era Polo –mi otro tío– y también se la voló”.
No heredé esas habilidades; mi batazo más poderoso fue un sencillo, tan largo que vació las bases, pero por poco me sacan en primera; fue en el 18 de Marzo, que no tiene barda, y se fue más lejos del parque, hasta donde estaba el tiro al blanco con flechas; "debió ser triple", me dijo Víctor Tovar; apenas contesté, jadeando, que se diera de santos que alcancé a llegar; nunca corrí, no tenía velocidad y por lo mismo mi brazo era exacto, pero flojo; nunca pude jugar tercera y en el short apenas le llegaba a primera, por lo que cada batazo que fildeaba lo hacía emocionante; cuando pitcheaba dominaba a todos los bateadores, pero no sólo ellos, también mis compañeros se quejaban de lo lento de mis lanzamientos (lo recordé con envidia cuando vi a Mark Fidrych dominar a toda la Liga Americana con bolas de 45 millas por hora, y a Randy Jones con rápidas de 40 millas, y a quien incluso Pete Rose pedía que volviera a calentar el brazo); aunque hacía buen contacto, de diestro sólo dos veces me volé la barda; de zurdo en cambio pegaba buenos batazos, pero tenían que llegar a la barda para que pudiera embasarme; también fui catcher muchas veces, con buen manejo de las pitcheadas, conduciendo con serenidad a pitchers con buena velocidad, pero no me salían los tiros a segunda. Tuve buenas jornadas, pero en una ocasión, luego de perder por una carrera contra un equipo semiprofesional, y ser felicitados por ellos, nos atrevimos a jugar contra unas abusivas de softbol que nos anotaron 14 carreras en dos entradas; me dieron base por bolas, pero no pasé de primera, y en la segunda me robaron tres bases.
Fui coach y mánager, además de asesor de reglas y anotador, cuatro años en los que Diego era integrante de equipos en la Liga Maya o en la Lindavista; en la primera gané un juego haciendo que se aplicaran las reglas, con lo que armé un escándalo; me acusaron de ser estricto y no tener un criterio flexible (lo mismo de lo que acusaban a los agentes de tránsito que insistían en poner infracciones a los conductores que infringían en reglamento de tránsito: “por favor, tenga criterio, yo tengo auto y el señor era peatón”); en la Lindavista con pura estrategia vencí al mánager más experimentado, quien me reconoció méritos; por desgracia era pretemporada y no contó en los récords, pero sí en los anales de la Liga.

A cambio de mi carencia de facultades extraordinarias, desde que Cuauhtémoc Valdés Olmedo me convenció de que “usted ha nacido para short stop” (antes de que llegaran Ripken, Jetter y otros anormales, los short stops eran chaparros a mucha honra, bateaban entre .280 y .300, no buscaban las bardas, y eran el alma del equipo; ahora por gigantes no pueden cubrir mucho terreno y tienen problemas con las rolitas, pero pegan muchos jonrones; se olvidan del dicho de Babe Ruth: “I could have hit .600, but I’m paid to hit homers”, y de que Ty Cobb opinaba que los jonrones no tienen la misma valía del sencillo), aprendí a observar el juego como profesional; desde los primeros juegos que vi en el Parque del Seguro Social pude robarme las señales, intuía las órdenes de bateo, y anticipaba qué lanzamiento venía a continuación. Sabía en qué momento iba a salir un corredor en robo, y junto con el pitcher, cómo neutralizar los toques (de bola).
Como en la literatura, admiré, y sigo admirando, a los outsiders; eso no restó mi admiración por Stan Musial, Mickey Mantle, Ernie Banks, Hank Aaron (aunque mi admiración por él es retrospectiva; admiraba más a Eddie Mathews), Willie Mays, pero más a Johnny Callison, Albie Pearson, Billy Williams, Bobby Richardson, Rubén Amaro, Jim Landis; sobre todo a este último; la lista de los jugadores a los que he admirado desde 1962 es interminable, más numerosa que la de los incluidos en el Salón de la Fama (es más, allí hay gente que no lo mereció, como Reggie Jackson, cuyo mayor mérito fueron los jonrones en Serie Mundial, pero del que decían que era el jugador más valioso, porque cuando no ayudaba a su equipo ayudaba al contrincante; o Rick Henderson, el más petulante pelotero que haya visto), y nombrarlos llenaría páginas enteras sin siquiera resaltar sus cualidades, y aun así cometería injusticias y omisiones; pero a Landis lo recuerdo con más admiración que a nadie, porque no necesitó batear para ser héroe en cada juego. Casey Stangel, cuando dirigía a los Yanquis decía que Landis, de Medias Blancas, convertía los triples en dobles y los dobles en sencillos; en el libro de las grandes novenas, al hablar de los Gigantes de San Francisco, se dice que en la alineación ideal se puede poner a Orlando Cepeda en primera y a Willie McCovey en el izquierdo, o al revés, de cualquier manera Willie Mays haría las atrapadas; eso es cierto en el caso de Landis, quien llegó a fildear elevados en las líneas de foul, aunque era center (comprendo a sus compañeros Orestes Miñoso y el Jungla Rivera: jugando right, la menos compometida de las posiciones en el beis llanero, atrapé un elevado poderoso en la mera raya, y mi center me regañó: "grita que ya la tienes para que no te estorbe"); en las épocas en que reinaba el pitcheo, Landis nunca pegó muchos jonrones, pero producía más de 60 carreras por temporada.

Ante la imposibilidad de leer buenos reportajes de beisbol en México, cuando las columnas eran publicidad no muy disimulada, busqué mejores revistas; así me hice de una buena hemeroteca y de una regular biblioteca de libros de beisbol; soy capaz de pasarme una semana leyendo enciclopedias, manuales, compendios, y ya sea con puras estadísticas o box scores, reproducir una o varias temporadas, o la carrera de algún jugador; en muchos lados me dicen que soy enciclopedia ambulante del deporte, y gracias a eso abuso de los ignorantes, aunque sean jefes de secciones; “¿sabes –le digo a uno de ellos– que Jorge Orta nunca bateó para doble play cuando bateaba sin hombres en base?” “Hay que escribir una nota sobre eso”, me respondió uno de ellos.

Hace muchos años Bernardo Giner de los Ríos, en uno de los muchos proyectos que deseó, me conminó a que escribiera un libro para explicar, sobre todo a adolescentes, cómo podía verse beisbol; no llegué a la tercera entrada, y Bernardo no me insistió; me quedé con las ganas; por eso acepté la sugerencia de Salvador González Vilchis de escribir un libro sobre beisbol, y él aceptó e hizo que aceptaran mi sugerencia de hacer una historia diferente: el beisbol en la historia de México.
Lo primero es lo primero; cuando jugaba, no importaba si al día siguiente tendríamos alguna prueba, o que pasara algo en la vida íntima o en la familiar, no dejábamos de ir al Parque del Seguro ni siquiera el día en que, en pleno descanso entre clases comenzó un sismo si no intenso, lo suficientemente fuerte como para que algunas compañeras se hincaran y rezaran a gritos una Magnífica; las Ligas Mayores no suspendieron la campaña de 1964 aunque en noviembre de 1963 hubiera sucedido el asesinato de John Kennedy, ni se suspendió en 1968 con el asesinato de Bob Kennedy; las manifestaciones de 1968 no recortaron las campañas ni en Estados Unidos ni en México, y en cambio los peloteros sucumbieron a las modas; en esos años y bien entrados los setenta abundaban los beisbolistas con melenas, peinado afro (como Dylan, Hendrix y Clapton), patillas, y a veces barba, tanto en Las Mayores como en la Mexicana; Pepe Peña y Horacio Piña fueron de los lanzadores que en ambas ligas mostraron una cabellera tan abundante como la de los roqueros, profesionales o aficionados. No hubo cambios significativos cuando el mundo se estremeció con la aparición de Elvis Presley, y en cambio algunos beisbolistas hasta llegaron a incursionar, como aficionados, en el mundo de la música; tampoco con los Beatles se interrumpió ninguna temporada, y en cambio se usaron estadios de beisbol para algunos de sus conciertos más tumultuosos; si los movimientos estudiantiles en Estados Unidos cobraron violencia gubernamental, en México fue mucho peor; sin embargo, pese a la sensación de peligro, represión y persecución, no dejó de verse la Serie Mundial, una de las mejores de todos los tiempos, con los duelos entre Denny McLaine (el último en ganar 30 juegos en una campaña, precisamente ese año) y Bob Gibson, quien terminó la temporada con 1.16 en carreras limpias, y ponchó a 17 bateadores en uno de esos juegos, exactamente el 2 de octubre. Si en la política el 68 se recuerda como un año de rebeliones que contribuyeron a los cambios (por ejemplo, en Perú y en México), parece inocuo que en el beisbol se le recuerde como el año del pitcheo; sin embargo, la abundancia de lanzadores con récords extraordinarios (siete con menos de dos carreras limpias por cada nueve entradas; 53 con menos de tres) condujo a cambios en reglas, la altura de la lomita, en bola más viva, en criterio para marcar strikes, y eso provocó, a la larga, el consumo de drogas y estimulantes, a la comercialización de casi todos los deportes.
No fue el beisbol el único en sufrir cambios; casi todos los han vivido, muchos para bien, otros definitivamente para mal.

Fue bajo esas premisas que acepté escribir un libro sobre beisbol, y me condujo a México y el beisbol, donde el beisbol es sólo un pretexto para hablar de materias y asuntos que me interesan, que vivo y sufro, pero en el que no soy un experto, al menos oficialmente. Sólo que en el momento en que me puse a trazar la estructura, a definir los tiempos y necesidades, me di cuenta que no podía escribirlo solo. Fue así como le pedí auxilio a una de las personas que saben, disfrutan y padecen el beisbol tanto como yo, Diego Mejía Eguiluz; las consecuencias, favorables y estresantes al mismo tiempo, serán el motivo de la siguiente entrega.

1 comentario:

GENOVEVA CABALLERO dijo...

¡Qué sabroso!, aparte de ser una lección del uso del punto y coma, revela mucho del béisbol en lo que la mayoría somos punto menos que analfabetas y los nombres y cifras suenan a lenguaje críptico sólo para iniciados... pero, a pesar de mi ignorancia en temas beisbolísticos --entre otros-- me gustó y lo leí, con gusto y cariño. Un saludo al niño Diego que ya debe ser un hombre...