domingo, 8 de marzo de 2009

Qué solos nos dejan los muertos

Casi todos los escritores que comenzaron a escribir en los años cincuenta muestran un respeto casi fervoroso por la literatura anglosajona, que se fue extendiendo a los autores estadounidenses que se hicieron famosos entre los años sesenta y setenta; muchos no sólo respetaban a esos autores, también se dejaron influir por ellos.
En mucho se debía a que llegaban a las librerías Zaplana, De Cristal, libros de la Editorial Sudamericana, que permitieron leer en esos años las novelas de E.M. Forster, Evelyn Waugh, Graham Greene, D.H. Lawrence, John Dos Passos, William Faulkner, Thorton Wilder, Virginia Wolf, e incluso los primeros, excelentes, libros del aún no popular Norman Mailer.
Todavía entre 1968 y 1970 se encontraban en las librerías Del Prado, Del Sótano, Hamburgo, las Zaplana que quedaban, muchos de esos libros, e incluían a Robbe-Grillet, Thomas Mann, Camus, y desde luego Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Y entre los títulos que uno vio y no aprovechó entonces se encontraba Una muerte en la familia, de James Agee; como muchos, lo dejamos pasar; reaparece en Alianza Tres, y al leerlo sabemos, irremediablemente, lo que nos perdimos entonces.

Alianza Editorial, desde un principio, asumió el legado de Sudamericana, Sur, Zig-Zag, y otras editoriales argentinas y chilenas que a poco fueron afectadas por las crisis económica y política de América del Sur, y aunque no dejaron de llegar sus libros, fue a cuentagotas; Alianza retomó muchos de los títulos, y lo mejor, aprovechó sus traducciones, si no insuperables cuando menos excelentes, y así, amparados por las portadas y el diseño del célebre Daniel Gil, leímos en sus casi pulcras pero siempre elegantes páginas de Alianza lo que los de una y dos generaciones anteriores habían leído en Sudamericana.
Alianza ha cambiado de manos, y pertenece a otros grupos que no siempre siguen al pie las enseñanzas de sus mayores; las portadas han perdido su originalidad pero no su belleza; sus páginas no son tan elegantes como las de los años sesenta y setenta, pero mantienen decoro y sobriedad; sus traducciones no son impecables, pero tienen un nivel mucho más alto que el de muchas de sus competidoras españolas, y al parecer han regresado a la costumbre de retomar los viejos libros de Sudamericana; así, en la Feria del Libro (porque si algo perdieron fue la visión comercial pero selecta de don Daniel Tapia y de Alberto Díaz, y ya no están en todas las librerías y traen pocos títulos) encontramos Una muerte en la familia, y uno se apresuró a enmendar, si se puede, los vacíos provocados por la ignorancia y los prejuicios.
Ya no es la misma traducción de Sudamericana, porque la de Alianza está atribuida a Carmen Criado Fernández, fechada en 2007; pero es sobria, contenida, adecuada, sin los localismos de otros traductores, con apenas fallas (alternativas, desapercibido), escasas en un libro de más de 450 páginas, aunque de tipo de 14 en 16 puntos y de lectura muy cómoda; puede ser por cuestiones de derecho de autor, pero hay traducciones que deben conservarse, aunque no todos resisten la tentación de pensar que todo pasado es perfectible, y se han dado a la tarea, infructuosa, de intentar superar a Pedro Salinas y a Mario Verdaguer. Algunos callejones y malas palabras involuntarias manchan un tanto el libro, aunque no son muchas ni notorias.

Una muerte en la familia es uno de los experimentos más arriesgados que uno pueda encontrar, aunque al contrario de otros libros de la primera mitad del siglo XX, es bastante legible, tanto que uno no advierte hasta dónde se adentró Agee.
La trama es muy sencilla, hasta simple: un hombre recibe una alarmista llamada telefónica de un hermano, en que le avisa de una enfermedad del padre, por lo que, a mitad de la noche, emprende un viaje no demasiado largo, pero a otro poblado, para verificar que la urgencia no sea tal; la esposa y los hijos, de seis y cuatro años, esperan que llegue al día siguiente; otra llamada le avisa a la mujer que el marido sufrió un accidente; a partir de ahí la trama se divide en la espera de la confirmación de la noticia, la comprobación del fallecimiento, y los preparativos para el sepelio; sin forzar el estilo, el narrador nos permite enterarnos de los pensamientos de la esposa, del hijo, sobre el que recae la mayor densidad de la narrativa, y la hija pequeña, que no alcanza a entender los hechos; unos breves apuntes nos dejan asomarnos a los pensamientos de otros personajes, pero siempre en relación con los tres principales, y sobre todo Rufus, que es un alter ego del autor, quien se llama como él, vivió en la misma ciudad, y le sucedió la muerte del padre a la misma edad que el personaje.
Una sumersión en el lenguaje hace que no se note el extraordinario trabajo de penetración en la mente de los protagonistas, quienes van de la incertidumbre a la desolación, viven contradicciones, caen en la depresión pero intentan salir de ella porque saben que la opción es la locura, la desesperación, así sea momentánea; con todo lo que viven, a ratos ríen, salen a relucir los recuerdos, se esfuerzan por parecer afligidos cuando en realidad sufren por no saber qué van a ser sin el padre, quien ha sido el sostén de la familia en todos los sentidos.
Agee no sólo disecciona la conducta y el pensamiento de los familiares cercanos al fallecido, también estudia lo que sucede con su grupo socioeconómico, su relación con otros sectores de la población, la reacción de los conocidos y de los padres de los compañeros de escuela; aunque la anécdota se sitúa en 1915, todo sigue siendo tan actual que lo único que nos hace ver que es otra época (ya casi cien años) es el modelo de los automóviles y que el teléfono que transmite las tragedias no es celular ni digital.
La novela navega entre la observación minuciosa del pensamiento de los personajes, hasta la narración detallada de los conflictos que no estallan porque en el medio socioeconómico donde se mueven ya no hay buscapleitos, las diferencias —excepto las religiosas— ni siquiera surgen, porque en cuanto asoma un principio de conflicto, mejor se ponen de acuerdo en posponer el tema; sin embargo, las contradicciones de la mente aparecen a cada rato, y se sugieren problemas inconfesados, críticas feroces que mejor ni se comentan, pero que alejan a la gente de sus semejantes, con conflictos que producen rencores y que brotan de manera inesperada.
Así como los lectores de los años sesenta se asombraban de lo detallado de las novelas de Robbe-Grillet, los de los años cincuenta deben haber sufrido con lo elaborado de esta novela, que elude el melodrama pero no evita la reflexión de la muerte; los críticos emparentaron a Agee con Joyce; como él, recurre a varios estilos, explora la mente de los personajes, saca un humor ácido de donde menos se espera, y está lleno de monólogos —o mejor, diálogos— interiores.
Pero donde encontramos una mejor guía es en dos de las cintas en las que Agee participó como guionista: La reina africana —no La reina de África, como se dice en la solapa, porque no es un personaje, es un nombre— de John Huston, con Humphrey Bogart y Katherine Hepburn, donde la risa nos impide caer en una tensión insoportable, y La noche del cazador, la única cinta de Charles Laughton, en donde nos sorprendemos riéndonos en medio del terror más angustiante.

Aunque no es un libro de tanatología, sí hay en Una muerte en la familia muchas reflexiones acerca, si no del tema, sí del hecho: la angustia al entender que nunca más se verá a una persona; el consuelo de saber que el amor o el afecto por alguien se limpia de rencores y permanecerá inalterado; el remordimiento por palabras no dichas o acciones no efectuadas; el empecinamiento por darle significado a hechos intrascendentes; el azoro cuando los vivos sienten alivio por no ser ellos los fallecidos, y la necesidad de sentirse víctimas cuando menos momentáneas, y se busca la compasión de los otros, aunque esos otros sean enemigos; el engaño de pensar en la vida eterna y la rotunda negativa a este deseo que todo mundo ha sentido; lo absurdo de pensar en cosas insignificantes cuando hay que enfrentarse a la muerte, y cómo en esos momentos es cuando aparece “el olvidado asombro de estar vivos”; y algo tan rotundo: la imposibilidad de la felicidad.
Una muerte en la familia no es un libro conmovedor, pero le trae a los lectores que hayan padecido una muerte en la familia (o con las amistades elegidas) recuerdos, reflexiones y remordimientos.
(Un último reproche a Alianza: que hayan dejado en suspenso durante tanto tiempo la continuación de Los Rougon Macquart, luego de haber publicado los primeros cinco, y otros dos fuera de la colección; ers muy difícil encontrar la excelente traduccion que hizo don Aurelio Garzón del Camino en México para la Compañía General de Ediciones; Alianza la comenzí en 1981 y desde entonces seguims esperando los restantes 15, ahora 13, pero esos dos no siguien el orden original.)

1 comentario:

Marcosbreo dijo...

me sumo a lo comentado sobre la saga Rougón. me vuelvo loco para encontrarlos todos y ya tengo los de Alianza...