lunes, 21 de julio de 2008

Murciélago Velázquez, luchador y literato

(Entre finales de 1970 y principios de 1972 trabajé en Equipo Creativo, SA, oficina dirigida por Gustavo Sainz, donde conviví con Alfonso Rodríguez Tovar, Arturo Jiménez, Nemorio Mendoza, Cuauhtémoc Zúñiga y algunos otros; maquilábamos, remendábamos y hacíamos dos revistas, Eclipse y Audacia; para la segunda, mi favorita, hice varios reportajes y entrevistas; la primera fue con Jesús Velázquez, El Murciélago; luchador, literato, guionista lo mismo de las cintas más verosímiles de lucha libre que de algunas apreciadas por cinéfilos y críticos; más que nada, una personalidad arrolladora, un hombre impresionante y uno de los mejores conversadores que he conocido; el contacto fue gracias a su hija Minerva, amiga de mi hermana Ana; vivía por Nativitas, en un barrio conocido como la guarida de Los Nazis, uno de los grupos de pandilleros más temibles en los años cincuenta, aunque persistía la fama por entonces; en la entrevista, aparecida en el número 3 de Audacia, de febrero de 1972, hice desaparecer al interlocutor y dejé hablar solo al Murciélago; Sainz, en su novela A troche y moche –que promoví y luego edité para Alfaguara—, utiliza un par de fragmentos; cuando se lo hice notar dijo que pensaba que había sido una entrevista de Alfonso Loya; aún me enorgullece, y por ello la reproduzco ahora, en dos partes, con mínimas correcciones de puntuación.)


Para mí, el mejor deporte, no porque yo lo haya ejercido o porque lo conozca, es la lucha. Antes que existiera el box, el judo, el karate, el sumo, la lucha ya existía. No precisamente la lucha libre que hoy conocemos y podemos juzgar. No sabemos de qué tipo era, pero está citada en el Antiguo Testamento. Refiere éste que regresaba Jacob de casa de su tío Labab y se dirigía a dormir en unas ruinas; entonces vio entrar a un hombre al que creyó ladrón, y lo atacó; lucharon largo rato, hasta que el desconocido, tocándole la rodilla con los dedos, lo inmovilizó. Jacob levantó la vista y pudo ver que estuvo luchando con un ángel del Señor, luminoso y alado, quien le dijo: “Jacob, en verdad tú eres Israel”. Esa palabra quiere decir el que pelea por Dios, el esforzado, el fuerte. Desde entonces Jacob se llamó Israel; y el pueblo y la república se llaman Israel. Entonces, ya con vanidad, si usted quiere cómica, yo digo que mi deporte es tan bonito, tan viejo, tan legendario, que me parece de origen divino. Bueno, qué caray, mi deporte es el mejor.
A mí me dio por luchar porque era muy débil y me impresionaban los hombres fuertes. Entonces me volví fuerte y comencé a luchar. Me preparé por tres años estudiando olímpica, judo, karate, sumo. Mi intención fue conquistar, dominar mejor dicho, el grupo de la división a la que pertenecía. Lo logré e invadí los pesos completos a pesar de que yo era welter, y dominé a todos también. Más tarde fui campeón de peso medio de la República durante cinco años y ocho meses. Luchando, viajé por muchos países y desde luego por todo el mío. Tenía triunfos y derrotas, como es natural; y como debe ser, además. Luego que invadí la división de peso medio, ya no seguí ascendiendo porque en ese peso me movía rápida y confortablemente. Luchaba muy seguido, cada tres días. Y así se sigue luchando, muy seguido; la razón es muy sencilla: en el box el individuo se acaba rápidamente porque requiere otro tipo de entrenamiento, agotador. El deportista debe cansarse, pero agotarse, nunca. El luchador está excedido siempre en grasa y peso porque quema demasiada grasa. En una lucha que dura treinta minutos, un luchador baja dos kilos y medio, cosa increíble aun para los médicos; y además los recupera uno en una noche; entonces por eso lucha uno muy seguido. Tiene uno reservas que no tiene un boxeador, ni los beisbolistas ni nadie. La gente piensa que con las llaves que nos aplicamos, con los golpes que se dan en una lucha, es muy difícil que se levante el luchador para seguir inmediatamente en la pelea; ésa es lógica de profanos. Una persona que recibe diez golpes, como nosotros, es porque tiene quince o veinte años de preparación. A un novato, a cualquiera de la calle, le da usted tres golpes bien dados y nada más ya no se levanta, lo deja noqueado. Es cuestión de resistencia física. Y eso es una cosa que no tienen los boxeadores; ellos reciben golpes, los asimilan; aquél tira golpes de impacto, de desplazamiento. La verdad es que son tan débiles, tan frágiles, que en el cerebro, donde existen los cuerpos estriados, en cada golpe hay una separación. Acaban por ser tantas veces separados esos cuerpos estriados, que llega un momento en que ya no se unen por completo y viene lo que se llama en boxeo estado grogui: la voz tartamudea, no pueden pronunciar y no pueden pensar con corrección; y realmente quedan en estado lamentable.
Y mire que nosotros nos damos golpes fuertes. Yo tengo como recuerdo de veinticuatro años que viví luchando, diecisiete fracturas. Y algunos golpes son muy malos. Creo que el más malo que di un día, luchando con Merced Gómez, el hijo del gran torero Merced Gómez. Fue en mi tercera lucha profesional, en la vieja arena México. Me dio un golpe que me hundió tres costillas: sentí coraje, le di un golpe en la barbilla, cayó con la rodilla doblada, agarré distancia, le di una patada en el ojo izquierdo, ¡y lo maté! Imagínese si habrá sido mi golpe más fuerte: matar a un hombre de un golpe. Alguna vez tuve que dejar de pelear por estar enyesado, porque me hundieron el esternón, se despegaron dos costillas del sitio de la ruptura, me fracturaron la mandíbula, ¡qué sé yo! En tantos años ni se acuerda uno.
Yo tenía unas llaves favoritas: el Tirabuzón, la Suástica, la Noria. La Suástica, por ejemplo, que les gustaba mucho a los periodistas, consiste en enganchar una pierna con la pierna de uno, aventar un brazo abajo del brazo del contrario y agarrar la cabeza; ya teniéndolo completamente amarrado, agarrar la otra pierna y una vez abierto, formando la suástica, girar en derredor para quitarle la última posibilidad de escape… Se rendía el contrario. La famosa Noria era tirar al rival en absoluto acabamiento en la lona, y enganchar los brazos, uno con las piernas y el otro con los brazos y girar, también en torno, y él quedaba como eje sufriendo el castigo sobre la columna vertebral; en este caso era peligroso porque cargando el cuerpo sobre la cabeza hay tensión sobre la columna vertebral, sobre todo en el atlas y en el axis, y si hay desprendimiento, causan la muerte instantánea; y aunque los luchadores no saben de cosas así lo presienten, y lo sienten, sobre todo.
Comencé a luchar enmascarado, en forma profesional, con el nombre de El Murciélago Enmascarado; luchando contra diferentes enemigos, durante cinco años y meses, hasta que en una lucha muy especial porque era exponiendo la máscara ante toda la división welter, derroté a toda esa división y me pusieron con el primer representante de la siguiente división, que era de los medios, y me tocó Octavio Gaona, quien era campeón de esa categoría; me derrotó y me quité la máscara sobre la vieja Arena México. Yo le quité la máscara a algunos. ¡Luché con tanta gente en tantos años! Recuerdo bien que mi primera pelea fue contra Jack O’Brian, un italiano-mexicano, pero que le gustaba usar ese nombre; la segunda pelea fue contra Dientes Hernández y la tercera contra Merced Gómez, a quien maté.
Cuando estaba luchando comencé a escribir para el cine. Mejor dicho, la preparación de pensar e inventar la mentira comercializada, como está ahora, fue desde chiquillo, desde que tenía siete años, porque era mentiroso; para ganar dulces, contaba mentiras: me daban dulces para que entretuviera a los niños; y yo, claro, contaba cuentos sentado frente a una vecindad de Peralvillo; así comenzó la cosa, y seguí escribiendo, escribiendo en libretitas, en no sé qué. Faltando como siete, o tal vez diez años para dejar la lucha, comencé a escribir novelas cortas, cuentos cortos en revistas y periódicos. Un día me llamaron de una compañía cinematográfica y me compraron dos de mis cuentos; a mí una revista como Sucesos me pagaba doscientos pesos por un cuento, y Angélica Ortiz me dijo que cuánto quería por ésos, y le dije: pues señora, no sé. Dijo, mire, la compañía no está muy boyante, le damos doce mil pesos por cada uno cuento de éstos. ¡Claro que acepté! Ya que se filmaron me preguntaron si quería ser exclusivo de la compañía y dije que sí, que cuánto me pagaban. Le daremos cien mil pesos al año, pero todo lo que escriba es para nosotros. Dije que sí, ¡claro que sí! Duré allí cinco años. Luego comprendí que me convenía ir más lejos porque había ganado premios mundiales; mejor andar libre, y ahora trabajo para diversas compañías. Varias de mis películas han ganado premios. Tlayucan tiene premios importantes: de Hollywood, de San Sebastián, y un candelabro de Israel.
Pero yo no fui a la escuela. Pedro Ferriz me dice: ¿Hasta que años estudiaste en la Universidad? ¿En cuál universidad estuviste? En ninguna, yo no fui a la escuela. ¡Cómo, no seas payaso! No, yo no fui a la escuela. Yo me vine de Guanajuato, mi tierra natal, a la edad de siete años, caminando de sol a sol durante catorce días, hasta llegar a la colonia Peralvillo. Me vine con mi familia, por hambre, por pobreza absoluta; pero en el camino mi madre me enseñó a leer en un silabario de San Miguel; y yo quería saber más, pero no había dinero, y la escuelita, humilde, particular, cobraba veinte centavos a la semana. ¿Quién tiene veinte centavos a la semana? Entonces yo barría un corral de una señora gorda que no podía hacerlo, y ella me regaló cinco conejos blancos. Fui con la señorita que me enseñaba, sentada en tabiques y banquitos mientras hacía tortillas y le dije: “Señorita, yo quiero saber leer; si usted me ayuda le pago con un conejo cada semana”. Me dio un beso y me dijo que sí, pero en la última el conejo se me escapó y no lo pude alcanzar; ya no pude ir a la escuela. Había una zanja en Juventino Rosas, en Peralvillo; una zanja llena de inmundicias y allí me senté a llorar; y mi hermana Juana, que ya murió y que era tres años mayor que yo, me preguntó por qué lloraba y le dije que porque no tenía dinero para estudiar y yo quería saber mucho. Me dijo: no hay dinero, mi papá está enfermo, mi hermano también, los dos hombres grandes de la casa. Pero hacemos una cosa, Jesús, vamos a robarnos libros. ¡Tienes razón! Yo tenía un centavo; fuimos a un estanquillo donde un viejecito muy pesado y de lentes estaba despachando. Deme un centavo de sal; se volvió lentamente hacia los anaqueles y yo cogí el libro y pude leer: “Historia de Roma”. ¡Qué maravilla debe ser esto! Agarré el libro, y a correr, descalzos, porque ya no teníamos zapatos. Nos persiguieron a ladrillazos; yo llegué bañado en sangre, me abrieron la cabeza; iba rezando ¡Dios mío, que no me agarren! Y no me agarraron. Llegamos a la azotea de la casa, nos tiramos de bruces, y a leer: “Bajo Augusto, nació Cristo; las legiones romanas hacían esto y lo otro y lo de más allá”. Todo lo del esplendor romano, una explicación tremenda que memorizaba, porque soy memorista. Le dije a mi hermana: ¿ves qué bonito, Juana?; la semana que entra nos robamos otro libro. Nos robábamos uno cada semana, y así aprendí. Yo nunca fui a la escuela, señor mío. Pedro Ferriz, Alemán, Agustín, sacerdotes, abogados, gente que viene a mi casa, me dice “maestro”. Cuando se van yo me quedo cabizbajo: “maestro”, ¿de qué? Pero debe haber una pausa en el tiempo y en la noche, en la que el fantasma de un niño ha de andar corriendo, ensangrentado, por Peralvillo, robando libros.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, se que el Murciélago Velázquez escribió y muy bien, me interesa leer su obra, ¿hay manera de consultarla? Muchas gracias.

Anónimo dijo...

Por cierto, mi correo es agoga969@hotmail.com Muchas gracias nuevamente.

Anónimo dijo...

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