viernes, 2 de febrero de 2007

Manjares que desaparecen

Baúl de Recuerdos

Manjares que desaparecen

Eduardo Mejía

Los domingos la gente se despertaba por los gritos en la calle; ya no eran los pregones que anunciaban flores y plantas (las casas en los años veinte y treinta, incluso las vecindades, tenían corredores para poner plantas que nutrieran de oxígeno) o animales (había espacio para criarlos, o cocineras que no se tentaban el alma para matarlos retorciéndoles el pescuezo y luego cocinarlos y comerlos sin remordimiento), o yerbas.
Para los años cincuenta y se sesenta aquellas ofertas a gritos parecían poéticas, y las que nos despertaban, prosaicas, vulgares y poco elegantes; en vez de “chichicuilotitos viiiivos” o “mercarán sus flores”, el pregón era “tamales, calientitos los tamales” (por la mala dicción generalizada, perpetuada ahora por los locutores de televisión, parecía que decían “tamalés”).
No importaba el mal uso del idioma, que faltaran verbos, ni que sólo anunciaran el productor ni la variedad de ellos; la sirviente o el hijo mayor, o los padres hacendositos tomaban un platón y bajaban antes de que se alejara el vendedor, que transportaba sus productos en un triciclo con tarima., en la que ponía el bote que conservaba calientitos los tamalés.
Así, durante mucho tiempo se conservó parte de la tradición culinaria de desayunar caliente y antojitos mexicanos, en vez de entregarse a la contaminación alimentaria yanqui, o sea los hot cakes. Los tamaleros ambulantes sólo ofrecían las variantes clásicas: rojos, verdes y de dulce.
Así, comenzaba a desaparecer una de las más interesantes modalidades de los tamales, los de manteca, y se fue quedando sin sentido el refrán “de chile, de dulce y de manteca”, que quería decir que había de todo, como antes en las boticas.
Se podía ir a los mercados, en donde en un comal ancho y hundido en medio, se freían unos tamales rellenos de frijoles, o de frijoles enchilados, y que llevaban un tanto crudos. Esos tamales “encuerados” provocaban un colesterol que uno desconocía fuera tan peligroso.
En las noches, afuera de las panaderías, se colocaban los mismos vendedores, en una especie de chantaje culinario.
Pero las tiendas que se dedicaban a la venta de estos productos ofrecían una mayor variedad que la de los tricicleteros: de elote, de queso, de piña, yucatecos (éstos, en hoja de plátano, y por lo tanto más caros). No en todos los sitios había veracruzanos o chiapanecos, y los yucatecos eran mucho menos picosos que los hechos en casa, que provocaban ardor en los oídos. Los oaxaqueños, en cambio, son como los helados de vainilla: simples, monótonos, incombinables, pero autosuficientes.
Los tamales parecían eternos; incluso hubo un caso de nota roja que provocó una caída en las acciones de tal alimento, cuando una mujer hizo su relleno de carne humana (poco después, otra aprovechó la receta para variar el sabor de un pozole que, antes de conocerse su contenido, fue muy popular por su rumbo).
Se sabía que había lugares donde los hacían más sabrosos que en otros lados: los chiapanecos de la calle de Durango, los yucatecos de la Narvarte, los oaxaqueños de la Roma, los de mole, a una cuadra del parque México, los de elote de Peralvillo, los veracruzanos del Centro, afuera de la cantina de Revillagigedo, los de frijoles de Tacaba.
Algunos restaurantes los ofrecían como platillo fuerte, y no faltaban en los desayunos y meriendas: los de la calle de Tacaba, los de La Rica Leche, los de El Vaso de Leche. En las terminales de los camiones siempre había una mujer que ofrecía tortas de tamal acompañadas de champurrado.
Aunque subsisten los tricicleteros, ha disminuido su número, han cerrado muchos locales, o se limitan a los más elementales verdes, de dulce o de rajas (ya no hay rojos); en los restaurantes han perdido clientela y uno se arriesga a comerlos desabridos, pasados, sin relleno, o con mole artificial excesivamente achocolatado.
Y como siempre, de no ser por las clases populares, estos manjares que significaban la perpetuación de la comida mexica, habrían desaparecido por completo, o su venta estaría tan limitada como su pariente lejano, las cofundas (hay que ir a Morelia para comerlas, porque aquí no hay, ni los turistas traen).

(Tomado de Baúl de recuerdos. Sabores, aromas, miradas, sonidos y texturas de la ciudad de México, Eduardo Mejía, Editorial Oceano, 2001, pp. 21-22.)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

un libro de epoca, divertido, exquisito, me encanta lo leo una vez y otra , pasa el tiempo y otra vez, lindisimo, lo quisiera para mi kindle pero no lo he encontrado, no sea que se me acabe de tanto hojearlo el de verdad, saludos...

Lalo dijo...

Aún hay ejemplares en la Librería Madero, Madero y Gante, en el hoy llamado Centro Histórico. Gracias
Eduardo Mejía