jueves, 9 de abril de 2020

El gesto más femenino


Desde el libro de Álvaro Custodio, hasta los más recientes títulos de Jorge Ayala Blanco, he sido lector de los críticos del cine mexicano; desde el entusiasmo acrítico de Carlos Monsiváis hasta los amargados que rechazaban todo excepto Buñuel. Y creo que he visto tanto cine como ellos, por gusto más que por obligación; y así como cito al azar frases de novelas y poemas o canciones cuando alguien me confiesa algún episodio turbio o inconfesable de su vida, también digo, casi inconscientemente, frases de alguna película; carezco de expresión corporal, entonces no imito el gesto festivo de Andrés Soler cuando pellizca la nalga de alguna extra, ni me hago el disimulado como cuando Pedro Infante pasa atrás de una fila de asistentes a una fiesta y respingan todas las mujeres (¡en una cinta de Fernando de Fuentes, él, que trata a sus personajes femeninos con tanta delicadeza!), ni menos puedo quebrar la cintura como Juan Orraca al exclamar “qué mortificación” en Me ha gustado un hombre, o como Arturo Martínez cuando exclama “de limón la never” en Quiéreme porque me muero, ni sé llorar en silencio como Sara García.
            He leído miles, quizá decenas de miles de páginas sobre cine mexicano, y otras tantas sobre otros cines, y sé cómo han cosificado a la mujer: desde la abnegada y sufrida esposa que a lo mejor días antes de morir estalla y le hace ver a su viejo todo lo que la ha maltratado, hasta la mosquita muerta a la que le sorprenden en su jugarreta para casarse con un buen partido (y lo peor de todo, sin necesidad); sé que hay apenas una variedad de papeles femeninos: la esposa que se aguanta todo, la que se arrepiente de no arrepentirse en el último momento, hasta las jovencitas desenfrenadas que tendrán que pagar con la humillación y obligar a los padres a pagar una deuda nomás por confiar en la sinceridad de un hombre; reconozco la escasa variedad de papeles de Yolanda Varela (quien sólo en una cinta, la peor de su carrera, enseñó las pantarraf, que es el primer paso a la perdición), sé que María Félix sólo tuvo una expresión facial verosímil en toda su carrera; que Dolores del Río muestra las ganas de bailar con Fred Astaire cuando debe aguantar al malencarado Pedro Armendáriz, siempre con la cursilería a flor de piel; sé que Marga López sólo es verosímil cuando se aguanta las lágrimas o cuando se arrepiente de haber dado un mal paso; sé que Rosita Arenas invita al soft-porn con su expresión coqueta, y que Rosita Quintana va a sorprender a su marido cuando le salga lo machorra.
            Todos los críticos, en especial los mexicanos, ha escrito lugares comunes sobre los personajes femeninos, pero a todos se les ha pasado el gesto más común en ellas: lo hacen maravillosamente Sara García y Prudencia Griffel; con él muestra su masoquismo Andrea Palma; es el último acto de Ema Roldán antes de rebelarse; es el gesto con que se esconde la inconformidad de Angelines Fernández; es la aceptación de Silvia Derbez de que la juventud se fue, y no lo hace Silvia Pinal porque es demasiado libre, ni siquiera cuando está dispuesta a todo con tal de divorciarse de Cruci; aunque pudiera pensarse que está reservado para las esposas que ya no son recién casadas, lo han hecho casi todas las actrices de cuando el cine era cine; lo hace incluso Pedro Infante pero pasa inadvertido; lo hace con gracia Julián Soler, y es del que se salva Joaquín Pardavé, nomás eso faltaba.
            Estoy asombrado de que no lo haga notar en ninguna de las cintas reseñadas o estudiadas por Emilio García Riera, de que se le haya pasado a Jorge Ayala Blanco, de que Monsiváis, tan fijado, no lo haya resaltado, y ni pensar en las pocas cintas mexicanas reseñadas por José de la Colina, mucho menos Francisco Sánchez y está muy lejos de haberlo observado el rebelde sin causa Luis Arrieta Erdozáin. Mucho menos lo hacen notar las mujeres, no digo críticas, cuando menos reseñistas: lo han hecho casi todas las actrices: salen inesperadamente de la cocina, requeridas por el esposo colérico a causa de un mal hijo o de una hija engañada; o cuando llega un visitante al que no esperan; cuando surge un imprevisto y debe enfrentarse al destino: secarse las manos con el delantal: ése es el auténtico gesto de sumisión, de abnegación, de resignación; lo hacen hasta las intrusas que entran a trabajar de sirvientas a casa del amante, nomás por quitarle lo coscolino y hacerle ver que la esposa seca los trastes mejor que ella; lo hacen hasta las farsantes que quieren desenmascarar y poner en aprietos a quien le hace propuestas indecorosas.
            Desde luego, y me expongo a que las lectoras me refuten y muestren que esa escena se repite en algunas novelas, no hay en la literatura, al menos para adultos, que las mujeres se sequen las manos porque vieron interrumpidos sus quehaceres, que en general se limitan a lavar los trastos después de comer.
            Las mujeres modernas, al menos las protagonistas de las novelas de Jorge Ibargüengoitia, se abstienen de esa labor meramente femenina porque son personajes de la cultura; otras, porque hubo una intrusión que impide la función de los delantales (o mandiles), que consiste en que ya no son de tela sino ahulados; por ello, ya no se secan las manos. La modernidad las alcanzó.

viernes, 27 de diciembre de 2019


También a JEP lo seguían las erratas

José Emilio Pacheco tenía la costumbre de enmendar las erratas más visibles, cuando alguien le pedía que le dedicara algún ejemplar de alguno de sus libros.

La tarde de un lunes de mayo de 1970 (una semana con pocos días hábiles porque el 1 era lunes, festivo, y el viernes era 5, en esas épocas, también festivo, por lo de la batalla de Puebla con lo que el puente natural era enorme; no estaban ni Benítez ni Rojo, sólo él y una visita: Juan Manuel Torres), en el tapanco de la casona en Vallarta 20, domicilio de la revista Siempre! y en donde, alrededor de una mesa no muy grande, Fernando Benítez, Vicente Rojo y el propio Pacheco (y ocasionalmente Carlos Monsiváis) revisaban originales, los marcaban, los corregían, y Rojo los imaginaba sobre las sábanas que formaban el suplemento La Cultura en México, le puse enfrente un ejemplar de la segunda edición de El viento distante, lo tomó y buscó la página 62, en el relato “La reina” y con su flair negra enmendó una errata; en vez de “…llegaste para que nadie dijera que me cortejeabas…” tachó la e sobrante y quedó “cortejaba”; se fue a la página 93, “Virgen de los veranos”, y en el segundo párrafo de esa página, el sexto renglón, agregó un “de” para que fuera la frase verdadera, “[dán-]dome órdenes paquí y pallá como si de verdá…”; aun se fue a la página 105, de “No entenderás”, y en el cuarto renglón del último párrafo tachó “botes” y en su lugar, con letras mayúsculas pero diminutas puso “latas”; tres erratas en un libro no es para alarmar a nadie, excepto para los que habitan el país de los editores y correctores.

En Ediciones Era no había la costumbre, ni la hay, de anotar quién era el responsable de la edición, pero es de creer que el libro lo corrigió el mismo Pacheco, quien siempre se mostró orgulloso, aunque discreto, de su oficio de editor. Era el responsable, ante la indiferencia de Monsiváis, de las correcciones en La Cultura en México.

Ese mismo día me firmó El reposo del fuego, primera edición (que compré por 13 pesos, seguramente en la Librería Zaplana), del Fondo de Cultura Económica, 1966, aún regido por Arnaldo Orfila Reynal, y que estuvo a cargo el propio Pacheco, según reza el colofón. Tampoco hizo enmiendas a Los elementos de la noche, publicado por la unam en 1963, en la colección Poemas y Ensayos dirigida por su jefe y amigo Jaime García Terrés; la edición estuvo al cuidado de Jesús Arellano y del propio Pacheco.

Jesús Arellano, uno de los poetas más curiosos que ha existido en México, era un excelente corrector, autor de un manual de corrección que no ha perdido actualidad excepto por el hecho de que los libros ya no se hacen en linotipo (que exigía más cuidado, pues una letra de más o de menos no podían condensarse, como ahora con los libros hechos en computadora, y no con programas tipográficos, como el Compugraphic, a principio, en los años ochenta). Y Arellano estuvo al cuidado de la Antología del Modernismo, una de las mejores que se han hecho en México, y que es motivo de esta nota.

El cuarto libro que me autografió esa tarde fue No me preguntes cómo pasa el tiempo. Fue el tercer ejemplar de ese libro que compré; me gustó muchísimo y quería que mis amigos lo leyeran, así que le di un ejemplar a Patricia Proal y después otro no recuerdo si a Rubén Maní o a Arturo Olvera. Y para no seguir comprando, le pedí a Pacheco que me lo firmara, y él me dijo que prefería no hacerlo para que lo siguiera obsequiando. Ese ejemplar, libro preferido entre casi todos sus lectores, también sufrió enmiendas: en “Crónica de Indias”, en el verso “a cuando natural se nos opuso” corrigió: cuanto, con tinta negra; cuando la vi le dije que ya la había advertido. Puso cara de simpatía y asombro, y me dijo: “me da gusto que la haya visto”. En “Vanagloria o alabanza en boca propia” aumentó: “Infatigable”; quedó “infatigablemente”. “Mejor que el vino” mejoró con un acento que falta en el último verso: “a guardar tales ansias para solo tu lecho nocturno” a “a guardar tales ansias para sólo tu lecho nocturno”.
Es de recordar que, como Gabriel Zaid, Pacheco tampoco aceptó las sugerencias de la Real Academia de la Lengua en cuanto acentos que considera innecesarios, y los siguió usando. En las “Aproximaciones” aumentó con “Sobre la traducción de Robert Lowell” el título “De la ‘Décima Sátira’ de Juvenal”. Y en el epígrafe de “Legítima defensa” agregó el artículo “the” en la última línea: “For time is endless and the world is wide”. Tres erratas y dos añadidos en todo el tomo no son para avergonzar a nadie, pero a Pacheco lo atormentaron. Mi edición tiene tres dedicatorias, la de 1970, una posdata de 1980 y otra del mismo 1980, meses después.


Irás y no volverás, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1973, bajo un equipo ya comandado por José C. Vázquez, tiene en cambio diez erratas, entre moscas (término para describir una letra de más, o una por otra, o acentos inútiles), títulos incompletos, versos incompletos, marcados minuciosamente en mi ejemplar por la mano de Pacheco; no describiré sino una sola anotación: la leyenda en el colofón donde dice que fue el propio Pacheco quien corrigió el libro, quedó, gracias a una dele, “La edición no estuvo a cargo del autor”.


Islas a la deriva, publicada por Siglo XXI Editores, sin ninguna errata, proclama orgullosa que la edición estuvo a cargo de Martí Soler y el propio Pacheco.

A partir de entonces Pacheco no me dejó adquirir sus libros: o me los entregaba en un restaurante o me los hacía llegar mediante la editorial, algunos dedicados, otros después, previa cita, como dice el pleonasmo más citado en estos tiempos. Los dos últimos, me dijo con un tono de asombro, que sólo yo los había reseñado. Regresaré después con sus diferentes Tarde o temprano, uno de ellos, el único revisado por mí, en circunstancias simpáticas (pese a que, por diferentes versiones, se me adjudicaron varios, pero era más un mensaje de amistad que otra cosa).

Morirás lejos, su extraordinaria novela a la fecha no valorada como se merece, tiene varias anotaciones, casi todas curiosas; como era costumbre en Joaquín Mortiz, una de sus editoriales favoritas, no se consigna el nombre del responsable de la edición; también como se sabe, el trabajo sobrepasaba a don Joaquín Díez-Canedo y a Bernardo Giner de los Ríos, y entonces favorecían a diferentes escritores a quienes encargaban dictámenes (con resultados variables), redacción de las solapas o la corrección del manuscrito o de las páginas (también con resultados variables; eso se sabe por indiscreciones de Vicente Leñero en el peor de sus cuentos; por una reseña de José de la Colina a Desconsideraciones, de Juan García Ponce, y mi experiencia: en Equipo Creativo hicimos las portadas de algunos libros, en especial Cadáver lleno de mundo, de Jorge Aguilar Mora); la primera de varias erratas que Pacheco marcó en mi ejemplar está en la primera página: fútbol; para los lectores actuales debe sorprenderles que lo haya corregido suprimiendo el acento, porque ahora varios periódicos, como El Universal, usan el acento en esta palabra, lo mismo que en beisbol, y sobre todo, las televisoras y las agencias noticiosas usan ese acento hispano y argentino, pero que en México no debe usarse, tal y como atestigua el Diccionario de la Real Academia Española; en la penúltima página hay otra corrección: ideal por “irreal”, que en efecto cambia el sentido de la frase.


Pero hay otras marcas: en la página 50 un de por un en; en la 94 suprimió una coma; en la 111 suprimió una n y en la 135 cambió un de por un en. Nada que cambiara el sentido, pero no dejó de marcarlos.

Esa primera edición vio enmendadas esas erratas diez años después, en la segunda, de 1977; por alguna razón, que mucho me asombra aún, José Emilio deseaba que yo tuviera el primer ejemplar (fuera de los suyos) de esa edición, y no envió los siguientes, ni siquiera a Noé Jitrik, a quien está dedicado, hasta no asegurarse que ya estuviera en mis manos; ejemplar que leí como si fuera la primera vez que leyera la novela, y me siguió fascinando, aunque no tanto como la tercera, ya en Ediciones Era, con el asombro de que fue en esta versión cuando entendí todas las referencias, los juegos, los párrafos espejo, los homenajes a varios escritores, y la verdadera intención del libro, Me duele no haberlos entendido antes, para comentárselos.

En El principio del placer, primera edición, en Joaquín Mortiz, hay también unas pocas erratas, marcadas por él: un asterisco que faltaba en la página 30, del relato que da nombre al volumen; un Schubert por el Schumann que estaba equivocado, en la 102; un stories por el stores en la 103; en la 117 enmendó un comprarlo en vez de compararlo. Pero entre esta primera edición y la segunda de Ediciones Era hay un cambio importante: en vez del “A Arturo Ripstein”, cacofónico, queda “Para Arturo Ripstein”, ya no cacofónico aunque subsiste la sinalefa, inevitable, sin embargo.

Caso curioso: los cambios en las dedicatorias, que deben diferenciar los lectores, tanto en Morirás lejos como en Las batallas en el desierto, pero más curioso el de Tarde o temprano, segunda edición, de 2000, que añade un crédito curioso: “Edición de Ana Clavel”, aunque en el colofón hace constar que la edición estuvo al cuidado de Gerardo Cabello, legendario editor del fce, Mario Aranda y Ana Clavel; pese a los tres lectores, se escaparon seis erratas, que en su momento hice llegar a Pacheco y él a los encargados; nueve años después apareció una tercera (aunque en los créditos se dice que es cuarta) edición, con el crédito de Ana Clavel como editora; hice constar que repetía seis erratas, aunque diferentes de la edición anterior; Pacheco me dijo que eso era muy curioso, porque se había usado la misma tipografía electrónica de la edición anterior, y las nuevas erratas no venían en los libros añadidos, cuya tipografía electrónica fue proporcionada por Ediciones Era, y estaba limpia; me pidió que le dijera los errores, para que la edición definitiva, en España, apareciera completamente limpia. No he podido conseguir la edición, no sólo por afán de coleccionista, sino por tener una edición en donde yo hubiera intervenido, aunque fuera mínima y anónimamente.

La más grave de todas sus erratas estuvo, y está, en la Antología del Modernismo, cuya primera edición apareció en la Biblioteca del Estudiante Universitario, de la unam, en 1970, y que preparó en Canadá; antología extraordinaria, tanto por el estudio que hace de la época, del Modernismo, y de los autores incluidos; una de las cuestiones más importantes es la reivindicación de Amado Nervo, al que había atacado en su primera antología, La poesía mexicana del siglo xix, editado por Empresas Editoriales, a cargo de Rafael Gimenes Siles, uno de los grandes héroes del libro español y luego del mexicano, y por el entonces más famoso crítico literario, Emmanuel Carballo.

Son muchas las cualidades de la Antología del Modernismo, desde la actualización de la lectura de muchos poemas, como la selección misma de los poemas, la explicación histórica de los poetas, los poemas, algunas frases, que hacen que el lector entienda poemas llenos de misterio, o desentraña la historia de algunos escritos, como el “Idilio Salvaje” de Manuel José Othón, aunque se abstiene de algunas explicitaciones con sentido erótico, como en muchos de los poemas de Ramón López Velarde, y en especial, el prólogo extraordinario que ubica a los Modernistas mexicanos en el contexto político, sobre todo los que por una u otra causa apoyaron a Victoriano Huerta (y que cobra actualidad en estos momentos, en que el presidente de la República descalifica a los intelectuales y científicos y los compara con los que atacaron a Madero y “prefirieron a Díaz o a Huerta”). Por donde se le vea, es una antología extraordinaria, inigualable aunque las dos reediciones de la antología del siglo xix, ambas para Promexa de René Solís, Patricia Bueno, Pilar Tapia y otros, sean bastante buenas, como lo es Poesía modernista, poco conocida y un tanto limitada.

En los párrafos finales de la Introducción Pacheco agradece la “particularmente ardua corrección de pruebas” a cargo de Maruja Valcarce y Jesús Arellano, y además de la lectura previa de Miguel González, Porfirio Martínez Peñalosa, Julio Ortega, Fernando Rafful y Juan Manuel Torres, Pacheco acota que Antonio Acevedo Escobedo, Miguel Capistrán, Enrique Caracciolo, Ernesto Flores, Henrique González Casanova, Ernesto Mejía Sánchez, Carlos Monsiváis, Ernesto Prado Velásquez (coautor del primer Diccionario de Escritores Mexicanos), Efrén Rebolledo Jr., María del Carmen Ruiz Castañeda, Kazuya Sakai (sic), Rodolfo Usigli y Héctor Valdés le proporcionaron “datos que no habían aparecido en ningún otro libro” y de la abrumadora bibliografía al pie de la nota correspondiente a cada poeta, que revela cientos de lecturas.

La primera edición, en dos volúmenes, constó de 5,000 ejemplares, que se agotaron en relativamente poco tiempo; la misma unam, en coedición con Era, publicó una segunda edición siete años después, de la que Pacheco se mostró a disgusto, porque no le habían consultado, según me dijo, para hacer correcciones; no fue sino hasta hace poco menos de dos años, cuando emprendí la relectura de la Antología, que me percaté del error: en la página xlv, al hablar de José Juan Tablada y la Revista Moderna, específicamente el poema “Misa Negra” (no incluido en la Antología), menciona una carta a Jesús Urueta, Marcelino Dávalos, Alberto Leduc, Francisco M. de Olaguíbel y José Peón del Valle “para condenar la hipocresía de un público que tolera garitos y prostíbulos y se alarma ante un poema erótico”. ¿El lector encuentra el error? Ante la ausencia de la reedición de la Revista Moderna en la colección que auspiciaron José Luis Martínez y Jaime García Terrés de las Revistas Literarias Mexicanas del Fondo de Cultura Económica, sólo hay tres posibles fuentes, a las que los editores no acudieron para verificar la cita, pero es accesible en todo caso en Diálogo de los libros de Julio Torri, y en Obra completa, del mismo Torri, ambos publicados por el fce. En su “Discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua”, Torri menciona a los editores de la Revista Moderna, Urueta, Leduc, Olaguíbel, Peón del Valle y Balbino Dávalos. A todos los lectores, correctores y consejeros se les fue el error.

Es muy explicable que se confundan los dos Dávalos: más o menos contemporáneos (1866-1951, Balbino, fue poeta, ensayista y traductor, y editor en varias revistas de la época, entre otras la Revista Moderna de México / Marcelino, 1871-1923, fue poeta, narrador y dramaturgo y colaborador de las mismas revistas); ambos, poco conocidos y me parece que no editados en el México actual.

Pero la carta que mandó Tablada (“Cuestión literaria. Decadentismo”) se publicó el 15 de enero de 1893 en El País, y como señalan destacadamente Julio Torri y Pilar Mandujano Jacobo en El artista en la sociedad moderna, uno de los destinatarios de la misiva es Balbino Dávalos. Mucho después de las primeras dos ediciones, apareció el tercer tomo de las Obras Completas de Tablada, ahora a cargo de Adriana Sandoval y que recoge la Crítica literaria, y donde está la susodicha carta, en la página 61, y el primer destinatario es Balbino Dávalos.

La errata o error se repitió en la segunda edición de la Antología del Modernismo, y que Pacheco esperaba que se agotara y que afirmaba no haber aprobado, pero se perpetúa en una muy reciente tercera edición, ahora por Ediciones Era y El Colegio Nacional, a cargo del novelista José Ramón Ruisánchez. Será hasta la cuarta edición que se corrija ese error.

Es de notar que como a su escritor favorito (uno de ellos), Alfonso Reyes, a Pacheco lo seguían las erratas.



Para Joaquín Díez-Canedo Flores y Jesús Quintero


martes, 1 de octubre de 2019

Mal pensado que es uno


La poesía nació para cantarse, y de hecho la lírica fue, desde el principio, la más popular. Y si la poesía canta de los sentimientos, es lógico que se detenga, y disimule, en el amor erótico; pocas veces es explícito (Neruda, López Velarde, Rebolledo, Lugones), pero cuando lo es, no hay manera de disfrazarlo.

            Intentaron disimularlo en su forma popular, en las canciones; la música ayuda a distraer al escucha, pero si se pone atención, es sorprendente cómo se describe el amor físico, o cuando menos cuando se pide, se ruega, se exige.

            Basta con recordar a los cantantes más populares para encontrar unos cuantos ejemplos: la arrogancia de Jorge Negrete al presumir “me he de comer esa tuna aunque me espine la mano”; la metáfora en voz insinuante de Pedro Infante: “yo quiero ser un solo ser y estar contigo”; la petición demandante de Javier Solís: “llévame si quieres hasta el fondo del dolor, hazlo como quieras, por maldad o por amor” (o sea…); la sugerencia rotunda de Agustín Lara (“te dije muchas palabras, de esas bonitas con que se arrullan los corazones; pidiendo que me quisieras, que convirtieras en realidades mis ilusiones”); la picardía de Rubén Fuentes (“cariñitos de un instante, y no volverlos a ver… los amores más bonitos son como la verdolaga; nomás les pones tantito y crecen como una plaga; y tienes otra ventaja si cultivas este amor; que cuando ya se te pasa con un jalón se acabó”); las insinuaciones del autoerotismo (“voy a apagar la luz para pensar en ti” “porque yo disfruto aun sin tu presencia”: Armando Manzanero); la elegancia de Luis Arcaraz (“soy prisionero del ritmo del mar, de un deseo infinito de amar y de tu corazón”); la fresez de Lolita de la Colina (“qué muchacho vivaracho, eres todo un pulpo”); las confesiones vergonzantes (“que fui paloma por querer ser gavilán”) o la confesión de cuando ya no (“soy un volcán apagado”); o el orgullo de los amores prohibidos (“tú me acostumbraste a todas esas cosas, y tú me enseñaste que son maravillosas… de tu mundo raro y por ti aprendí”; “qué más da que la gente nos diga: conozco a los dos”) o la plena vulgaridad (“así le baja tu hermana al otro buey su maicito” de, quién lo dijera, Lorenzo Barcelata, quien también proclama: “quiero que sepas cuando oigas estas coplas, que tú ya no soplas como mujer”).

            Los mexicanos no son los únicos que llevan sus súplicas a la canción: en 1960 Elvis Presley (Now or never), y en 1964 Roy Orbison (Pretty woman), exclamaron “Be mine tonight", aunque ya antes Cole Porter había dicho “Let’s Misbehave”, e Irving Berling anunció “Heaven, I’m a heaven”, explícito de una canción muy explícita: Cheek to cheek. Y la muy sensual Kate Bush condensó en cinco minutos todo el monólogo final de Molly Bloom del Ulysses, que es una de las partes más pornográficas del libro, según el criterio de las autoridades estadounidenses de los años veinte y treinta.

            Se sabe que cuando invitaron a los Rolling Stones a un programa gringo les pidieron moderación, y entonces cantaron “Let’s mmmmmm the mmmmm together”, pero no disimularon el “sé que me satisfarás como yo te satisfaré”. Pero ellos hasta en las portadas de los discos eran atrevidos, y en su primer éxito inmortal hablaron del sitio de las chicas atrevidas.

            Pero no se esperaban que los Beatles fueran también explícitos: “I’m to make love only with you”, dijeron en su primer disco, lo que era falso, porque le advertían a sus esposas o novias que los cariñitos de un instante, en giras, no contaban como infidelidades.

            Y disfrazaban sus aventuras sexuales en canciones como Ticket to ride, Please, please me, I’ll keep you satisfied, Day Tripper, incluso en Twist and shout (hay que recordar que rocanrol y twist describen movimientos sexuales).

            No tanto como The Doors, que eran unos obsesivos con el sexo: Enciéndeme, Puerta trasera (sí, lo que nos imaginamos), Ámame dos veces; Está bien buena… Ni siquiera podemos hacernos disimulados con un conjunto tan fino como Turtles, que dice, sin tapujos, Happy together, que puede ser felices juntos, pero no juntos y felices; es más adecuada la traducción Orgasmo simultáneo, título similar a la canción de John Lennon aunque firmada por Beatles, Come together.

            Aunque nada es tan vulgar como una canción colombiana en una versión de Pedro Infante: “Que me está diciendo la condenada / ese mordisco no sabe a nada… chupa que chupa que es más sabroso”, o una de la primera época de los Locos del Ritmo: “Qué dirían de mí, qué dirían de ti, que diría la gente si me viera todo el día haciéndote el amor, el amor, haciéndote el amor, el amor”.



Mal pensado que es uno.




domingo, 17 de marzo de 2019

Imprecisiones cinematográficas de Carlos Monsiváis


En un ensayo publicado en Nexos, cuando se rendía homenaje nacional a Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco dijo que, al revisar la bibliografía de su amigo, desconocía varios de los títulos, aunque seguramente no el de Principados y potestades, el primero de los que publicó, pues fue editado por Librería Madero, en la que Pacheco publicó varios  volúmenes breves que no están considerados ni siquiera por sus más entusiastas seguidores. Ese pequeño tomo no está en la bibliografía oficial de Carlos. En principio, algunos de esos títulos los tengo, unos por la generosidad del  propio Carlos, y uno, rarísimo, por la de Eduardo Langagne. Pero me faltan varios.

                En la más reciente edición de la desastrosa feria de Minería encontré el más reciente de esos títulos, integrado por sus escritos sobre cine: Carlos Monsiváis: reflexiones acerca del cine mexicano, compilado por David R. Maciel y con el sello de la Cineteca Nacional; fechado en 2017, aunque en la página legal se dice que es de 2018, y en el colofón se confirma que terminó de imprimirse en febrero de 2018. Comparten créditos el gobierno de la República y la ahora tan desacreditada Secretaría de Cultura. La edición estuvo a cargo de la Subdirección de Publicaciones de la Cineteca, con muy mal tino, más bien con inexperiencia. Por fortuna tiene un insólito tiraje de sólo mil ejemplares, por lo que los editores tienen oportunidad de corregirlo para una segunda edición.

                En su autobiografía precoz, Monsiváis afirmaba que cuando aceptó conducir el celebérrimo programa de Radio UNAM, El cine y la crítica, no sabía nada de cine. Muchos de los textos incluidos en este volumen lo demuestran.

                En primer lugar, era aficionado al cine, y perteneció al grupo de cinéfilos que en los años sesenta editó una revista, Nuevo cine, pero sus conocimientos estaban limitados por sus aficiones popsociológicas; ve, más que filmes, buenos o malos, conductas masivas, reflejos de la historia patria, máscaras en vez de rostros, personajes en lugar de actores; cae en el lugar común de afirmar que el cine mexicano es malo, pero no da razones técnicas o estéticas, sólo míticas.

                Para comenzar por el principio, el antologador debió de haber leído el material antes de entregarlo, porque hay textos que parecen repetidos; no lo son, porque tienen pequeñísimas diferencias, pero es que Monsiváis entregaba casi los mismos textos a diferentes revistas (no sólo de cine: un célebre ensayo, “He leído un artículo formidable pero no ha sido éste” lo publicó primero en La cultura en México y después en Eros); pero aparte de estos casos, parece el mismo porque siempre se refiere a las mismas cintas: Allá en el Rancho Grande, María Candelaria, Enamorada, Distinto amanecer, Ahí está el detalle, Calabacitas tiernas, una y otra vez. A lo largo de los años es incapaz de variar su visión, y siempre dice lo mismo de Pedro Infante, Pedro Armendáriz, Jorge Negrete, María Félix, Dolores del Río, Fernando Soler, Sara García, Joaquín Pardavé; algunas vagas menciones a don Andrés Soler no reparan las omisiones: Andrés Soler nunca tuvo actuación mala, aunque no siempre en buenas películas.

                Conocido misógino, Monsiváis tiene preferencia por las actrices que hicieron de damas malas en las cintas de los años cuarenta y cincuenta (Ninón Sevilla y sus lugares comunes repitiendo lo que dijo Truffaut; Meche Barba, Rosa Carmina, Leticia Palma) sin destacar su erotismo, sólo sus bajas pasiones; no hay referencias a las heroínas, apenas unas vagas menciones, y no a las mejores ni a las villanas cuando se salen de su marco teórico; por ejemplo, no hay elogios por la Gloria Marín comediante, ni al Jorge Negrete festivo cuando se sale de su papel de charro noble (pareciera que sólo vio Historia de un gran amor y no La mujer que no miente o ¡Qué hombre tan simpático, ni de Negrete Un gallo en corral ajeno o Los tres alegres compadres).

                Cuando habla de Fernando Soler sólo importan sus papeles de padre enérgico que vive días  trágicos por el mal comportamiento de su hijo consentido, y a veces, del padre que sucumbe a la tentación de una mala mujer, pero no hay palabras para el extraordinario bailarín de conga, rumba o de bailes típicos en los que coquetea con las campesinas; Sara García sólo llora en silencio, pero no hay menciones a la abuela consentidora, ni a la simpática vecina chismosa, ni a la que pronuncia una de las mejores frases del cine mexicano: “viejas tenían que ser para ser tan chismosas”, o la que baila muy alegre una polka con Soler o un son con Antonio Espino; desde luego, alguien que se proclamó como la imagen viva del joie de vivre de la Cuatlicue, y que no le entraba a las tarántulas (cita que ahora pocos entenderán), no iba a reparar que el baile más cercano a las alturas de Fred Astaire es el paso del avioncito que se revienta Andrés Soler en Las viudas del chachachá.

                Pudibundo y mojigato, Monsiváis no entiende los albures o los acosos sexuales de Cantinflas, o los de Tin Tan (el primero, diciendo a Carolina Barret, Christiane Martel, Amparo Arozamena  o Alma Rosa Aguirre que están bien buenas; el segundo, haciendo insinuaciones eróticas a Silvia Pinal, o a Rosita Fornés, quien apenas aguanta la risa), y omite cuando Pedro Infante admira los traseros de Irma Dorantes y Carmelita González, o cuando Antonio Badú exclama, a mitad de una canción, “ése es mi hermano el chiquito” y que, alburero, Infante simula asombro antes de contestar “¿eh?” (por eludir la censura no dijo “¿mande?”).

                Para Monsiváis no existe picardía en el cine mexicano, que la hay hasta en los más amargos melodramas; no hay menciones a las caras de José María Linares Rivas o Carlos López Moctezuma llenas de turbación al admirar los traseros de Gloria Marín o de Lilia Prado (un destacado poeta mexicano dice que a Prado “la debe la heroicamente insana costumbre de hablar solo”) (paréntesis obligatorio, y a propósito de pum, ese verso se lo corrigieron a Carlos Monsiváis en su segunda edición de la Poesía mexicana del siglo xx). Para Monsiváis, todo nuestro cine es trágico, aun el cómico, y se pierde a Manolín y Schillinski, a Borolas, y a toda una inmensidad de actores que hicieron el deleite de los espectadores; no cita siquiera a Mauricio Garcés, y eso que éste lo cita, junto a José Luis Cuevas, en Modisto de señoras, aunque Monsiváis dice “modistos”, cuando la palabra correcta es “modistas”. Se perdió al Caballo Rojas, al Flaco Ibáñez, a Zayas, a Carmen Salinas y ciertos momentos de Sasha Montenegro y de cierta Julissa (“para eso son, pero se piden”).

                Aunque haya muchas referencias cinematográficas en muchos de sus escritos (alguna  equivocada: en su autobiografía dice que “una frase como ‘tócala otra vez, Sam’ es tan importante como ‘Desde lo alto de estas pirámides’”; se refiere a Casablanca, sólo que esa frase nunca la pronuncian en la célebre cinta ni Bogart ni Bergman), Monsiváis se enfrenta al cine como un espectador privilegiado por su inteligencia, no por sus conocimientos del cine.

                Incluso comete muchos errores: insiste en afirmar que la coestrella de Esquina, bajan y Ahí lugar para…dos (título mal citado todas las veces) es Amanda del Llano, quien sí fue protagonista junto a David Silva, pero de Campeón sin corona (en una reunión en el café París, con Anamari Gomis y Margarita García Flores el 10 de mayo de 1978, le señalé su error, pero nunca lo corrigió en sus escritos); afirma que la coestrella de Ahora soy rico es Silvia Pinal, quien es protagonista secundaria de Un rincón cerca del cielo, pero no de la secuela.

                Tiene errores de apreciación; afirma que Los hijos de María Morales es un desastre, que los Soler también lo son, y que Escuela de rateros es una de las mejores comedias de Pedro Infante, cuando allí tiene una de sus peores actuaciones; en su escala de mitos no coloca en ningún sitio a Emilio Tuero, quien representó durante un lustro a la clase pobre en ascenso a media-baja, y entre los villanos apenas menciona de paso a Alfonso Bedoya y dedica unas cuantas palabras de elogio a Miguel Inclán, pero le pasan inadvertidos  Arturo Martínez, López Moctezuma, Linares Rivas; y no se diga la ausencia de las mujeres, excepto a las que cataloga como ídolos prehispánicos; Silvia Pïnal aparece sin su desenfreno, su desparpajo, su natural erotismo desbordante que pone a temblar a Tuero, en una película mala que se salva sólo por esos instantes cercano a la impudicia (Pinal presumiendo sus hermosas piernas, Martel su escote prodigioso); ¿qué sería de Resortes sin Lilia Prado, de Tin Tan sin Rosita Quintana o Ana Berta Lepe, de Rafael Baledón sin Lilia Michel? ¿Y las comparsas Chicote y Agustín Isunza? ¿Y los indispensables extras Carlhillos y Hernán Vera, tal vez los extras más prolíficos y no sólo del cine mexicano? No se sabe: en este libro no existen.



Pero hay otro aspecto peor: a los textos a ratos divertidos aunque sean repetitivos y también a ratos desabridos, hay que sumar la pésima edición: no sólo las erratas, que persiguieron a Monsiváis en varias ediciones (la primera de Amor perdido llevaba una nota alarmante en las dedicatorias: piedad para la errata), aquí aparecen casi en cada página: pareciera que escanearon los textos, y pasaron el corrector de Word 2007; breve enumeración: en los epígrafes del primer ensayo compilado, “El cine nacional” se dice “Si una mujer nos traiciona, pues la perdonamos y ya, al fin y al cabo es mujer…”; la frase real de Jorge Negrete es “Cuando una mujer nos traiciona, la perdonamos y en paz, al fin y al cabo es mujer…”; otro epígrafe es: “Quiubo, ¿se es o no se es?”, bien citado, pero se dice pronunciada en Carisma, cinta inexistente; la dice Negrete en Canaima; a Herman Bellinhausen le cambian el apellido a Hellinhausen, y hay una variación de acentuaciones como muestrario de lo que no se debe hacer, así como títulos y palabras cambiadas al gusto del escaneo sin cuidado y de una revisión nada profesional. Y hay datos que asombran: Monsiváis afirma que la segunda edición de la Historia documental del cine mexicano de Emilio García Riera, publicada por la Universidad de Guadalajara, tiene 22 volúmenes, aunque en realidad son 17, más otros dos de autoría colectiva. Y así, una cantidad de errores entre leves y graves, y casi todos corregibles.

                Una tipografía pequeñísima, difícil de leer sin confusiones, y un interlineado desafiante, podría explicar la abundancia de erratas; sin embargo, no justifica los errores de Monsiváis que un buen editor podría haber corregido; Monsiváis se lo hubiera agradecido.



Carlos Monsiváis: reflexiones acerca del cine mexicano, por David Maciel, 2018, 285 pp, Gobierno de la República, Secretaría de Cultura, Cineteca Nacional.

sábado, 20 de octubre de 2018

Caramba, doña Leonor...


Fue durante los años setenta; se había extendido el uso de las calzas, mal nombradas pantimedias, cuyo material no ocultaba el borde de las pantaletas, y los muy oportunos fabricantes se dieron a la tarea de ofrecer unas que fueran más discretas y no se delatara esos bordes que, por lo demás, pocas veces eran atractivos y mucho menos eróticos. En donde iban las panties las calzas lo dibujaban.
            Hay que apuntar también que fue antes de la aparición de las pantaletas “tipo francés”, que eran largas y dejaban parte de los glúteos fuera de la protección de la tela; o de las primeras tangas, que popularizaron las brasileñas en sus playas y después en la vida cotidiana, y que eran diferentes de las actuales tangas y más aún del llamado hilo dental, que ya no se usa para lo que se usaban las pantaletas primeras, ni menos aún de los bloomers o de lo que los novelistas franceses llamaban pantaloncitos, o sea para proteger de infecciones una zona de por sí sensible.
            (Ya lo he dicho: pantaleta viene de pantalones, que vienen del cómico Pantaleón que usaba unas calzas tan aguadas como las prendas que usó en los años cincuenta y principios de los sesenta del siglo XX Antonio Espino Clavillazo —y suena muy pedante decir que Clavillazo es una derivación de Palillo, al que quería imitar—; a falta de un nombre que no perturbara a quienes lo pronunciaran, comenzó el “pantaloncito” que al principio llegaba a las rodillas, luego a medio muslo y luego se limitó a la zona entre la cintura y el principio de los muslos; los españoles les llaman “bragas” pese a que las mujeres nada tienen que bragarse aunque muchas son más valientes que hartos hombres, sino que lo diga López Obrador que sufre mucho cuando sus adelitas comienzan a alebrestarse.)
            Una prenda que no se veía mucho porque las faldas eran largas y llegaban, ya muy atrevidas, debajo de las rodillas, de cualquier manera causaba emociones encontrarlas cuando los hombres las atisbaban (al subir a los camiones, al sentarse de manera poco elegante, al bajar de los autos, si es que se atrevían a abordarlos), pero no sucedía con frecuencia; durante muchos años no cambió de forma, sino hasta que las minifaldas las delataban, o cuando los pantalones, que las ocultaban, se empezaron a usar debajo de la cintura, y aparecieron al mismo tiempo pantalones y pantaletas “bikini”, en homenaje a la prenda que inundó las playas europeas y que eran más breves que los ya por sí atrevidos trajes de dos piezas, que dejaban al descubierto el ombligo. Las calzas o pantimedias sustituyeron a las medias (o medias calzas) y a las ligas y a los ligueros, que excitaban a los voyeristas de entonces.
            El cine, que va al parejo de los cambios sociales, apenas se atrevió a insinuar las pantaletas de Marilyn Monroe en The seven itch, del muy atrevido Billy Wilder (uno de los primeros en no enfadarse con la infidelidad femenina en una memorable Kiss me, stupid, donde una de las protagonistas —la discreta Felicia Farr—muestra las pantaletas durante poco más de un segundo). Pero circularon las fotografías de la escena, en que el aire levanta la falda de Monroe y quedan expuestos pantaletas y algo de glúteos. Pero ya a finales de los sesenta una muy provocativa Natalie Wood luce un upskirt inesperado en Bob & Carol & Ted & Alice y más visible pero más púdico en La carrera del siglo.
Más discretas son las escenas en que muestran las pantaletas Wood y Rita Moreno en West Side Story mientras bailan algo que llaman chachachá.
El cine mexicano fue más atrevido: en los años cuarenta Virginia Manzano baila swing en Un beso en la noche y en una vuelta permite que el espectador se sorprenda durante un segundo; Rosario Granados se abre una túnica y ataranta al de por sí atarantado Luis Sandrini en El baño de Afrodita; Mapy Cortés en alguno de sus bailes suspende el aliento de los espectadores, y más aún, nuestra chica del suéter Lilia Michel le da vuelo al vuelo de su falda, pero lo culmina con un gesto entre apenado y pícaro; en los cincuenta, Elsa Aguirre se queda en sostén y pantaloncitos (negros, para hacerla más excitante) frente a un alarmado Pedro Infante en Cuidado con el amor, y antes, en 1939, Elisa Christy y Virginia Serret se muestran en camisón transparente que no disimula pero hace como que, ante el estupor de Jorge Negrete.
Más atrevida para su fama, pero acorde con la moda, Angélica María expone sus pantaletas tres veces (en una banca de la Alameda en un sittin’, rodando en el pasto, trepando un muro) en Cinco de chocolate y uno de fresa; en La verdadera vocación de Magdalena un aspirante a cantante le baja el pantalón de la piyama y queda en grannies blancas; Leticia Robles se agacha en una de las poses favoritas de los erotómanos, y muestra su ropa íntima en La sangre enemiga aunque su competidora Meche Carreño fue más atrevida, y mucho años después, sin motivo, en El día de las sirvientas imita la postura de Robles. Antes, en varias cintas, su indiscreción era más natural (La vida cambia, La mujer perfecta, El mar) y menos provocativa.
Elsa Aguirre hace un vulgar upskir sitting en El cuerpazo del delito, donde se mostró muy bella pero inepta para la comedia, como bien dictaminó Emilio García Riera.

En la vida real las minifaldas exponían piernas y pantaletas de adolescentes y adultas; para ellas era normal; para el hombre, menos apto para los cambios sociales, significaba espionaje, voyerismo, y muchos lo tomaron como invitación a la contemplación o coqueteo.
            En ésas estaba el mundo cuando los publicistas, derrotados por la realidad, inventaron unas calzas que tenían pintada una imitación de pantaletas, y lanzaron la campaña: “Caramba, doña Leonor, ¡cómo se le notan!”. La frase perduró mucho más tiempo de lo que duraron esas prendas que pocas mujeres adoptaron, pero algo cambió; lo que antes era natural se volvió incómodo, y muchos pronunciaban el eslogan más por molestar que por advertir que veían más de lo que pretendían.

En la época en que las pantaletas (ahora las llaman “grannies”) ocupaban más espacio que el que ocupan ahora las truzas, los colores eran discretos: blancas, por lo regular, ocasionalmente rosa pálido o azul pastel; negras, sólo las muy atrevidas y las que aparecían, ocasionalmente, en la pantalla del cine; si las portadoras eran descocadas o no estaban seguras de su discreción (a veces bailaban swing en las fiestas), usaban coquetos holanes; el material, muy limitado; nylon o algodón; éste, más recomendado para la higiene, no para el erotismo.
En la época de la minifalda ya eran más vistosos: con estampados coquetos o divertidos, con imágenes de corazoncitos; algunas, atrevidas, portaban letreros, por lo general en inglés, por lo sintético (“Knickers!”, se burlaban algunos adelantándose a la expresión espontánea y más bien imaginada del espectador; “Kiss me”, invitaban pero de lejos, las highesculeras, como les decía Parménides García Saldaña; o con unos labios pintados); en español no eran tan atrevidos.
Los materiales eran más diversos; alguna marca insinuaba “algún día alguien los va a ver; ese día puede ser hoy”, y para mayor atrevimiento eran semitransparentes excepto en el puente; eran épocas en que el vello era incitador y erótico, antes de que por malas influencias del extranjero, como se decía antes, comenzaran a depilar, primero con el pretexto de la tanga brasileña; después, por imitación de las modelos de Self-play, boy, como llaman en Mad a la revista menos atrevida de las que exhibían desnudos femeninos.

¿Grannie o tanga?”, pregunta DiNozzo a McGee, presuponiendo que éste espía a Ziva, a quien ayuda a que espíe por la ventanilla alta de una puerta; “let me see your knickers”, dice DiNozzo a Caitlin, en una escena imaginaria porque ella ya fue asesinada, y en un fly skirt muestra una pantaleta blanca con un estampado infantiloide al frente; hasta la más o menos púdica Shelley Long (excepto en Night shift, donde aparece varios minutos en pantaletas bikini, que dejan al aire las piernas pero nada de glúteos; o en The Money pit, donde copula vestida con Tom Hanks; o en Hello again, donde no muestra pantaletas porque no trae, aunque sólo se atisba un segundo o menos cuando se le abre la bata) las despoja de erotismo con una exposición banal, sin chiste, aunque era muy bella en esa época.
            La aparición de Daryl Hannah sin pantaletas en Splash, en donde John Candy trivializa el espionaje con el truco de agacharse a recoger una moneda, comenzó una lenta pero aparentemente duradera desaparición del erotismo con la visión de calzones; la visión de los calzones blancos y con holanes de Katty Russell en una escena accidentada, o la proliferación en el show de Benny Hill los fueron haciendo inocuos y hasta cómicos los upskirts. El reflejo de las pantaletas de Anna Faris en una espada, y la sonrisa pícara de unos extraterrestres, recalca que se acaba el erotismo si se vuelve trivial y cómico.
            Uno de los lugares usuales del espionaje de pantaletas había sido el transporte público; las aglomeraciones han propiciado algo no erótico, más brutal, el manoseo o el acercamiento sin permiso; antes, cuando un hombre reclamaba que alguien observara a su acompañante, se exponía a que le contestaran “ella es la que está enseñando”; ahora, hasta la mirada más fugaz e inintencionada es motivo de acusación, a veces hasta de chantaje; desde hace meses hay también la acusación de que muchas de las escenas eróticas fueron realizadas bajo presión, con amenazas de no sólo despedir a las actrices que se negaran a filmarlas, sino de obstaculizar su carrera. La proliferación de escenas donde se simulan cópulas, o con desnudos sin motivo ni justificación, fue resultado de presiones, y además acompañadas por cobros en especie; ciertas o no las acusaciones, el espectador ve con otros ojos esas escenas.
            Aunque es cierto que pocas actrices inteligentes se han sumado a las acusaciones o al movimiento #metoo (ni Susan Sarandon, Emma Watson, Brigitte Bardot, Sharon Stone, Jeanne Triplehorne, Sophia Loren, Gina Lollobrigida), es verosímil que haya habido productores o directores que se hayan aprovechado de esas actrices que ahora reclaman, también es cierto que muchas han mentido o exagerado.
            Lo cierto es que se teme hacer un piropo, invitar un café o una copa, ofrecerse a acompañar a una compañera de trabajo a su casa, y más todavía preguntar a qué hora van por el pan. Parecen inconcebibles escenas en las que Alfonso Zayas, Alberto Rojas o César Bono interpreten papeles de afeminados; suenan imposibles cintas como El miedo llegó a Jalisco o Me gustan valentones, donde la resistencia a discutir a madrazos suena a poca masculinidad; incluso ya no parecen adecuados comentarios como el de Emilio García Riera sobre el papel de Joaquín Cordero en No me quieras tanto (“lamentable mariqueta”) o el de José de la Colina sobre el Cristo de Enrique Rambal en El mártir del Calvario (“Cristo no era el maricón de mejillas rosadas…”).
            Ante esa deserotización de la vida cotidiana ha surgido un movimiento muy atrevido: visten pantalones tan ceñidos que se dibujan no sólo los glúteos, también las tangas, los hilos dentales; o con los vestidos pegados los glúteos, enormes y desproporcionados, se mueven de manera arrítmica y poco atractiva, pero no dejan de llamar la atención; o los shorts descubren parte de uno de los glúteos, o a veces los dos; los escotes son muy pronunciados, y a veces traen pantalones de peto sin sostén; han regresado las crinolinas que destapan las piernas y permiten atisbar sin indiscreción. Eso, en la vida privada, porque en los medios masivos las entrevistadoras se sientan con descuido, a la menor provocación hacen un outfit, las que pronostican el clima se ponen de perfil para que el espectador ponga más atención a los prominentes glúteos que a las indicaciones sobre tormentas o calores; se prestan a jugar carreritas indiscretas, se ponen faldas cortitas y calzones vistosos que no se pueden obviar; hacen competencias para ver quién es más indiscreta, salen de las piscinas usando tangas que destacan nalgas que resultan grotescas.
            Cuentan, las públicas, sus desventuras eróticas, cómo fueron seducidas o cómo sedujeron (alguna, despechada por los famosos a los que se les ofrecieron), cuántas veces copulan en una noche, y con cuántos y en qué posiciones; se dejan fotografiar en revistas cuando las manosean, las cargan enseñando lo que dejan al desgaire, y contradicen el movimiento que intenta frenar el acoso.
            Las faldas pegadas, los pantalones ceñidos, los descotes, como se decía, se vuelven más visibles porque no ocultan; por eso uno recuerda aquel eslogan: Caramba, doña Leonor, ¡cómo se le notan!

martes, 17 de julio de 2018

Agustín’s Past Master 1, 2 y 3 (qué paso tan chévere)


Casi todos los conjuntos, sobre todo de rock (aunque no se excluyen de otros géneros y sobre todo, de cantantes de distintos ritmos: Pérez Prado, Los Panchos, Pedro Infante), han permitido o propiciado un producto extra en su discografía, una reunión de (grandes) éxitos; gracias a ellos se conocieron en México canciones de Rolling Stones antes que llegaran los discos originales y originarios; llegó casi al mismo tiempo el disco que reunía canciones de Beatles y Four Season, y hay oldies but goldies, más los dos dobles después de la separación, y con el temor de una reunión, en diferentes versiones; hasta Lennon, iconoclasta, tuvo su recopilación de piezas más conocidas, por no decir de Crosby, Stills, Nash & Young con su disco de éxito aunque sólo llevaban dos LP.
                El más rocanrolero de los escritores mexicanos, José Agustín, acaba de publicar una segunda versión de Hotel de corazones solitarios (Grijalbo, 2018, 355 pp. más blancas y colofón), donde se reúnen muchos de sus textos acerca de la música; antes antes antes, casi al mismo tiempo que Inventando que sueño, apareció en la ahora mítica y añorada Cuadernos de la Juventud, editada por la sección juvenil del PRI (INJM, ahora Injuve; colección dirigida por Píndaro Urióstegui, y donde también publicaron Gerardo de la Torre, Juan Tovar, José Joaquín Blanco, Rosario Castellanos, Emmanuel Carballo, René Avilés Fabila, Agustín Yáñez), La nueva música clásica, inocente pero fresca y sincera visión del rock cuando éste era atacado, aún, por prensa, radio y televisión; ingenua y valiente, hay que agregar, porque sus juicios de valor eran arriesgados, además de informativos; visión fresca, pero bien documentada, y que puso al alcance de los lectores una suma de opiniones sobre cantantes, compositores y conjuntos que sobrepasaban la que tenían los lectores, atenidos a las no muy bien surtidas Yoko, Hip 70 y muy pocas más tiendas de discos (ahora, casi desaparecidas). Contenía una muy divertida traducción de “I’m the walrus” y una interpretación de discos bastante atrevida, pero eficaz.
                Una segunda versión (Universo —subsidiaria de Diana— 1985, 436 pesos de entonces), más informada, más culta y tal vez mejor escrita, no mejoraba la frescura y audacia de esa primera versión, que lo apenaba un tanto por afirmaciones tajantes como aquella de “la única y verdadera cantante mexicana”, aunque tampoco la desmentía.
                El apego de José Agustín al rock era tan evidente que los epígrafes de sus libros eran canciones (Rolling Stones, Dylan, Traffic et al) y los personajes decían, de vez en cuando, versos de algunas canciones, no siempre sus favoritas.
                (Confesión inesperada: la primera vez que oí el disco de Blind Faith fue en su casa, en compañía de Jesús Luis Benítez, una tarde-noche de noviembre de 1972.)
                Además, ha publicado otras notas en otros libros, como la primera versión del Hotel de corazones solitarios (Nueva Imagen, 1999), La ventana indiscreta (Conaculta, 2004), La Casa del Sol Naciente (Nueva Imagen, 2006), Contra la corriente (Diana, 1991) y, de pasadita, en Vuelo sobre las profundidades (Lumen, 2008), Los grandes discos del rock (Planeta, 2001). (Ahora que reviso la bibliografía incluida en la tercera de forros descubro un título que no tengo, La contracultura en México, por lo que ignoro si habla de rock; más bien, si sólo habla de rock o apenas lo menciona.)

No todos estos textos son ensayos formales, muchos, sobre todo los primeros, son reseñas, pero no se limitan a reseñar algún disco, también proporcionan información que beneficia al lector, porque da antecedentes de los roqueros, detalla sus obras más importantes, y luego entra en detalles; ésos, los primeros, están escritos con el lenguaje que molestaba a sus primeros críticos, con desenfado, con lenguaje coloquial y a ratos alburero, y con juegos de palabras muy al estilo de La tumba, casi siempre frescos, pero a veces distraen del sentido de la nota.
                Como se trata de un Past Master 1 & 2, la mayoría de las notas fueron recogidas, perdón, en los libros mencionados antes, y juntas, muestran una de las facetas de José Agustín: mago de la palabra, uno de los mejores narradores que ha existido en México, convence al lector de lo que dice, aunque haya más adjetivos que argumentos; no es característica exclusiva suya: casi todos los que hemos escrito sobre música hacemos lo mismo, porque es difícil, además de aburrido, e inútil, demostrar las cualidades de los músicos, a menos que lo que se desee resaltar sean cualidades literarias: los desenfrenos eróticos de Lara, la picardía de Rubén Fuentes, la rebeldía y afán de libertad en Francisco Gabilondo Soler, la iniquidad entre la riqueza musical y la ineptitud literaria de Alfredo Carrasco, el erotismo fresco pero no inocente de María Greever; más difícil aún en el rock, en donde hay tanta variedad no excluyente: admirar a Ry Cooder no impide admirar a Eric Clapton, ni la admiración por éste excluye a Steve Winwood (de quien habla poco Agustín, por cierto).
                Sin embargo, hay un texto que sobresale, el que dedica a José Agustín Ramírez, su tío suyo de su, por quien firma sus libros sin apellido, como lo explica en la primera de sus autobiografías.
                No, no es por hablar de música mexicana no roquera; ya lo hace en un texto sobre José Alfredo, que no puedo desmentir sino acompletar aunque en algo lo contradigo: para mí, más que una profunda tristeza o nostalgia, Jiménez asfaltó la canción ranchera, la puso en el ámbito citadino sin más nostalgia que alguna que otra pieza de remembranza (“Camino de Guanajuato”, por ejemplo); trasladó al provinciano a las calles de la Guerrero, le puso horario de oficinista, pero no le quitó el azoro ante las costumbres citadinas, y se atrevió a mostrarse humillado, a rogar sin cansarse a una mujer, a la que sólo le pide no un poquito de esperanza, sino lograrla (oséase…) o dejar de vivir: lleva el amor hasta sus últimos extremos, aunque después de conseguirla vaya tras otra con la misma pasión, pero es de temerse que no con la misma eficacia sexual que la presumida por Álvaro Carrillo (“tanto tiempo disfrutamos este amor”, por ejemplo). Repito que su visión no excluye la mía, ni  al contrario. Un acierto de Agustín es calificar de blues a la música de Jiménez; aporto que, como Ray Davis en “Lola”, se atrevió a lo ambiguo: “di que vienes de allá, de un mundo raro… porque yo a donde voy hablaré de tu amor como un sueño dorado”; los tiempos han cambiado; quienes no se atrevían a mostrarse como eran, y sólo lo insinuaban, se calificaban como “raros”.
                Pero el texto sobre su tío, el excelente compositor guerrerense, es uno de sus textos no narrativos más bellos, cálidos, y de gran eficacia literaria: conmueve al lector, retrata al personaje como un bohemio, al que a ratos lo sepulta la afición por el alcohol, o lo distrae la pasión por alguna mujer, de las que tuvo varias sin hacerlas infelices, como sucede con los que conquistan a muchas. El relato sin ficción tiene tanta belleza como sus textos autobiográficos: es alegre aunque lo que narra no sea el de una vida feliz (aunque tampoco fue infeliz), lo describe como alguien alegre aunque a veces le gane la inquietud y la melancolía, que no la nostalgia. Las anécdotas que cuentan consiguen que el lector imagine al personaje sin haber visto retratos suyos; consigue también que se sienta el ámbito de sus canciones, y hace que uno las busque para volver a escucharlas con otros oídos; es un rescate formidable de un músico formidable, del que insinúa que por su falta de ambición una de sus mejores canciones se la haya adjudicado como suya su amigo y compadre Lorenzo Barcelata, lo que es muy creíble porque de Barcelata no se conocen muchas piezas de esa calidad, y las que sobresalen son por su carácter alburero (“En medio de la sabana / gorgorea un coconito / y todos los días su nana/ le baja maiz del cerrito / así le baja tu hermana / al otro buey su maicito… cuando dos quieren a una / y los dos están presentes / el uno cierra los ojos / y el otro aprieta los dientes” –“Coconito”— ; “Cuando te quise te pusistes muy mañosa / y por el mundo te me echastes a correr / busca otro maje porque ora no me toca, / tú ya no soplas como mujer… ese tiempo feliz ya no me importa / no estás de moda, ya no es ayer / por qué me sigues y me dices que no me horcas / y tú ya no soplas como mujer… busca un espejo pa’ que veas estás muy chocha / ya no me cuadras como me cuadraste ayer / quiero que sepas que tengo otra muy piocha / y tú ya no soplas como mujer” –“Ya no soplas”— “Ay qué buena está mi ahijada / pa’ qué la habré bautizado” –“El arreo”—), y las afortunadas coplas de retache de Allá en el Rancho Grande, aunque es más afortunada la frase con que le contesta Tito Guízar al propio Barcelata: “eso que me dijiste en verso quiero que me lo repitas en prosa”. Ramírez tiene una calidad a la altura de los mejores compositores contemporáneos suyos, pero sobre todo el retrato que traza su sobrino es por la persona, el generoso, el que alienta y ayuda, el que está cuando se necesita, el que reconforta y alienta, el que es imprescindible y se le extraña cuando ya no está.
                Está incluido un texto tanto de cine como de literatura, “El asesino de Sherlock Holmes”, que tuvo la generosidad de dedicarme, por una columna de reseñas librescas que sostuve por algún tiempo, “El sabueso de las Baskeville”, título que me regaló Hugo Martínez Téllez, y que se refiere a un tipo de letra casi en desuso; habla de uno de los personajes más entrañables de la literatura, pionero del género policial y de deducción, imposible de imaginar ahora por sus vicios privados (cocainómano, misógino, sospechoso de homosexualidad no confesada, desprecio por la autoridad, menosprecio por los inferiores a él, oséase casi todos); habría que recurrir a él para saber por qué en ese texto, por supuesto uno de mis favoritos, se acumularon las pocas erratas que hay en el volumen; la más curiosa de todas: Clonan Doyle.
                En fin, en este Past Master está el Agustín menos apreciado, que si es algo menos bueno que el formidable narrador que siempre ha sido (confesión no pedida: De perfil es una de las tres novelas que releo cada año, y cada vez le encuentro algo que no había visto o entrevisto), es también imprescindible, por lo que enseña y lo que contagia (entusiasmo, pues).
               

martes, 26 de junio de 2018

Casa de citas, o cariñitos de un instante


¿Cuántos hombres has tenido?, pregunta Meryll Noe Blake a Liz Hamilton; ¿Después de cuántos eres puta?, pregunta a su vez el personaje de Hamilton: ¡Tres!, dice rotunda Blake (Blake es el personaje interpretado por Candice Bergen; Hamilton, el que interpreta Jacqueline Bisset, en Ricas y famosas, cinta dirigida por el por lo regular sutil y delicado George Cukor, en 1981). No hay disimulo: la palabra que no se atrevían a pronunciar antes de esa fecha era slut, o sea puta, o guarra en el lenguaje madrileño.
                Esto, a colación del más reciente libro de Humberto Musacchio, en el que con exuberancia lexicográfica y filológica enumera las diferentes maneras de llamar a las que venden placer a los hombres que vienen del mar, como descaradamente cantó Lina Boytler en La mujer del puerto (Arcady Boytler, 1934), en el breve De banqueta y canapé (Luna Media Comunicación, 2017), tan breve que puede sostenerse con una sola mano.
                Con picardía (le llama “bello” al vello púbico), hace gala de conocimientos a lo largo de cinco siglos y cacho de cómo se referían hombres y algunas mujeres a las que se dedicaban al comercio carnal; abreva (verbo muy de su gusto pero que ahora disimuló) en historiadores, registros, poemas, novelas, de autores desde la Colonia hasta las primeras décadas del siglo XX, por lo regular con justicia aunque se le escape uno que otro adjetivo no siempre amable. Por géneros, épocas, estilos de vida y hasta barrios citadinos, describe cómo se le llamó a quienes despertaban bajas pasiones entre funcionarios del gobierno, del clero, de la milicia y sobre todo entre los hombres que no encontraban cómo desfogar sus ardores (”Great balls of fire”, los describe Jerry Lee Lewis), fuera un desahogo o una urgencia (“It’s now or never, be mine tonight”, urgió Elvis Presley), o para encontrar el aroma de labios que no fueran de la gélida esposa, o a buscar calor del nido que se deja en el olvido.
                Llama la atención el número de calificativos con que se cataloga a las mujeres a quienes la vida en su avalancha arrastró (favor de hacer una pausa para evitar la sinalefa); Musacchio, hombre con conciencia, aclara que la mayoría de las pecadoras lo eran por cuestiones sociales y económicas (aunque cualquiera mal haga), como las protagonistas de las obras de Gamboa, de Micrós, de los poemas de Plaza y de Acuña; no se distinguen, en las consecuencias, de las víctimas del engaño que van por la vida recordando a un hombre y arrastrando a un niño, que se creyeron las promesas de quienes las usaron y las olvidaron (aunque hay que hacer un espacio a una categoría especial, la de "la costurerita que dio su mal paso / y lo peor de todo, sin necesidad", la personaje de un poema de Evaristo Carriego, compilado por Luis Miguel Aguilar en su excelente antología de poesía popular, y recordado, el poema, por Jorge Luis Borges en sus lecciones sobre El tango, editado recientemente por Lumen).
                Hay que hacer notar la diferencia notable de la escasez de adjetivos en los diccionarios, incluidos los de sinónimos y antónimos, con los recogidos (¿sustantivo?) en los diccionarios de Corripio (29) y Casares (cerca de cien), muy superiores a los del DRAE y otros más puritanos, sobre todo en las definiciones. Y eso que Musacchio no se detuvo en el delicioso Los adjetivos de la lengua española, de Honorato Colmenares (edición de autor, 1979), quien encuentra en cada uno un motivo para asestárselo a las pobres damiselas (“Fácil, galante, cortesana, liviana, casquivana. Son adjetivos que se emplean eufemísticamente para no usar el más crudo de mujer pública ni los nombres substantivos: prostituta, ramera, piruja, etc.”); se hubiera divertido bastante.
                Aunque menciona unas cuantas películas en las que las mujeres caen en el arroyo (algunas después son rescatadas por hombres decentes que además le componen canciones que cantan Emilio Tuero y Fernando Fernández –Jorge Negrete, una sola en toda su carrera y eso que le tocó la época de oro de las pecadoras, perdidas, aventureras, callejeras, pero con el gesto alegre de Ninón Sevilla o Meche Barba), se le escapan muchas que narran las que sobreviven a la tragedia gracias a su carácter y a la mala memoria de sus maridos. Sobre todo, las que pueblan canciones que narran las vivencias de las que sólo son pasivas, cariñitos de un instante y no volverlas a ver, las que como aberrantes vivirán, y consciente o inconscientemente viven con el temor de una indiscreción que las convierta en las señoras Bovary de la actualidad.
                Otro punto en el que hay que ahondar (sin albur ni insinuación): ¿el límite de relaciones copulares (oséase, fuera de matrimonio, o antes) es de tres, en la actualidad? ¿Los amigovios, los amigos con derechos, los experimentos, las parejas que viven con el terror de la estabilidad, son lo mismo que las aventuras premaritales de antes; las fiestas y despedidas donde por no dejar se dejan, las convierten en las mujeres dignas de los adjetivos que recoge Musacchio? Los matrimonios prematuros durante las Guerras Mundiales y los períodos inmediatamente posteriores, que fueron definidos por Carlos Barocela con tanta precisión: “hay tanta adolescencia apresurada y tanta soledad arrepentida”; las épocas de crisis social, política, económica han desestabilizado las relaciones de pareja, por no mencionar que las presiones provocan que se inicien mucho antes que lo que se acostumbraba en las épocas de López Velarde, que recurría a las damas galantes sin precaver la gota categórica, o conformarse con evocar a la prima a la que se "la deba" la costumbre heroicamente insana de hablar solo, a falta del amor amoroso de las parejas pares. Nadie se escandaliza de que no se expongan sábanas con manchas de púrpura. Oséase, ya nada es lo mismo.
                Claro, no se le puede reprochar la ausencia de pasajes de Casi el paraíso, de La región más transparente o De perfil, en la que si no hay una apología, hay una visión casi cómplice de las prostiputas: ya son muy recientes; en cambio se le puede reprochar que nos haya escamoteado el cartel de El camino del infierno, anunciado pero no incluido, y la omisión de un cartel de El baño de Afrodita, con las argentinas piernas de Rosario Granados, única cinta donde ésta no es pudibunda y sí tentadora, y el calificativo que merecería la poseedora de la bruna cabellera y las lianas del cuerpo retorcidas en el torso viril que la subyuga con una gran palpitación de vidas.
                Como es costumbre en las ediciones de los pescadores de perlas, se fueron varias erratas, la más curiosa: la ausencia de un acento en el nombre del encargado de la edición.

(Ojo: todo el escrito, como ha visto el lector atento, es una casa de citas.)


(Otro ojo: esta reseña fue censurada en alguna que otra publicación.)