domingo, 17 de marzo de 2019

Imprecisiones cinematográficas de Carlos Monsiváis


En un ensayo publicado en Nexos, cuando se rendía homenaje nacional a Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco dijo que, al revisar la bibliografía de su amigo, desconocía varios de los títulos, aunque seguramente no el de Principados y potestades, el primero de los que publicó, pues fue editado por Librería Madero, en la que Pacheco publicó varios  volúmenes breves que no están considerados ni siquiera por sus más entusiastas seguidores. Ese pequeño tomo no está en la bibliografía oficial de Carlos. En principio, algunos de esos títulos los tengo, unos por la generosidad del  propio Carlos, y uno, rarísimo, por la de Eduardo Langagne. Pero me faltan varios.

                En la más reciente edición de la desastrosa feria de Minería encontré el más reciente de esos títulos, integrado por sus escritos sobre cine: Carlos Monsiváis: reflexiones acerca del cine mexicano, compilado por David R. Maciel y con el sello de la Cineteca Nacional; fechado en 2017, aunque en la página legal se dice que es de 2018, y en el colofón se confirma que terminó de imprimirse en febrero de 2018. Comparten créditos el gobierno de la República y la ahora tan desacreditada Secretaría de Cultura. La edición estuvo a cargo de la Subdirección de Publicaciones de la Cineteca, con muy mal tino, más bien con inexperiencia. Por fortuna tiene un insólito tiraje de sólo mil ejemplares, por lo que los editores tienen oportunidad de corregirlo para una segunda edición.

                En su autobiografía precoz, Monsiváis afirmaba que cuando aceptó conducir el celebérrimo programa de Radio UNAM, El cine y la crítica, no sabía nada de cine. Muchos de los textos incluidos en este volumen lo demuestran.

                En primer lugar, era aficionado al cine, y perteneció al grupo de cinéfilos que en los años sesenta editó una revista, Nuevo cine, pero sus conocimientos estaban limitados por sus aficiones popsociológicas; ve, más que filmes, buenos o malos, conductas masivas, reflejos de la historia patria, máscaras en vez de rostros, personajes en lugar de actores; cae en el lugar común de afirmar que el cine mexicano es malo, pero no da razones técnicas o estéticas, sólo míticas.

                Para comenzar por el principio, el antologador debió de haber leído el material antes de entregarlo, porque hay textos que parecen repetidos; no lo son, porque tienen pequeñísimas diferencias, pero es que Monsiváis entregaba casi los mismos textos a diferentes revistas (no sólo de cine: un célebre ensayo, “He leído un artículo formidable pero no ha sido éste” lo publicó primero en La cultura en México y después en Eros); pero aparte de estos casos, parece el mismo porque siempre se refiere a las mismas cintas: Allá en el Rancho Grande, María Candelaria, Enamorada, Distinto amanecer, Ahí está el detalle, Calabacitas tiernas, una y otra vez. A lo largo de los años es incapaz de variar su visión, y siempre dice lo mismo de Pedro Infante, Pedro Armendáriz, Jorge Negrete, María Félix, Dolores del Río, Fernando Soler, Sara García, Joaquín Pardavé; algunas vagas menciones a don Andrés Soler no reparan las omisiones: Andrés Soler nunca tuvo actuación mala, aunque no siempre en buenas películas.

                Conocido misógino, Monsiváis tiene preferencia por las actrices que hicieron de damas malas en las cintas de los años cuarenta y cincuenta (Ninón Sevilla y sus lugares comunes repitiendo lo que dijo Truffaut; Meche Barba, Rosa Carmina, Leticia Palma) sin destacar su erotismo, sólo sus bajas pasiones; no hay referencias a las heroínas, apenas unas vagas menciones, y no a las mejores ni a las villanas cuando se salen de su marco teórico; por ejemplo, no hay elogios por la Gloria Marín comediante, ni al Jorge Negrete festivo cuando se sale de su papel de charro noble (pareciera que sólo vio Historia de un gran amor y no La mujer que no miente o ¡Qué hombre tan simpático, ni de Negrete Un gallo en corral ajeno o Los tres alegres compadres).

                Cuando habla de Fernando Soler sólo importan sus papeles de padre enérgico que vive días  trágicos por el mal comportamiento de su hijo consentido, y a veces, del padre que sucumbe a la tentación de una mala mujer, pero no hay palabras para el extraordinario bailarín de conga, rumba o de bailes típicos en los que coquetea con las campesinas; Sara García sólo llora en silencio, pero no hay menciones a la abuela consentidora, ni a la simpática vecina chismosa, ni a la que pronuncia una de las mejores frases del cine mexicano: “viejas tenían que ser para ser tan chismosas”, o la que baila muy alegre una polka con Soler o un son con Antonio Espino; desde luego, alguien que se proclamó como la imagen viva del joie de vivre de la Cuatlicue, y que no le entraba a las tarántulas (cita que ahora pocos entenderán), no iba a reparar que el baile más cercano a las alturas de Fred Astaire es el paso del avioncito que se revienta Andrés Soler en Las viudas del chachachá.

                Pudibundo y mojigato, Monsiváis no entiende los albures o los acosos sexuales de Cantinflas, o los de Tin Tan (el primero, diciendo a Carolina Barret, Christiane Martel, Amparo Arozamena  o Alma Rosa Aguirre que están bien buenas; el segundo, haciendo insinuaciones eróticas a Silvia Pinal, o a Rosita Fornés, quien apenas aguanta la risa), y omite cuando Pedro Infante admira los traseros de Irma Dorantes y Carmelita González, o cuando Antonio Badú exclama, a mitad de una canción, “ése es mi hermano el chiquito” y que, alburero, Infante simula asombro antes de contestar “¿eh?” (por eludir la censura no dijo “¿mande?”).

                Para Monsiváis no existe picardía en el cine mexicano, que la hay hasta en los más amargos melodramas; no hay menciones a las caras de José María Linares Rivas o Carlos López Moctezuma llenas de turbación al admirar los traseros de Gloria Marín o de Lilia Prado (un destacado poeta mexicano dice que a Prado “la debe la heroicamente insana costumbre de hablar solo”) (paréntesis obligatorio, y a propósito de pum, ese verso se lo corrigieron a Carlos Monsiváis en su segunda edición de la Poesía mexicana del siglo xx). Para Monsiváis, todo nuestro cine es trágico, aun el cómico, y se pierde a Manolín y Schillinski, a Borolas, y a toda una inmensidad de actores que hicieron el deleite de los espectadores; no cita siquiera a Mauricio Garcés, y eso que éste lo cita, junto a José Luis Cuevas, en Modisto de señoras, aunque Monsiváis dice “modistos”, cuando la palabra correcta es “modistas”. Se perdió al Caballo Rojas, al Flaco Ibáñez, a Zayas, a Carmen Salinas y ciertos momentos de Sasha Montenegro y de cierta Julissa (“para eso son, pero se piden”).

                Aunque haya muchas referencias cinematográficas en muchos de sus escritos (alguna  equivocada: en su autobiografía dice que “una frase como ‘tócala otra vez, Sam’ es tan importante como ‘Desde lo alto de estas pirámides’”; se refiere a Casablanca, sólo que esa frase nunca la pronuncian en la célebre cinta ni Bogart ni Bergman), Monsiváis se enfrenta al cine como un espectador privilegiado por su inteligencia, no por sus conocimientos del cine.

                Incluso comete muchos errores: insiste en afirmar que la coestrella de Esquina, bajan y Ahí lugar para…dos (título mal citado todas las veces) es Amanda del Llano, quien sí fue protagonista junto a David Silva, pero de Campeón sin corona (en una reunión en el café París, con Anamari Gomis y Margarita García Flores el 10 de mayo de 1978, le señalé su error, pero nunca lo corrigió en sus escritos); afirma que la coestrella de Ahora soy rico es Silvia Pinal, quien es protagonista secundaria de Un rincón cerca del cielo, pero no de la secuela.

                Tiene errores de apreciación; afirma que Los hijos de María Morales es un desastre, que los Soler también lo son, y que Escuela de rateros es una de las mejores comedias de Pedro Infante, cuando allí tiene una de sus peores actuaciones; en su escala de mitos no coloca en ningún sitio a Emilio Tuero, quien representó durante un lustro a la clase pobre en ascenso a media-baja, y entre los villanos apenas menciona de paso a Alfonso Bedoya y dedica unas cuantas palabras de elogio a Miguel Inclán, pero le pasan inadvertidos  Arturo Martínez, López Moctezuma, Linares Rivas; y no se diga la ausencia de las mujeres, excepto a las que cataloga como ídolos prehispánicos; Silvia Pïnal aparece sin su desenfreno, su desparpajo, su natural erotismo desbordante que pone a temblar a Tuero, en una película mala que se salva sólo por esos instantes cercano a la impudicia (Pinal presumiendo sus hermosas piernas, Martel su escote prodigioso); ¿qué sería de Resortes sin Lilia Prado, de Tin Tan sin Rosita Quintana o Ana Berta Lepe, de Rafael Baledón sin Lilia Michel? ¿Y las comparsas Chicote y Agustín Isunza? ¿Y los indispensables extras Carlhillos y Hernán Vera, tal vez los extras más prolíficos y no sólo del cine mexicano? No se sabe: en este libro no existen.



Pero hay otro aspecto peor: a los textos a ratos divertidos aunque sean repetitivos y también a ratos desabridos, hay que sumar la pésima edición: no sólo las erratas, que persiguieron a Monsiváis en varias ediciones (la primera de Amor perdido llevaba una nota alarmante en las dedicatorias: piedad para la errata), aquí aparecen casi en cada página: pareciera que escanearon los textos, y pasaron el corrector de Word 2007; breve enumeración: en los epígrafes del primer ensayo compilado, “El cine nacional” se dice “Si una mujer nos traiciona, pues la perdonamos y ya, al fin y al cabo es mujer…”; la frase real de Jorge Negrete es “Cuando una mujer nos traiciona, la perdonamos y en paz, al fin y al cabo es mujer…”; otro epígrafe es: “Quiubo, ¿se es o no se es?”, bien citado, pero se dice pronunciada en Carisma, cinta inexistente; la dice Negrete en Canaima; a Herman Bellinhausen le cambian el apellido a Hellinhausen, y hay una variación de acentuaciones como muestrario de lo que no se debe hacer, así como títulos y palabras cambiadas al gusto del escaneo sin cuidado y de una revisión nada profesional. Y hay datos que asombran: Monsiváis afirma que la segunda edición de la Historia documental del cine mexicano de Emilio García Riera, publicada por la Universidad de Guadalajara, tiene 22 volúmenes, aunque en realidad son 17, más otros dos de autoría colectiva. Y así, una cantidad de errores entre leves y graves, y casi todos corregibles.

                Una tipografía pequeñísima, difícil de leer sin confusiones, y un interlineado desafiante, podría explicar la abundancia de erratas; sin embargo, no justifica los errores de Monsiváis que un buen editor podría haber corregido; Monsiváis se lo hubiera agradecido.



Carlos Monsiváis: reflexiones acerca del cine mexicano, por David Maciel, 2018, 285 pp, Gobierno de la República, Secretaría de Cultura, Cineteca Nacional.

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