lunes, 8 de abril de 2013

Lo que es el lenguaje, lo que son las mujeres libres de Donen, lo que es la corrección política


Carlos Monsiváis logró ponerle fecha a la invención de la ola, originada en un estadio de futbol americano colegial, en Texas, aunque muchos creen que fue en México, durante el Campeonato Mundial de 1986; cierto, aquí se popularizó, aunque se haya tomado de otros ámbitos. Es más difícil, en cambio, saber dónde se dijo por primera vez “lo que es”; oí la frase, aturdido, a los reporteros de los programas televisivos, que andan observando el tránsito citadino: “vemos un embotellamiento en lo que es el Paseo de la Reforma”. Es harto conocido que los reporteros redactan, o teclean (que no escriben) con lugares comunes, y que lo hacen de manera mecánica, o automática, sin enterarse siquiera de lo que ponen por escrito, ni mucho menos cuando recitan para pasar al aire: aun en los mejores diarios caen en inconsistencias gramaticales: “pasó su primer noche en la cárcel”, sin importar que “primer” sea masculino y “noche” femenino (y “su primer victoria”, y otras muchas) o lo hacen con cacofonías (“se prepara para”) o con redundancias (“¿cuáles son sus planes para el futuro”, “llegó sin previa cita”, “la primera vez que lo conocí”). (Un político, para justificar los ataques que lanzaba contra un rival, sentenció: “él empezó primero”.)
                El problema es que “lo que es” trascendió rápido: fui a comprar unas revistas de música, y el vendedor, muy atento, me obsequió una tarjeta para piratear legalmente diez melodías, las que escogiera (no importa que sea en detrimento de la calidad, muchos ya no compran discos, y en su lugar los descargan de internet); muy amable me la entregó: le doy lo que es esta tarjeta para que baje (así lo dijo) lo que son diez canciones. Todos los vendedores, los que prestan servicios, los meseros, cuando explican su oferta, espetan “lo que es”. Sé que no debería de enojarme, que sería mejor que me divirtiera, pero me molesta tanto la muletilla como otras no menos absurdas, como “mensajear” o “textear” (los académicos, pobres, intentan tranquilizar su conciencia al pedir que se escriba “tuitear” en vez de tweetear”), aunque sé que éstas pasarán de moda, como aquellos “Nova renova el placer de fumar” o “alturízate” de los años sesenta, o el “sanforizado” de los cincuenta, palabras que desaparecieron al suprimirse los productos (los cigarros Nova, los zapatos Canadá con chicos taconzotes, o la ropa que no encogía al lavarse por primera vez); pasarán como pasaron “presupuestar” aunque la Real Academia lo haya admitido cuando nadie lo usaba, o “planificar” cuando dejaron de dar lata los tecnócratas en las secretarías de gobierno, términos que ya no usan ni siquiera los burócratas.

Esos errores no son propiedad de los reporteros de radio y televisión, aunque ellos los hayan popularizado; muchos aspirantes a escritores redactan con tanto descuido, que en una novela reciente, una autora que se cree audaz hace que su protagonista dé el paso decisivo para terminar una relación, empaque su bistec con todo y refrigerador; en su mochila empaca jeans, dos shorts, cinco playeras, un vestido y unas sandalias de plástico. Traje de baño no tiene; se lo comprará a algún vendedor ambulante de la playa. Cepillo de dientes, pasta, un pequeño espejo y un rímel de aceite que de tan espeso logra mantener en su lugar a las pestañas.
                No especifica si el cepillo de dientes, el pequeño espejo y el rímel (que mantiene en su lugar a las pestañas, así dice) se lo va a comprar al mismo vendedor ambulante, a otro en la misma playa, o en una tienda, o si también los lleva en su mochila. Pero es de hacer notar que no empaca calzones; una de dos: o usará a diario los mismos que lleva puestos, o no usa. Descuidada ella, y descuidado su editor que no se asombró de la falta de higiene de la protagonista.
                Otro autor, novel pese a sus muchos libros, hace hablar a sus personajes de la corte de Odín como si fueran burócratas mexicanos: “¿Asunto?”, pregunta Heimdal, ese San Pedro escandinavo, a un viajero que lleva presentes a Odín; y ante la respuesta, vuelve a preguntar: “¿Y?”, y uno lo imagina abriendo un cajón para que allí le deje su cuota.
                Lo de combinar femenino con masculino está muy extendido: la doctor, la arquitecto, la licenciado, la actor, la emperador; y además insisten. Por otro lado, la aceptación de “modisto” traerá como consecuencia hablar de dentistos, futbolistos, novelistos, ensayistos.

En Indiscreción, Stanley Donen hace alarde de una audacia poco frecuente, pero presentada con una elegancia desarmante: para ligarse a Ingrid Bergman, Cary Grant se hace pasar por casado en busca de una aventura, aunque es tan soltero como en todas sus actuaciones, aunque esté casado (como en Arsénico y encaje, casado pero sin estrenarse, y sin poder conseguirlo por culpa de sus tías adorables, pero tan asesinas como su primo reencarnación del monstruo de Frankenstein, y del médico que lo dejó así, el casi mítico Peter Lorre). Diplomático, elegante, se codea con una sociedad que lo respeta, aunque a ella la admira; pero la petición de matrimonio es impensable, por lo que debe fingir infidelidad; al estilo de las cintas de Fred Astaire, la solución es enredada, llena de sobreentendidos y de aclaraciones innecesarias. No hace falta un baile para coronar la trama, sólo que ella debe olvidarse de la aventura, del adulterio tan emocionante, y conformarse con un matrimonio común y corriente. Los papeles de adúlteras lo interpretan actrices de gesto altanero (o resignado, en el cine mexicano, víctimas del engaño del hombre que se aprovecha de su inocencia), desafiante, que se enfrenta a los rumores y las maledicencias, al deseo de otros que piensan que si con un casado, puede hacerlo con cualquier casado. La refinada e inteligente Bergman acepta su derrota, no sin antes mostrarse indignada por el engaño.

¿Cuál es el defecto mayor de Opus 94? El mismo de El Fonógrafo y de Radio Universal: su programación es para amantes del pasado, de las obras muy conocidas, y muy poco de la música contemporánea; piensan que lo más nuevo es Stravinsky y Shostakovich, y muy de vez en cuando aparece Milhaud, y sólo para irritar a los más conservadores.
                No es que tenga malos programas; las intervenciones de Jorge Córdova, por ejemplo, son amenas e informativas, pero no todos son así; las rúbricas de los programas son solemnes y auguran tedio; un programa como La otra versión es interesante, pero no explícito, porque aunque dejan escuchar fragmentos diferentes de una misma pieza, no hay explicaciones de en qué consisten esas diferencias. En los demás programas la música es elegida al azar, o por cuestiones anecdóticas: aniversarios, fallecimientos, pero nada que las hile. Al transmitir una pieza informan de cuál se trata, del compositor, la orquesta y el director y solista, o si el concertista toca solo. No dicen de cuándo es la versión, qué marca la grabó, y cuáles sus cualidades y defectos. Estas explicaciones existen en las transmisiones de las óperas en vivo, pero como los intermedios son muy largos, las explicaciones distraen, y tienen el defecto de que platican el argumento, no las cualidades de los cantantes.
                Hay ofensas; en donde se comentan los programas de la semana, al hablar por ejemplo del concierto de una pianista poco conocida, para ilustrar la obra ponen la versión de Van Cliburn o de Rubinstein o de Arrau.
                Los locutores a veces interrumpen un concierto, como el público que aplaude en el intermedio entre dos movimientos. Se supone que los conocedores aplauden 20 o 30 segundos después de que termina el concierto, pero por lo regular en México, con obras muy conocidas (digamos Huapango) empiezan la ovación antes de que termine la ejecución, como si estuvieran en el festival OTI, donde hacen creer que ya acabó para seguir tocando y que los aplausos se prolonguen, a ver si así apantallan a los jurados, tan ignorantes como el público (por lo regular). En esto también se parecen al Fonógrafo y a Radio Universal: terminan antes que la pieza. Muchos de los comentarios son impertinentes, aunque no dejen de divertir algunos de ellos, como la locutora que ofrece pases dobles para que los afortunados que los obtengan “vayan acompañados por la persona que más quieran, o con alguien de su familia”.
                Frente a la programación de Radio Universidad, Opus se queda muy por abajo, muy conservadora. Pero en ninguna de las dos programan las novedades de, por ejemplo, Jensen, Kopatchinskaya o Hennin (por hablar de las más apantallantes). Si uno trata de orientarse con ellos, no hay manera de estar al día ni en estrenos, grabaciones nuevas de piezas célebres, más que por medio de publicaciones extranjeras, poco accesibles (por culpa de las aduanas o de la distribuidora); y como llegan muy pocos ejemplares a Mixup, uno debe conformarse con la siempre insegura Amazon.com.

Para retomar el tema de lo que es el lenguaje, acaban de amenazar con no sé qué castigos si se usan ciertas palabras que ofendan la condición erótica de una persona que elija la heterodoxia; discriminan a las mujeres que eligen la promiscuidad como forma de diversión o de desafío social; lo que no dice la Suprema Corte de Justicia qué se hace en el caso de las obras literarias donde se difama o se calumnia a ciertos personajes: la retroactividad se aplica si beneficia a los perjudicados: ¿qué va a pasar con ciertos personajes de Alberto Rojas, de Luis de Alba, o incluso de Arturo Martínez, que en una cinta hace de amanerado, de manera muy divertida?; Guillermo Rivas, al hacer de afeminado, se salía del cliché y hacía un papel muy divertido al lado de Manuel Valdés y de Héctor Lechuga. ¿Qué va a pasar con ¿Qué te ha dado esa mujer? y sus personajes equívocos? Por suerte, Jaime Labastida salió en defensa del lenguaje y atacó esas medidas de la SCJ. Ojalá actúe así en otros casos de corrección política y se habla de “capacidades diferentes” (que todos tenemos) o de minusválidos o discapacitados al hablar de inválidos, o de personas menudas al referirse a nosotros los chaparros, o de tercera edad al referirse a los ancianos.
                Es de dudarse, porque ya el gobierno del DF ordenó retirar los saleros en restaurantes, fondas, taquerías;  ¿y donde cocinan sin sal y el platillo es insípido [¿nos ordenarán decir insaboro, para que entiendan los que no entienden?]? Ya tenemos quien nos cuide, nos regañe si fumamos, si tomamos un poco más de los seis gramos de sal diarios necesarios en el organismo, quien nos vigile si expresamos dudas sobre la conducta de un vecino, y quien defienda a los que infringen leyes y reglamentos. En uno de los aciertos, pocos, de facebook, leí esta frase: dictadura es que lo que no está prohibido, es obligatorio. Quién dijera que lo viviríamos en el gobierno de un partido que siempre proclamó respeto a las libertades. Un consejo: que nos obliguen a usar sombreros o boinas para así disminuir las posibilidades del cáncer.

¡Qué bonita es la venganza cuando Dios nos la concede! Ocho años después la razón me dio la razón.

Y además, frente a la ignorancia y la indiferencia, el reconocimiento internacional: verme citado por un escritor extranjero al que no lo mueve ni la amistad ni la simpatía, es preferible a los ataques movidos por la antipatía y el rencor.

En uno de sus escasos errores en su Diccionario de Incorrecciones, Fernando Corripio aconseja que no se use “forofo”, que es un vulgarismo, que es mejor “fanático”; pero el fanático es alguien que se apasiona, que no razona y que adora sin asomo de crítica; Seco dice que los marxistas, que se guían más por el sentimiento que por el raciocinio, son unos fanáticos. Pero en mi Salón de la Fama hay muchos a los que admiro sin dejar de observar sus defectos; por ejemplo, la falta de velocidad de Ted Williams, el fildeo irregular de Lou Gehrigh, el bateo deficiente de Sandy Koufax o el descontrol de Walter Johnson, o el fildeo de Jorge Orta en la segunda base o la indisciplina de Vinicio Castilla, por no hablar de escritores, pintores, cineastas, críticos y músicos a los que admiro pero con el raciocinio y no con la pasión (el cerebro y no el corazón, como dice con tanta inexactitud Manuel Seco). Mi admiración no es de fanático, mucho menos de fan, gringuismo que la Academia no combate (tampoco el más explícito de fans: “yo soy tu fans”, dice un personaje televisivo). Me niego a aceptar el de “hincha”, sólo aceptable al hablar de los aficionados al futbol argentino, así que adopto el de forofo, y me niego a aceptar que todo aficionado a los deportes sea un irracional, un fanático.

Casi todos los días, en la incipiente temporada de beisbol, hay tres blanqueadas. Los expertos dudaban que Luis Cruz tuviera el mismo éxito que en 2012; al momento, va de 17-0; que no se apure: Willie Mays comenzó su carrera con un 15-0, luego pegó un jonrón nada menos que a Warren Spanh, y luego tuvo otros diez turnos en blanco; allí comenzó la racha que lo llevó al Salón de la Fama.

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