lunes, 21 de marzo de 2011

De bibliotecas vivas

Cuando la gente veía la descomunal, aunque muy arreglada, biblioteca de Otaola, en su pequeño departamento en la calle de Sullivan, solían preguntarle si había leído todos los libros, que ocupaban todas las paredes, de piso a techo, y sólo había lugar para algunos cuadros; “todos”, contestaba, “menos éste”, y mostraba una Biblia en miniatura. Si estaba de menos buen humor (raro en él, tan alegre siempre), respondía hosco “dos veces cada uno”.
En una de las pocas visitas que hice a casa de Carlos Monsiváis, me preguntó, dada la amistad que entonces tenía con Gustavo Sainz, si era cierto que Gustavo tenía dieciocho mil volúmenes; “eso calcula”, le dije; “eso no me angustia, yo también tengo como dieciocho mil; ¿pero es cierto que los tiene bien acomodados? Porque mis libros son un desastre; cada vez que quiero releer Pedro Páramo tengo que ir a comprarlo; ya lo tengo como doce veces”.
“Nuestra biblioteca está en continuo movimiento o, como diría Heráclito, en perpetua fluidez. El agujero que dejan los libros prestados nos obsesiona y disminuye la realidad de todos los demás anulando su importancia. Sólo queremos saber cuál es ese libro que tan obviamente falta, que tal vez nunca recuperaremos y quizá nos era indispensable. Así, el vacío, la nada, se hace mucho más real que la realidad. Otras veces, lo que ocurre es que sobran libros. El estante se ha encogido y no podemos devolver a su sitio el libro que tomamos para llevarnos a la cama la noche anterior. Entonces nos invade una secreta sensación de falta de espacio”, dice García Ponce en Desconsideraciones. “Sólo tengo lo que me han gustado”, me dijo una vez que revisaba el librero, hecho de ladrillos, que estaba junto a su escritorio.
Tanto las frases de Otaola como la de García Ponce son las que dan quienes tienen una biblioteca apreciable en sus casas; y uno recuerda aquel escrito de Tito Monterroso de cómo se deshizo de 500 libros, que hacía reír más cuando uno veía sus muy cuidados libreros, en un orden que parecía impecable, acomodados por géneros; el más amplio de la suya era el dedicado a la poesía.
Todos los escritores son maniacos; Sergio Galindo tenía inundada su casa con una biblioteca muy seleccionada, y con novelas policiales por todos lados; no estaba tan apretada, y en medio de los libros de algún escritor que apreciaba, huecos en donde ponía plantas, estatuillas, algún adorno; para cuando haya más libros de esos autores; si no dejo huecos, luego no hay donde poner los nuevos, me explicaba.

¿Por qué todo esto? Porque aprovechando un puente natural, no otorgado por las autoridades para promover el turismo (en contra del civismo: ya no sirven esas fechas para conmemorar acontecimientos históricos, sino para pasear), nos pusimos a arreglar libreros; también, porque hace unos días apareció una edición accesible sobre la biblioteca de José Luis Martínez; tiene más de noventa mil ejemplares, se decía; al darse la noticia de que iba a integrarse, en un apartado, a la Biblioteca México, se dijo que eran como sesenta mil, de los cuales cuarenta y cinco mil son libros, lo que quiere decir que cerca de veinte mil (las cifras son imprecisas) son revistas y suplementos; en el libvro se habla de cuarenta y cinco mil; en el recuento que hace su hijo Rodrigo no consigna ediciones de algunas editoriales importantes, como la Universidad Veracruzana, ni la colección Nuevos Valores (ni alguna otra) de Editorial Novaro, ni Universo, que fue el primer intento de establecer el sistema gringo, de pagar una cantidad, y nunca volver a pagar regalías, y que en ese entonces fracasó, por parte de Diana; no Océano, ni entre los suplementos figuran el Cultural de El Heraldo de México, ni La Onda, de Novedades, por lo que mucho me temo que mi nombre no esté en muchos de los documentos que guarda esta biblioteca, sólo entre los colaboradores de La Cultura en México, la Revista de la Universidad de México, y en Nexos; sospecho que tiene cuando menos uno de La Onda, cuando lo entrevisté, más a él que a Pedro Laín Entralgo, y que más que con palabras me respondía con carcajadas, sobre todo cuando le pregunté a ambos que en cuál de los países obligados a hablar español lo hacían peor: “Venezuela”, me dijo Laín, “parece que tienen una papa caliente en la boca”. Una vez, sin embargo, le obsequié un casete con Pedro y el lobo, interpretado por Carlos Chávez y narrado por Carlos Pellicer con su potente voz (que a su vez me regaló Gloria Carmona); a cambio, me obsequió un Netzahualcóyotl, autografiado.
La de José Luis Martínez es una de las bibliotecas más célebres entre los mexicanos; hay otras también célebres, pero que no mantienen el orden de ésta; “el comedor de la casa de José Emilio y Cristina [Pacheco] daba a un pequeño jardín que más parecía una selva por la abundante vegetación impregnada a la ventana como una cortina en todos los verdes posibles. Lo demás eran libreros desbordándose: libros en el comedor, libros en los pasillos, libros en el estudio entrando a mano derecha y seguramente más libros de piso a techo en las habitaciones de la planta alta. Invadidos de libros vivían José Emilio y Cristina…”, narra Vicente Leñero en Los periodistas (pág. 238).
El departamento de Bernardo Giner de los Ríos estaba también atiborrado, en sala, comedor, recámaras los libreros se amontonaban (no sólo fue escenario de fiestas inolvidables, algunas relatadas en libros célebres de escritores mexicanos de los años sesenta); en España vivió rodeado de la biblioteca de su abuelo, la de su padre y la suya, tres bibliotecas célebres.

De todas las bibliotecas, prefiero las que están vivas, aquellas que no aguantan más que unos cuantos días bien organizadas, y cuando uno se da cuenta, ya se tragaron un ejemplar, ya aparece un título mezclado con los de otro autor, o simplemente ya no caben; no es por quejarme, pero por qué cada vez que acomodo los diccionarios me doy cuenta que dejé cuatro o cinco donde no debían estar; por qué cuando terminamos de pasar en limpio la lista advierto que no están los de Ferrater Mora que acabo de adquirir, y en dónde quedó perdido para siempre el Diccionario Español-Purépecha, que ni siquiera llegué a hojear y que de pronto aparece en alguno de mis sueños, enterrado entre libros de arte, y que en la vida real no puede estar allí, por el tamaño. (Supongo que para algunos será inverosímil, pero uno de mis sueños recurrentes es que encuentro una librería de viejo estupenda, grande, limpia y ordenada, en Puente de Alvarado, cerca de Lerdo Chiquito; estoy seguro de haberla visitado un par de veces, pero hace más de 25 años que la busco y no la encuentro, como en canción de la Sonora Santanera, más que en esos sueños angustiosos.) Por qué un día después de acomodar la obra completa de Rafael Alberti me encuentro Roma, peligro para caminantes, en la muy bella edición de Joaquín Mortiz, ya sin lugar para ponerlo junto a sus otros libros; por qué tengo los libros de Dashiell Hammet en tres partes diferentes; por qué tengo perdido un libro de Leñero, que tan estoy seguro de que lo tengo que hasta hice una reseña de él, pero que no aparece por ningún sitio; por qué tengo dos ejemplares de La hija del Caníbal, ambas dedicadas por Rosa Montero.
Quién sabe cuánto nos dure esta racha de querer arreglar los libreros; la última vez que los acomodamos quedaron apretados, pero juntos, los libros de Doris Lessing; ahora están en tres lugares, cercanos pero separados por los libros de Stevenson, de quien me topé con dos títulos que no teníamos, y ahora tampoco caben; ya tampoco caben en un solo sitio los de Vargas Llosa, y eso que renuncié a buscar dos o tres que no conseguí en su momento; pero sus editores no han dejado de enviarme reediciones o ediciones anotadas; y los Carlos Fuentes ya tampoco se están quietos, y soy incapaz de deshacerme de algunas ediciones, aunque sea el mismo título, pero valiosas o entrañables por algún motivo, cada una de ellas, aunque sea por lo mal editada que esté una novela. No diré su nombre, pero hay un autor muy estimable que ha resumido su obra en doce títulos, pero tengo 65 ejemplares de ella; tampoco puedo explicar que tenga tres veces la obra completa de Octavio Paz, pero que no voy a desprenderme de ningún ejemplar de ésos; y cabe la pregunta de por qué si me falta espacio para acomodar unos trescientos ejemplares que estorban el paso para el comedor y la cocina, no hago una selección muy rigurosa para quedarme, como decía García Ponce, “sólo con los que me gustan”. ¿Por qué deshacerme de tres o cuatro de García Ponce que tengo repetidos? No puedo contestarlo.
Aprovechamos el puente, y veremos si podemos organizar, acomodar, y dejar como librero fijo uno que la vida fue convirtiendo en uno de transición, es decir, con libros que estamos por leer, y que una vez leídos vuelve a albergarlos mientras encontramos lugar para él, pero en donde está la mitad de los libros de Monsiváis, que desacomodé para prestárselos a unos ingratos que se clavaron un par de revistas valiosas, y que para no regresármelas tampoco contestaron mis telefonemas. Uno de los pretextos aledaños fue buscar todas las antologías posibles de poesía mexicana, sólo para comprobar que una reciente, y que presume de antologar a autores no antologados, en realidad ignora que ya habían sido antologables; la de malas: no encontré la que buscaba con más ahínco, y que fue la que prepararon los Estridentistas aunque sólo la firmó Manuel Maples Arce (así como la de Cuesta la firmó Cuesta, aunque la prepararon, se dice, Los Contemporáneos; de ésta encontré la primera y la segunda ediciones, pero no la tercera, que quién sabe dónde fue a parar, porque estaba seguro de que la tenía junto a la segunda, ni la cuarta, que la tengo sólo porque es un desastre de edición; la segunda me la prestó Paco Alvarado hará unos 42 años; ya no tengo a quién regresársela, porque además él nunca me regresó un libro de Conrad y uno de Hemingway; esa segunda edición tiene además una bonita historia; se la presumía a alguien cuando se acercó Sergio Galindo; al tomarla, dijo: “al tenerla en mis manos me vino a la memoria que mi ejemplar se lo presté a Dagoberto Guillaumín; eso es mnemotecnia digital”; a raíz de eso comenzó a anotar en una libreta a quién le prestaba algún libro, porque había perdido muchos por olvidar quién se lo pedía prestado; lo malo es que la costumbre le duró un par de semanas. Al encontrar la antología de Maples Arce, que se llama igual que la de Cuesta, comprobé lo que ya sabía: no incluye ninguno de los que sí están en la nueva antología; están en otras, sin embargo. ¿Por qué tengo dos ejemplares de una edición limitada de Renato Leduc, que prácticamente nunca circuló y que es codiciada por los fanáticos de Leduc? ¿Cómo me hice de ellos y cómo es que acabo de darme cuenta, porque además ambos tienen marcas de haber sido leídos por mí?
Lo de malo es que ya nos picamos; entre los diccionarios apareció uno que no recordaba tener; era indispensable, porque además se llama Diccionario, y fue el primero de su tipo de los varios que hizo Raúl Prieto; lo malo es que quitó el lugar a dos libros de fonología, que no tenían por qué estar con los diccionarios, pero no se me había ocurrido dónde ponerlos más que allí; y me hace pensar en si debo seguir manteniendo junto a los diccionarios varios refraneros, algunos muy raros, como uno que editó Vasconcelos en los años veinte, y uno muy reciente cuya característica es su involuntaria misoginia, y que es uno de los dos únicos refraneros que incluye el que aconseja que hay que buscar a la mujer por lo que valga, y no sólo por sus atributos físicos. Pero el mejor, el Refranero Ideológico que obsequiaban con la adquisición de la edición de 1994 del Diccionario de la RAE hace muchos años que está en otro lugar, por falta de espacio, junto a los dos tomos del Seco, y de un diccionario de literatura hispanoamericana, donde me dan exactamente el mismo espacio que a Rosa Montero. Están en el mismo librero, pero no juntos ni revueltos. Y entre los libros de cine ya no caben varias monografías; y los libros de cine de José de la Colina no están entre los libros de cine, por no separarlos de sus cuentos, junto, quién sabe por qué, no a los de Conrad sino a los de Saul Bellow, que deberían estar junto a los de Irish Murdoch, y que en cambio están junto a los de Juan Goytisolo.
Van apenas dos libreros en los que nos hemos metido; dos libreros pequeños, de los más pequeños; quién sabe cuándo acabaremos.

¿Qué laureado escritor mexicano compra libros por metros en las ofertas de supermercados, para llenar los huecos de sus no muy poblados libreros?

1 comentario:

Lázaro Tello dijo...

Cuando guste, consigo un auto para llevarme algunos ejemplares "molestos" de su biblioteca. Saludos.