lunes, 31 de enero de 2011

Más contradicciones de Pedro Infante

Después de su excelente actuación en La vida no vale nada, era ya notoria que había aumentado la popularidad de Pedro Infante en sectores socioeconómicos más favorecidos; sus cintas ya no estrenaban en los cines de la Merced, aunque alguno todavía se estrenaba en el céntrico pero no privilegiado Olimpia o, peor, el Mariscala, pero oscilaban entre el Orfeón, de Luis Moya; el México, en avenida Cuauhtémoc, o el más de lujo Chapultepec, que se mantuvo en buen nivel hasta mediados de los ochenta, en que lo especializaron en mexicanas casi pícaras, como Tres lancheros muy picudos.
La vida no vale nada se estrenó en el Metropólitan, uno de los pocos que siguen funcionando, aunque ya no como cine. Pueblo, canto y esperanza se estrenó en el Palacio Chino, más o menos de moda; integrada por tres cortos, Rogelio González dirigió el estelarizado por Infante; es el mejor de los tres, pero es oscuro, contradictorio e inconcluso; compartió estelar con Rita Macedo, pero le faltó tiempo a la historia para que formaran una buena pareja.
Un retroceso, o mejor, una interrupción en su carrera, es Los gavilanes, flojísima cinta de Vicente Oroná en donde Infante vuelve a hacer de bandido generoso, jefe de una banda de bandidos generosos, asediado de nuevo por Lilia Prado en competencia con Ana Bertha Lepe, en ese 1954 en plena gloria por haber obtenido el cuarto lugar en un certamen de Miss Universo, en el que ganó el galardón Christian Martell, después también estrella del cine mexicano.
Oroná era un director rutinario con cierto gusto, recuerda Emilio García Riera, por las aventuras, pero especializado en combates cuerpo a cuerpo, mejor si con florete que con revólveres; otros bandidos nobles lo fueron Piporro, Wolf Ruvinsky y Pascual García Peña; en cambio, Ángel Infante es a quien le toca cargar con el papel de villano; hay tres aspectos interesantes en la cinta; la aparición de la entonces ya famosa Angélica María, entonces de diez años pero que parecía menor y que ya había conmovido al público en su aparición en Pecado haciéndola de niño desfavorecido por el oficio de chantajista del padre Roberto Cañedo y el oficio de sufrida de Zully Moreno; otro aspecto, más atractivo, es por las buenas canciones que interpreta, sobre todo “Rosa María”, una de las raras colaboraciones entre José Alfredo Jiménez y Rubén Fuentes, y “Cuando sale la luna”, de las mejores de Jiménez, aunque hay que aguantar “Los Gavilanes” (“no es vergüenza ser bandido si se roba al que es ladrón”), cantada por la banda de criminales nobles; el tercer aspecto es la comparación entre los dos Infante: Pedro, natural y simpático (aunque ya especializado en una simpatía forzada, a priori, esperada por el público) y Ángel, forzado, tieso, y tratando de imitar a su hermano menor.

Después siguió una de las peores que hizo en esa época, Escuela de música, dirigida por un Miguel Zacarías que no estaba en su mejor momento; la combinación de actores es fallida: los estelares son Infante y Libertad Lamarque, pero no hacen pareja sentimental; ella se liga al ya envejecido Luis Aldás, muy lejano al galán improbable de México de mis recuerdos, pero peor actor aún; Infante en cambio se liga a Georgina Barragán, de una belleza discreta y un oficio de actriz mucho mejor que el de sus competidores, de las discípulas de Salvador Novo en el teatro de Bellas Artes, y desperdiciada por el cine pero no por la televisión; no he podido comprobarlo, pero creo recordar que fue motivo de un pequeño escándalo al protagonizar la primera aparición de una actriz en ropa íntima en la televisión, sin que haya sido involuntario: se despoja de la blusa en una escena culminante de Un tranvía llamado Deseo, de Tennesse Williams, al lado de Wolf Ruvinsky (ésa era la televisión mexicana de los años cincuenta). La trama es mínima e insulsa, con algunos detalles pícaros: la doble personalidad de Infante, tímido y taimado, que se desinhibe con cierta bebida; pero de tímido entra al camerino donde están coristas en ropa íntima que se escandalizan; hay sobre todo un torneo de canciones, algunas aceptables y otras bastante malas; Lamarque imita a Infante, o mejor dicho lo chotea (“si me muero quien mu mu mu las besa”); Infante tiene un acercamiento a lo moderno y canta un chachachá que le quedaba mejor al Trío Avileño; la mejor canción es “Nocturnal”, pero no coincide la voz con los movimientos de los labios de Infante; un dato más curioso aún es que la cinta es en glorioso blanco y negro, pero los números musicales son en horroroso color apastelado; la música supuestamente la interpreta una orquesta de puras mujeres dirigidas por Georgina Barragán, y de lo mejor son las piezas bailables “Brasil” y “Manicero”, en que las bailarinas son generosas mostrando las piernas. Desconcierta ver lo mal que se ve Infante con un smoking blanco que no porta ni con elegancia ni con naturalidad, y son muy notorias las entradas en el cráneo, sobre todo del lado izquierdo, debido a la placa de platino por el accidente aéreo sufrido en Michoacán (en El vizconde de Montecristo, con Tin Tan, unas bailarinas muy bellas cantan “Las manicuristas” y hacen referencia a la placa de platino de Infante). El papel más divertido lo interpreta Piporro, aunque todavía está muy lejos del cine malo pero muy gracioso que realizó en los años sesenta.

Los gavilanes fue la última cinta que filmó en 1954; Escuela de música es de 1955, al igual que La tercera palabra, una de las más prestigiadas de su filmografía; en su reencuentro con Marga López (Cartas marcadas, Los tres García, Vuelven los García, Un rincón cerca del cielo, Ahora soy rico) fue dirigido por Julián Soler, el menos célebre de los cuatro hermanos; con Andrés (don Andrés) tuvo excelentes duelos, en especial en No desearás la mujer de tu hijo; con don Fernando ni se diga, y con Domingo en La vida no vale nada; con ellos tres entabló torneos de actuación memorables y en los que se esforzó por estar a su altura. Julián, con menos prestigio que sus hermanos pero con más oficio de director, tuvo mejor suerte con comedias que con dramas y en ésta demostró mejor madera con las escenas ligeras que con las melodramáticas. Carlos Monsiváis solía citar una escena de La tercera palabra como uno de los mayores momentos del camp mexicano, cuando las tías de Infante en la trama, Sara García y Prudencia Griffel, cantan y se mueven con ritmo una canción con unos versos curiosos: “nosotras somos las ninfas del bosque de la virtud”; en otra escena divertida, Infante, mientras ordeñaba una vaca, canta “Yo soy quien soy y no me parezco a naiden” (hecha con definiciones imposibles: “a veces quisiera ser tortuga para correr, caballo para volar… chaparro para crecer, borracho pa’ no tomar, jumento pa’ no cargar…”, y culmina con una línea que ahora sería perseguida: “y fiel como la mujer”), que termina “mis compañeros son mis buenos animales… chivos y mulas, y uno que otro viejo buey”, estas últimas palabras no las canta, las grita dirigiéndose a Eduardo Alcaraz, quien se asoma a la ventana, molesto. Esta versión de la pieza no aparece en las obras completas de Infante, la colección que sacó Peerles en 16 discos compactos, pero sí en una colección, “A mi pueblo que tanto quiero…”, en el volumen tercero, Orfeón CD20094, que se vendió en kioscos; la compusieron Felipe Bermejo y Manuel Esperón. La trama narra la historia de un muchacho (aunque Infante ya tenía 38 años) educado lejos de la civilización por el padre desilusionado por la infidelidad de la esposa. Feliz e indocumentado es rescatado por las tías; el mayordomo Alcaraz intriga con un abogado para despojarlo de su herencia y de la maestra, Marga López, encargada de desasnarlo, pero que se topa con la resistencia de él a ser letrado, porque lo importante de la vida lo intuye: la existencia de Dios y la de la sexualidad; lo primero, mediante un curioso discernimiento filosófico; lo segundo, cuando ve a Marga López supuestamente bañándose desnuda en un arroyo; el espectador se pierde el desnudo, pero no las bonitas piernas de López, que tanto ocultó a lo largo de su carrera cinematográfica; sólo las mostró en ésta, y en dos cintas con Germán Valdés, El niño perdido, cuando se asoma por unas escaleras con la bata a medio cerrar (¡qué puerta!, digo ¡qué piernas!) y en Los fantasmas burlones, donde baila con Tin-Tan y el Loco Valdés un can-can a ritmo de “Azul pintado de azul”, y no sólo eso, sino que culmina dando la espalda a la cámara y levantándose la falda).
Las mejores actuaciones corren a cargo de Alcaraz, y de Rodolfo (Echeverría)Landa, a quien se le ve verosímil cuando observa con ojos de lascivia a Marga López. La cinta es inconsistente, a ratos inverosímil, y el momento cumbre de Infante es cuando, creyendo infiel a la ya embarazada López, la corre de la casa; ella pregunta si la pueden ayudar con las maletas, e Infante exclama un muy sincero: “llévalas tú”.
Aunque haya buenas escenas y buenas actuaciones, no basta para que sea una buena cinta; es una lástima, porque es cuando más sincero parece Infante en su papel de inocente, es decir, sin mancha y sin culpa original.
Después de ésta sólo realizó cuatro cintas más antes de su accidente final. De ellas hablaré en la próxima.

¿Quién es el académico mexicano de la lengua para el que el superlativo de fría es frígida?
Dice la Ortografía de Lengua Española, realizada por la Real Academia de la Lengua que la h es muda; chance, pero es como el bajo eléctrico de The Rolling Stones (cuando lo toca Billy Wyman); no se oye, pero se siente.

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