domingo, 8 de agosto de 2010

Más remembranzas de Libros Escogidos

Hace poco, en sitios inusitados, vi a la venta El año pasado en Marienbad, la cinta de Alain Resnais basada en un guión de Alain Robbe-Grillet, filmada a principios de los años sesenta; no era un caso aislado, y compartía una estética con las cintas más célebres de Antonioni (Eclipse, Desierto rojo, El grito, La aventura, La noche) o de Visconti (Rocco y sus hermanos, El gatopardo, Vagas estrellas de la Osa Mayor); obras densas, complejas, que reflejaban la crisis personal, la incomunicación, la soledad. Había cierto enlace con las cintas de Bergman, precisamente las de aquella época, de mediados de los cincuenta a mediados de los sesenta, y tenía parentesco también con los filmes de Pasolini.
Comparada con las cintas de acción de Mel Gibson, Tom Cruice y demás actores actuales, la película de Resnais resulta lenta, desesperadamente lenta; sólo narra el acoso de un hombre que pretende que una mujer recuerde el romance que sostuvieron un año antes, en la misma ciudad donde se encuentran; comienza con la descripción de ese sitio, frase que se repite hasta la saciedad; parece la misma, pero hay ligeras variantes que no siempre corresponden a las imágenes; los personajes carecen de nombre, y sólo parece importar la pareja central, aunque algunos otros cobran cierto relieve, pero sólo para completar la anécdota principal; a veces los diálogos coinciden con el momento narrado, pero en general parece que describe la acción del pasado, no el actual.
En su recomendación semanal, mi amigo José Xavier Navar insinúa que el film fue y es incomprensible para el público de 1962 y para el actual, aunque no disminuya la belleza plástica; en México Resnais tuvo seguidores, no sólo entre la crítica (en Nouvelle Vague se recogen dos reseñas inteligentes sobre la cinta, una de Salvador Elizondo –no hay que olvidar que su segundo libro, antes que Farabeuf, estuvo dedicado a Visconti– y la otra de Emilio García Riera, pero de seguro hubo más), sino entre los directores jóvenes, y en especial Juan Ibáñez en Un alma pura y en Los Caifanes deja ver su entusiasmo por la cinta; la primera está narrada por cartas de los dos personajes centrales, que a veces hablan a la cámara, pero rememorando la pasión incestuosa; con esa frialdad y distanciamiento relata o atestigua una fiesta con célebridades (Carlos Fuentes narrando un ligue con versos de “La casada infiel”), o una pelea en una cantina (también con palabras de Carlos Fuentes, retroalimentadas de La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Zona sagrada, Cambio de piel, resumidas en su célebre presentación en Los narradores ante el Público), y la certeza de que el narrador cuenta desde la atemporalidad, y con la conciencia omnipresente y omnisapiente de la tragedia que desde el principio se le da a conocer al espectador.
La influencia no se restringía a lo formal, sino a la necesidad de contar una historia de una manera no tradicional, desde diferentes puntos de vista, desde el testimonio de uno de los protagonistas de un drama, y además rompiendo la estructura tradicional del cine narrativo; alguien expresó que las historias debían tener un principio, un desarrollo y un final, aunque no necesariamente en ese orden. Me acostumbré a ese cine, y el vertiginoso actual puede divertirme, pero a la larga me aburre.

Todo esto, para contar otro episodio de las librerías, de cómo vivíamos en ellas, y de cómo contribuyeron a la formación de nuestras pequeñas bibliotecas.
Aunque no parecieran especializadas, uno buscaba cosas concretas en cada una; en Libros Escogidos encontré varias de las obras a las que más apego tengo, en cuestiones literarias; me veo forzado a repetir, con otras palabras, lo que conté en El juego de las sensaciones elementales, la novela que escribí a cuatro dedos con Gustavo Sainz; una tarde a la semana, por lo regular los martes, Gustavo dedicaba una hora a señalarme los defectos de construcción, de interpretación y algo de gramática elemental en el borrador de mi primera novela, después llamada Háganme lugar; no siempre cumplía, a veces me dejaba plantado porque no se me ocurría llamarle para confirmar, o porque no salía a tiempo de algunos de sus compromisos simultáneos; una tarde, de la que no puedo precisar la fecha pero sí cada una de las palabras que dijimos, me contó que por la mañana le había leído a Polo Duarte una escena de mi novela; dijo que lo dejó impresionado, y me conminó a que fuera esa misma tarde a la librería de Polo, en Avenida Hidalgo, frente a la Alameda. En las autobiografías del mismo Sainz, de Leñero y de José Agustín se hablaba con entusiasmo acerca de Polo; por más que lo retrataban como un desmadroso, su figura imponía respeto.
No era tan alto, y se veía menos alto porque miraba por encima de sus lentes; siempre sonreía, y leía un periódico vespertino, sentado en un banco incómodo tras el pequeño mostrador, en cuya vitrina guardaba los libros más valiosos; el corredor era largo y angosto, y los libreros eran de piso a techo; estaban acomodados por autores, en orden alfabético, y tenía algunas rarezas que se escapaban a la vista de muchos visitantes, cuya galería está conformada por nombres desde entonces célebres; por la época en que lo conocí los más asiduos eran Otaola, Juan Manuel Torres, Gabriel Ramírez, Armando Villagrán, Adrián Brun, Juan Manuel López, Heriberto Juárez, Juan Bañuelos, Raúl Renán, Alberto Bohórquez…
Otaola fue una persona extraordinaria en todo: generosidad, inteligencia, cultura, pero sobre todo el placer de los libros; un doctor Monroy veía con simpatía a quienes gustaban de los libros, y hablaba con sencillez pero con una erudición asombrosa; algún tiempo Guillermo Ochoa lo aprovechó para su programa, y le dieron a la televisión mexicana una dimensión superior; el día que lo conocí, presentados por Polo, me hizo una pregunta que me llega a la mente ahora, a cada rato: ¿le gustaría tener una primera edición del Ulysses?
Con Otaola era obligatorio aprender a leer; en su casa, en la calle de Sullivan, casi frente al entonces hospital para los ferrocarrileros; en su departamento aparentemente minúsculo brotaban libros por todos lados; “todos, menos éste”, y mostraba una Biblia en miniatura; era su respuesta cuando la gente le preguntaba si había leído todos sus libros; una biblioteca viva, pujante, pero ordenada, como nunca he podido tenerla; calaba el gusto de la gente, y sacaba un ejemplar de un escritor casi desconocido, o conocido sólo por él, y leía, con su voz pausada pero no cansada ni metálica, fragmentos intensos, a los que daba aún más intensidad: oye esto de Monica Lange, me decía, y leía tres o cuatro páginas hipnotizantes, embrujantes; o poemas de José Hierro (a quien conocí una mañana gracias a Lourdes Penella; me dedicó su Poesía ya para entonces no Completa, con plumones de distintos colores y dibujos; me recordó las dedicatorias de Ota, floridas y coloridas, aunque usaba una sola pluma), Félix Grande; y aunque me hice de los libros de los que me leyó algo, nunca encontré la intensidad que le daba su voz que no parecía salir de aquel ser menudo pero poderoso.
Algún día me pidió que leyera, por él, una novela deslumbrante, La señorita, de Ramón Nieto; mis ojos cansados ya no pueden entrarle a esto, me dijo: una novela llena de laberintos, trampas, recovecos, salidas falsas, pero no sostenida con palabrería, sino con lenguaje; por esos días, semanas antes o después, Gustavo Sainz puso en mis manos La celosía, de Robbe-Grillet, y Por el canal de Panamá, de Malcolm Lowry en la traducción de Salvador Elizondo; ya para entonces trabajaba con él, y los ratos de ocio o los ocupábamos con charlas sobre “nenas, libros y literatura”, o me dejaba leer; Robbe-Grillet despedazó mi noción de literatura, y la hizo volar en mil fragmentos, cada uno de los cuales debí de seguir para reintegrarlos en un solo núcleo; frenético e hipnotizado, hice esperar a Arturo Jiménez, desesperado para ir a visitar a mi amiga Patricia Proal, hasta que terminé la breve pero dilatada novelita en la que un hombre observa, párrafo tras párrafo, tras la celosía, cómo su mujer baja del auto del que él considera su mejor amigo.
Me fue difícil entrarte a La señorita; cuatro historias se alternan para describir todas las posibilidades de la vida, en diferentes dimensiones; cada semana Ota me recomendaba libros parecidos, pero me pedía que no abandonara otras lecturas aparentemente más lineales. Me temo que no le hice caso: me molestan las novelitas autobiográficas, o que cuentan las aventuras de los abuelos y que son las mismas que vivieron todos los abuelos; o que narran viajes alrededor del ombligo del autor, como si fueran interesantes; a veces dejan ver talento narrativo; la mayoría carece de talento literario.

La tarde-noche que acepté la invitación de Sainz para visitar a Polo Duarte salí lleno de libros de los que nunca había oído; Polo describió la escena de mi novela como si la estuviera leyendo; me interrogó sobre mis lecturas, y me dio dos libros, a crédito (la generosidad de Sainz no era en los salarios; la de Polo era ilimitada), de Thomas Mann: Penas tempranas y Las tablas de la ley; Sainz después me dijo que había apantallado a Polo hablándole de La montaña mágica; aun ahora tengo una colección de títulos de Mann que no encuentro en librerías, aunque debo confesar que me tardé muchos años antes de entrarle a Los Bodenbrook, a la que le tenía prejuicios, y ahora ya no sé cuál de ellos me gusta más.
Entre Polo, Sainz, Juan Manuel Torres y Otaola me daban tantas recomendaciones que caí en el error de leer dos libros simultáneamente, lo que José Emilio Pacheco me aconsejó no volver a cometer porque confundía las tramas y las estructuras. Me temo que ahora a veces no puedo sino desoírlo, y siempre pago las consecuencias.
A Polo y a Otaola debo la pasión por las primeras ediciones, de las que hablaré después, pero la única materia en la que fui superior a Ota fue en la suerte para encontrarlos: el mediodía de un sábado, como era costumbre, nos fuimos en grupo a El Horreo todos los que estábamos en Libros Escogidos; ocupábamos dos mesas que habían juntado los meseros; alguien, creo que Raúl Renán, llegó con la noticia de que acababa de llegar un embarque de Sudamericana a la Librería del Sótano; fuimos todos, pero en dos grupos; no recuerdo quién más iba, pero Otaola y yo entramos juntos, y juntos recorrimos los pasillos de aquella librería que efectivamente estaba en el sótano del edificio que albergaba un café, y el cine Variedades. De la librería y de cómo creció hablaré con detenimiento después; acababan entonces de extenderse, y en un rincón de la última sección habían colocado decenas de ejemplares de Boquitas pintadas, la segunda, excelente, novela de Manuel Puig; todos (debíamos haber sido unos ocho o nueve) tomamos un ejemplar; yo, pegado a Otaola, siguiendo sus recomendaciones; me habló del lenguaje, el estilo, los juegos pirotécnicos del argentino, que había demostrado en La traición de Rita Hayworth; sus palabras, y lo que sucedió después hizo que olvidara qué otros títulos aproveché, no muchos porque los libros llegaban no muy baratos.
Pero al regresar al Horreo todos hojeaban sus libros; Ota vio que su Boquitas pintadas era la segunda edición; en realidad, todos tenían una segunda edición; la mía era una primera edición; años después Puig se asombró de que la tuviera, porque suponía que se había agotado en Argentina y sólo había llegado a México a partir de la segunda.
–Estábamos juntos, la tomamos al mismo tiempo, del mismo librero, y a este hombre le tocó una primera edición y a mí una segunda– decía, aparantando quejarse.
Ofrecí que cambiáramos ejemplares, que él, con tantas primeras ediciones en su biblioteca, merecía tener también ésa.
–De ninguna manera. Si te tocó la primera fue por algo –se negó a aceptar.

Otra tarde alguien nos dijo que había ejemplares del Diccionario de lugares comunes, de Flaubert, en la Librería de Cristal; fuimos Ota, Renán y yo, apenas terminamos la cerveza que disfrutábamos; era la traducción de Alberto Ciria, para la editorial de Jorge Álvarez; compré tres ejemplares, uno para Lourdes, otro para Arturo Valdés Olmedo, y otro para mí; tengo varias versiones diferentes, y hasta con títulos diferentes (Diccionario de tópicos; Diccionario de ideas recibidas; Diccionario de ideas simples); ésta es la mejor; fue el último libro que compré en la Pérgola de la Alameda.
No todo fue tan bueno en Libros Escogidos; durante dos años fui de los amigos más cercanos a Polo, al grado de que comí en su casa varias veces, me regaló la amistad de Chucho Vargas Heredia, y me mostró su bodega secreta, de la que me vendió varios títulos inencontrables, en ediciones rarísimas; una de ellas, Estos trece, hizo palidecer de envidia a Horacio Crespo, el más fanático de los fanáticos de Faulkner, otro de los escritores que leí obligado por Sainz. Luego de esos dos años tuve varios desencuentros con Polo; en una próxima, si Arturo Valdés me da su venia, hablaré de la buena etapa en Libros Escogidos, y de cómo se fue distorsionando.

Hasta la noche del domingo se habían completado 218 blanquedas en esta temporada de las Ligas Mayores, y el juego 28 con marcador de 1-0, además de otro juego de un hit; van cuatro que se rompen en la novena entrada. Aunque Marco Antonio Pulido me exige que ya no hable bien de los pitchers porque luego son apaleados, no puedo evitar que mi entusiasmo por el beisbol regrese, luego de que tantos años con jonroneros artificiales llevaron tanta mediocridad a los diamantes, en beneficio de las grandes entradas; ni tanto, hay dos o tres equipos en bancarrota; a ver si Ebrard compra uno de ellos, como pretendió con el ahora Washington, aunque no haya parque donde jueguen.

No hay comentarios: