domingo, 25 de enero de 2009

Un árbol, una familia feliz (y una adenda)

Una vieja caricatura de Bugs Bunny (de 1947) terminaba cuando una jauría cada vez mayor acorralaba al único conejo ganador de un Oscar, frente a una librería, y éste se salvaba porque en el momento en que la amenaza crecía, ponían en el aparador el libro de mayor venta: Un árbol crece en Brooklyn; los perros, letrados, veían el título, se olvidaban de Bugs Bunny y emprendían la carrera hacia Brooklyn; por cierto, Bugs Bunny es de esa ciudad neoyorkina.
En los años en que la televisión mexicana transmitía esa caricatura, persistía la fama del libro de Betty Smith; como sucede siempre, se dejó de hablar de ese libro, pero vino una avalancha de recuerdos al toparme con él, por primera vez, en las mesas de novedades en la librería Rosario Castellanos.
No soy el único: al buscar la caricatura en Internet, encuentro que bastantes personas declaran que la primera noticia que tuvieron del libro fue por ella, “A harze grows in Brooklyn”; aunque las referencias del libro y de la autora en enciclopedias y diccionarios los califican de best-sellers, era mucha la tentación de adquirirlo, sólo por el recuerdo.
Pero la sorpresa fue inmensa: se trata de una novela no sólo muy legible, sino también muy agradable, bien narrada, muy emotiva, y con audacias literarias que si bien no son vanguardistas, le dan un carácter muy especial.
Al parecer, se trata de un libro autobiográfico, aunque la autora, que tenía reputación de actriz, declaraba que no era su vida lo que contaba, sino lo que le gustaría que hubiera sido; pero no sólo habla de ella, sus ambiciones, sus frustraciones, sus tropiezos y sus muchos pequeños éxitos: es un retrato (no sabemos si fiel) de Brooklyn, de sus habitantes, de Nueva York, de la vida de los pobres, de su ámbito familiar, de costumbres, de la vida cotidiana hace cerca de un siglo (la novela transcurre en los años diez, cuando no eran raros los automóviles, pero no abundaban; aún no era corriente la luz, y las familias se alumbraban y calentaban con gas; aunque el peligro de la guerra –la primera mundial— era inminente, no sonaba tan catastrófica como ahora; ganarse un dólar costaba muchísimo trabajo, pero rendía para comer, o cuando menos disminuir el hambre; los niños conseguían unos centavos vendiendo desperdicios, papel, y parte lo entregaban a su familia para ayudarse; pese a las carencias, reina una atmósfera de felicidad aunque vivan constantemente desgracias que le duelen a los personajes, pero que las superan sin olvidarlas); no se trata tampoco de una recopilación de anécdotas y datos con tendencia sociológica: es más bien el retrato de una familia, con todo y tías y vecinos y amigos o simples conocidos.
Un árbol crece en Brooklyn cabe en la definición de Balzac, de que la historia de las ciudades y de la sociedad se muestra más en las novelas que en la historia; pero su verdadero valor está en el personaje principal, Francie, una niña que al comenzar el relato está dejando la primera infancia, y al terminar ha sufrido desilusiones escolares, laborales y amorosas; ha vivido en peligro; ha sido humillada, ofendida; ha estado desesperada; ha visto morir a su padre –a quien adora, más que a la madre aunque a ésta le reconozca el sacrificio—; ha ambicionado una vida menos apremiante, lo que ha conseguido a ratos, pero siempre con la certeza de que es una comodidad fugaz y engañosa; pese a todas las desventajas de la vida pobre, es tan feliz como sólo puede serlo quien no se deja vencer, quien está dispuesto a no envejecer, quien decide nunca traicionarse.
Si el personaje sobre quien gira la trama es de una gran riqueza, no lo son menos los demás: los padres, alegres pese a todas las asechanzas adversas, al alcoholismo de él (aunque la palabra sea censurada por las maestras en la novela); al hermano esforzado que nunca deja de ser niño; a la abuela sabia aunque analfabeta; a las tías desmadrosas, cómplices, cachondas, irreverentes y divertidas como son las tías de todas las novelas (como la sensacional tía Lola de Julia Álvarez –la extraordinaria novelista dominicana radicada en Estados Unidos); los familiares paternos que parecen tachados por un destino trágico; los comerciantes que se apiadan de las carencias de sus clientes y los ayudan, tratando de que no parezca caridad; las maestras, las compañeras, los pretendientes de Francie y de las tías e incluso de la madre, viuda joven.
El recuento de los daños es alto, pero la protagonista vive feliz, es alegre, y hay muchos motivos para ello, no es un optimismo exagerado, y menos es un libro de autoayuda.
En la descripción de Brooklyn aparece desde luego el beisbol, pero como los personajes son pobres lo juegan, no van a verlo, aunque hay referencias a los Dodgers, ya desde entonces rivales de los Yanquis (entonces Montañeses) aunque éstos no aparezcan; de lo que sí hay referencias inmediatas es de libros; Francie se la pasa en la biblioteca pública, y devora cuanto libro lee, y no se desilusiona cuando, ya joven sin las apuraciones de la miseria, intenta que la encargada de la biblioteca la reconozca; y como suele haber en cintas, autobiografías y algunas novelas, la literatura más importante es la Biblia, aunque la familia de Francie la enriquece con la lectura diaria de una página de Shakespeare.
La trama se desarrolla a base de anécdotas, y muchas de las vivencias de los personajes son narradas a posteriori, no es exhaustiva sino que completa datos al relatar otros sucesos; y el lenguaje, si bien no es experimental ni tiene la audacia de Faulkner ni la sensualidad de Scott Fitzgerald, es variado, exacto y puntilloso (es de suponer que la traducción no desmerece, aunque uno de los elementos importantes, la hucha –alcancía que nunca crece pero que salva de apuros a los protagonistas— no aparece en el Diccionario de la Real Academia, aunque sí en el Diccionario del Español Actual de Seco).
Un árbol crece en Brooklyn cuenta muchos dramas: asedio sexual, hambre, sacrificios, ignorancia, ausencia de lujos ni siquiera en días clave como Navidad, pero no es un libro triste, aunque hay pasajes conmovedores, que hacen que el lector se estremezca, y en cambio hay muchas páginas felices y no sólo por la eficacia literaria; se incluye un pasaje que sale sobrando dentro de la trama, pero además de que recalca la cercanía de Francie con su padre, es de una comicidad desbordante, cuando relata una visita a un pequeño lago; no es el único capítulo cómico, pero éste asombra por su economía verbal, porque no resulta repugnante aunque contiene momentos grotescos, y porque no exagera en las descripciones, y pese a todo, es regocijante como cualquier página de Un puñado de polvo, de Evelyn Waugh.
Aunque al terminar el libro comienza una nueva etapa de los protagonistas, menos apremiante y se supone que más feliz, Betty Smith no reniega de la vida anterior, e igualmente el lector añora las páginas en que los personajes sufrieron, pero también disfrutaron de una vida extraordinaria.
Las más de 600 páginas de una edición muy digna pero de caja muy grande, en la que no abundan erratas ni solecismos como en casi todos los libros españoles, se leen con placer, y es de los no pocos pero tampoco muchos libros que uno quisiera que no terminaran.
La recomendación de Paul Auster que se destaca en la portada se queda corta: Un árbol crece en Brooklyn (Lumen, 2008) es un libro que deja un sabor de boca muy agradable; ojalá todos los best-sellers tuvieran esa vitalidad.
(A la reseña de la edición de La región más transparente de la Real Academia Española, debo añadir un dato que omití; la Academia intenta ahorrarnos el exceso de mayúsculas que sufría el idioma, solemne y pomposo; pero exagera: pone minúsculas hasta en los nombres propios: cuando los invitados a la edición mencionan un libro clave de la literatura mexicana, El Llano en llamas, ponen "llano" en bajas, aunque se trate de un nombre [como sucede, aunque por razones de ignorancia, cuando se menciona Rosalba y los LLaveros, de Emilio Carballido, pensando que se trata de un objeto para guardar llaves, sin saber que es el apellido de la familia que hospeda a Rosalba]; más aún, al hablar de la Revolución Mexicana, que va en mayúsculas según nuestras normas editoriales, lo ponen en minúsculas, a veces también la "r"; lo mismo hacen con el adjetivo con que se le conoció sobre todo en la literatura: La Bola; al ponerla en minúsculas pierde su significado; lo que no sabemos es si se trata de ignorancia o de actitud política.)

1 comentario:

Anónimo dijo...

El uso de mayúsculas y "minúsculas" suelen dar problemas hasta a los de la Real Academia, los dedazos... a todo el que usa un procesador ¿verdad?