domingo, 24 de junio de 2012

Directores y erotismo: más de Howard Hawks y Wilder

Aunque dirigió varios melodramas, y algunas cintas francamente dramáticas, Howard Hawks hace que sus héroes, rudos y valientes, o sabios y aparentemente interesados sólo en sus actividades específicas, caigan rendidos ante mujeres cuya mayor cualidad aparente es la vitalidad, aunque en realidad son inteligentes que si bien no se avergüenzan de serlo, no gustan de presumirlo. En Bola de fuego, la aparentemente frívola Barbara Stanwyck, novia de un gánster harto simpático, conquista a ocho sabios (de diferentes materias) y los inmiscuye en sus problemas; por ella su intelectualidad se vuelve heroísmo y audacia, e incluso están dispuestos a cualquier sacrificio por ella; el por lo regular frío e insensible Gary Cooper se vuelve intrépido y se enfrenta a oponentes más diestros en el boxeo; gracias a ello, Stanwyck ya no duda en quedarse con él en vez de con Dana Andrews (García Riera en su libro sobre Howard Hawks insinúa que vence a Cooper como actor, y tiene razón); a su vez, los otros siete sabios (en geografía, en filología, en otras ciencias) vencen a los gánsters con inteligencia en vez de usar una fuerza de la que carecen. En The Big Sleep Lauren Bacall hace una villana extraordinaria que en muchas escenas hace tambalear al rudo Humphrey Bogart, en la versión cinematográfica de una de las mejores novelas de Raymond Chandler; Bogart, aunque es el mejor Philip Marlowe del cine, Bacall es el mejor personaje femenino de Chandler en el cine; la sensualidad que derrocha, impropia para la edad que tenía en la vida real, es de lo mejor de la cinta (nada qué ver, pero se cuenta que Hawks y William Faulkner, quienes trabajaron en el guión, se atoraron en una de las escenas: no entendían cómo la había resuelto Chandler, y decidieron escribirle preguntándole cómo debían escribirla; Chandler respondió que no había releído su libro y pidió unos días; cuando al fin contestó, confesó que no le había entendido, y los dejaba en libertad de escribirla como les pareciera; en otro lado, Faulkner contó una muy divertida historia de cómo lo habían contratado y despedido sin haber escrito una sola línea de una cinta que iba a ser dirigida por Hawks). En una de las comedias más divertidas de Hawks, His Girl Friday, Rosalind Russell reta a su arisco jefe Cary Grant, quien no acepta su renuncia al diario que él dirige, ni que se divorcien; entre ambos se burlan de Ralph Bellamy (aspirante a nuevo marido de Russell), y finalmente viven una aventura vertiginosa en la que tiene que ver un erotismo escondido, pero que se hace presente en varias ocasiones; Hawks se toma muy en serio el acto sexual, y sabe que es mejor mientras más divertido resulte; así, hace que el espectador se imagine escenas que no ve, pero que son tan reales que al final Russell decide no divorciarse de Grant y regresar con él, aunque tampoco renuncia a su independencia ni a su libertad. Y aunque The Outlaw no es estrictamente de Hawks (la firma, no se sabe si fraudulentamente, el productor y millonario Howard Hughes), en ella aparece una de las figuras más espectaculares de la historia del cine, el escote (sin nada debajo) de Jane Russell; García Riera supone que Hawks era más fino, pero cuando se descuidaba, dejaba ver, aunque fuera por instantes, la sensualidad de sus estrellas, como lo hace en The Ransom of the Red Chief, en una escena que ya he narrado y que no llamó la atención de los críticos: Fred Allen y Oscar Levant buscan una dirección en un pueblo semicivilizado; se detienen ante una casa y salen a orientarlos todos los habitantes, mayores y menores, y súbitamente surge una mujer joven, con la misma animalidad que Russell; nada dice, sólo se detiene en el quicio de la puerta, y llama la atención de todos; los familiares, con voz seca, le ordenan que vuelva a entrar a la casa; por desgracia no he encontrado el nombre de la actriz que se robaría el corto (20 minutos), si no fuera por la anécdota casi inverosímil, y por la presencia de Lee Arker y de Kathleen Freeman (la maestra de dicción de Lina Lamont en Singin’ in the Rain). Una de sus obras más significativas es El deporte favorito del hombre; aunque no está a la altura de sus grandes comedias, utiliza muchos de los elementos de algunas de sus mejores películas: Paula Prentiss habla sin parar como Katherine Hepburn cuando está aturdida, con lo cual aturde a Rock Hudson (quien hace una copia pálida y sobreactuada de Cary Grant); a Maria Perschy se le baja el cierre del vestido y deja ver las pantaletas (aunque por arriba) blanquísimas, y la espalda desnuda y bien formada (estaba de moda en esos principios de los años sesenta, tal vez por la espalda de Kim Novak, de Doris Day y en México de Silvia Pinal); Hudson la tapa de la misma manera, y caminan igual, que Grant y Hepburn en Domando al bebé, sólo que tienen un final diferente, porque se atora la corbata de Hudson en el cierre del vestido de Perschy, y lo descubre su prometida Charlene Holt; pero la escena es tan vertiginosa que no da lugar al erotismo, aunque sí a la contemplación, así sea momentánea, de la espalda y las tarzaneras de Perschy. Aunque en esa época Prentiss se ganó por esa cinta la fama de poseer las piernas más hermosas de Hollywood, y las exhibe de manera generosa (en shorts y en una falda cortísima con la que está a punto de mostrar las pantaletas) en varias ocasiones, la escena más audaz está a cargo de Holt, quien aparece de pie, con negligé que deja traslucir un brasier insinuante, y unas pantaletas nada breves, pero sí sus piernas largas y esbeltas, como le gustaban a Hawks, en una pose que imitaba la de Angie Dickinson en Río Bravo y que repitió Holt en El Dorado. Pero el tema que más repite es el del beso; Lauren Bacall le dice a Bogart, en Tener y no tener, que “es mejor cuando lo hacen los dos (besarse)”, en respuesta a un beso insípido de él; Dickinson le reprocha a John Wayne “es mucho mejor cuando no lo hace una sola” (antes él no había respondido); en El Dorado, Holt dice una variante de la frase de Dickinson (observaciones, en las dos primeras, de G. Caín); Prentiss primero besa a Hudson, pero él, inconsciente, no lo siente; luego él le da un beso rápido, y aunque a ella la conmociona, él lo hace sin ganas, por salir del paso; el tercer beso (como en El Mil Amores) es definitivo; ella queda trastornada y niega haber sentido placer, aunque al final ruega que vuelva a besarla. Resulta que sí hay un par de desnudos en una película de Hitchcock: en Frenesí se ven los pezones de Barbara Leight-Hunt, y pechos y nalgas de Anna Massey, pero dicen los expertos que, además de fugaces, los desnudos son de dos dobles (también muy apreciables, pero anónimas). Hitchcock le cuenta a François Truffaut en las largas y exhaustivas entrevistas que sostuvieron, que un amigo suyo puso en su buró o mesa de noche una libreta y un lápiz para apuntar un posible argumento que hubiera soñado, luego de tantos que no lograba recordar al despertar, y que sentía que eran mejores que los que se le ocurrían despierto y lúcido; una noche soñó una buena historia, se despertó, y apuntó su sueño; volvió a dormir, tranquilo y satisfecho, sólo que al despertar, ávido de leer lo que había escrito, se encontró con estas palabras: “boy meet a girl”. Ese amigo, del que delicadamente Hitchcock oculta el nombre, fue Billy Wilder, otro director subyugado por la belleza femenina: en primer lugar, es autor de una de las escenas más memorables de Marilyn Monroe, en La comezón del séptimo año (La tentación vive arriba, dicen los Camacho y Menchaca españoles) cuando sale del cine con Tom Ewell, y parada sobre las rejillas del Metro, el viento sube su vestido; en Los Ángeles, dos Marilyn postizas usan un vestido blanco y pantaletas “grannies” del mismo modelo de las de Marilyn, aunque en la cinta nunca las muestra, pero hay decenas de fotografías donde sí se le ven (en la contraportada de la autobiografía de Wilder –Grijalbo, 1993—, Wilder admira las piernas de Monroe, pero ella detiene el vuelo del vestido, con lo que no se le ven las pantaletas, pero sí el principio de los glúteos); aprovechó la sensualidad de Monroe para varias escenas de gran picardía en Una Eva y dos Adanes (Algunos prefieren quemarse, mala traducción de G. Caín a Someone Like it Hot; aunque, peor, en España le dicen Con faldas y a lo loco), cuando suponiendo mujeres a Tony Curtis y a Jack Lemon, comparte cama con ellos, y se mueve de una manera no provocativa, porque no intenta provocarlos, pero deja ansiosos a los espectadores. En ambas Monroe se muestra simpática y desenvuelta y con una sensualidad natural y desarmante; Ewell, de quien la esposa se burla porque considera que no atrae a ninguna mujer, la conquista, sin seducirla, sin tener que fingir hazañas o cualidades que no tiene, sólo con amabilidad y plática amena; aunque sueña con tenerla, se conforma con pasearla, mantenerla contenta, y sólo debe resistir lo tentadora que es; en la segunda Curtis intenta conquistarla imitando a Cary Grant, pero ella prefiere también lo natural y no lo extravagante como podría pensarse dada la sensualidad que derrama en cada movimiento, en su tono de voz, en su versión de “I Wanna Be Loved by You” (con lo que disimula su carencia de entonación); esa sensualidad está contrastada con la comicidad de Joe Brown y de Lemon, quienes al final se llevan la película con las frases “I’m a man” y “Nobody’s perfect”. Con todo, no son las cintas donde hay más sensualidad; sin ocuparnos de todas sus cintas, y sin seguir un hilo cronológico, hay que destacar El apartamento y Kiss me, Stupid; en la primera Jack Lemon es explotado sobre todo por su jefe Fred McMurray, a quien debe prestar su departamento, en vista de su soltería y falta de conquistas y de compromisos, para que el patrón lleve a sus jóvenes amantes a refocilarse con ellas; una, interpretada por una muy joven y fresca Sherley MacLein, al sentirse utilizada por McMurray, intenta suicidarse; él ni siquiera se da cuenta, pero Lemon la salva y la rescata; pese a que por la época no se permitían situaciones que se daban en la vida real, Wilder no castiga a MacLein, aunque no es virgen y aunque ha sido amante de un conocido de Lemon, él la acoge, no le reprocha su pasado muy presente, ni la atosiga con reproches ni tiene intenciones de atormentarla con preguntas impertinentes (“¿y cómo era él, y en qué lugar se enamoró de ti?”, ni mucho menos “¿era mejor que yo?”); aparentemente el tema es la insubordinación de un apocado que se doblega ante sus superiores, pero queda más de manifiesto la libertad sexual, el amor desinteresado, y la ética y la moralidad; una frase de MacLein es memorable: “no hay que maquillarse si se sale –coge— con un casado”. El final sugiere un giro: ante las dudas de Lemon, MacLein toma la iniciativa y recupera su sexualidad rendida y apagada por la dominación bajo Murray: “Cállate y sube” (al departamento, y ya se sabe a qué). Kiss me, Stupid es un alegato contra la dominación masculina y contra los prejuicios sexuales; si en The Apartament la heroína no es virgen y aun así es aceptada, en Kiss me, Stupid no sólo se acepta, sino que se justifica el adulterio; el provinciano Ray Walton, fanático de Beethoven, quiere aprovechar la visita del famoso cantante Dean Martin para dar a conocer sus canciones; la peinadora-piruja Kim Novak anhela juntar una cantidad ridícula pero fuera de su alcance por sus bajos salarios, para irse del pueblo y montar un negocio honesto; Martin desea acostarse con la esposa de Walton, Felicia Farr de belleza discreta pero indudable; pudiera parecer que el tema es la moral flexible de Walton, quien no se detiene en ofrecer la esposa a Martin con tal de que éste escuche su música, y Novak, que aunque piruja tiene un sentido de la moral más noble y recto que el ofrecido Walton y el conquistador oportunista Martin; al final Martin, casi por casualidad, da a conocer la música de Walton, éste se hace famoso y ayuda a que Novak deje su vida de perdición y se vaya del pueblo a retomar su vida, y Farr, que en una escena muestra de manera casual las pantaletas, se acuesta con Martin, ni como venganza por la infidelidad de Walton, ni rendida ante el acoso de Martin, sino por puro placer; la cinta es de 1964, y asombra que no haya en ella moraleja, que la infidelidad de Farr no incida en su matrimonio ni sea juzgada por Martin (cuyos acostones no son ni siquiera por placer) o por Walton ni por el el guión ni por el director ni que éste deje espacio para que espectador juzgue a Farr ni a Wilder ni a Novak, cuando mucho a Martin y a Walton (quien tiene una actuación excelente, como casi todas las suyas, aunque por desgracia sea más recordado por Mi marciano favorito que por sus muchas cintas de calidad). Pero falta hablar mucho de varias cintas de Wilder, quien no tiene la merecida fama de erotómano que tienen otros directores de menor calidad y que más que eso, son obsesivos y obscenos. Como por ejemplo A Foreign Affair, que tiene uno de los mejores y más sugerentes finales de todo el cine que trate de guerras. *Luego de otro juego perfecto y de otro sin hit, ha habido tres juegos de un hit; en la semana hubo un día con cinco blanqueadas y cinco juegos que terminaron 2-1; según Diego, las Ligas Mayores no necesitaron elevar el montículo ni usan pelotas más pesadas y menos vivas (de hecho, hace poco un bateador conectó un jonrón aunque al batear soltó el bat); sólo ha habido mayor control en la vigilancia de atletas que ingieren esteroides o estimulantes. Y aquello de que el que la hace la paga parecer ser cierto sólo en ciertos programas televisivos, porque Roger Clemens fue exonerado (no ”inocente“, más bien “no culpable”) de las acusaciones de haber mentido al Senado cuando juró que no sabía que le inyectaban (a él y a su mujer) sustancias prohibidas que le ayudaron a sanar de lesiones y al mismo tiempo le dieron ventajas sobre otros competidores. El gobierno careció de argumentos para demostrar que sabía lo que le ponían y que aun así lo negó. Quedó libre de esos cargos. Lo que sin embargo quedó demostrado es que le inyectaron los estimulantes. Por el momento queda anulada la posibilidad de que ingrese al Salón de la Fama, aunque dijo, en momentos más apremiantes, que dicho Salón le importaba un carajo (traducción libre). *Por fin terminó Esposas audaces que nada tenían de desesperadas; termina con ello el mal ejemplo que daban sus personajes acerca de la hipocresía, el oportunismo, la sexualidad como arma y, peor, como chantaje; sobre todo, la tiranía de la fodonguez o de la chorcha y la curiosidad malsana; también, el mal ejemplo de que no importa qué tan malas sean las actuaciones: basta con enseñar y con insinuar que para triunfar (en la serie y en la vida) basta combinar la ropa interior. *Persiste el mal ejemplo: no hay que portarse bien, sólo convencer a los inocentes de que se es inocente. *Nada tiene que ver, pero qué bonita es la venganza cuando Dios nos la concede; yo sabía que en la revancha los tenía que hacer perder.

sábado, 16 de junio de 2012

Los directores y el erotismo: Hitchcock y Hawks

Dicen los cinéfilos que es mucho más excitante una mujer vestida que una desnuda, o que el erotismo está bajo las faldas, no sin ellas; los cineastas, muchos de los mejores, se pasaron la vida demostrando que esas aseveraciones son ciertas. Varios cinéfilos rindieron culto a actrices (de los actores sensuales que hablen otros) a las que los espectadores no le encontraban atractivo; ante la afirmación de que Audrey Hepburn era demasiado delgada, Juan José Utrilla hacía ver que tenía unos muslos nada delgados y sí rotundos y bellos; a su casi tocaya Katherine Hepburn la tachaban de fea, pero Howard Hawks destacó su belleza al combinarla con su simpatía y su vigor incansables, y George Stevens, George Cuckor, Sidney Lumet, Stanley Kramer y otros resaltaron su elegancia y su inteligencia, elementos más eróticos que la voluptuosidad. Muchos directores evidenciaron la sensualidad de algunas actrices hasta hacer que el espectador la advirtiera, sin necesidad de que expusieran su cuerpo, y si lo hacían, era con pudor pero también con picardía. Se sabe que Alfred Hitchcock era fanático de las mujeres, y por la frecuencia con que aparecían en sus cintas, que le gustaban las rubias delgadas, elegantes y distantes. Afirman que se enamoraba de sus protagonistas (aunque no sostenía romances con ellas) y que las protegía en tomas audaces; en su larga filmografía no se atrevió a mostrarlas en ropa íntima más que en dos de sus películas, entre las más célebres, por cierto. En La ventana indiscreta observa a Georgine Darcy hacer gimnasia en sostén y pantaletas, en una escena muy breve pero no desprovista de humor, y en The Lady Vanishes, cuando la muy joven y pícara Margaret Lockwood se baja de una litera en el tren donde sucede toda la acción, se alcanza a ver su pantaleta blanca (está vestida con un camisón corto); es tan breve la escena que sólo se confirma con las nuevas tecnologías, cuando se puede congelar la acción. Trabajó con infinidad de actrices muy bellas, y a todas las hizo ver muy sensuales; existe la anécdota de que cuando filmaban Náufragos, técnicos y visitantes se asomaban a ver el trabajo de Tallulah Bankhead, entonces de esplendorosos 42 años, que mucho antes de Marilyn Monroe gustaba de no usar ropa interior; aunque las escenas se prestaban a mostrar las piernas tanto de ella como de Mary Anderson, Hitchcock las cuidó muchísimo, pero el espectador advierte la atmósfera de erotismo insinuada por el naufragio y la convivencia de los personajes. Una de las actrices más bellas de la época, y de muchas épocas, Kim Novak, interpreta su papel más atrevido, pero no en términos de atracción sexual, sino de perversión y de maldad, en Vértigo (De entre los muertos, dice García Riera); en realidad, los personajes masculinos se meten en problemas, son acusados de crímenes que no cometieron, y son atrapados (o se escapan apenas) a causa de las mujeres; pero no son víctimas, van gustosos hacia ellas; en el caso de Vértigo, James Stewart, quien sufre de acrofobia, se ve en una situación mortal a causa de la mirada de Novak. Ella, quien hizo varias cintas notables (El hombre del brazo de oro, Me enamoré de una bruja, Servidumbre humana, Kiss me, Stupid), nunca se vio tan sensual como en Vértigo (y casi, en Kiss me, Stupid, bajo el mando de otro erotómano, Billy Wilder, y en Molly Flanders); es enigmática, misteriosa, y presagia peligros insalvables. Otra rubia, Grace Kelly, es la protagonista de To Catch a Thief, y Cary Grant, pudiendo salvarse, casi cae en las garras de la justicia nomás por ir a verla; y aunque se besan, la escena parece más la promesa que el hecho mismo. Ya en Vértigo Novak y Stewart se dieron un beso apasionado, y eso que no permitía la censura en esos gloriosos e ingeniosos años cincuenta, que los besos duraran mucho, ni que se dieran con los labios abiertos. Aunque para besos, el que se dan en Notorious Cary Grant e Ingrid Bergman, que para muchos fue el más largo de la historia del cine, hasta esos momentos. Pese a que un teléfono timbra, ellos caminan hacia el teléfono sin dejar de besarse. La descripción de cómo se filmó la escena está en el libro de Guillermo del Toro, Alfred Hitchcock, de donde he tomado los nombres de los actores, pero no el espíritu de la obra: me gusta más el cine de Hitchcock que a Del Toro. En Los pájaros, Hitchcock fue muy cuidadoso en varias escenas; en una, Suzanne Pleshette, atacada por las aves, está tirada en la calle, muerta; Rod Taylor, con todo y su pachorrudez y su pazguatez, va hacia ella y le tapa las piernas descubiertas cuando se le levantó la falda en la caída; su rival de amores, Tippi Hedred, pide que le cierren los ojos; tamaña delicadeza no está divorciada del erotismo que ronda en toda la película; y al final, cuando Hedren está ida, perturbada, cuidan que no muestre las piernas, muy bellas, y que atisba Sean Connery, sin lograr verla del todo, en la siguiente cinta de Hitchock, Marnie (es una ladrona, como la titularon en México Menchaca y Camacho). Aún más: en Psicosis tiene lugar una de las escenas más célebres de la historia del cine: el asesinato de Janet Leight en la regadera, a cuchilladas; se sabe que, aunque el espectador no la ve, la actriz estaba desnuda; de haber disfrazado ese desnudo no sería tan impactante ni se sentiría la impotencia para defenderse del ataque. Fue ése el único desnudo en la muy amplia filmografía de Alfred Hitchcock, y no se ve nada; muchos años después hubo una copia, un remake, una rehechura, con Anne Heche en el papel que hizo Leight en los años sesenta; Heche ha hecho desnudos en cuando menos diez películas, Leigth sólo hizo aquél; además de que el remake es malo, ningún espectador tiene escalofríos ante esa escena, ni la siente verosímil; a lo mejor si no se le viera nada… A Howard Hawks le gustaban las mujeres; tanto, que en sus películas ponen a prueba la amistad recia y viril de los protagonistas, no importa si son western o no. En Monkey Bussiness Ginger Rogers está cocinando pero por un descuido trae levantada la falda; por adelante la tapa el delantal, pero por atrás son visibles (apenas unos segundos, y de manera confusa, las pantaletas blancas –de otro color, en el cine, eran pecaminosas, además de que la cinta es en glorioso blanco y negro); en la cocina está Harvey Entlewist (protagonizado por Hugh Marlowe), antiguo novio de ella; el marido Cary Grant apenas puede taparla para que no la vea Harvey; ella se asombra y luego se asusta; la verdadera picardía está en Marilyn Monroe, torpe secretaria que apenas puede mecanografiar unas cuantas letras en una hora, pero es protegida por Charles Coburn; cuando Grant prueba el elíxir que rejuvenece a quien lo toma, vive con Monroe una serie de aventuras desenfrenadas que no pasan a más por la edad que adquieren ambos; es más erótica la adolescente en que se convierte Rogers; al final, Coburn, rejuvenecido, empapa a todos con un sifón, aunque es más certero con Monroe, a quien le dirige el chorro de agua hacia las nalgas, con la seria intención de que el espectador se fije en ellas, si es que no se había fijado ya (en México la cinta se llamó Vitaminas para el amor; en España, Me siento rejuvenecer). A Monroe vuelve a aprovecharla Hawks en una comedia deliciosa: Los caballeros las prefieren rubias, basada en una novela harto difícil de leer, de Anita Loos; la pone a rivalizar con la exuberante (adjetivo que sólo puede emplearse con ciertas plantas y ciertas mujeres; más raro, con ciertos libros) Jane Russell; Monroe es menos pechugona, tiene pantorrillas delgadas, muslos gruesos y caderas muy anchas; el rostro es asimétrico, canta mal y tiene que gemir para que no se noten sus defectos, pero pocas actrices han llenado la pantalla como ella, y su interpretación, con todo y sus defectos, de "Diamonds Are A girl's best friend" es emblemática (así y todo, hay un disco, con el título de la canción, donde se recopilan sus menos peores interpretaciones, excluida "Happy Birthday dear president", que sólo puede conseguirse en discos pirata: CEDAR, GFS261); en esta cinta hace el papel de una interesada que por ambiciosa por poco queda atrás en sus conquistas, pero finalmente triunfa; Jean Negulesco fue quien mejor la aprovechó en el cine, aunque es inolvidable la escena, dirigida por John Huston Misfits), donde juega con una raquetita en la que rebota una pequeña pelota; no importa cuántos golpes da, sino con qué ritmo lo hace, y cómo mueve los glúteos, para deleite de quienes la observan, y del espectador. Manuel Michel, en su libro sobre ella, dice que desmintió el mito de que las actrices no deben dar la espalda al espectador, ni en teatro ni menos en el cine --en High Society, Bing Crosby, cuando Grace se aleja de él dándole la espalda, le pregunta si ha adelgazado; con ello, uno se fija si de veras adelgazó; ella se detiene porque sabe que está (estamos) viéndole los glúteos. Hawks le sacó provecho a la inteligencia de Katherine Hepburn, quien decide conquistar al sabio distraído Cary Grant en Domando al bebé (La fiera de mi niña, como la llama G. Caín; La adorable revoltosa, la llama Emilio García Riera), y luego de que rompe el saco de Grant, a ella se le rompe por atrás el vestido; apenas se atisban las pantaletas, pero como están en una fiesta, el caballeroso Grant le tapa el trasero con su sombrero de copa, como pudo haberlo hecho con la mano; así, llaman más la atención de los invitados a la elegante fiesta donde sucede la escena; posteriormente, en la casa de la tía, Hepburn aparece brevemente con una bata abierta que permite observar sus piernas y, de nuevo, muy brevemente, las pantaletas; la escena, otra vez, es más divertida que erótica, pero perturba a Grant quien al final cae en sus garras (con gusto, eso sí). ¡Hatari! sucede en África; no hay villanos, y los héroes cazan animales, pero vivos, para un zoológico (lo cual produjo alivio en Nahúm, quien ha visto casi diez veces la cinta y temía que los cazaran para matarlos; está convencido de que los que están en Chapultepec los cazó John Wayne); aparece una fotógrafa, Elsa Martinelli (una de las actrices italianas más bellas), quien es torpe, causa problemas, no puede cumplir con su trabajo, pero es aceptada, y al final conquista al inconquistable Wayne; pero más que él, es Reed Buttons quien primero descubre sus cualidades: están por partir a una cacería, y ella va retrasada; se sube al vehículo de Pockets, en pantaletas negras, y es en el jeep donde se pone los pantalones; de manera previsible, Pockets la ve a ella, no el camino, y choca; pero la escena más perturbadora sucede cuando Michèle Girardon le pide a Chips que le suba el cierre del vestido; él no dice nada ni acusa ninguna reacción, pero cuando ella pide que alguien la acompañe al río a bañarse, Kurt está dispuesto a hacerlo y Chips hace trampa y se adelanta; luego le aclara a Wayne que el francés Kurt está interesado en ella; Wayne no entiende, hasta que Chips le dice que la vea; Wayne levanta la vista, la observa por primera vez en muchos años (ella es hija de un antiguo cazador, compañero de Wayne y muerto por un rinoceronte; ella se cría con el grupo, que la ve como hija), y exclama un "¡oh!" muy convincente; a lo largo de la cinta Chips y Kurt rivalizan por ella, pero es Pocket, muy mayor (iba a poner más mayor, como escriben ahora los españoles, Juan Marsé inclusive) quien la conquista. Antes de ¡Hatari! hay una cinta harto curiosa: Tierra de faraones, donde la muy sensual Joan Collins (quien fue sensual hasta más allá de sus 58 años, edad fuera del límite para el cine para esos menesteres) es castigada por ambiciosa, y aunque se queda con la fortuna del faraón asesinado, disfrutará de la riqueza encerrada en una pirámide. Así castiga el cine a las demasiado bellas. En Río Bravo y El Dorado una mujer es causa de problemas para los protagonistas; Angie Dickinson pone en peligro a John Wayne, quien casi es asesinado por ella; castigados los villanos, Wayne le pide que deje el pueblo pues la buscan en varios lados, acusada de delitos cometidos por su exmarido; la contratan en la cantina para cantar, pero lo hace tan mal que debe salir en mallas, mostrando las piernas; Wayne amenaza con arrestarla si se atreve a salir así en el escenario; al final, de la ventana de ella salen despedidas las mallas, que caen a los pies de Dean Martin y Walter Brenan, quienes se imaginan otra cosa (no dicen qué) y estallan en carcajadas; antes, Martin le recuerda a Wayne que él cayó en el vicio de la borrachera por culpa de una mujer, que llegó y se fue en una carreta, como Angie Dickinson. En El Dorado hay rivalidad entre Robert Mitchum (borracho a causa de una mujer) y Wayne, por Charlene Holt, quien también aparece con las piernas desnudas; muy a la irlandesa, Hawks resuelve el dilema no poniendo a los amigos a pelear por ella, más bien ella se va del pueblo (es lectura obligada el ensayo de José de la Colina sobre esta película, en Miradas al cine). Pero no son las únicas mujeres en las cintas de Hawks. De ellas hay bastante de qué hablar. *El miércoles tuvo lugar el quinto juego sin hit de la temporada, y segundo perfecto; todavía faltan cien juegos; sólo es de esperar que no cedan las autoridades de las Mayores y revivan la pelota viva para atraer de nuevo a los villamelones. El viernes hubo cinco blanqueadas. ¿Será que los managers conservan a los pitchers en la loma sólo si tienen chance de lanzar sin hit? No sólo en el beisbol, en casi todos los deportes, los atletas son más altos, más fuertes, más rápidos, consumen más esteroides y son más “nenas” (término que, contra lo políticamente correcto, ha puesto de moda “el doctor”). *¡Fui a Los Ángeles (de donde tienen el descaro de agradecerme la ayuda para que la feria resultara un éxito) y no busqué discos de Don Williams! *Me tomé una botella de vino con Marco Pulido, y no brindamos por el 16 de junio, que ahora se apropian los que no han leído a Joyce. Y por cierto, ¿alguien se interesa por la primera edición de Pomes Penyeach? Los ofrecen en sólo 1,200 euros. *Recuerdo vagamente el ámbito caldeado en las elecciones de 1952, donde vitorear a Adolfo Ruiz Cortines era exponerse a burlas; en 1970 en que votar por el PRI era traicionar el Movimiento de 1968; en 1976, cuando sólo había un candidato; en 1988, en que se tenía la certeza de que se acabaría con un PRI que era lo contrario de lo que había sido; en 2000, cuando para ser de izquierda había que votar por la derecha, y en ninguno de esos años recuerdo tanto odio, tanta intolerancia como ahora, ni tanta ingenuidad, ni tanto peligro como consecuencia de todo. Ni en una época en que expresar dudas motivara tantas amenazas.

sábado, 2 de junio de 2012

Laurel & Hardy & women

Un personaje de dibujos animados, con la muy sensual voz de Katherine Turner, responde con una frase contundente cuando le preguntan por qué anda con otro personaje, desparpajado, sin glamour, sin físico espectacular ni beneficiado por la fortuna: “Porque me hace reír”. En Annie Hall, la protagonista menciona con arrobo las cualidades amatorias de un antiguo novio, y cuando Alvy Woody Allen) lo conoce y lo encuentra chaparro, clavo, con vestimenta convencional y gesto apacible, no puede entender el gesto de ella, como añorando las sesiones eróticas que había tenido con él: “¿ése, ése?”, se pregunta, confundido. El humor es una cualidad en las relaciones amorosas, y no necesariamente porque supla otras; y el cine es un ejemplo: Germán Valdés antepone su gracia a otras cualidades de las que carece: no es fuerte y musculoso como Wolf Ruvinskis ni agraciado como Ramón Sánchez o Tito Novaro, pero se queda con Silvia Pinal, Gloria Mange, Rosa de Castilla, Rebeca Iturbide, Alicia Caro, ya se sabe que por culpa del guión, pero al espectador no le queda alguna duda de que así sería también en la realidad. Una de las características de Valdés es que es un besucón; corre la leyenda de que en las escenas de besos (que entonces se daban con los labios cerrados), él las besaba en realidad, de lengüita, como se dice; si lo hacía, el director cortaba y hacía que besara como era lo correcto en esa época, porque nunca se ve en la pantalla que haya hecho eso, pero algunas de sus coestrellas, como Meche Barba, aseguraba que era un mandado. Los hermanos Marx eran unos mandados; no todos: ni Zeppo ni Gummo, que sabían cantar y bailar, pero los otros tres se abalanzaban sobre las mujeres, las asediaban, física e intelectualmente; antes que se den cuenta tienen encima la pierna de Harpo quien las observa con mirada torva, sin parpadear siquiera, con una sonrisa amenazante e insinuante; es peor Chico, que se les pega sin que puedan eludirlo, y sin despegar su mirada que descarga sobre sus cuerpos, no importa si son feas, aunque parecen poner más empeño si son guapas; no es raro que en las cintas de ellos, ellas estén siempre corriendo, eludiéndolos, aunque el conflicto se enfoque en otro asunto. Groucho es más persistente: las estafa, hace que lo inviten a cenar y las deja por otras, les asesta la cuenta, las hace firmar contratos inicuos, anda tras su fortuna pero también tras de sus cuerpos, y aunque también las observa como lo hacen sus hermanos, las envuelve con sus palabras enredadas, con juegos verbales complejos, contradictorios, enigmáticos y no carentes de un sentido sexual inconfundible. Aun los peores cómicos del cine estadounidense andan detrás de las coestrellas, y por lo regular con fortuna; a veces se insinúa un triángulo (Dorothy Lamour, Bing Crosby, Bob Hope), y en algunas cintas es inevitable pensar que aunque el final diga una cosa, la historia prosigue pero con relaciones más abiertas, como la entrevista en Three Little Words entre Red Skelton, Fred Astaire y Vera Allen; en ¡Qué hombre tan simpático! Gloria Marín podrá ser novia del calavera Rafael Banquells, pero sus ratos libres los aprovechará con Fernando Soler, quien ya se metió en otro triángulo, con Carlos Orellana y Blanca de Castejón (con ésta, por conveniencia). Es muy sabido que en una de las cintas más célebres, Singin’ in the Rain, Gene Kelly se quejaba de la ineptitud de Debbie Reynolds, que la hacía ensayar y repetir las escenas muchas veces, y que estuvo a punto de hacer que la despidieran, con lo que se hubiera roto la fórmula que la hizo una de las mejores obras del cinematógrafo; un año después, en I Love Melvin, de Don Weis, ella baila, al lado de Donald O’Connors, con más soltura, gracia y flexibilidad que en su papel de Katty, y muestra con generosidad las piernas y las grannies pero sin ser nunca vulgar; en Singin’ in the Rain las oculta lo más que puede; ¿se sentía más cómoda con O’Connors que con Kelly? Aquél tenía más gracia que éste, y bailaban con la misma habilidad. Insisto: puede ser que por las bondades del guión, los cómicos, que tienen físico menos agraciado que los galanes, se quedan con las mujeres más guapas, y con un futuro más halagador que aquéllos. También, por cuestiones de guión, sus galanteos suelen parecer más inocentes, aunque en realidad no lo sean; los Marx son todo menos sutiles; pero los que azoran porque en unos cuantos momentos despedazan la sutileza, son Oliver Hardy y Stan Laurel. Éste, sobre todo. En el viaje a Los Ángeles pude adquirir The Essential Collection of Laurel & Hardy; son casi todas sus cintas habladas (de algunas se hicieron dos versiones, muda y hablada); faltan las mudas y algunas que están en otras colecciones, todas ellas de seis o más rollos, y omiten las que sus fanáticos omitimos: Atoll K, The Bullfighter, que quién sabe por qué hicieron. Las mudas deben andar por allí, pero no las encontré en las tiendas grandes, algunas muy ordenadas y otras tan desordenadas como Gandhi o El Sótano (aunque con menos polvo). Ya había visto anunciada la colección, pero al precio se sumaba una cantidad muy alta por el envío, y pedí el más barato, con la consecuencia de que Amazon no hace el seguimiento además de que se tardan casi un mes en llegar; pero no llegó; Amazon asumió la pérdida y yo el berrinche; allá me costó diez dólares menos, y pude revisar que no vinieran pegados los discos, que era una queja constante entre algunos de los compradores, y que como venían pegados, terminaban quemando el reproductor (del DVD, nomás del DVD). En poco más de una semana vi todos los filmes de dos o tres rollos; excepto uno, conocía todos; me falta conseguir los nueve que contienen las cintas mudas, con el agravante de que casi todas contienen uno o dos o tres cortos en donde actúa uno de los dos, o a veces los dos, pero no con sus personajes de Laurel & Hardy, y a veces como apariciones incidentales. Tanto William K. Everson (The Films of Laurel and Hardy, 1974) como John McCabe (Mr Laurel & Mr. Hardy, 1966 –en la portada no está el título, solo las palabras Mr. Y las fotografías) insisten en que los filmes sonoros, con sus excepciones, son de menor calidad que las cintas mudas; pero las filmografías son confusas y, como dije, enredadas; en las tiendas de DVD sólo existe una caja con tres discos, y ninguna de las cintas es de la pareja; en Gandhi venden una caja con algunas de las mejores cintas, sobre todo A Chump At Oxford, pero dobladas por Polo Ortín. Aunque me falta ver las cintas de seis o más rollos, puedo hablar de algunas de las características de la pareja; nada sé de cine, y hay muchas cosas que ignoro: qué tanta participación tenían en los guiones, en las ideas, si los directores dirigían o simplemente organizaban; es de suponer que muchos de los que participaban con ellos eran más amigos que colegas, y que se divertían tanto como ellos al filmar estas cintas; Charlie Hall, el genial James Finlayson (a quien nombran dueño de un banco en una de las obras en las que no aparece), Walter Lang (el de aspecto más fiero) y Edgar Kennedy, además de Mae Busch, Thelma Todd y Anita Garvin, más muchas otras figuras. Por lo tanto, hablaré sólo de algunos detalles, que tienen que ver con su relación con las mujeres: en The Second Hundred Years deben pintar postes, y por aparente distracción Mr. Laurel pasa la brocha por los glúteos de Dorothy Coburn, ante la mirada persistente de Mr. Hardy; en Hats Off se detienen a observar como Dorothy Coburn se levanta la falda más allá de la rodilla para acomodarse una media, y a consecuencia de ello les despedazan un mueble que andan cargando; en From Soup to Nuts, Mr. Laurel pisa la falda de Anita Garvin, y ella queda en fondo transparente (lo harán con otras actrices); al final, Mr. Laurel queda recompensado en los brazos de la muy hermosa y frágil Edna Marion; en Their Purple Moment, Helen Gilmore y Dorothea Wilbert aparecen como vendedoras de cigarros, con unas faldas tan cortas que parecen de principios de los años sesenta; en We Faw Down son sorprendidos en una mentira por sus esposas Vivien Oakland y Bess Flowers, quienes los persigue a balazos de escopeta y les dicen infieles, y de los edificios salen de las ventanas muchos hombres, algunos poniéndose los pantalones, obviamente sospechosos de adulterio en casas ajenas. En Double Whoopee pisan el vestido de Jean Harlow, quien queda en fondo corto mostrando las piernas que la convirtieron en una de las primeras celebridades del cine, por su belleza y sensualidad; conscientemente o sin querer, se burlan de la autoridad representada por Charlie Hall; en Berth Marks arman un desastre en el que todos los pasajeros masculinos de un tren se rompen la ropa, todo porque, de manera involuntaria, descorren una cortina y se ve, durante menos de un segundo, a Paulette Godard en ropa íntima; en Men O´War protagonizan una confusión con las coquetas Ann Cornwall y Gloria Greer, pues ellas pierden un guante, pero Pete Gordon, momentos antes pierde unos calzones que lleva de una lavandería; mientras ellas hablan de la blancura de la prenda, la que lavan con gasolina, que se ajustan a su piel pero a veces les quedan un poco flojas y que pierden constantemente, ellos creen que hablan de los calzones; es la famosa cinta donde sólo tienen 15 centavos para cuatro sodas, y donde Mr. Laurel se bebe toda la soda de su vaso alegando que su mitad era la que estaba hasta abajo; en Be Big tienen una de las escenas más audaces que pasó inadvertida por la frescura que la hacen: van a ir a un viaje con sus esposas, Mrs. Laurel (Anita Garvin) y Mrs. Hardy (Isabella Keith) pero les hablan de su club y finge Mr. Hardy una súbita jaqueca; el viaje de ellas se frustra y los sorprenden en la mentira (es impresionante la cantidad de argumentos semejantes que los Picapiedra toman deliberadamente de los filmes de Laurel & Hardy); pero antes, cuando ellas se van, se despiden con un beso en los labios (no en la boca); Mrs. Laurel besa a Mr. Laurel, y Mrs. Hardy a a Mr. Hardy y a Mr. Laurel; en Another Fine Mess, Mr. Laurel, vestido de mucama, permite los arrumacos de Thelma Todd; en Chickens Come Home, Mae Busch, bella pero que lo disimulaba, luego de un forcejeo deja descubiertas las piernas, que tapa al bajarse la falda con un gesto instintivo; en Unaccustomed as We Are, Mr. Hardy invita a comer a Mr. Laurel, pero Mrs. Hardy (Mae Busch) se niega a cocinar para un extraño y se va; una vecina, Thelma Todd, esposa de un policía celoso, se acomide a ayudarlos pero en una de sus frecuentes torpezas Mr. Laurel le empapa el vestido; Todd se despoja de él, y queda en fondo dejando sus bellísimas piernas al descubierto, en una de las escenas más audaces de la época; como regresa Mrs. Hardy la esconden en un baúl que llevan a la casa de ella, pero la intempestiva llegada de Mr. Kennedy (Edgar Kennedy) hace que siga escondida, sólo para escuchar las indiscreciones de Mr. Kennedy quien habla de sus escapadas con mujeres guapas. Todd sale del baúl mostrando la plenitud de su belleza. (Poco después, Thelma Todd apareció muerta en el garaje de su casa, aparentemente intoxicada con monóxido de carbono, pero la ropa estaba rota, con huellas de violencia; nunca se solucionó su muerte.) En Our Wife, a causa del bizco Ben Turpin, en vez de casarse con Dulcy (Babe London), a quien rapta porque el padre, James Finlayson, se opone a la boda, Mr. Hardy contrae matrimonio con Mr. Laurel. En Beau Hunks ambos se inscriben en la legión extranjera a causa de la desilusión amorosa de Mr. Hardy; pero tanto el comandante Charles Middleton y el enemigo James W. Horne están en la guerra a causa de la misma mujer que Mr. Hardy, de la que sólo se ve la fotografía, Jean Harlow. En Scram (como después en Them Thar Hills) una accidental sustitución de alcohol en una jarra de agua hace que Vivien Oakland se embriague; ella, en camisón, deja ver parte de sus pechos (y la aureola del pezón izquierdo), y la acomete una explosión de carcajadas (como sustitución del acto sexual) que hace enfurecer al marido Richard Cramer. En Midnight Patrol el ladrón Bob Kortman, ante la amenaza de Mr. Laurel de que a la siguiente vez que intenten robar la patrulla que tripulan Laurel y Hardy, hace gesto de “ay, tú la traes”, que Mr. Laurel comienza a hacer, pero se contiene. En Tit for Tat (tat es embarrado; tit es revancha, pero también teta) por accidente Mr. Laurel entra a la casa de Charle Hall por la ventana, y Hall lo ve bajar del brazo de Mrs. Hall, Mae Busch); en The Fixer Uppers, la desilusionada Mae Busch muestra cómo besa, y da un largo beso a Mr. Laurel, quien al terminar cae desmayado sobre un sillón; recuperado, besa a Busch, quien cae desmayada antes de que llegue su esposo, quien la sorprende besando a Mr. Hardy. En Way Out West, además de coquetear con la coqueta Vivien Oakland, esposa del sheriff cornudo Stanley Fields, se arrebatan un papel testamentario entre Mr. Hardy, Mr. Laurel, James Finlayson y la muy sensual villana Sharon Lynn, quien acomete a cosquillas contra Mr. Laurel, en una más gráfica representación del acto sexual, ante el que se rinde Mr. Laurel. Tantas escenas no pueden ser casuales; se ha hablado mucho del caos que representan, de todo lo despedazan, de que en ese sentido, de la falta de respeto por las propiedades, son unos auténticos anarquistas; que se burlan de las autoridades, que rompen la ley voluntaria o involuntariamente, que después de ellos no hay gobernantes que repongan el orden (sólo hay que imaginar a cualquiera de nuestros candidatos presidenciales tratando de convencerlos de que le dieran sus votos; en fin, los candidatos tienen algunos asesores que son malos imitadores de Mr. Laurel y Mr. Hardy); a esas cualidades hay que agregar las que señalé, y de su gusto por las mujeres. Y me falta ver las cintas largas. *Ya hubo un tercer juego sin hit en las Mayores, cuando apenas ha pasado la tercera parte de la temporada; y fue el primero en la historia de los Mets, que han tenido pitchers como Tom Seaver, Jerry Koosman, Nolan Ryan, Dave Cone, Dwight Gooden, Frank Viola, y otros, que sí tiraron sin hits y hasta perfectos, pero con otros uniformes; y a cambio de tantos juegos que los umpires han echado a perder, ahora un umpire ayudó a Jonathan Sánchez al cantar como foul un batazo que pegó en la línea de foul, jugada que, por regla, es fair ball. De cualquier manera, hay mucho pitcheo y cada vez menos bateo. *Dice Andrés Manuel López Obrador (o dicen que dijo) que seis años no son suficientes para cambiar al país. Los porfiristas pensaban lo mismo, y terminado su primer cuatrienio, encargado a Manuel González (más o menos más de lo mismo) vieron que Díaz sí necesitaba más tiempo. Y de allí se siguió pa lante. *Cuando la racha de temblores y secuelas en marzo y abril, comencé a oír más radio que discos, que de cualquier manera al poco de oírlos descubro que me faltan muchos y que ya escuché demasiado los que tengo; pero en Opus 94, en uno de los temblores que se sintió más fuerte, la locutora dijo: está temblando, los dejo con la música y nos salimos de la cabina; en Radio Universal un locutor dio la alarma, recomendó que no hay que correr, no hay que gritar, no hay que empujar ni votar por un candidato específico, pero no había sismo en esos momentos; Radio Universal programa tan pocas canciones que uno escucha todas en día y medio; quise volver a oír “yo te agradezco con toda el alma tu noble (¿o doble?) esfuerzo”, en la voz de Eva Garza, o “el diablo se fue a pasear” con los Bribones; ambas canciones fuera de las antologías disponibles en las escasas tiendas de discos; luego de años de no sintonizar El Fonógrafo encuentro que la música ligada a mi recuerdo es la de los Locos del Ritmo, Mayté Gaos, Angélica María, Leo Dan, “hoy corté una flor, y llovía llovía”, Raphael, Palito Ortega (cuando era político exitoso en Argentina, Enrique Guzmán decía que “estaba muy bien parado”); cuando pusieron algo con Luis Miguel renuncié: me hicieron sentir más viejo. (Las fotografías fueron tomadas de los libros citados, y no contienen a qué archivo personal pertenecen; de cualquier manera, son sin fines de lucro.)

lunes, 21 de mayo de 2012

Avatares de un viaje incómodo

Hace unos meses me reuní con Marisol Schulz, en uno de sus raros viajes al DF; somos amigos desde hace muchos años, y es una de esas amistades que se conservan a pesar de los trabajos; la conocí cuando me comisionaron en el Fondo de Cultura Económica para la Colección Puebla, en coedición con el CIESAS; aunque acudió mucha gente, la chamba nos la repartimos ella y yo, los únicos que no teníamos interés político en el proyecto; publicamos varios títulos, y fue un placer colaborar con ella; no desecho a los autores, que me ayudaron a deshacerme del prejuicio de que los antropólogos tienen una redacción ingrata y sólo un enfoque, para su profesión pero también para la vida; hablar con un sabio humilde pese a su sabiduría, como Luis Reyes García, es uno de los privilegios mayores que he tenido en la más dura de mis profesiones, la de editar libros; también era un reto tratar con Keiko Yoneda, por su timidez injustificada tomando en cuenta su erudición y su inteligencia, además de que todos los otros editores, sobre todo Marco Pulido y Víctor Kuri, se morían –casi— de envidia. Tratar con Marisol era como tratar con Gloria Carmona; Gloria y yo, al parejo, nos hicimos bromas suicidas cuando editamos el epistolario de Carlos Chávez, mal leído porque no han aprovechado todas las claves reveladas de la política mexicana en los años cincuenta, además de la buena prosa, y muchas infidencias de personajes ilustres; en esas páginas (con un formato singular en la industria editorial, para evitarnos problemas pero también con ánimo renovador) se encuentran algunas de las poco conocidas maledicencias de Carlos Pellicer; o la pugna entre caballeros sostenida por José Gorostiza y Chávez; retradujimos cartas de eminencias del mundo de la música, para que quedaran en español, pero respetamos un par de cartas de Salvador Novo en inglés (imposible tratar de imitar su español monumental) y que completan el episodio de su viaje a Italia e Inglaterra en el tomo correspondiente al sexenio de Miguel Alemán; con toda intención incluimos una carta llena de erratas, justificadas, y que todos quienes intervinieron en el proceso quisieron corregir y luego enmendar sus correcciones; cuando trabajábamos en el tomo nos tardábamos mucho porque nos poníamos a jugar trivia con los nombres de funcionarios menores en los gobiernos de los años treinta a cincuenta, o con el nombre de quien se recibió de médico y de abogado el mismo día, cuando estaba cumpliendo 19 años, y que fue paseado en hombros por la mañana y por la tarde por sus compañeros de ambas carreras. Gloria, aunque tímida, es una deliciosa compañera de tertulias, además de que sabe de música tanto como los músicos; a ella se debe el rescate memorable de Pedro y el lobo dirigida por Chávez y relatada por Pellicer. Con Marisol, hablar de erratas, correcciones, cajas y callejones era interrumpir una deliciosa y apasionada charla sobre literatura. La perdí de vista una temporada, cuando de pronto me llamó; ya no estaba en el CIESAS ni yo en el Fondo; me invitó a colaborar en su nueva chamba, como editora en Alfaguara; no mencionaré qué libros enmendamos (en los colofones están los créditos), a quiénes pusimos en español, a qué autores descubrí por ella; sólo diré dos chambas específicas: puse en mexicano decenas de refranes de un libro lleno de refranes españoles que poco decían al lector mexicano; la otra fue que me dio el privilegio de leer antes que la mayoría de los lectores a Carlos Fuentes en varios de sus libros más recientes, privilegio triple por muchas razones. Aunque intentábamos comer juntos una vez al año, no siempre pudimos hacerlo, pero estuvimos cercanos en muchos de los acontecimientos personales que nos importaban; fue la primera jefa de Diego, y fue la presentadora –junto a Marco Pulido y Marco Antonio Campos— del libro que escribimos Diego y yo sobre beisbol, y del que ya he hablado en estas páginas; su texto es una maravilla, y más si se toma en cuenta que nunca ha ido a un juego de beisbol (ni a la lucha libre; es la única de sus amigas a las que Diego no ha convencido de esas aficiones tan extrañas). En una ocasión accedió a acompañarnos en el Taller de Lectura e impresionó a los asistentes por su soltura, su humor, su profesionalismo, sus anécdotas, la sencillez con la que explicó los secretos más recónditos e inexplicables del oficio de editor; y cuando la visitaba en Alfaguara nuestras carcajadas intrigaban a sus compañeros de trabajo, carcajadas compartidas con Ramón Córdoba. Un día me llegó el rumor: luego de muchos años, Marisol sale de Alfaguara, y se me hizo inconcebible pensar en esa editorial y no asociarla con ella, con su rigor, su sensibilidad para publicar textos herméticos y que los convirtiera en hermosos. Luego se acomodó el mundo: se fue a dirigir la Feria del Libro en Español, en Los Ángeles; como muchas de las grandes figuras del mundo editorial mexicano, cambió de un aspecto a otro en este complicado mundo del libro. Ya habían pasado los primeros días de la primera edición de esa feria, con el éxito previsto, y en uno de sus raros viajes nos fuimos a tomar unas cervezas a la cantina donde había jurado no ir porque allí, decía, se juntaban editores, pero sólo del género masculino (ella tenía su propia tertulia, con puras editoras); para evitarle incomodidades no le avisé a nadie, a cambio de presumirlo después (cuando visitó mi Taller la presenté diciendo que una semana antes había comido con Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y José Saramago, ella sola). Y entre las muchas cosas que contamos aparecieron temas que le parecieron dignos de que se convirtieran en ponencias; una de ellas sería un diálogo entre ella y yo donde revelaríamos los avatares sufridos al editar algunos de los libros más importantes, sin mencionar nombres, sólo las anécdotas; fue imposible; otro era poner al alcance de los asistentes muchos de los aspectos invisibles que hacen de Las batallas en el desierto uno de los libros más importantes de la literatura contemporánea: sus fuentes, sus influencias, las citas que han pasado inadvertidas para los lectores. Éste fue el motivo para invitarme a la segunda edición de la Feria; con la irresponsabilidad de no recordar la “Ley Puga” (nunca hay que aceptar nada después de la segunda cerveza) acordamos que estaría en Los Ángeles tres días de mayo. Pese a los esfuerzos de Marisol, sufrió la Feria lo que en el beisbol se llama sophomore: tras un brillante debut, un segundo año difícil porque ya no se es novato pero aún no se tiene la suficiente experiencia, y los pitchers tiran lanzamientos rebuscados, ya conocen las carencias o problemas con ciertas pitcheadas, y los rivales ya conocen saben sus habilidades, por lo que son más fáciles de dominar. Aunque Marisol había dado instrucciones para que me giraran la invitación, las cartas, la agenda, sus asistentes hicieron lo posible para que me llegara todo con retraso: había un vuelo prácticamente reservado para los invitados, pero ante la carencia de información, opté por irme por mi cuenta, porque además irían conmigo cuatro personas (para asegurar que hubiera cuando menos seis en el salón donde hablaría); reservamos habitaciones en un hotel inadecuado (el Clown Plaza más cercano al aeropuerto) y decidí ir aun sin invitación; Marisol insistió: no me debía dar por desinvitado, contaban con mi ponencia y con mi presencia. Por mi amistad con ella acepté (la amistad es uno de los valores en los que creo y seguiré creyendo, aunque también creo en lo que dice José Emilio Pacheco: en la infancia y en la adolescencia se crean amistades que en adelante se dedica uno a ir perdiendo); fue un error; la invitación formal, la agenda, las instrucciones, me llegaron menos de una semana antes del viaje; yo pagué avión y estancia (como dije, iban cuatro personas conmigo, que irían a mi ponencia y luego nos dedicaríamos a visitar librerías y tiendas de discos, y los lugares que deben conocerse sin caer en los lugares comunes del turismo), y sólo hubo una invitación, a un coctel vespertino después de la inauguración. En esa inauguración vi a amigos con los que había perdido el contacto hacía tiempo, particularmente Myriam Moscona, Xavier Velasco, Alberto Ruy Sánchez, Enrique Krauze, Jorge F. Hernández, Joaquín Díez-Canedo, Cristóbal Pera, quien me ofreció su estand como si fuera mi casa; todos fueron cálidos y amistosos. Mi ponencia fue un éxito pese a mi mala dicción y a la descortesía de la Feria; no tuvo muchos asistentes, y en realidad se salió más de la mitad de los que habían entrado, pero se quedaron los inteligentes; me pidieron que estuviera media hora antes de mi presentación, pero sólo para que me indicaran la ubicación del salón; supongo que temían que no lo encontrara pese al letrero que lo presidía; nadie me presentó, nadie probó que el micrófono funcionara, nadie invitó a los visitantes a que entraran; en cambio dos veces interrumpieron la plática cuando con micrófono abierto invitaron a que fueran a otra sala a ver a alguien más popular, un best-seller; la única presencia de alguien de la feria fue la de quien puso un letrerito en la mesa para decirme que me quedaban cinco minutos de tiempo. Nadie se disculpó de las interrupciones ni de las desatenciones, ni de quienes estaban obligados a asistir, lo habían prometido, y se perdieron esa plática. Estuve a punto de interrumpir la charla porque nada me obligaba: pagué mi transporte, mi estancia y mis comidas. No lo hice en atención a los pocos que se quedaron, escucharon y preguntaron (por cierto, por la muina no les regalé un ejemplar de mi Promesa matrimonial; si me escriben y me dan sus señas, se los envío). Luego del fracaso (por los escasos asistentes) y del triunfo, ya sólo me quedé a comprarle un libro a Nahúm y nos salimos para no regresar (es impresionante verlo entrar a una librería; a sus ocho años es todo un connaissieur). Pedí que me apartaran dos boletos para un concierto (nunca que me los obsequiaran) y pese a las instrucciones de Marisol, no lo hicieron, aunque sabían dónde me hospedaba, y tenían nuestros números telefónicos. Lo único que nos proporcionaron fue transporte por día y medio, una persona amabilísima como casi todos los latinos, y que sólo nos permitió que le invitáramos un desayuno a un lugar donde no es tan mala la comida como en el Clown Plaza, pero que explica la obesidad estadounidense; a todos los platillos, muy bien servidos, le agregaban un par de hot-cakes. No dejo de quejarme de la ciudad de México: es inhóspita, caótica, inicua (y muchas veces inocua), amenazante, snob, de tránsito difícil (y ahora más, y tengo razones para sospechar que las obras que hacen que un trayecto que consumía siete minutos hoy desperdicie media hora, por lo que ya no puedo ir a comprar tamales si no es en fin de semana, van a concluirse hasta mucho después de las elecciones, y además no servirán para remediar el tránsito, sí para hacerlo más arduo e inhumano), corrupta, ruidosa, a ratos violenta, por lo regular agresiva; hay grandes tramos en donde reina la suciedad, y es rehén de cuidacoches, de estacionadores, peligrosa para cruzar avenidas y hay algunas calles en las que resulta más adecuado cruzar a la mitad que en las esquinas (Mariano Escobedo, por ejemplo; y en muchos puentes, donde además de presencia de asaltantes, se notan frágiles, llenos de cuarteaduras, se estremecen al paso de tractocamiones como en seísmos de más de 4.3 grados Richter –tractocamiones cuyo paso por esas calles está prohibido por un reglamento de tránsito que pocos respetan; entre ellos, no las autoridades), con ciclistas que hacen valer sus derechos transitando por banquetas, en sentido contrario e invadiendo zonas peatonales; con motociclistas que creen que un carril tiene dos carriles, y que no tienen por qué respetar los altos ni mucho menos las preventivas, y que agreden a los peatones; con basura en muchas esquinas, sobre todo en zonas supuestamente residenciales (excepto donde ponen imágenes religiosas); está llena de malos olores, no sólo de fritangas sino de abandono, no a tierra mojada sino a lodo encharcado; hay agua estancada por muchos lados, tanto que ya anda por acá el mosco causante del dengue; mal iluminada, desorganizada; pocos caminan confiados, casi todos miran con recelo sobre todo a las autoridades, a los choferes de los funcionarios que se siguen estacionando en doble o triple fila; y sobre todo a los funcionarios y aspirantes a los funcionarios; y para acabarla, como se ve en facebook, ya es una ciudad intolerante, no se respetan las ideas ajenas y sólo se aceptan las sumisas; cualquier crítica, cualquier juicio, es atacado con violencia, y la disidencia es causa de rupturas amistosas y familiares; una ciudad que amenaza con estallar en unos cuantas semanas (por no hablar de quienes manejan camionetas, porque piensan que eso les da inmunidad para infringir reglamentos y volar leyes). Y pese a todo, es una ciudad más habitable que Los Ángeles; siempre se dijo que Cuba desperdiciaría todo lo ganado en la Revolución el día que los ciudadanos aceptaran propinas por hacer su trabajo; en Los Ángeles exigen propinas del 20 por ciento aunque cobren 240 dólares por unos cuantos kilómetros y poco más de una hora de servicios; los restaurantes, malo y caros, cobran doble propina, una incluida en la cuenta y otra insinuada como el mensajero que le lleva recados a Cruz Treviño Martínez de la Garza; el transporte es un desastre, lento y agresivo, y su única ventaja es que excepto los turistas mexicanos, sí respetan las señales de un tránsito más organizado, porque aunque hay vuelta a la izquierda, la hacen por carriles específicos y no en los de alta velocidad, como en el DF desde que lo gobierna el PRD (bueno, no con Cárdenas); las zonas turísticas están llenas de limosneros con garrote y disfrazados, y los comercios, de empleados arrogantes; como no es un lugar que dependa en un gran porcentaje del turismo, no le importan los turistas, que deben arreglarse trayectos y travesías por su cuenta; es una ciudad hecha para el automóvil, e ir a cualquier lugar consume más de media hora (es la consecuencia de los dobles y triples pisos, y para allá vamos); excepto esas zonas turísticas es una ciudad sin vida, con calles solitarias, y a la que no le importan los demás; no hay equipos de beisbol que no sean Dodgers o Angelinos; nada interesan Gigantes de San Francisco, Atléticos de Oakland o Padres de San Diego, aunque sean californianos, mucho menos Medias Blancas de Chicago o, peor aún, Vikingos de Minnesota. Alguna vez Reyes dijo que a California se iba a californicar; lo único es que andan las mujeres en shorts que más bien parecen tarzaneras de mezclilla y en minifaldas como las de los años setenta en México; lo demás se ve asexuado, muy poco sensual. Soy injusto: son apreciaciones de alguien a quien le afectó el clima y anduvo con resfriado la mitad del viaje, y con sólo cinco días para observarla, y además agraviado por una Feria del Libro sólo atenta con las celebridades. El único consuelo fueron dos librerías, organizadas de tal manera que se puede ver lo que interesa sin ensuciarse, sin perder el tiempo, y con una buena oferta en todos los rubros, una, y la otra especializada en libros de cine, en la que había pocas novedades, pero muchos títulos harto interesantes, y las tiendas de discos, en donde si uno no encuentra algo, es porque ya no existe. Claro, me enteré de que ya salió Soberbia en DVD cuando venía de regreso de uno de mis viajes menos placenteros; si no hubiera sido por la compañía… En mi último día en California me enteré del fallecimiento de Carlos Fuentes, inexplicable por su vigor, su fortaleza, su vitalidad, su entereza; inexplicable porque teniendo médico de cabecera no se enteraron de su hemorragia, agravada por el tratamiento de cardiópata; inexplicable por su juventud; no me he repuesto ni me repongo de la actitud de las autoridades ni de las palabras irresponsables vertidas por los ansiosos de protagonismo. Ni menos aún de lo mal que se le ha leído, lo cual se deduce por las tonterías y declaraciones de quienes lo han leído tan mal (o no lo han leído, mejor dicho; y peor, que me citan sin saberlo).

martes, 8 de mayo de 2012

Detectives, tenistas, violinistas

A principios de los años noventa dos mujeres se dieron un beso en la boca en un programa de la televisión estadounidense (una de ellas, Mariel Hemingway; lo vimos por Cablevisión); era la máxima audacia que se habían permitido, aunque muchas actrices aparecían en ropa íntima, o en traje de baño, para mostrar las piernas o los escotes, pero sin llegar a los desnudos; éstos podían admirarse en algunas cintas que se transmitían en la noche muy noche, a riesgo de que algunos se sintieran ofendidos y protestaran en diarios y revistas, alegando que había niños que podían perturbarse (creo que “perturbarse”) con esos desnudos. La exhibición de una cinta de Godard, Pret a Porter, en la que hay un largo desfile no de modas, sino de desnudos, indignó a mucha fente; a unos, por los desnudos; a otros, por lo malo de la película. En otras, pese a lo restringido de la televisión por cable, cortaban los desnudos de Hair, pese a lo breve, inocentes y bellos. Las encueradas del cine mexicano, antes escamoteadas por la televisión que cortaban las escenas que los contenían en la mayoría de las cintas exhibidas incluso en horarios para adultos (mutilaban cuando iban a enseñar, o ponían beeps cuando decían una palabra altisonante, aunque dejaban los albures, es de suponerse que porque no los entendían), ahora aparecen con un hartazgo molesto, porque no todos esos desnudos son buenos y porque las actrices son feas. Sorprende que en las series estadounidenses haya desnudos; en algunas dejaban pasar lo que como metáfora llaman “descuidos”; uno memorable de Helen Hunt cuando era bella y abría las piernas más de lo aconsejado; otros en Three’s Company que ni molestaban ni excitaban; en alguno, sorpresivo, Lindsay Wagner, al tiempo que reflexionaba (“a ver qué tan biónica soy”) se lanzaba desde un piso alto y su vestido, ampón, dejaba al descubierto piernas y pantaletas; en otro, Stephanie Power caía en un hoyo, sin ningún decoro, de lo que se aprovechaba para escapar de sus perseguidores, porque ellos se paralizaban; era más frecuente que el vestido de alguna actriz se atorara en el elevador, o en la portezuela del auto que arrancaba, y se los arrancaban, pero iban preparadas con ropa íntima elegante y opaca, además de que alguien, galante, las tapaba con su abrigo o su saco. Han aparecido otras audacias: en Friends más de una vez cayó la toalla con que se cubría Jennifer Aniston y por un segundo se aprecia lo que llaman “butt crack”, o el perfil de los pechos; ella y Lisa Kudrow son víctimas, en esa serie, de un ataque que en el cine es especialista Sandra Bullock, el “ass grab”, que quiere decir que les rozan, soban, pellizcan o les aprietan los glúteos (no han revelado cuántas veces ensayan esas escenas); en Married with children, Katty Sagal sufrió el agarrón de parte de su suegro (ficticio), pero duró lo que tardaron en subir los tres (¿o cinco?) escalones de la escenografía y se congeló la imagen; no dio muestras de sorpresa ni de enojo, mucho menos de molestia en lo que creo fue la primera escena de ese tipo. En una escena reciente de SCI (o una de sus variantes), el actor invitado Robert Wagner lleva la mano izquierda hacia el amplio trasero de Pablo de Cote (chaparra y bien formada), pero no llega al toqueteo, porque uno de los actores le reprocha el gesto, pero más que para mostrar el carácter despreocupado y donjuanesco del personaje, lo más probable es que los productores hayan recurrido a ese truco para que el espectador se fije en esa parte del cuerpo de De Cote, seguramente porque le darán más relevancia a su papel en el futuro inmediato. Cada vez las series son más audaces; los protagonistas tienen relaciones ilícitas aun cuando son compañeros de trabajo y son jefe y subordinada; hay –muy políticamente correcto— personajes homosexuales, aunque cada vez más entre mujeres que entre hombres, a los que los retratan como escandalosos, exagerados e inmorales; los adulterios no tienen la justificación de las películas mexicanas de los años cincuenta (la impotencia del marido –La Diana Cazadora, debido a un accidente, no a la inflamación de la próstata o a la sobremanipulación—, descubrir su amasiato, o por sacrificio para sacarlo o para salvarlo de la cárcel); a veces, ni siquiera por venganza, y desde luego no tienen consecuencias morales o, peor, sociales. En un capítulo reciente, sospechando que un paciente sufre de escasez de deseo por causas no orgánicas, varios médicos hacen que una aprendiz de médica se agache resaltando su trasero, a lo que se presta en una acción más allá de su deber, con los resultados previstos: no hay reacción del paciente, sí del televidente (en ese programa ensayan tantas medicinas y tantas curas para enfermos con malestares indefinidos, que si fuera real, el pobre fallecería intoxicado, y dejando a los parientes con un cuentón impagable). Los protagonistas, además de las tramas semipoliciales, viven unos dramas bárbaros de su vida íntima. En otra serie, donde se hace apología del delito sólo porque el delincuente tiene un físico agradable y se viste para excitar a las mujeres, hay una detective de color (negro) sumamente guapa, a la que a últimas fechas han disminuido su participación seguro porque se irá a otra serie donde se aproveche más su belleza. Marsha Thomason (intérprete más de series televisivas que de cine) ya fue estrella de Vegas, donde seguramente dio de qué hablar. En ésta, para apaciguar a sus compañeros, a los héroes, a los villanos y a los espectadores, la han puesto con una novia; eso no sería lo malo, si no lo poco que la destacan, o por no opacar a otras actrices no tan espectaculares, o porque su capacidad histriónica es opacada por su físico. En otra serie más reciente, Homeland, los productores sorprendieron a los televidentes al poner a la muy bella Morena Baccarin simulando un acto sexual, desnuda de la cintura para arriba; repitió el desnudo en el tercer capítulo, y ya no ha necesitado más, porque la serie la verán en espera de que vuelva a lucirse, y si no, cuando salga en DVD a la venta. No es la única que se encuera en ese programa, otras dos actrices se quitan el sostén, y una de ellas sale en pantarraf después de entregarse, faltando a la ética, con el sospechoso al que investiga. Las detectives de las series estadounidenses no son las únicas que insinúan que son buenas para la investigación (hay una que quiere hacer creer lo que decían los desmemoriados: que la memoria es la inteligencia de los pendejos, aunque ignoran que la memoria es uno de los cinco componentes de la inteligencia; lo malo es que no recuerdo cuáles son los otros cuatro elementos ni quién afirma eso), además de bonitas y deseables. En los canales deportivos hay que estar al pendientes de los juegos de volibol femenil, sobre todo los de las representantes de Brasil contra las de Cuba (no el playero, cuyos trajes, aunque muy reveladores, son antiestéticos y antieróticos), y los juegos de tenis, no los varoniles, sino en los que se lucen las rusas, y otras europeas; ver un juego entre Ana Ivanovic contra Maria Sharapova permite el eclecticismo: una morena que disfruta el juego, que se contonea cuando gana un punto, que parece ronronear cuando va a lanzar un saque, y del otro lado de la red un rostro impávido (o lleno de tensión, pero que no se deforma por los gestos), los brinquitos que le sirven para destensarse pero que ponen tensos a los espectadores, y las posturas que toma al esperar un saque, porque nunca le han llamado la atención por poner nerviosos a jueces, público y camarógrafos con sus escotes; en las conferencias de prensa, en cambio, deja mudos a los entrevistadores porque en la Rusia donde creció (y creció a lo bruto) no le enseñaron cómo deben sentarse las señoritas. No son las únicas atractivas del tenis; para quienes gustan de lo exuberante pueden ver a Serena Williams, a quien con frecuencia se le olvida ponerse algo bajo la falda, o con ropa que le estimula el punto G; también está la muy fina pero extrovertida Carolina Woznianky, quien a falta de un busto tan desproporcionado como el de Serena, se pone toallas para simularlo mientras baila sin ritmo pero con atrevimiento; hay otras, más finas, estilizadas y elegantes (aunque no ganan muchos juegos): María Kirilenko, por ejemplo, o Tzvetana Pironkova, que parece antropóloga de película de Harrison Ford, o Daniela Hantuchova, que tiene piernas más largas y bien formadas que las de cualquiera actriz, o la Mishinska, lamentablemente retirada pero que ganaba todas las bolas difíciles, siempre que quien arbitrara fuera hombre; Elena Medienteva que hace encelarse a las modelos, y casi todas las competidoras (exceptuando a las Williams y a las chinas) son bellas, esbeltas y con piernas hermosas; su único defecto es su estatura, porque ya no son como Gigi Fernández, o Mary Joe Fernández, que apenas rebasaban el 1.60 0 no lo rebasaban, pero eran vitales, pícaras, coquetas y muy hermosas; fuera de la contemplación estética, ¿cuál puede ser el atractivo de Sharapova, que mide 1.83? (lo que debe costar su ropa). Y eso que ya se retiraron jugadoras que eran admiradas no por su juego, sino por su vestimenta: Martina Hingis, quien jugaba con cacheteros que dejaban sus glúteos a la vista, o Ana Kournikova, quien bendito sea Dios ya se retiró porque era vergonzoso “irle” a la que seguro iba a perder, porque era mala, pero muy vistosa (ha ganado mucho más modelando que en el tenis); o Stephie Graff, quien tenía el mejor revés del tenis; o Mary Pierce, con un cuerpo de modelo que hacía palidecer a las modelos (y a Roberto Alomar, a quien le hizo bajar su juego casi tanto como Marilyn Monroe a Joe DiMaggio). Ivanovic, la más pícara, está cerca del incómodo 1.80, que casi todas rozan o lo sobrepasan; y todas, vestidas de civil, son mucho más atractivas que cuando juegan tenis, aunque muchas de ellas usan unas licras que, con el sudor, exponen a la vista de todos sus partes más íntimas. Y hablando de deportes, las comentaristas de los programas deportivos transmitidos por televisión no saben nada de deportes, pero usan ropa entallada y breve, y cruzan y descruzan las piernas, con lo que no sólo perturban a los espectadores, sino a sus compañeros (porque dicen tantas barbaridades que sólo perturbados pueden ser tan ignorantes –síscierto, diría Ceballos). Acabo de leer un libro de Eusebio Ruvalcaba donde hace una amable mención de una recomendación que le hice: Beber un cáliz, de Ricardo Garibay, uno de los más hondos pesares por la ausencia del padre, él, que recuerda con tanta pasión al suyo, uno de los grandes violinistas mexicanos, igualado sólo, dicen las leyendas, por Silvestre Revueltas. No dudo que a Eusebio le guste la música, pero discrepo de sus gustos; no de las obras que menciona y en las que me lleva mucha ventaja, sino en las violinistas preferidas; menciona a Juli Fisher, Akiro Suwanai, quien debe tener mucho éxito si todo lo hace con la lentitud con que toca el concierto para violín de Beethoven, y a una a la que nunca he oído (aunque sí visto), pero sus referencias no son buenas, excepto por la exuberancia de su cuerpo, que le valió ser portada de (self) Play boy (aunque por sus características parece más para Penthouse) Linda Brava, que presume su cuerpo ampliamente en sus páginas de internet, y que recuerda, por su indumentaria y su ritmo, más a Olga Breeskin que a Vanessa Mae. Desde luego, insiste en Mutter. Discrepo: aunque sigo con la duda de cuál es el mejor intérprete de Beethoven, Yehudi Menuhin dirigido por Wilhelm Furtwängler, o David Oistrach con Rozhdestvensky (la mayoría de las veces, prefiero a Oistrach en el concierto de Brahms –y el doble, también de Brahms), caigo rendido con las audacias de las jóvenes y muy bellas violinistas: Lisa Balishvilli, quien alcanza agudos semejantes a los de Oistrach en su célebre versión del concierto para gato y orquesta; la inventiva Hillary Hann, quien le da nueva vida al concierto y lo acerca a la sensibilidad del jazz; Janine Jansen, quien empleó técnica de rock para su versión del concierto de Beethoven, pues combina las cadenzas clásicas y conocidas, con otras poco interpretadas, y lo hace como hicieron Lennon y McCartney: sobregrabándolas para que las oigamos al mismo tiempo; la muy divertida Patricia Kopatchinkaja (cuando vino a México, hace poco, se quitó los zapatos para tocar con más comodidad), quien tiene una versión extravagante: transcribe para el violín las cadenzas que reescribió Beethoven para la versión para piano de su único concierto de violín, lo cual es una innovación muy digna de escucharse; o la muy delicada e inteligente Stephanie Chase, quien, al contrario, lo toca cual lo escribió Beethoven, sin la marcialidad con la que ya nos acostumbramos a oírlo, con sutileza pero sin perder vigor. O la frágil Soyaka Shouji, y la ágil Anabella Steinbacher. Y todas estas violinistas son bellas, o cuando menos saben posar; son elegantes, finas, y sin la incomodidad de la estatura de las tenistas de moda. Y eso que no habla de las trompetistas (sin alburear, por favor) Tine Thing Helseth o a Alison Balsom, a las que hay que oír con los ojos cerrados para apreciar bien la música. O a Anna Netbreko, quien cuando le aplauden se emociona y brinca dando vueltas, con lo que le aplauden más. *Ya hubo un segundo juego sin hit ni carrera en las Mayores, y eso que apenas han rebasado la sexta parte de la campaña; otros juegos de uno o dos hits abundan, y casi a diario hay blanqueadas; Adrian González batea apenas arriba del .270 y Pujols, quien ya lleva un jonrón en 112 turnos, apenas está abajito de .200; con que no se les ocurra bajar otra vez la lomita… *Alterna a la Feria de Minería hay una Feria del Libro de Ocasión, donde a veces se consiguen libros buenos y agotados, las más de las veces carísimos, porque abusan de las manías de los bibliómanos; este año imprimieron un folleto para anunciarse, y, como siempre, incluyeron escritos interesantes; uno de ellos, de Herman Bellinghausen lleno de inexactitudes; por ejemplo, afirma que Álvaro Obregón le recitaba fragmentos de la Suave Patria al propio López Velarde, a quien no conoció; se la recitó completa a Vasconcelos, cuando éste fue a comunicarle el fallecimiento del jerezano; fue a José Rubén Romero a quien le recitó un poema completo, y lo acusó de plagio; sólo después le aclaró la broma: se lo sabía de memoria, pese a que había sido poco publicado; dice inexactitudes respecto de Gustavo Díaz Ordaz (Torres Bodet no fue funcionario en su sexenio), y se sabe que era un lector ávido, lo mismo que Luis Echeverría, Adolfo López Mateos, Carlos Salinas de Gortari, y antes lo habían sido Sebastián Lerdo de Tejada y Benito Juárez; una biografía reciente aclara que Plutarco Elías Calles estaba leyendo Mi lucha, de Hitler, como es sabido, cuando fue desterrado por Cárdenas, pero que en su mesa de noche tenía también El capital, de Marx, y La vida inútil de Pito Pérez, del muy leído José Rubén Romero. Es hasta fechas recientes que se ha visto que no hace falta ser lector para ser presidente, y además, que ser lector no asegura a nadie que se sea buen presidente, ni buenos periodistas.

viernes, 27 de abril de 2012

Erotismo en el cine mexicano

A propósito de las encueradas en dos cintas con un mínimo argumento sobre lucha libre (en Santo en el tesoro de Drácula, para dirimir un conflicto de intereses al apoderarse del tesoro acumulado por el conde Drácula –Santo, para beneficiar a los pobres del mundo; los villanos, para beneficiarse ellos, que le proponen a Santo se vayan mita y mita—, establecen que lo resolverán en un ring; ésa es la única lucha en la cinta (Santo derrota a su adversario); en La horripilante bestia humana, Norma Lazareno, Gina Moret y algunas extras enseñan más fuera del ring, donde pelean vestidas con unos trajes incomodísimos), pregunta Francisco Elorriaga cuál sería la película más sexy-erótica del cine mexicano; además de que sólo soy un aficionado pero no experto en nuestro cine, y que no he visto todas las que se han filmado, creo que hay más bien escenas que cintas eróticas; en algunas, ni siquiera ha habido desnudos, y en otras, apenas se han insinuado. Por ejemplo, en El niño y el muro, sin que muestre nada de su muy sensual cuerpo, Yolanda Varela con puros gestos insinúa un orgasmo que escandalizó a la gente en los años sesenta; la corretiza que le pone Jorge Negrete a Raquel Rojas en Cuando viajan las estrellas es bastante excitante, aunque sólo se vean parte de los muslos (eso sí, de bailarina de flamenco) de la estrella, y las piernas tambaleantes de Negrete, vestido, que cuando la alcanza decide mejor ser caballeroso (¿o estaba muy cansado?). En casi todas sus cintas de los años cincuenta y sesenta Silvia Pinal francamente provocó estremecimientos masculinos, sin que haya necesitado de ningún desnudo (los que hizo no fueron ni sensuales ni eróticos); con Pedro Infante, cantando unas rondas infantiles, estremece al auditorio, y más cuando se levanta la falda y se la pone como mantón en la cabeza, sin que se dé la vuelta en beneficio del espectador; en todas sus comedias de los años sesenta está a punto de mostrar las tarzaneras, pero se queda a unos milímetros; en ¡Viva el amor! baila un cancán inolvidable, aunque no conmueva mucho al ya acabadón Emilio Tuero. El faje que le ponen Fernando Soler y Manuel Medel, simulando ser médicos, a la sirvienta de la casa de Blanca de Castejón en ¡Qué hombre tan simpático!, sin que le toquen ninguna parte pudenda ni le quiten el vestido (tal vez porque los interrumpe Rafael Banquells) es bastante atrevido, sobre todo para 1943. Elsa Aguirre fue pródiga mostrando las piernas, y de pronto algún escote y siempre fue cuando menos provocativa; no lo fue, en cambio, cuando mostró las pantarraf (De noche vienes, El cuerpazo del delito); Infante la interrumpe en uno de los más nerviosos streap tease del cine mexicano, y sólo se queda en brasier y panties, cuando él la detiene. Excepto las escenas filmadas por Sasha Montenegro e Isela Vega, por lo regular el cine de ficheras mostró mucho pecho, demasiadas nalgas e incluso bastante vello púbico, pero no quiere decir que haya erotismo, sensualidad ni belleza en esos desnudos; aquéllas, más Pilar Pellicer, Alma Delfina y una que otra más, eran más bellas que buenotas, y sacaron provecho de esas características; Pellicer hizo un desnudo fugaz, excitante, en Las visitaciones del diablo, y otro, no por cómico menos atractivo, en Los amantes fríos; pero más que el desnudo, nada despreciable, eran excitantes sus movimientos cuando calentaba el atole para su compadre Toño Zamora (soplando al brasero), mientras dizque velan a Alejandro Suárez (Marco Pulido recuerda una escena más audaz en el teatro, cuando una mujer no hace más que trapear el piso, mientras el público masculino aullaba; en la española Las Leandras una actriz excita al auditorio con un acto más púdico y simple: empuja una carreola). Con pretexto o sin él, Julissa hizo desnudos muy bellos, aunque en alguno lo despojaba del erotismo que debe acompañarlo, al hacer movimientos bruscos y usar un lenguaje desinhibido y desalentador; su compañera en una de esas cintas, Alma Muriel, hizo algunos desnudos memorables por la belleza de su cuerpo, no por el gesto lejano y sufrido. El de Arabella Arbenz en Un alma pura es más frío que bello, y nada excitante. En Trío Cuarteto Ana Martin sale desnuda del lecho que comparte con Pedro Armendáriz, de una manera tan natural y tan fugaz que el espectador apenas tiene tiempo de admirarla, sin sentir ninguna reacción; al final de la cinta, en cambio, Armendáriz decide que, aun contra su voluntad, Martin debe acostarse con varios amigos de él; no se ve lo que le hacen, pero se escuchan sus quejas, sus lamentos y sus gritos hasta que, con el último sucesor, en cambio, gime de placer y se escucha una risa saludable, mientras el rostro de Armendáriz se descompone, y el espectador se queda con las ganas de que se hubieran filmado esas escenas. En cambio su desnudo frontal en Cadena perpetua no hace pensar en el presente sino en el pasado inmediato; en esa cinta Pellicer hace un desnudo bello pero fugaz, y Angélica Chaín, el más natural, erótico y estético de los muchos desnudos que hizo para el cine mexicano. Una de las cintas más eróticas del cine mexicano, El vuelo de la cigüeña, contiene muchos desnudos de Rosalía Valdés y de José Alonso, y varios semidesnudos de Pedro Armendáriz (uno parcial de Lilí Garza) y desaprovechan en cambio a Elizabeth Aguilar, que poco antes (o poco después) posó sin chones (según expresión de Vicente Vila en Siempre!) para Playboy; lo más erótico, en cambio, es la naturalidad de los desnudos de Valdés, quien sin tapujos se quita la ropa, se muestra de frente y de espaldas, faja con Alonso en la cama, en escenarios naturales, y en el Metro, delante de muchos pasajeros que se hacen disimulados; Tere Álvarez protagoniza un desnudo procaz, abierto, en un baile salvaje y violento en Adriana del Río, actriz, de Alberto Bojórquez, pero lo censuraron y quedó sólo la parte vulgar; Tina Romero, quien se desnudó en varias cintas, se ve más excitante cuando muestra las panties en Lo mejor de Teresa, mientras bebe cerveza en casa de una amiga (en la vida real repitieron la escena tantas veces que las actrices sufrieron una alteración embriagadora, pues no bebían sidral, era cerveza); Blanca Baldó y Ana Martin (mucho más la primera) salen muy desnudas en Ángela Morante, ¿crimen o suicidio, pero la cinta es bastante floja y, descontextualizados, los desnudos pierden su fuerza; José Estrada hizo mejores escenas eróticas, sin necesidad de desnudar a las actrices; en Para servir a usted, el espectador se excita tanto como Héctor Suárez ante la desfachatez de Claudia Islas, quien apenas aparece en pantaletas en una escena breve y sorpresiva. Julián Pastor, el responsable de los desnudos en El vuelo de la cigüeña, encueró también a Blanca Guerra y a Grace Renat en Estas ruinas que ves; de los de la primera ya hablé en la anterior, y Renat, que aparece totalmente desnuda en una cama, dispuesta a la entrega, es más atrevida en otra escena en la que, sin calzones, se agacha y muestra los glúteos al espectador y a Rafael Banquells y a Jorge Patiño, quienes le ponen sabor a la escena, mucho más que ella (la completa Guillermo Orea cuando, briago, se queja: “¿por qué no me dijeron que le estaban viendo las nalgas a Sarita?”); esa escena es inútil, en la cinta y en la novela; pero Renat tampoco aparece sensual cuando Orea la manosea al mostrarle una baraja con posiciones sexuales diversas. A principios de los setenta hubo expectación por un desnudo que protagonizaría Rosalba Brambila en El rincón de las vírgenes, cuando sale huyendo sin ropa de la cama de Alfonso Arau, y en efecto, está sin ropa, pero en una toma lejana, y parcial; se ven fugazmente sus pechos y sus piernas, pero nada más, aunque la escena se congela; hay más audacia momentos antes, cuando está en la cama, sin ropa, y se estira, agachada; el público no ve nada, pero no pudieron evitar la mirada concentrada de Arau en el trasero de Brambila (por esa época también apareció en una obra de teatro, donde no se desnudaba, pero mostraba unas pantaletas azules que hacían que el público pidiera un encoré). Meche Carreño hizo muchos desnudos para varias cintas de Juan Manuel Torres, y algunos son muy naturales, pero su desnudo más total lo hizo en La Choca, una de las últimas cintas de Emilio Fernández; al principio aparece surgiendo y sumergiéndose en un río, con tomas muy cercanas en donde se aprecia toda su sensualidad, famosa desde que apareció en monokini en las páginas de Cine Mundial; toda la cinta gira en torno a la violencia y al erotismo. Los desnudos estáticos de mediados de los cincuenta causaron expectación; no han perdido inocencia ni, en su caso, vulgaridad; estaban fuera de lugar, eran innecesarios, y sólo disfrutables por la belleza de las protagonistas; pero Kitty de Hoyos no era bella, sólo exuberante (su rostro parece descompuesto); Amanda del Llano ya no era la belleza deslumbrante de 15 años antes; sólo Columba Domínguez y Ana Luisa Peluffo eran atractivas, pero, inmóviles, no lo eran tanto. Por esas mismas fechas, muchas escenas de Sonia Furió excitaban más al espectador que las de aquéllas. En Dos crímenes, un personaje le dice al protagonista principal: “esa muchacha te anda poniendo las nalgas en las narices”, y el protagonista demuestra una excitación sólo notable por un ligero temblor en las manos. Ésa es la sensación que han dejado alguno de los mejores desnudos y algunas de las escenas eróticas que han abundado en el cine mexicano. Faltan muchas, pero en tal desorden que la memoria se llena de muchas escenas que pugnan por aparecer, pero no todas valen la pena. Hay que mencionar, sin embargo, unas excepciones: en El tercer hombre, cuando muy entrada la película aparece Harry (Orson Welles), tiene lugar una de las escenas más impactantes del cine; algo similar pasa cuando, en La comezón del séptimo año Tommy Ewell abre la puerta a la muy distraída y caótica Marilyn Monroe, quien hace una aparición deslumbrante, por desgracia fugaz y sin la atmósfera adecuada que rodea a la de Welles; pero la escena de las rejillas del Metro, aunque nunca se le ven las pantarraf, es una de las más perdurables del cine, y en la vida real provocó la ira y los celos de Joe DiMaggio, y en poco tiempo el divorcio. Así, una actriz desperdiciada, Maribel Fernández, en varias películas insignificantes, intrascendentes y mal hechas, deja al espectador con ese leve temblor en las manos sin que muestre la ropa íntima más que en una escena nada erótica, sino cómica; pero su desparpajo, su desenvoltura y la manera tan natural de exclamar vulgaridades, obscenidades o incluso de insinuarlas la hacen excitante. Excitante es una escena con dos estrellas has been en los años setenta: un escote de Marga López y una exhibición de piernas de María Elena Marqués (¿o es al revés: las piernas de López y los pechos de Marqués?) en ¿Qué hacemos con papá? agarran descuidado al espectador, pero no provocan reacción en Arturo de Córdova. Y otra excepción: en una cinta regular pero intensa de Luis Alcoriza, Los jóvenes, aunque es mucho más audaz y sensual Tere Velásquez, una muy guapa Adriana Roel aparece, con inocencia no exenta de sensualidad, en ropa interior; y en esa misma cinta, una de las más guapas y más desperdiciadas actrices, Dacia González, protagoniza una escena inquietante, cuando le bajan el cierre al vestido y muestra parte de la ropa íntima; aunque todos se ríen, estoy seguro que muchos de los actores que estaban allí quedaron excitados, como lo están quienes ven a González en Tiburoneros interpretando a una joven salvaje e incivilizada pero muy sensual (con pantaletas negras, por entonces, el colmo de la provocación). Y es recomendable ver la escena del faje en la Alameda entre Angélica María (mostrando chones) y Fernando Luján cuando ruedan en la hierba en Cinco de chocolate y uno de fresa. Y hablando de reacciones, son preferibles las de Joaquín Pardavé o de Carlos Riquelme a las de Andrés García, Jorge Rivero, Eduardo Lizalde o Jorge Negrete. Mis padrinos Marco Antonio Pulido y Marco Antonio Campos, de raigambre voyerista como todo cinéfilo que se respete, reclaman que no haya acompañado las reflexiones sobre las encueradas y los luchadores, con algunas fotografías; las que hay son malas y, supongo, tienen créditos y derechos reservados; pero les presumo que tengo una de Maribel Fernández pero no es publicable, no por pornográfica, sino por cuestión de derechos. En Midnight in Paris, el protagonista conoce al joven Luis Buñuel y le sugiere el guión de El ángel exterminador; Buñuel pregunta repetidamente “¿pero por qué no pueden salir?”; tarda más de 30 años en filmar la cinta, pero no la resuelve del todo; para poder abandonar la sala de la mansión en la que están encerrados, los personajes deben estar en la misma posición que al principio, y así se rompe el encanto o maleficio; pero la solución es falsa, porque para entonces ya han muerto dos de los invitados, por lo que es imposible que estén igual que al principio. *Ya hubo un juego perfecto en las Mayores, con la pequeña ayuda del ampáyer que cantó strike cuando era un wild pitch, y del bateador, que no corrió a la primera aunque era base por bolas y el lanzamiento se le pasó al receptor; pero no ha habido día en que haya cuando menos una blanqueada; y aunque es mucho adivinar, qué horrible deben estarlo pasando los fanáticos de Alberto Pujols, con 19 juegos sin cuadrangular, con 11 ponches y sólo 16 hits en 75 turnos; ¿es sólo un slump (el más largo de su carrera) o los Cardenales tenían razón en no ofrecerle las millonadas que pedía? Ya está en la edad en que comienzan a endurecerse los huesos y en tardarse un segundo más en sacar el bat, y tres segundos más en correr de home a primera.

lunes, 16 de abril de 2012

Desnudos en la lucha libre

En su libro sobre la lucha libre en el cine mexicano, Pepe Navar y cómplices ponen especial atención en una cinta que Emilio García Riera, en su Historia documental del cine mexicano (segunda edición, la de la Universidad de Guadalajara), califica de mala pero divertida: Santo en el tesoro de Drácula. No es que sea especialmente mala; excepto unas muy poquitas, las películas de luchadores son malas, y especialmente las del Santo: mal filmadas, mal actuadas, mal fotografiadas, mal dirigidas; aunque las escenas dentro del ring son monótonas pero lo más atractivo para el público, las rodean de una trama policial, de un drama familiar o, ya en los años sesenta y setenta, con algo de ciencia ficción bastante desproporcionada, pero los productores apelaban a la credibilidad del público. Santo en el tesoro de Drácula, que además de ponerle una voz nada común a Santo (anodina, poco sonora, muy diferente de la de Víctor Alcocer), lo presenta como un científico capaz de hacer que alguien viaje al pasado; García Riera ve un parecido, o una calca, de un programa de televisión popular por las fechas en que se filmó la cinta, El túnel del tiempo, en donde James Darren y Robert Colbert en cada episodio iban a un sitio y una fecha decisivas en la historia de la humanidad (eran dos científicos pero con buena suerte para las aventuras y para las mujeres, aunque no pudieron ligarse, hasta donde recuerdo, a otra científica, interpretada por Lee Meriwether, infaltable por cierto en otras muchas series televisivas, como Mis adorables sobrinos, Barnaby Jones y como Lily Munster, pero en The Munster today, no la famosa The Family Munster); incluso, con la misma rueda que al girar produce efectos psicodélicos que se veía cuando los gringos iban a una época indefinida. Santo es tan hombre de ciencia como ellos, pero más altruista; su máquina del tiempo le sirve no sólo para ir al pasado, sino para apoderarse del tesoro acumulado por el conde Drácula para repartirlo entre los pobres del mundo; contrario a los protagonistas de la serie televisiva, viajar al pasado es una tarea femenina porque, afirma Santo, las mujeres resisten cuatro veces más (no dice qué). Lo curioso de todo es la fama del filme: Nelson Carro (El cine de luchadores), Navar y cómplices, y García Riera, afirman que las fotografías que muestran a varias mujeres desnudas delante de Aldo Monti, no en su papel de galán televisivo (antes de Mauricio Garcés como fotógrafo de Estudio Ponds, cuando puso de moda su “arrooozz”) sino de vampiro muy maquillado (para verse pálido, pero también con rímel); se dijo siempre que eran escenas filmadas fuera de México o cuando menos para su exhibición fuera de México. El domingo 15 se exhibieron dos cintas de luchadores, con desnudos, o casi, femeninos; antes de las 22 horas, La horripilante bestia humana, en la que José Elías Moreno es un científico que reta las leyes universales al intentar volver a la vida a su hijo fallecido; eso es pretexto para que Gina Moret y alguna otra muestren los pechos desnudos; la copia exhibida omite esas escenas, pero a cambio es generosa mostrando las pantaletas (“grannies”, les dicen ahora, comparadas con las tangas actuales) de una extra a la que la bestia horripilante le sube el vestido en dos ocasiones mientras forcejea con ella, y de Norma Lazareno, quien en vez de huir del monstruo a bordo de su auto, se pone a correr, con chicos taconzotes, en un parque lleno de desniveles, se tropieza de manera no muy elegante pero tampoco convincente, rueda y el vestido se le sube hasta la cintura, dejando ver unas pantaletas negras más cercanas al bikini que no se acababa de poner de moda en ese 1968 de muchas minifaldas pero ropa interior no enorme, pedro no el chikini que puso de moda Borola Tacuche de Burrón. Lazareno, al contrario de la extra, no ve demasiado ultrajado su pudor, porque quien la encuentra es Armando Silvestre, quien de cualquier manera iba a casarse con ella. Más injustificados son los desnudos en Santo en el tesoro de Drácula; ocho jóvenes medio tapadas con batas semiabiertas presentan a dos nuevas discípulas, acostadas boca arriba, tapadas de la cintura para abajo; exuberantes, se dejan manosear los pechos por el poco hábil Monti, quien sólo las soba y apachurra en vez de acariciarlas; ellas, sin excitarse, se ponen de pie y se unen a las otras, quienes se quitan las batas y quedan desnudas; pese a que están de frente no se les nota el vello púbico, por la lejanía de la cámara o porque están depiladas; se ponen de espaldas; no se divulgan los nombres de las vampiras (que no vampiresas) excepto de dos: Sonia Aguilar y Paulette; una de las diez tiene pechos bellos y glúteos armoniosos; las demás están pasadas de peso, las nalgas caídas o muy redondas o muy planas; es tan injustificada la escena como la pocos años después filmada en Bellas de noche, en la que Rafael Inclán paga sus emolumentos a varias ficheras totalmente desnudas, pero poco bellas. Monti manosea, apachurra y succiona los pechos de dos estrellas, Gina Moret y Noelia Noel durante más de cinco minutos; no hay muchas posibilidades de que sean dobles, porque se ven al mismo tiempo rostro y pechos, más bellos que los de las extras, y en dos ocasiones; Monti no necesita hipnotizarlas, están dispuestas a ser fajadas por él antes incluso que le muerda el cuello. (En las cintas clásicas de vampiros, Nosferatu, Drácula y otras, se insiste en el erotismo del personaje, de la seducción y la metáfora de la mordida como sustitución del coito; se pone especial énfasis en la versión en español de Drácula, por la belleza de las actrices, más eróticas que las actrices gringas, como acota Leonard Maltin.) Aparte de lo absurdo de la trama, hay un error grave: en una escena del pasado, a principios del siglo XIX, se ve a Noel en una cama, con negligé transparente, y brasier y pantaletas blancas, prendas que en esa época no existían (como se sabe, sólo a finales de ese siglo comenzaron a usarse esas prendas). Lo curioso es que, cuestionados sobre esos desnudos, Alberto Rojas (debutante en esa cinta, bastante menos gracioso que en otras cintas de otro género) negó que se hubieran filmado, y Aldo Monti, dijo que se le había olvidado si había habido desnudos, unos desnudos que difícilmente podría olvidar, puesto que participó en ellos con mucho vigor y dedicación. Otro dato curioso es que el padre de Noelia Noel en la cinta, Carlos Agosti, se llama César Sepúlveda, nombre de quien poco antes había dejado de ser director de la Facultad de Derecho de la UNAM, y que mientras lo era, estalló el conflicto que obligó al doctor Ignacio Chávez, rector de la UNAM, a presentar su renuncia. No escaseaban los desnudos en el cine mexicano, ni menos en el estadounidense, e incluso en el inglés. Más hermoso que excitante fue el desnudo de Heidy Lamarr en Éxtasis, en unos cuantos segundos, y se vislumbra el vello púbico; más visible fue el vello púbico de Jane Birkin en Blow-Up; Lamarr, conocida como “La Mujer más Bella del Cine”, fue choteada por Groucho Marx cuando dijo que, de Dalila, tenía menos pechos que Sansón, Victor Mature. Eran más frecuentes las escenas donde las actrices mostraban los pechos, las piernas o los glúteos; ya se habían admirado los desnudos de Brigitte Bardot, de Gina Lollobrigida (fugaz, pero pleno), Sophia Loren mucho antes de que llegara la fiebre de desnudos a México, luego de la primera etapa de los desnudos inmóviles de Amanda del Llano, Ana Luisa Peluffo, Aída Araceli, Columba Domínguez, Kitty de Hoyos, Rosario Durcal, o los no tan famosos pero lucidores de unas anónimas en Rosalba y los Llaveros, o de Ánimas Trujano; ya en las películas del Concurso Cinematográfico hay discretos desnudos de Gloria Leticia Ortiz, Julissa, Pilar Pellicer, y comenzaba a lucirse Isela Vega. Para la época de las dos cintas que vi este domingo hay desnudos de Libertad Leblanc, Norma Lazareno, Ofelia Medina (uno muy bello en Paraíso, de espaldas), Ana Martin (de espaldas, en Trío, Cuarteto, y años después uno frontal, nada impúdico, muy verosímil, en Cadena perpetua), y hasta uno discreto pero innegable de Angélica María en El cuerpazo del delito; y sin pretextos artísticos, de muchas más, sin contar los casi desnudos de Elsa Aguirre, Silvia Pinal, Elsa Cárdenas, Zulma Fayad, Maura Monti, Bárbara Ángeli, Fanny Cano y muchas otras, hasta llegar a los años setenta, en que el cine de ficheras prodigó desnudos sin pretextos pero sin belleza, más que algunas cuantas, y culminar con los desnudos elegantes y excitantes de Blanca Guerra en Estas ruinas que ves (pero también los muy procaces de Burdel y de Chile picante). No era raro ver desnudos, aunque sí en el cine de luchadores; ¿sería por el público que asistía a ver esas cintas? Santo en el tesoro de Drácula se estrenó con autorización A, es decir, para niños, adolescentes y adultos, lo que vemos ahora como muy atrevido, porque aunque pasó sin desnudos, de cualquier manera Aldo Monti se faja sabroso a las vampiras y a las aspirantes a serlo, aun con los pechos cubiertos. ¿Habrán hecho las escenas para exportación y las púdicas para las salas mexicanas? Si fue así, de cualquier manera eran escenas atrevidas, además de suponer al público mexicano con menos criterio que el de países supuestamente menos adelantados, o más dependientes. Las escenas más atrevidas de La horripilante bestia humana no fueron exhibidas, y se ven en algunos stills reproducidos en el libro de García Riera; fueron, además, ridículas las escenas con que las sustituyeron, porque Gina Moret, supuestamente inconsciente, se tapa los pechos desnudos para que no los contemplemos. Y en Santo en el tesoro de Drácula, las escenas con las vampiras mostrando nalgas y pechos salen sobrando; en cambio, cuando se faja a Moret y a Noel, son imprescindibles, y ridículas si las actrices no están desnudas. Al revisar los escritos de la crítica, no sólo sobre estas escenas sino en general sobre los desnudos en el cine, llego a la conclusión de que los críticos o los comentaristas, más que gusto por el cine, tienen gusto por la belleza femenina. En la segunda edición de su Historia documental del cine mexicano hay menos crítica, hay más entusiasmo, y unan insistencia en muchas actrices bellas, además de más humor; en su De la pantalla a la TV García Riera acota cuanta actriz aparece encuerada en una cinta, por insignificante que sea la cinta o el desnudo; José de la Colina, por poner sólo un ejemplo (de muchos que abundan en su blog), al hablar de Cantando en la lluvia llama más la atención del color de las tarzaneras de Debbie Reynolds al terminar “Good Morning” (que nunca he podido atisbar, aunque reproduzca la escena cuadro por cuadro) y las piernas de Cyd Charise, que en otros aspectos de la cinta; Jorge Ayala Blanco, en su más reciente libro sobre el cine mexicano es menos rudo si la película criticada está beneficiada por la presencia de una actriz bella. ¿Es necesario recalcar que G. Caín se fijaba en la presencia masculina y le daba mucha importancia, que se desvanecía ante la aparición de cualquier actriz, por poco competente que fuera? ¿Y es necesario recordar que Manuel Michel y Juan Manuel Torres escribieron libros memorables sobre actrices, y que intentaron rendirle homenajes en sus cintas? No sé nada de cine, pero sí de la belleza femenina. *Mis amigos literatos no me reprochan que añada comentarios oportunos de beisbol o de otro deporte, sólo piden que los identifique de alguna manera, para no crearles visiones extrañas, como la de Octavio Paz y Alfonso Reyes en el círculo de espera (desde luego, en la misma novena). *Casi todos los días de la incipiente temporada, excepto la del domingo, ha habido blanqueadas; ya el lunes 16 hubo un 1-0 contra los supuestamente poderosos Medias Rojas, ya abstemios. *¿Y qué tal si hubiera aceptado la oferta generosa para participar en una empresa editorial boyante, ahora que está implicada en uno de lo peores casos de corrupción de la cultura en México? Y eso que sólo han investigado una parte, no toda la historia.